Antecedentes históricos a la teoría de la Evolución

La diversidad de seres vivos, junto con sus sorprendentes adaptaciones y especializaciones, nos viene fascinando e intrigando desde que alcanzamos la condición humana, de ahí que en la actualidad perduren variadas y contradictorias explicaciones sobre su causa. El cambio o la transformación de los elementos fueron las claves utilizadas para la explicación de la diversidad orgánica en la Grecia Clásica, sin embargo, tras el eclipse de esta cultura y hasta el siglo XIX, las tentativas en esta dirección no fueron más que meras elucubraciones desarrolladas al abrigo de alguna creencia religiosa o fruto del desconocimiento de las leyes naturales. Finalmente, a mediados del siglo XIX, en 1858, Charles Darwin y Alfred Wallace, de manera independiente, descubren el mecanismo mediante el cual se produce la evolución: la selección natural. En 1859, Darwin publica su obra El origen de las especies, en la que sienta las bases de Teoría de la Evolución que conduce al actual marco científico, conocido como Teoría Sintética de la Evolución, en el que se encuadran todos los descubrimientos que amplían y corroboran la explicación dada por Darwin a la evolución de todos los seres vivos.

La implantación del método científico, como forma de adquisición de conocimiento, propició en los siglos XVI y XVII que Nicolás Copérnico, Galileo Galilei e Isaac Newton, revolucionaran la forma de pensar y de ver el mundo al poner de manifiesto que ni la Tierra era el centro del universo, ni que éste era un lugar estático y hecho a nuestra medida. Casi dos siglos después, Charles Darwin da el último golpe a la vanidad humana. El hombre, que parecía quedarse al margen del cataclismo cosmológico precedente, pasa a ser un eslabón más en la cadena evolutiva y, peor aún para algunos, «desciende del mono». Darwin puso en tela de juicio la esencia de lo que hasta entonces se consideraba la naturaleza humana y, con ello, las convicciones más profundas y sólidas de una sociedad eminentemente religiosa, propiciando un sinfín de críticas y descalificaciones, alguna de las cuales aún perduran.

La Teoría de la Evolución recoge un conjunto de leyes matemáticas y funcionales que nos sirven para explicar la diversidad de seres vivos y su causa. Lógicamente, como toda teoría científica, está sujeta a constante crítica y comprobación experimental y observacional de sus leyes, pero, como señalaba ya en 1994, el biólogo Francisco Ayala,

«el origen evolutivo de los organismos es hoy una conclusión científica establecida con un grado de certeza comparable a otros conceptos científicos ciertos, tales como la redondez de la tierra, la rotación de los planetas alrededor del sol o la composición molecular de la materia. Este grado de certeza que va más allá de toda duda razonable, es lo que señalan los biólogos cuando afirman que la evolución es un hecho. El origen evolutivo de los organismos es un hecho aceptado por los biólogos y por todas las personas bien informadas sobre el asunto»

(Fig. 4.2), y es más, como señaló Theodosius Dobzhansky, en 1973:

«Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución».

Por todo ello, la Teoría Sintética de la Evolución es el único marco en el que se puede comprender y explicar plenamente el comportamiento humano. En este capítulo se explicarán sus antecedentes y los principales mecanismos propuestos para dar cuenta de la evolución de las especies.

Antecedentes históricos de la Teoría de la Evolución

Mientras en el siglo XVII Galileo y Newton revolucionaban la Astronomía y la Física con sus aportaciones científicas, hasta el siglo XIX el problema del origen de las especias se dirimía entre los postulados del Transformismo radical, que defendía que las especies surgían por generación espontánea, y los del Creacionismo, que abogaba por la concepción estática del mundo orgánico que se describe en la Biblia (Fig. 4.1).

Aunque más lentamente que en otras disciplinas, el estudio del mundo orgánico va entroncando con el espíritu científico que desde el siglo XVII venía refutando con éxito el concepto estático y sobrenatural del universo. En el siglo XIX, las investigaciones abiertas en disciplinas como la Geología, la Anatomía Comparada, la Embriología, la Fisiología o la Paleontología, aportaron los datos que sirvieron de sólidos pi lares para el desarrollo del estudio científico del origen de las especies:

  1. el margen para el cambio se amplió notablemente al estimarse la antigüedad de la Tierra en centenares de millones de años;
  2. el descubrimiento de la naturaleza de los fósiles ponía de manifiesto la existencia de seres vivos distintos de los actuales en eras geológicas pasadas, así como,
  3. la continuidad de la vida a lo largo de la historia de la Tierra;
  4. la evidencia de que las especies no son inmutables sino que pueden experimentar variaciones; y
  5. el que los seres vivos, a pesar de ser muy distintos entre sí, presentan características anatómicas y fisiológicas parecidas que permiten establecer relaciones entre ellos.

Todos estos hechos permitieron que la ciencia comenzase a refutar los planteamientos creacionistas construyendo el marco adecuado para el planteamiento de nuevas hipótesis que dirigiesen la búsqueda científica del origen de las especies.

Los datos apuntaban a que los seres vivos actuales podían ser fruto de la transformación de otros anteriores. La cuestión pendiente era descubrir a través de qué mecanismo se producía esa transformación.

En 1809, Jean-Baptiste Lamarck publica Philosohie zoologique, obra considerada por algunos como la primera que plantea la evolución de forma detallada, sistemática y originada por causas naturales, pero está fundamentada sobre dos principios falsos: el de que «la función crea el órgano» y el de «la herencia de los caracteres adquiridos». Lamarck sustenta su explicación sobre la base de que el medio ambiente impone a los seres vivos continuos desafíos a los que deben enfrentarse para sobrevivir. Siguiendo el falso principio de que la función crea el órgano o «ley» del uso y desuso, propone que los órganos y estructuras anatómicas de un animal son consecuencia de sus hábitos y estos, a su vez, resultado de su intento de adaptación al ambiente:

«la jirafa, escribió Lamarck, obligada a comer las hojas de los árboles, se esfuerza por alcanzarlas; este hábito existe desde hace mucho tiempo en todos los individuos de la especie y ha acarreado modificaciones útiles de la forma; las piernas delanteras se han hecho más largas que las de atrás, y el cuello se ha alargado lo suficiente para alcanzar ramas a 6 m de altura».

La causa de la evolución, por tanto, se encontraría en el propio organismo y no sería otra que su necesidad (besoin) de mejora,que le impelería a adaptarse a su medio ambiente mediante la adquisición de nuevas estructuras y funciones que transmitirá a su descendencia. Por ello, a la explicación dada por Lamarck se la conoce también como la herencia de los caracteres adquiridos. Según Lamarck, cada organismo representa una línea evolutiva independiente originada por generación espontánea que tiene como fin lograr la perfecta adaptación al ambiente circundante. Según Lamarck, el registro fósil no nos muestra especies extintas, sino antepasados imperfectos de los organismos actuales que representan, a su vez, los distintos peldaños de ese camino contra las adversidades impuestas por el ambiente en la búsqueda de la perfección. Por tanto, la evolución es para Lamarck determinista: su objetivo no es otro que alcanzar la perfección. Bajo este punto de vista, el paisaje actual de seres vivos se puede representar ordenado jerárquicamente en función del grado de perfección alcanzado por las distintas e independientes líneas evolutivas de los seres vivos actuales. De lo más imperfecto a lo más perfecto. Nuestra especie, claro, tendría la posición más prominente.

La obra de Lamarck tiene el mérito de plantear por primera vez una hipótesis materialista del origen de la diversidad de seres vivos en la que la adaptación es el agente causante. Sin embargo, yerra al proponer que es el propio organismo el que genera, por necesidad, los cambios para su adaptación. Adolece también de múltiples problemas y errores como el no haber realizado una síntesis adecuada de los conocimientos aportados por las diferentes disciplinas de la historia natural de su época o, a la luz de la ciencia actual, el proponer que cualquier cambio que un organismo experimente como consecuencia de su experiencia vital pueda pasar a la siguiente generación. No obstante, muchas de las falsas ideas que se desprenden del planteamiento de Lamarck, como la tendencia de los organismos a perfeccionar por sí mismos su herencia biológica y así transmitirla mejorada a sus descendientes, resultan muy atractivas para muchas corrientes ideológicas que buscan una visión teleológica de la evolución y de la vida en la que el hombre sea un agente activo de su destino.

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