Una visión general del Sistema Inmune

Todos los seres vivos están expuestos permanentemente a numerosos microorganismos que se encuentran presentes en el medio ambiente en el que viven y que pueden afectar a los procesos biológicos esenciales de los que depende su supervivencia. Estos agentes potencialmente nocivos para el organismo no sólo proceden del medio ambiente externo, sino también de su propio medio interno: en el constante proceso de renovación celular muchas células envejecen y otras mueren y, en ocasiones, algunas de ellas crecen descontroladamente y se vuelven tumorales.

Sin embargo, el organismo dispone de mecanismos de defensa contra estos agentes que le mantienen a salvo de enfermedades. La homeostasis consiste en el mantenimiento de unas condiciones internas estables en el organismo para garantizar su supervivencia (regulación de la temperatura corporal, del nivel de glucosa en sangre, de los niveles de Na⁺ y K⁺, etc), las respuestas de defensa contra estos agentes extraños pueden considerarse una parte esencial de esta homeostasis, pues aseguran la integridad del medio interno ante agentes nocivos como bacterias, hongos, virus y parásitos, y ante enemigos internos como las células tumorales.

El sistema encargado de desencadenar estas respuestas de defensa es el sistema inmune, que se encuentra diseminado por todo el organismo y que permanece en un constante estado de alerta. Comprende una serie de órganos y tejidos que reciben el nombre de linfoides y que funcionan de forma integrada, distinguiéndose órganos linfoides primarios y órganos linfoides secundarios.

Los órganos linfoides primarios, denominados así por ser los órganos donde se originan y diferencian todas las células inmunitarias, son el timo y la médula ósea. Es en la médula ósea donde se producen no sólo las células inmunitarias, que son los glóbulos blancos o leucocitos, sino también el resto de células sanguíneas, como los glóbulos rojos o hematíes y las plaquetas (Tabla 14.1).

Una vez originadas y diferenciadas, muchas células inmunitarias abandonan los órganos linfoides primarios y circulan por todo el organismo formando parte de la sangre, alcanzando los tejidos corporales y los órganos linfoides secundarios, entre los que se encuentran el bazo, el apéndice, las amígdalas, ciertos tejidos del tubo digestivo y de los pulmones, y el sistema linfático, constituido por los vasos y ganglios linfáticos (Fig. 14.2).

Durante mucho tiempo se pensó que el sistema linfático, especializado en la eliminación de residuos de los tejidos corporales y en labores de vigilancia ante posibles patógenos, no existía en el SNC y que éste era capaz de eliminar sus propios residuos, aunque la forma en que lo hacía seguía siendo un misterio para la Neurociencia. Sin embargo, muy recientemente se ha descubierto la existencia de una red de vasos linfáticos en la duramadre que podría desempeñar también labores inmunes y de eliminación de residuos en el SNC y en el que parecen participar los astrocitos, razón por la que a este sistema se le denomina sistema glinfático (glía linfático). Dado que el sistema linfático es esencial para mantener la homeostasis eliminando moléculas de gran tamaño, entre ellas las proteínas, se ha planteado que una disfunción de este sistema podría estar implicada en algunas patologías del SNC, como las enfermedades neurodegenerativas que presentan una acumulación anormal de proteínas en el encéfalo, entre ellas, la enfermedad de Parkinson y la enfermedad de Alzheimer.

Aunque todos los seres vivos son capaces de detectar y rechazar los agentes extraños, las respuestas de defensa de algunos de ellos, como las plantas, las esponjas o los insectos, constituyen una respuesta inespecífica, es decir, no existe un reconocimiento específico de cada uno por separado, sino un reconocimiento global de todos ellos como patógenos, razón por la que tampoco existe una respuesta específica para enfrentarse a cada uno de forma individual, sino una respuesta que es común para todos. Recibe también el nombre de inmunidad innata o natural y es, en general, una respuesta rápida que desempeña un papel fundamental en la fase inicial de defensa y que se desencadena ante la mayor parte de los microorganismos invasores.

Sin embargo, siguiendo la escala filogenética, aparece por primera vez en los vertebrados un nuevo tipo de respuesta que recibe el nombre de respuesta inmune específica o adaptativa, aunque permanece también la respuesta inespecífica. Todos los vertebrados, a excepción de los vertebrados más primitivos, presentan defensas específicas para cada uno de los distintos tipos de agentes extraños, de forma que existen mecanismos específicos de reconocimiento de un determinado agente y respuestas específicas contra él. Es a este tipo de respuesta a lo que se denomina respuesta inmune y es común a muchas especies, entre ellas, peces, anfibios y aves, alcanzando su mayor eficacia en los mamíferos, entre los que se encuentra el ser humano. Puesto que se trata de una respuesta que requiere un cierto tiempo para su pu esta en funcionamiento, de ahí que también se le denomine inmunidad adquirida, la utilidad de la respuesta inespecífica es evidente, siendo dos estrategias de defensa que se desencadenan de forma integrada y en las que participan muchas células inmunitarias que cooperan entre sí para contrarrestar al invasor (Fig. 14.3).

La Respuesta Inmune Específica

Este tipo de respuesta puede ser provocada por la presencia de cualquier molécula procedente tanto del medio ambiente externo como interno, que sea reconocida como extraña al organismo y que sea capaz de desencadenar una respuesta de este sistema, y a la que se denomina antígeno. Ahora bien, si las respuesta de defensa del sistema inmune no son las adecuadas en cada situación, pueden dar lugar a diferentes tipos de trastornos: en algunas ocasiones, moléculas procedentes del medio externo que normalmente no desencadenan una respuesta del sistema inmune y no son nocivas para el organismo, se convierten en antígenos provocando una activación inmune, como sucede en las alergias (al polen, a los alimentos, etc). En otros casos, algunas moléculas propias del organismo son consideradas moléculas extrañas, convirtiéndose en antígenos que el sistema inmune ataca y destruye, originando las enfermedades autoinmunes, entre las que se encuentran la miastenia gravis, en la que son destruidos los receptores colinérgicos de las células musculares, la diabetes tipo I o insulino-dependiente, en la que son destruidas las células pancreáticas productoras de insulina o la esclerosis múltiple, en la que las células inmunitarias destruyen la envoltura de mielina de los axones, dificultando e interrumpiendo la transmisión de información en el SN (Tabla 14.2).

Frente a la respuesta inespecífica, la respuesta específica se caracteriza, como su nombre indica, por su especificidad, pues el sistema inmune reconoce de forma particular a un determinado antígeno; por su eficacia, pues se ponen en marcha respuestas específicas eficaces contra ese antígeno concreto y por su memoria inmunológica, ya que la exposición a un determinado antígeno protege al organismo durante años e incluso durante toda la vida del individuo ante exposiciones posteriores a ese mismo agente.

Las principales células inmunitarias mediadoras de la respuesta específica son los linfocitos, particularmente los linfocitos B y los linfocitos T, o simplemente, las células B y las células T. Se denominan así porque los linfocitos B se originan en la médula ósea (B de bone marrow) y los linfocitos T porque logran su estructura y función características en el timo, aunque al igual que los linfocitos B, se originan a partir de células madre de la médula ósea. Ambos tipos de linfocitos difieren además en la forma en que se enfrentan al agente extraño, desencadenando dos tipos de respuesta específica: la respuesta mediada por anticuerpos, en el caso de los linfocitos B y la respuesta mediada por células, en el caso de los linfocitos T (Fig. 14.4).

La Respuesta Mediada por Anticuerpos

Este tipo de respuesta inmune recibe también el nombre de inmunidad humoral, pues tiene lugar en los humores o líquidos corporales entre los que se encuentra la sangre. Como se ha mencionado, esta respuesta está mediada por los linfocitos B que, a diferencia de otras células inmunitarias, no atacan directamente al antígeno sino que producen unas moléculas específicas denominadas anticuerpos, que se enfrentan a él y activan diversos mecanismos que desencadenan su destrucción. Los anticuerpos son proteínas que reciben ese nombre porque reconocen de forma específica a los antígenos o cuerpos extraños al organismo (anti-cuerpos), o dicho de otro modo, a aquéllos que no son propios. Precisamente el nombre de antígeno se deriva de su capacidad para generar anticuerpos contra sí mismo (antí-geno/anticuerpos-génesis).

Los anticuerpos son particularmente activos contra las bacterias, los virus y las sustancias tóxicas que éstos liberan.

Un ejemplo de respuesta inmune mediada por anticuerpos ya ha sido mencionada en el Capítulo 2 en relación con los grupos sanguíneos. Los glóbulos rojos o eritrocitos presentan varios antígenos en su superficie celular que determinan el grupo sanguíneo del individuo. Entre estos antígenos se encuentran el A, el B y el factor Rh. La presencia o ausencia de estos antígenos determina los grupos sanguíneos del sistema AB0 (A, B, AB y 0-ninguno) y del sistema Rh (Rh⁺ -presencia y Rh⁻ -ausencia) (Fig.14.5). Respecto al sistema AB0, los individuos de un determinado grupo sanguíneo presentan en el plasma, por razones aún desconocidas, anticuerpos contra los antígenos que no son propios; si reciben una transfusión de un grupo sanguíneo que no es el adecuado, sus anticuerpos se unirán a los antígenos de los glóbulos rojos del donante, aglutinándose y taponando los vasos sanguíneos e interrumpiendo el flujo de sangre a los tejidos corporales. Respecto al sistema Rh, los anticuerpos sólo aparecen si el individuo es expuesto al antígeno, como ocurre con frecuencia durante el primer embarazo· de una madre Rh⁻ si el feto es Rh⁺. En un segundo embarazo, la presencia de anticuerpos maternos contra el antígeno Rh causan la denominada anemia hemolítica del recién nacido, al ser destruidos los glóbulos rojos del feto si éste es Rh⁺.

Las células inmunitarias principalmente responsables de la respuesta inmune mediada por anticuerpos son los linfocitos B. Existe una gran variedad de linfocitos B patrullando por el organismo con capacidad para detectar diferentes tipos de antígenos: cada linfocito B reconoce un antígeno específico pues porta en su membrana celular un determinado receptor, cuya estructura molecular es complementaria a la del antígeno. Cuando el linfocito B se une al antígeno (la unión es similar a la de los neurotransmisores y sus receptores en el SN) se desencadena la activación de ese linfocito B, que aumenta de tamaño y sufre sucesivas divisiones celulares, dando origen a dos tipos de células hijas: las células plasmáticas y las células de memoria. Aunque ambos tipos de células producen anticuerpos, las células plasmáticas son las responsables de la producción masiva de anticuerpos contra un antígeno específico.

Se calcula que cada linfocito B es capaz de producir más de 10 millones de anticuerpos por hora y puesto que todas las células plasmáticas proceden del linfocito B que ha sido activado por el antígeno, todos los anticuerpos son idénticos y específicos contra ese antígeno (especificidad y eficacia, características de la respuesta inmune). Además de diferir en su capacidad para producir anticuerpos, las células plasmáticas y las células de memoria difieren en la duración de su ciclo vital, pues mientras las primeras viven sólo unos pocos días, las segundas permanecen en algunos tejidos linfoides con una vida media más larga que puede igualar la vida del organismo. Las células de memoria no secretan anticuerpos por sí mismas, sino únicamente cuando son nuevamente expuestas al mismo antígeno, lo que induce su diferenciación a células plasmáticas.

Es fácil deducir que las células de memoria son las responsables de desencadenar una respuesta inmune más rápida que la inicial ante una nueva invasión del mismo agente y que esta rápida respuesta es la base de la memoria inmunológica (otra de las características de la respuesta inmune) y de la eficacia de las vacunas contra diversas enfermedades (Fig. 14.6).

Una vez producidos por las células plasmáticas, los anticuerpos son liberados al exterior celular pasando al plasma sanguíneo (anticuerpos circulantes) donde se unen a los antígenos formando el denominado complejo antígeno-anticuerpo que pone en marcha diferentes mecanismos para contrarrestar al invasor (Fig. 14.7).

La Respuesta Mediada por Células

La respuesta inmune mediada por anticuerpos es una respuesta muy específica ante un determinado antígeno y es la que, en principio, se creyó que constituía la respuesta inmune. Sin embargo, existe otro tipo de respuesta específica que no está mediada por anticuerpos, sino por células que atacan de una forma más directa al agente extraño, razón por la que recibe el nombre de respuesta inmune mediada por células o inmunidad celular. Es un tipo de respuesta complementaria a la desencadenada por los linfocitos B, pues los anticuerpos no son capaces de proteger al organismo contra los agentes extraños en todas las situaciones. Los microorganismos causantes de algunas enfermedades, como la tuberculosis o la malaria, pasan rápidamente al interior celular donde establecen la infección, de forma que no pueden ser detectados por los anticuerpos circulantes. Algunos virus, bacterias y protozoos parásitos son difícilmente controlables por los anticuerpos, razón por la que la inmunidad humoral no es eficaz en estos casos. Sin embargo, el sistema inmune dispone de otros mecanismos que detectan estas células infectadas y desencadenan su destrucción, y en ella son esenciales otro tipo de linfocitos, los linfocitos T.

Al igual que ocurre con los linfocitos B, los linfocitos T se encuentran patrullando por el organismo y poseen receptores en su superficie celular que están especializados en el reconocimiento de un determinado antígeno, existiendo millones de receptores diferentes. Este proceso de reconocimiento implica que la estructura molecular del antígeno tiene que ser complementaria a la del receptor de un determinado linfocito T (Fig. 14.8).

A diferencia de los linfocitos B, los receptores de los linfocitos T no son capaces de reconocer los antígenos libres, es decir, no se fijan a la molécula completa del antígeno, sino que únicamente reconocen y se unen a pequeños fragmentos del mismo (secuencias entre 8 y 15 aminoácidos). En contra de lo que pudiera parecer, esta característica es muy útil si, como se ha mencionado, un virus ha infectado una célula y se está replicando en su interior, pues durante este proceso algunos de los fragmentos del virus son exhibidos en la superficie de la célula infectada, y es precisamente entonces cuando pueden ser reconocidos por los linfocitos T. De esta forma, los linfocitos T reconocen los antígenos ocultos en las células actuando de forma coordinada con los linfocitos B, cuyos anticuerpos reconocen y neutralizan a los antígenos enteros libres.

Puesto que los linfocitos T sólo reconocen fragmentos del antígeno, necesitan la colaboración de otras células que les muestren esos fragmentos del antígeno, razón por la que las células que desempeñan esta función reciben el nombre de células presentadoras de antígenos, y entre ellas se encuentran muchas células del organismo y células inmunitarias (células dendríticas, macrófagos, linfocitos B, astrocitos y microglía). La mayoría de las bacterias que invaden nuestro organismo son ingeridas por células de nuestro sistema inmune que exponen en su superficie fragmentos del microorganismo. En el caso de los virus, las propias células infectadas pueden mostrar directamente estos fragmentos en su superficie celular, independientemente de que también sean presentados por las células inmunitarias.

Para que linfocitos T puedan reconocer al antígeno se requiere, además, que sus fragmentos sean exhibidos por unas proteínas especializadas, las proteínas CMH, localizadas en las células presentadoras de antígenos y que también son reconocidas por receptores específicos situados en la superficie celular de los linfocitos T. El sistema inmune reconoce a los componentes propios del organismo, distinguiéndolos de los ajenos, gracias a estas proteínas que se encuentran en la superficie de las células de todos los mamíferos y que constituyen el denominado Complejo Mayor de Histocompatibilidad (CMH) (Majar Histocompatibility Complex-MHC). Este complejo ha permanecido a lo largo de la evolución más de 300 millones de años, lo que da una idea de su importancia biológica; en el ser humano recibe el nombre de complejo Antigénico Leucocitario Humano o HLA (Human Leukocyte Antigens) (Fig. 14. 9).

Así, mediante los distintos receptores que poseen los linfocitos T, éstos son capaces de reconocer, por una parte, a un determinado antígeno y, por otra, a una célula propia del organismo que, al estar infectada, debe ser destruida. Si no ocurre este doble proceso de reconocimiento, el linfocito T no se activa (Fig. 14.10).

La activación de los linfocitos T desencadena, al igual que ocurre en los linfocitos B, sucesivas divisiones celulares que dan origen a dos tipos de células hijas, las células activas y las células de memoria. Los linfocitos T resultantes de estas divisiones celulares son células idénticas al linfocito originalmente activado por el antígeno, por lo que destruirán todas las células infectadas por ese antígeno (eficacia y especificidad de la respuesta inmune). Como ocurre en la respuesta mediada por anticuerpos, en la respuesta mediada por células también se producen células de memoria que pueden permanecer indefinidamente en el organismo y activarse ante la nueva presencia de ese antígeno (memoria inmunológica). Entre las células T activadas por el antígeno se encuentran diferentes tipos de linfocitos, algunos de los cuales desempeñan un papel fundamental en la proliferación y diferenciación de los linfocitos B a células plasmáticas productoras de anticuerpos y a células de memoria.

Hasta aquí se han descrito de forma simplificada los diferentes mecanismos de defensa de los que dispone el organismo para enfrentarse a los agentes extraños: la inmunidad innata (respuesta inespecífica) y la inmunidad humoral y celular (respuesta específica). Estos mecanismos se ponen en marcha de forma coordinada constituyendo una respuesta integrada del sistema inmune ante los agentes extraños y en la que participan muchas células inmunitarias (Fig. 14.11).

Así, algunos elementos de la respuesta inespecífica pueden movilizar a la respuesta específica y viceversa, algunos de los mecanismos desencadenados por la respuesta específica pueden reclutar a componentes de la respuesta inespecífica (Fig. 14.7B).

Recientemente se ha descubierto que en esta coordinación e integración de respuestas parecen desempeñar un importante papel unas bolsas o vesículas denominadas exosomas, que son liberadas por las células del sistema inmune para comunicarse entre sí y enviar a otras células inmunitarias el antígeno que han detectado, de forma que se active una respuesta unitaria. Los exosomas parecen participar también en la presentación del antígeno, lo que sugiere un importante papel en la respuesta inmune específica.

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