La Teoría de la Evolución por selección natural

La Teoría de la Evolución por selección natural

A mediados de siglo XIX seguía sin dilucidarse la cuestión que el propio Charles Darwin (Fig. 4.3) plantea al comienzo de su obra El origen de las especies:

«… de qué manera las innumerables especies que viven en este mundo se han modificado, hasta adquirir esta perfección de estructura y coadaptación que excita, con justicia, nuestra admiración».

El hito quizá más importante del viaje que realizó Darwin a bordo del Beagle (Fig. 4.4) fue su estancia en las Islas Galápagos (Fig. 4.5). Darwin observó las peculiaridades de su flora y fauna. Entre ellas, que estaban habitadas por trece especies de pinzones, mientras que del resto de paseriformes sólo existían seis especies en todo el archipiélago. Las trece especies estaban estrechamente relacionadas entre sí y presentaban un aspecto general muy parecido. Sin embargo, aunque los picos de las especies continentales de pinzones guardaban un importante grado de similitud, los pinzones de las Galápagos diferían en sus picos y en algunos rasgos de su comportamiento directamente relacionados con sus hábitos alimentarios (Fig. 4.6). Encontró especies que comían semillas y tenían el pico grande y robusto; otras, que se alimentaban de insectos, presentaban un pico pequeño y puntiagudo, similar al de otra especie que se alimentaba de la sangre de iguanas y gaviotas. Los había, por último, que martilleaban los árboles y, con la ayuda de una ramita o espina, ensartaban los insectos que hallaban entre la corteza. Es decir, a pesar de proceder de una única población de pinzón sudamericano, las poblaciones de pinzones de estas islas se habían diversificado en aspecto y comportamiento, ocupando nichos ecológicos propios de otras especies animales, tales como los murciélagos vampiro o los picapinos. Con otras especies, como las tortugas, ocurría algo parecido (Fig. 4.7).

La explicación dada por Darwin a estos hechos no fue que las especies de pinzones y tortugas se originasen como resultado de creaciones múltiples e independientes, sino de la divergencia de unas poblaciones colonizadoras de tamaño reducido que, gracias a su diversidad, se enfrentaron con éxito a las nuevas condiciones ambientales colonizando los nichos ecológicos que estaban vacíos en estas islas. El aislamiento geográfico propiciado por la propia naturaleza del archipiélago hizo el resto.

Al contrario de la idea sostenida por Lamarck, la evolución para Darwin no es consecuencia de que los organismos cambien para adaptarse a las nuevas condiciones, sino de la variabilidad natural que presentan las poblaciones. Cuando, por sus características, unas variedades se enfrenten más eficientemente que otras a los retos ambientales, aparecerán diferencias en la supervivencia y en el número de descendientes aportados por cada variedad a la siguiente generación. Ello posibilitará el cambio paulatino en las poblaciones que conduce a la aparición de nuevas especies. Para Darwin, las especies recién formadas no son sino variedades muy marcadas y persistentes de otras que, en un principio, fueron menos acusadas en la especie precedente.

A su vuelta a Inglaterra, Darwin no escatimó esfuerzos para documentar su explicación y, paralelamente al estudio y análisis de los datos recopilados por él mismo y por otros naturalistas, recurrió también a las experiencias acumuladas durante milenios en el ámbito agrícola y ganadero. En ellas, se ponían de manifiesto que, a través de la selección de pequeñas diferencias, había sido posible conseguir la enorme variedad de razas de especies domésticas (Fig. 4.8). Su conclusión fue que si el hombre, en un corto período de tiempo (el Neolítico comienza 9.000 años a.C.), había sido capaz de producir tal cantidad de razas diferentes actuando sobre restringidos aspectos de la variabilidad hereditaria ¿qué no podría provocar la fuerza de la naturaleza al actuar, durante períodos de tiempo mucho mayores, sobre cada aspecto de los seres vivos por pequeño que éste fuere?

Junto a la variabilidad, la herencia era otro de los elementos esenciales en la Teoría de la Evolución de Darwin. Para que la variabilidad tuviese sentido en la explicación del origen de las especies debía ser hereditaria, pues poco valor tendría para la evolución una variación que desapareciese con el individuo que la porta. Sin embargo, por más que entre todos los naturalistas y criadores de la época se asumiese que la herencia de todo carácter, cualquiera que fuese, era la regla y la no herencia la anomalía, el mecanismo a través del cual la herencia biológica se hacía posible fue una cuestión pendiente para la generalidad de los naturalistas del siglo XIX, ya que las leyes descubiertas por Gregario Mendel, en 1866, pasaron desapercibidas durante casi cuarenta años y, por tanto, Darwin sólo pudo aventurar hipótesis al respecto.

Junto a los datos aportados por las Ciencias Naturales y las experiencias agrícolas y ganaderas, Darwin también nutrió su teoría con las ideas recogidas en dos importantes obras: Principios de Geología (1830-1833), de Chales Lyell y el Ensayo sobre el principio de la población (1803), de Thomas Malthus. La principal aportación de la obra de Lyell fue que, al igual que el resto de las leyes naturales, las leyes geológicas son constantes y eternas y, por tanto, la mejor forma de explicar el pasado de la Tierra es recurriendo a los procesos naturales que observamos en la actualidad, los cuales conducen, generalmente mediante cambios lentos y graduales, a alteraciones espectaculares de la fisonomía de la Tierra.

Por otro lado, la lectura del Ensayo sobre el principio de la población, tal y como le ocurriera al codescubridor de la selección natural, Alfred Russel Wallace, fue decisiva para dar con el quid de la cuestión del mecanismo de la evolución. En esta obra, Malthus pone de relieve la tendencia de las poblaciones acrecer desmesuradamente si las condiciones así lo permiten, es decir, siempre y cuando los recursos sean ilimitados y la integridad de los individuos que la componen no sea puesta en peligro por cualquier otra causa. En palabras de Darwin:

«… no hay excepción a la regla según la cual todo ser orgánico se multiplica naturalmente por un factor tan elevado que, si no se destruyera, la tierra no tardaría en quedar cubierta por la progenie de una única pareja».

La realidad es que los individuos de cualquier población deben enfrentarse con recursos limitados, amén de con todo tipo de contingencias naturales tendentes a esquilmar el número de sus componentes de una u otra forma (accidentes, desastres naturales, depredadores, etc.). Todo ello nos explica por qué en las poblaciones naturales son muchos menos los individuos que llegan a la edad reproductiva que los que nacen en cada generación.

Con este conjunto de datos y, en palabras de Ernerst Mayr (1904-2005), «una mente brillante y una audacia intelectual, amén de la capacidad de combinar las mejores cualidades de un naturalista observador, un teórico filosófico y un experimentador», Darwin descubrió la causa de la diversidad de los seres vivos. Ésta se recoge detalladamente explicada en su obra, El origen de las especies, publicada en 1859. El razonamiento que en ella hace se puede resumir de manera sencilla de la siguiente forma:

  1. las poblaciones de seres vivos crecerían exponencialmente si todos los individuos que nacen pudiesen reproducirse;
  2. el crecimiento de las poblaciones tiene como límite la cantidad de recursos disponibles;
  3. no existen dos individuos iguales debido a la gran variabilidad que hay en cualquier población;
  4. una parte importante de esa variabilidad es hereditaria;
  5. la limitación de recursos establece una lucha por la existencia en la que los individuos que porten rasgos que permitan afrontar mejor las condiciones adversas del entorno (hambre, enfermedad, condiciones climáticas extremas, depredadores, etc.) tendrán más probabilidades de sobrevivir y reproducirse;
  6. tras muchas generaciones, el proceso de la selección natural, que favorece la permanencia de unos rasgos y la eliminación de otros a través del desigual éxito reproductivo sus portadores, irá produciendo un cambio gradual en las poblaciones que conducirá a la aparición de una nueva especie.

La Teoría de la Evolución por selección natural establece una relación de parentesco entre todos los organismos. Por tanto, las especies actuales no son la última adaptación de una línea independiente de evolución tendente a la perfección como señaló Lamarck, sino la consecuencia de la divergencia adaptativa gradual y continua de otras especies predecesoras (Fig. 4.9). Si bien el azar era uno de los elementos considerados por Darwin como causante de una parte de la variabilidad, no ocurría lo mismo con las diferencias entre las especies, ya que para él éstas no se originaban por la acumulación aleatoria de variantes fortuitas, sino a través del proceso de la selección natural. Por tanto, el origen de las especies no es ni un producto del azar, como podía derivarse del concepto de generación espontánea, ni de una voluntad libre o tendente a la perfección, como indicaba Lamarck, sino consecuencia de la presión que las condiciones ambientales van ejerciendo en cada momento sobre la diversidad existente y que conduce a que unos individuos se reproduzcan más que otros dentro de una población, es decir, resultado de la selección natural.

Quizá por las importantes adhesiones que suscitó en el ámbito científico, la Teoría de la Evolución de Darwin no pasó desapercibida tras su publicación sino que trascendió al ámbito social despertando enfervorizadas adhesiones y virulentas discrepancias. Para la sociedad victoriana de mediados del siglo XIX, el que se tratase de bajar al hombre del pedestal al que el Génesis le había elevado, se le mezclase con el resto de animales y, además, se le emparentase directamente con los simios, resultaba incómodo, intolerable y a todas luces irreverente. Desgraciadamente, mucha de esta virulencia la pagó directamente la imagen de Charles Darwin que trató de ser ridiculizada por sus detractores en todo tipo de escenarios (Fig. 4.1 O). Con todo, el reconocimiento científico y social sobrepasó con mucho el ruido producido por sus adversarios y cuando murió, en 1882, fue enterrado con todos los honores en la abadía de Westminster, santuario inglés del supremo honor.