Sistemas de mantenimiento y protección del sistema nervioso central

Sistemas de mantenimiento y protección del sistema nervioso central

Las Meninges

Una serie de tres láminas de tejido conjuntivo protegen al SNC y evitan que esté en contacto directo con el hueso (Fig. 6.35A). La más externa es una envoltura de tejido conectivo grueso y resistente que se denomina duramadre, término que hace referencia a su grosor y resistencia. Está adherida firmemente a la superficie interna del cráneo pero sólo laxamente al canal vertebral donde, entre la duramadre y el hueso, existe un espacio con tejido conectivo denominado espacio epidural. El espacio epidural medular posee su mayor dimensión a nivel de la segunda vértebra lumbar. La inyección de anestésicos locales en este espacio es lo que se conoce como anestesia epidural.

Unida a la duramadre, pero sin estar fijada a ella se sitúa la lámina intermedia, denominada aracnoides (Fig. 6.35). Está formada por una membrana esponjosa, análoga a una malla debido a sus largas prolongaciones denominadas trabéculas aracnoideas que se extienden hasta la capa más interna, dando a este espacio el aspecto de una tela de araña (de ahí su nombre: aracne en griego significa araña).

La capa más profunda, la piamadre, se encuentra tan firmemente adherida al encéfalo y a la médula espinal que incluso penetra en cada surco. Entre la piamadre y la aracnoides existe un espacio ocupado por líquido cefalorraquídeo (en el siguiente apartado veremos en qué consiste) denominado espacio subaracnoideo donde se sitúan las principales venas y arterias cerebrales superficiales (Fig. 6.358). El grosor del espacio subaracnoideo que rodea el encéfalo muestra variaciones locales, siendo estrecho sobre los hemisferios cerebrales, excepto en la profundidad de los surcos. Coincidiendo con los lugares en los que entran o salen vasos sanguíneos, la piamadre se invagina, formándose un espacio perivascular entre esta membrana y los vasos, que también contiene líquido cefalorraquídeo (Fig. 6.35B).

Sistema Ventricular y Producción de Líquido Cefalorraquídeo

La extremada blandura del encéfalo y de la médula espinal hace que precisen de un sistema especial de protección, ya que las meninges no son suficientes para proporcionar amortiguación. El SNC se encuentra protegido contra los traumatismos por una envoltura de fluido que se extrae de la sangre denominado líquido cefalorraquídeo (LCR). Ya hemos comentado anteriormente cómo el LCR que llena el espacio subaracnoideo cumple este cometido al bañar la superficie exterior del SNC. Además, este LCR pasa a las cavidades existentes en el interior del encéfalo, los ventrículos cerebrales, y al conducto central de la médula espinal. Hay un total de cuatro ventrículos (Fig. 6.36):

  • Los dos ventrículos laterales, que se sitúan cerca del plano medio en cada hemisferio cerebral, extendiéndose desde el centro del lóbulo frontal hasta el lóbulo occipital.

  • El tercer ventrículo (o ventrículo III) se encuentra situado en la línea media que separa ambos tálamos, extendiéndose hacia adelante y hacia abajo entre las mitades adyacentes del hipotálamo.

  • El cuarto ventrículo (o ventrículo IV) se sitúa en el tronco del encéfalo, dorsal al puente y al bulbo, y delante del cerebelo.

Los agujeros interventriculares, también denominados foramen de Monro (Fig. 6.3 7), conectan cada uno de los ventrículos laterales con la porción anterior del tercer ventrículo. Éste a su vez conecta mediante el acueducto cerebral (acueducto de Silvia) con el cuarto ventrículo. En este último ventrículo existen pequeñas aberturas a través de las cuales el LCR sale del sistema ventricular y entra en el espacio subaracnoideo.

Se calcula que el LCR es sustituido constantemente a un ritmo de 6 ó 7 veces al día. La mayor parte del LCR es secretada por los plexos coroideos, estructuras formadas por una gran red de capilares rodeados por un epitelio y situadas en las paredes de los ventrículos, fundamentalmente en los ventrículos laterales, aunque también se forman pequeñas cantidades de LCR en los espacios subaracnoideo y perivasculares (Fig. 6.3 7).

Entre las funciones del LCR está la de servír de soporte y amortiguación contra los traumatismos. El encéfalo flota en él, lo que hace disminuir el daño producido por un desplazamiento brusco del cráneo. Además, el LCR elimina productos de desecho del metabolismo, drogas y otras sustancias que difunden hacia el SNC desde la sangre.

Ya que el encéfalo no puede comprimirse dentro del cráneo, los volúmenes combinados de tejido nervioso, LCR y sangre deben mantenerse a un nivel constante. Un aumento de volumen en cualquiera de estos componentes puede producirse sólo a expensas de alguno de los otros dos. Así, una lesión que ocupe espacio, como un tumor o un hematoma, suele producir un aumento de la presión del LCR. Si se interrumpe el flujo de LCR, hay un incremento en su producción o una absorción inadecuada, el líquido se acumulará y producirá el agrandamiento de los ventrículos. Este proceso se denomina hidrocefalia. Cuando esta alteración se produce en niños no es tan grave debido a que el cráneo es blando y puede expandirse en respuesta al aumento de líquido intracraneal, sin embargo, en adultos, este aumento da lugar a daños más graves ya que el tejido cerebral se comprime, alterando su funcionamiento.

Circulación Sanguínea

Lo mismo que sucede con otros tejidos, el encéfalo necesita glucosa y oxígeno para cubrir sus necesidades metabólicas. Sin embargo, sus requerimientos energéticos son mucho mayores que los de cualquier otro órgano. Debido al elevado índice metabólico de las neuronas, cada una de ellas necesita mucha más energía que las células del resto de los tejidos. Aun cuando la masa del encéfalo sólo constituye el 2% de la masa corporal total, consume el 20% del oxígeno utilizado por el cuerpo y cada día el encéfalo utiliza cerca de 400 kcal., es decir, aproximadamente la quinta parte de una dieta normal. En situaciones de hambre, las neuronas siguen teniendo un aporte de glucosa obtenida, en primer lugar, de las reservas de glucógeno. Cuando las reservas de glucógeno se agotan, se consume la glucosa generada a partir de las reservas de grasa y, por último, la glucosa obtenida a partir de los aminoácidos de las proteínas de diferentes tejidos, principalmente de la masa muscular. Así, a costa de un cuerpo prácticamente atrofiado (todos recordamos escalofriantes imágenes de prisioneros en campos de concentración y poblaciones afectadas de hambrunas), se logra mantener un cerebro alimentado.

Debido a que el encéfalo no almacena glucosa, la actividad neuronal depende del aporte constante de glucosa y oxígeno a través de la sangre (Fig. 6.38). Una interrupción del flujo sanguíneo durante un segundo causa el agotamiento de todo el oxígeno disponible. Cuando la interrupción del flujo sanguíneo que llega al encéfalo o la ausencia brusca de oxígeno en la sangre se prolonga unos segundos, se produce una pérdida de la consciencia, y cuando la interrupción es de pocos minutos, se producen daños permanentes.

La sangre accede al encéfalo por dos sistemas arteriales: las arterias carótidas internas y las arterias vertebrales, que constituyen respectivamente la circulación anterior y posterior del encéfalo (Fig. 6.39). Ambos sistemas no son independientes sino que se encuentran conectados por redes de arterias.

Las arterias vertebrales ascienden por la base del cráneo, uniéndose para formar la arteria basilar (a la circulación posterior también se le denomina sistema vertebrobasilar), la cual continúa hasta el nivel del mesencéfalo, donde se bifurca para formar el par de arterias cerebrales posteriores (Fig.6.40). Las ramas de las arterias vertebrales y basilar irrigan el bulbo, el puente, el cerebelo, el mesencéfalo y la porción caudal del diencéfalo. Cada arteria cerebral posterior irriga las porciones posteriores de los hemisferios cerebrales.

Veamos ahora qué ocurre en relación con la circulación anterior. La arteria carótida interna penetra en el cráneo, dividiéndose a nivel del quiasma óptico en dos ramas:

  1. la arteria cerebral anterior que irriga el lóbulo frontal y parte del lóbulo parietal, y
  2. la arteria cerebral media que se divide a su vez en varias ramas para la irrigación de la porción lateral de los lóbulos frontal, parietal y temporal de los hemisferios cerebrales (Fig. 6.40A).

La circulación vertebrobasilar y la circulación carotidea (circulación posterior y anterior, respectivamente) se unen en la base del encéfalo a través de las dos arterias comunicantes posteriores para formar el denominado círculo o polígono de Willis, que consiste en un anillo arterial en el cual los dos sistemas de aporte sanguíneo al encéfalo están conectados. El círculo se completa con la arteria comunicante anterior que conecta las dos arterias cerebrales anteriores (Fig. 6.408). Este círculo reduce la vulnerabilidad a la obstrucción local, actuando como sistema de seguridad para mantener un aporte sanguíneo que asegure un funcionamiento cerebral adecuado. Aun así, la interrupción del flujo sanguíneo puede ocurrir cuando se produce una situación denominada ictus o accidente cerebrovascular. Como consecuencia de un coágulo se puede producir el bloqueo de la irrigación sanguínea a una zona del cerebro. La gravedad del ictus dependerá del tiempo que se tarde en restaurar el flujo sanguíneo y los síntomas variarán según la zona cerebral afectada.

La Barrera Hematoencefálica

El SNC necesita para su adecuado funcionamiento un aporte continuo de oxígeno y glucosa suministrados por los sistemas arteriales descritos en el apartado anterior. Sin embargo, paradójicamente, el SNC está aislado de la circulación sanguínea por una estructura única en el organismo, la denominada barrera hematoencefálica. Esta barrera controla lo que entra en el encéfalo por vía sanguínea, filtra las sustancias tóxicas y permite el paso de los nutrientes y gases de la respiración. Para que la información pueda ser enviada de un lugar a otro del SN, es preciso que se produzca un movimiento de sustancias a través de las membranas de las neuronas. Si se produce una alteración en la composición del fluido que baña las neuronas, la transmisión de la información no puede producirse y el funcionamiento del SN se ve alterado, de ahí la importancia de esta barrera que permite mantener un medio extracelular estable.

La idea de la existencia de algún tipo de barrera que aislase el SNC de la sangre se inicia en el siglo pasado cuando el bacteriólogo alemán Paul Ehrlich 1854-1915) vio que, al administrar por vía intravenosa ciertos colorantes, se teñían todos los órganos excepto el encéfalo y la médula espinal. Sin embargo, hasta la utilización del microscopio electrónicono se ha podido demostrar que la barrera hematoencefálica se debe a las especiales características de las células endoteliales que revisten los capilares del encéfalo y de la médula espinal, y que van a ser las responsables del aislamiento sanguíneo del tejido nervioso. Las células endoteliales de los capilares de cualquier otro órgano tienen aberturas que hacen posible el intercambio de sustancias entre el plasma sanguíneo y el fluido extracelular. Sin embargo, en el SNC los capilares no disponen de estas aberturas. Las membranas externas de las células endoteliales se hallan íntimamente adheridas, produciéndose entre ellas un sellado (uniones estrechas) que impide el paso de una amplia ga ma de moléculas (Fig. 6.41). Además, los capilares se encuentran casi por completo cubiertos por las prolongaciones de los astrocitos, los denominados pies vasc ulares, que consolidan la barrera (Fig 6.14).

A pesar de esta frontera, el encéfalo no puede estar aislado ya que para sobrevivir y funcionar necesita de diferentes sustancias. La barrera es permeable a los gases oxígeno y dióxido de carbono. Además, los lípidos de la membrana de las células endoteliales permiten el paso de pequeñas moléculas lipofílicas como es el caso del alcohol, la cafeína, la nicotina, la heroína o el éxtasis. En relación a esta última sustancia, experimentos en ratas han puesto de manifiesto que el éxtasis vuelve a la barrera hematoencefálica mucho más permeable y, por tanto, más vu lnerab le a los patógenos, efecto que permanece bastante tiempo después de haber dejado de consumir esta sustancia.

El encéfalo también necesita para su funcionamiento sustancias no liposolubles como la glucosa, los aminoácidos y las vitaminas. Estos nutrientes esenciales son reconocidos y conducidos a través de la membrana por sistemas especiales de transporte para estas moléculas. Además de esta vía de transporte, la membrana de las células endoteliales cuenta con mecanismos (denominados bombas) exportadores que devuelven al torrente sanguíneo sustancias extrañas que al ser liposolubles han atravesado la barrera.

El conocimiento de la regulación del transporte de sustancias a través de la barrera hematoencefálica tiene importantes aplicaciones clínicas en cuanto que necesariamente debe traspasarse para tratar ciertas enfermedades. Normalmente las bombas exportadoras devuelven a la sangre muchos medicamentos que han atravesado las células endoteliales, lo que dificulta el tratamiento de enfermedades del SNC. Actualmente se están probando procedimientos que eludan estas bombas exportadoras o que las desconecten de forma pasajera.

La barrera hematoencefálica no es completa en todo el SNC. Hay zonas encefálicas desprovistas de esta barrera que se localizan cerca de la línea media y por el hecho de estar a lo largo del sistema ventricular se denominan en su conjunto órganos circunventriculares. Estas regiones tienen una densidad de ca pi lares superior a la del tejido neural adyacente y, bien secretan a la sangre determinadas sustancias, como ocurre en la neurohipófisis, o detectan los compuestos transportados por la sangre, contribuyendo de esta manera a regu lar el ambiente interno del organismo.