Interacciones entre el Sistema Inmune y la conducta

Interacciones entre el Sistema Inmune y la conducta

Existe en la actualidad abundante evidencia de que las complejas interacciones existentes entre el SN, el sistema endocrino y el sistema inmune, se establecen también entre el sistema inmune y la conducta, de forma que los procesos conductuales son capaces de modificar la función inmune y, viceversa, las sustancias liberadas por el sistema inmune pueden modular diversos aspectos de la conducta.

El Sistema Inmune como Modulador de la Conducta

La implicación de las citocinas liberadas por las células inmunitarias en la regulación del comportamiento, tanto en animales como en humanos, es un importante foco de atención de la Psiconeuroinmunología. Los estudios realizados con animales de experimentación han puesto de manifiesto que estos compuestos pueden regular diversos tipos de conductas produciendo, entre otros efectos, una disminución de la actividad general, de la ingesta de comida, de la actividad exploratoria del medio ambiente, una inhibición de la conducta sexual, un empeoramiento del aprendizaje y de la memoria, así como síntomas de ansiedad.

Durante el desarrollo de un proceso infeccioso, el individuo enfermo muestra a nivel conductual una serie de alteraciones, entre las que se encuentran una disminución del nivel de actividad, poco o ningún interés por los estímulos medioambientales, falta de cuidados personales y una disminución del apetito (a este conjunto de síntomas se les conoce por el término sickness behavior). Además, el sujeto enfermo sufre fatiga, malestar, apatía y, en algunas ocasiones, confusión mental. Podría argumentarse que estos síntomas son sencillamente una de las consecuencias del estado de debilitamiento general en que se encuentra el organismo.

Sin embargo, se sabe que estos síntomas pueden ser inducidos por las citocinas liberadas por las células inmunitarias al actuar en el SN central. Por ello, se ha planteado que los cambios conductuales que se producen en los sujetos enfermos podrían constituir una estrategia altamente organizada, importante para la supervivencia del organismo, que reflejaría la reorganización a nivel central del estado motivacional durante la enfermedad.

Un estado motivacional no pone en marcha un patrón inflexible de conductas en respuesta a un estímulo, sino que permite seleccionar la estrategia conductual más apropiada en relación con la situación. Un estado motivacional compite con otros por su expresión conductual, de modo que la conducta está determinada por una estructura jerárquica de estados motivacionales que son continuamente contrastados según las variaciones en el medio externo e interno, eligiéndose el que es prioritario en ese momento. Por ejemplo, no podrían darse al mismo tiempo una conducta de cortejo y de búsqueda de comida, por lo que el sujeto tendrá que elegir entre ellas en función de la situación. De forma similar, la reorganización del estado motivacional del organismo en un sujeto enfermo, le permitiría enfrentarse con mayor eficacia a los agentes extraños al redistribuir sus limitados recursos y relegar determinadas conductas, por el momento, a un segundo plano. Si la situación cambiara, por ejemplo, si se produjera un incendio, se alterarían nuevamente las prioridades para permitir al sujeto expresar otro tipo de conductas, como la conducta de huida. Este cambio de prioridades probablemente no podría producirse si la causa de estos cambios conductuales se debiera a un estado de debilitamiento general que, por otro lado, también puede estar presente aunque no sea la causa explicativa.

Por tanto, durante los estados de enfermedad, las citocinas actuarían como señales endógenas en el SN central para activar los circuitos nerviosos implicados en la regulación, tanto de los componentes fisiológicos de la enfermedad (por ejemplo, la fiebre) como de sus componentes subjetivos y conductuales (Fig. 14.13).

Los estudios de neuroimagen nos están revelando los principales circuitos cerebrales afectados por la acción de las citocinas tanto a nivel cortical como subcortical, destacando los ganglios basales y la corteza cingulada anterior. Sabemos que los ganglios basales son importantes estructuras encefálicas que participan en la modulación de la actividad motora y de la motivación, mientras que la activación de la corteza cingulada anterior se ha asociado con elevados niveles de ansiedad, arousal y alerta, estando también relacionada con los estados depresivos. A este respecto se ha sugerido que las citocinas podrían estar orquestando las prioridades de supervivencia en un organismo herido o infectado reduciendo su nivel de actividad, mediante su acción en los ganglios basales (fatiga, anhedonia, enlentecimiento motor), para permitir que pueda enfrentarse a la infección y que las heridas cicatricen, mientras aumenta el estado de vigilancia y alerta ante posibles ataques, efecto posiblemente mediado por la corteza cingulada anterior.

Por otro lado, el uso clínico de algunas citocinas para el tratamiento de infecciones virales y tumores malignos ha revelado también los efectos que estas sustancias ejercen sobre la conducta y diversos procesos psicológicos y patológicos. La terapia con citocinas ha sido asociada con el desarrollo de desórdenes cognitivos y psiquiátricos muy variados, desde sutiles empeoramientos de la atención y de la memoria, a delirios y psicosis. También han sido asociadas con síntomas como disforia, anhedonia, fatiga, apatía y enlentecimiento de la actividad mental. A título de ejemplo, algunas de las citocinas que han demostrado inducir de forma rápida el desarrollo de síntomas depresivos son la interleucina-2 (IL-2), el factor de necrosis tumoral-alfa (TNF-α) y el interferón-alfa (IFN-α).

En este último caso, se ha encontrado que más del 45% de los pacientes tratados con esta citocina muestran síntomas de depresión, especialmente depresión mayor, y sabemos que este compuesto es un potente estimulante de la secreción de otras citocinas, no sólo en la periferia sino también en el SNC. Curiosamente, el IFN-α parece inducir el desarrollo de dos síndromes conductuales diferentes: un síndrome neurovegetativo, caracterizado por fatiga, anorexia, anergia, enlentecimiento motor y patrones alterados de sueño, que se desarrolla rápidamente en casi todos los pacientes y persiste mientras dura el tratamiento y, por otro lado, un síndrome que afecta a las funciones cognitivas y al estado de ánimo, con síntomas como humor depresivo, ansiedad y trastornos atencionales y de memoria, que aparece de forma más tardía, normalmente entre el primer y tercer mes de tratamiento.

Más sorprendente es aún el hecho de que los síntomas del síndrome neurovegetativo, especialmente la anergia y la fatiga, no responden al tratamiento con fármacos antidepresivos, mientras que sí lo hacen las alteraciones cognitivas y del estado de ánimo. Recientes investigaciones nos han ayudado a comprender las razones de esta disparidad, pues en el síndrome cognitivo y del estado de ánimo inducido por esta citocina parece existir una disfunción en el metabolismo del triptófano/5-HT, mientras que en el síndrome neurovegetativo podría estar implicada una disfunción en la actividad de los ganglios basales, relacionada posiblemente con alteraciones en el metabolismo de la DA (de ahí la falta de eficacia de los antidepresivos, que en general afectan la transmisión mediada por 5-HT). Aunque no es fácil separar los efectos de las citocinas del estado emocional de un sujeto enfermo, que por sí mismo puede desencadenar un estado depresivo, el hecho de que estos síntomas remitan tras la interrupción del tratamiento con citocinas apoya la idea de que estos compuestos podrían estar implicados en el desarrollo de trastornos depresivos.

Conocemos ahora la existencia de una amplia red de células en el SNC que secretan citocinas (neuronas, microglía, astrocitos, células endoteliales), expresando todas ellas receptores para estas sustancias y siendo capaces de amplificar las señales que se transmiten entre sí. La presencia de este sustrato neural nos ayuda a entender mejor el potente efecto que estos compuestos ejercen sobre los circuitos cerebrales implicados no sólo en la regulación de diversas funciones fisiológicas, sino también en los procesos psicológicos y patológicos. Las citocinas afectan a diferentes aspectos de la conducta, al estado de ánimo, a las capacidades cognitivas e, incluso, participan en diferentes fases del desarrollo embrionario y en la plasticidad neuronal, por lo que su papel no parece restringirse únicamente a aquellas situaciones en las que el sistema inmune ha sido activado, como sucede en situaciones de enfermedad. Por ejemplo, una de las citocinas más estudiadas, la interleucina-1 (IL-1), parece desempeñar un papel clave en diferentes tipos de aprendizaje y en los mecanismos de formación de memoria en el hipocampo, entre otros efectos. Los interesantes resultados obtenidos en estos estudios, y en otros muchos, han planteado que las citocinas podrían estar involucradas, al igual que diversos neuropéptidos, hormonas y neurotransmisores, en la regulación de la capacidad de adaptación del organismo a su medio ambiente, que sería integrada y coordinada a nivel central por el sistema límbico y el hipotálamo.

Todo ello ha hecho posible que las citocinas pasen a formar parte del amplio grupo de sustancias químicas presentes en el organismo que son capaces de modular nuestro comportamiento.

Modulación Conductual de la Función Inmune

Ya a finales de los años 20 del pasado siglo algunos trabajos aislados demostraron que la actividad del sistema inmune podía ser alterada mediante comportamientos condicionados.

En estos trabajos se utilizó un antígeno (El, estímulo incondicionado) para desencadenar una respuesta inmune que, por el contrario, no se producía cuando se presentaba un estímulo neutro (EN) en vez del antígeno. Lo interesante de estos experimentos fue comprobar que la simple presentación del estímulo neutro era capaz de desencadenar una respuesta inmune, si ese estímulo neutro era previamente asociado al antígeno (por ejemplo, se producía una respuesta inflamatoria y un aumento de los niveles de anticuerpos). Mediante este proceso de condicionamiento el estímulo neutro se convierte en estímulo condicionado (EC) y la respuesta así obtenida, en una respuesta condicionada (RC) (Fig. 14.14). Estos experimentos demostraron algo hasta entonces impensable, que las respuestas del sistema inmune, como otras respuestas fisiológicas y conductuales, podían ser moduladas por procesos de condicionamiento (recuerde el condicionamiento de la secreción salival en perros, obtenido por L. Pavlov utilizando un estímulo sonoro o luminoso).

Posteriores trabajos utilizaron estímulos neutros, asociados en este caso a sustancias inmunosupresoras, logrando producir una reducción de la respuesta inmune ante la simple presentación del estímulo, antes neutro y ahora condicionado, poniendo de manifiesto que los procesos inmunes podían ser estimulados o inhibidos mediante comportamientos condicionados y planteando la posibilidad de utilizar el condicionamiento de las respuestas inmunes en el tratamiento de algunas enfermedades causadas por disfunciones inmunológicas.

En los estudios realizados con animales se ha comprobado de forma repetida la eficacia de la inmunosupresión condicionada, que parece afectar especialmente a las respuestas de los linfocitos T, lo que sugiere su posible utilidad en el ámbito clínico para inhibir la excesiva actividad del sistema inmune en los trasplantes de tejidos o en las enfermedades autoinmunes.

Las investigaciones llevadas a cabo en modelos animales de estas condiciones clínicas, como el lupus eritematoso y la artritis reumatoide, han obtenido resultados alentadores. Sin embargo, los estudios realizados en humanos son muy escasos: la utilización de la inmunosupresión condicionada en la práctica clínica ha demostrado ser eficaz en algunos casos de esclerosis múltiple y lupus eritematoso para mejorar los síntomas asociados a la enfermedad o para reducir la dosis de la medicación inmunosupresora. Igualmente, se ha sugerido la utilización de la inmunoestimulación condicionada en aquellas situaciones en que es necesaria una activación del sistema inmune, como es el caso de las infecciones o el cáncer.

Las investigaciones realizadas con modelos animales han puesto nuevamente de manifiesto que ello es posible, sin embargo, los estudios en humanos aunque escasos, mantienen las expectativas, por ejemplo, en pacientes pediátricos con leucemia se ha conseguido una mejoría en algunos parámetros de la función inmune, relevantes para mitigar la progresión de la enfermedad.

Si bien, el fundamento teórico para la utilización de procedimientos de condicionamiento en el tratamiento de enfermedades no es difícil de entender, quedarían por responder unas cuantas preguntas que son clave: ¿mediante qué procedimiento concreto se podría conseguir el condicionamiento de las respuestas del sistema inmune en cada caso? ¿cuál sería el EN más eficaz? ¿qué dosis de fármaco inmunosupresor o inmunoactivador sería necesaria para conseguir larc? ¿con qué intervalo temporal habría que asociar el EN al El para convertirlo en EC? ¿cuántas veces?, si se consiguiera el efecto deseado ¿cómo lograríamos mantenerlo en el tiempo?. Quizás de la dificultad para responder a estas preguntas desde el ámbito elínico se deriven algunas de las razones de la escasez de estudios en humanos. Aunque se desconocen las bases neurales y endocrinas del condicionamiento de las respuestas del sistema inmune, la inervación simpática, la capacidad de las células inmunitarias para recibir señales neuroendocrinas y la capacidad del SN para liberar citocinas, proporcionan mecanismos muy diversos por los que estos procesos de aprendizaje podrían tener lugar. En este contexto, diferentes situaciones de condicionamiento podrían generar diferentes patrones de respuestas neurales, autonómas y endocrinas y afectar de forma diferente a la actividad inmune, lo que complicaría aún más si cabe su aplicación práctica en sujetos humanos. El esclarecimiento de estos mecanismos sería, sin embargo, de vital importancia para impulsar la aplicabilidad de procesos de condicionamiento en el ámbito clínico, máxime cuando se ha propuesto que estos procesos, junto con las expectativas del individuo ante un próximo tratamiento, están implicados en el efecto placebo observado en diversas enfermedades.

Otros trabajos han puesto de manifiesto que algunas funciones fisiológicas del organismo que se encuentran bajo el control del SN autónomo, como la presión arterial, la tasa cardíaca, la temperatura corporal, etc, pueden ser reguladas por medio de técnicas con un enfoque conductual (meditación, biofeedback, etc). En la década de los años 60 del pasado siglo se comprobó que también las respuestas del sistema inmune, como respuestas fisiológicas que son, podían ser modificadas mediante la utilización de técnicas de relajación, hipnosis y biofeedback que, en algunos casos, han conseguido una disminución de la actividad inmune. El descubrimiento de la vía antiinflamatoria vagal ha abierto nuevas perspectivas en la aplicación de estas técnicas, en particular el biofeedback, en el tratamiento de algunos trastornos de tipo inflamatorio.

El hecho de que estas técnicas sean capaces de alterar la actividad nerviosa y hormonal, nos brinda las posibles vías por las que también podrían afectar a la función inmune.

Las características de la conducta y de la personalidad de los individuos y los estados afectivos o emocionales pueden modular también el estado funcional del sistema inmune. Es bien sabido que algunas personas muestran más facilidad que otras para recuperarse de enfermedades infecciosas, procesos alérgicos, enfermedades autoinmunes, cáncer, etc, patologías que en mayor o menor medida, son consecuencia de la alteración de los mecanismos inmunológicos de defensa. Algunos estudios han asociado características individuales negativas (estilo represivo, pesimismo, representaciones negativas de sí mismo, carencia de relaciones sociales) con alteraciones en las respuestas del sistema inmune (disminución de la actividad de las células asesinas y de los linfocitos T). Otros estudios han mostrado que el bienestar psicológico (buenas relaciones de pareja, familiares y sociales, falta de síntomas de ansiedad y depresión, etc) ejerce un efecto protector en el desarrollo de enfermedades autoinmunes.

Una de las áreas de estudio que ha despertado un gran interés en los últimos años se centra en el papel que los factores psicólogicos y sociales pueden desempeñar en la progresión o remisión de algunas enfermedades como el cáncer. Algunas investigaciones han comprobado una mayor tasa de supervivencia en sujetos con melanoma maligno en fase de metástasis y en mujeres con cáncer de mama que habían recibido psicoterapia o formación en técnicas de relajación, de afrontamiento del estrés o apoyo psicosocial, encontrándose además un aumento de la actividad inmune (aumento del número de linfocitos y de células asesinas).

Sin embargo, los sentimientos de indefensión, desesperanza, ansiedad, fatalismo o aceptación estoica han sido asociados con una progresión más rápida del cáncer. Diferentes factores psicológicos y sociales pueden afectar al estado emocional del individuo, en cuya regulación desempeña un importante papel el sistema límbico. Puesto que se conocen diversas vías de comunicación entre el SN, el sistema endocrino y el sistema inmune, es posible que los factores psicosociales puedan modular, a través de estas vías, la función inmune y, por tanto, la susceptibilidad a las enfermedades. Quizás, el ejemplo más representativo de que los factores psicosociales pueden modificar el estado funcional del sistema inmune está constituido por las respuestas del organismo ante situaciones de estrés.