Características del encéfalo de los homínidos
Los humanos somos primates, catirrinos, hominoideos, taxón que compartimos con los llamados simios antropomorfos (gibones, orangutanes, gorilas chimpancés y bonobos o chimpancés pigmeos). Los primeros hominoideos surgieron hace 25 millones de años y los estudios de filogenia molecular han puesto de manifiesto que los chimpancés y los bonobos son las especies de primates más próximas con las que compartimos un antepasado común del que nuestra línea evolutiva se separó en algún momento hace entre 8 y 6 millones de años (Fig. 10.28).
La especie Australopithecus afarensis es la más antigua (entre 2,9 y 2,4 millones de años) de la que se han encontrado restos fósiles, calculándose que poseía un encéfalo ligeramente mayor que el del chimpancé (462 g) (Tabla 10.2). Los individuos de esta especie presentaban un acusado dimorfismo sexual (la talla de los machos superaba en un 60% a la de las hembras).
Su peculiaridad más notable es que tenían postura bípeda, resultado de su adaptación a la vida en el suelo y abandono de la vida arborícola. Sin embargo, el escaso tamaño de su encéfalo nos indica que la postura bípeda no parece haber sido la variable determinante en el desarrollo del encéfalo de nuestros antepasados.
Tampoco perece que hubiese reestructuración encefálica, lo que de nuevo da una imagen del encéfalo de A. afarensis muy parecida a la de los chimpancés.
La primera especie de nuestro género (Homo) apareció hace 1, 9-1,6 millones de años, poco después del inicio de las glaciaciones. Con él, la tasa evolutiva de nuestro linaje comienza a acelerarse de manera notoria. La aparición de esta especie se asocia con la extinción del género Australopithecus y representa la primera de un género en el que alguna de sus especies (distintas a la nuestra) perduraron más de un millón de años. Los individuos del género Homo (Fig. 10.29) tenían encéfalos cuyos pesos oscilaban entre los 652 g que presentaba el del H. habilis y los 1027 g del H. erectus, pasando por los 800 g del H. ergaster y los 1000 g de H. antecessor. La altura de estos homínidos era muy parecida a la nuestra o incluso mayor y la cara era menos simiesca que la de sus antecesores.
Su alimentación era mixta (vegetariana y carnívora), consecuencia de la adaptación al ambiente más seco que hizo retroceder a los bosques y aumentar a las sabanas africanas en la época de su origen. Junto con el incremento de tamaño de su encéfalo, los moldes endocraneales han mostrado que estos homínidos presentaban un patrón de cisuras corticales muy parecidas al nuestro, lo cual implica que habían experimentado una reestructuración importante de sus encéfalos, sobre todo en la región de los lóbulos frontales que, al contrario de lo que ocurría con los australopitecinos, les hacía poseer ya un encéfalo más parecido al del hombre moderno que al de los chimpancés. Quizá esta circunstancia los capacitaba ya para el desarrollo de habilidades mentales que conferían mayor plasticidad a su conducta. En hombre moderno (H. Sapiens) aparece hace unos 200.000 años en África y coexiste temporalmente, hasta hace unos 20-30 mil años, con otros dos representantes del género, el H. erectus y el H. neandhertalensis.
El Homo sapiens es marcadamente diferente a otros mamíferos en varios aspectos biológicos, en particular, sus sistemas nervioso y reproductivo, el esqueleto, la piel y los órganos vocales. Pero sin lugar a dudas, la diferencia más notable está en nuestro cerebro, que es significativamente más grande, más complejo, con el CE más alto de todos los mamíferos (Tabla 10.2) y el responsable de que exhibamos repertorios conductuales ricos, únicos y altamente sofisticados, tales como el lenguaje o el uso de herramientas, y poseer capacidades como la conciencia de nosotros mismos, el pensamiento simbólico y el aprendizaje cultural.
Es difícil establecer en qué puntos de los últimos 8-6 millones de años se van produciendo los cambios que conducen finalmente a esas singularidades, habida cuenta de que los parientes más próximos vivos con los que podemos establecer comparaciones son los simios antropomorfos vivos, ya que el resto de representantes del género Homo se extinguieron sin dejar, en la mayoría de los casos, muchos indicios de su habilidades cognitivas. Por ello, se recurre a la comparación con estos simios para tratar de buscar conexiones filogenéticas que arrojen luz sobre cuándo, cómo y por qué adquirimos nuestras capacidades cognitivas ahora singulares.
Sin embargo, hay que tener en cuenta dos limitaciones importantes. La primera es que los simios antropomorfos han tenido también 6-8 millones de años para variar las características de sus encéfalos y en segundo lugar que, como no podía ser de otra manera, las diferencias encontradas en los estudios comparativos no implican necesariamente que nuestras peculiaridades cognitivas hayan aparecido ex novo, sino que, seguramente el camino que condujo a ellas quedó velado con la desaparición del resto de especies del género Homo.
El Uso de Herramientas
La calidad de la dieta es fundamental para el desarrollo de encéfalos grandes. Parece ser que en el H. ergaster se produce un cambio en su sistema digestivo ligado a una modificación del tipo de dieta (incorporación de proteínas de origen animal) que hizo más nutritiva la alimentación de estos homínidos. Este cambio no fue acompañado de una dentición más eficaz para desgarrar y triturar el alimento debido a que lo que tendrían que hacer los dientes lo suplían las herramientas que construían para machacar, triturar y cortar los alimentos duros.
El uso de materiales del entorno como herramientas está relativamente extendido en la naturaleza y parece ser otro ejemplo de evolución convergente, ya que se pueden encontrar muchos ejemplos que van desde algunas especies de aves que utilizan una ramita o espina para ensartar a sus presas, a los monos capuchinos que utilizan piedras a modo de martillo y yunque para abrir frutos. Sin embargo, a parte de los humanos, sólo algunos córvidos y los chimpancés son capaces de construir utensilios.
Los chimpancés utilizan a modo de herramientas los materiales que encuentran en su entorno, como por ejemplo, piedras para machacar nueces, o las construyen, como los bastoncillos que emplean para sacar las termitas del termitero, que los hacen con ramas que pelan, obteniendo así, herramientas más eficaces.
Sin embargo, no prevén con antelación el empleo o construcción de las herramientas, sólo en el momento en que las necesitan. Tampoco el empleo o construcción de utensilios parecen implicar la capacidad de representación mental de objetos que no existen en la naturaleza, algo que sí debieron poseer los representantes del género Homo cuando elaboraban herramientas con una utilidad concreta y anticipada, tal y como parecen indicar los «talleres de construcción» encontrados junto a los restos de nuestros ancestros, demostrando unas capacidades cognitivas que superan con mucho la de los simios antropomorfos que, ni con adiestramiento, son capaces de golpear intencionadamente dos piedras para obtener una lasca. Estas nuevas capacidades cognitivas son todo un síntoma de la aparición de cambios significativos relacionados con el incremento de su encéfalo y la reestructuración encefálica señalada, ya que la capacidad de creación de herramientas, además de necesitar de una mente inteligente capaz de representar el objeto final y anticipar su utilidad, requiere también de unos movimientos precisos controlados por los ganglios basales y el cerebelo, lo cual implica que la reestructuración del encéfalo de los representantes del género Homo también afectó a estas regiones.
De hecho, se apunta a que fue el desarrollo del cerebelo el que está detrás de la capacidad de planificar (y de comprender, cuando se aprenden por imitación) las secuencias motoras largas y complejas que son necesarias para el uso y construcción de herramientas especializadas destinadas a obtener alimento.
Cambios en la Reproducción
Se ha comprobado que las mujeres alcanzan la madurez sexual antes de lo que corresponde a un primate de nuestro peso. El periodo entre nacimientos se acorta hasta unos tres años de media, mientras que en el resto de antropoides es de entre 4 y 8 años. Es muy posible que estas circunstancias ya se diesen en los primeros representantes del género Homo y explicarían su crecimiento demográfico y su amplia distribución geográfica, sobre todo la del H. erectus, que ocupó África y Asia durante un periodo de más de un millón de años.
Si a estas circunstancias añadimos que el tamaño encefálico empieza a incrementarse y que el coste de los grandes encéfalos es muy elevado en tiempo y recursos, por muy eficiente que fuese el sistema digestivo de estos homínidos y, a pesar del empleo de herramientas, difícilmente las hembras podrían sacar adelante solas a unas crías con grandes encéfalos, grandes requerimientos alimenticios, a las que hay que dispensar muchos cuidados durante un período largo de tiempo y que además vienen al mundo de forma poco espaciada. La única explicación pasa por considerar que estos homínidos vivían en grupos sociales, como lo hacen otros antropoides, pero con la diferencia de que todos colaborarían en el cuidado de la prole.
Parejo a su desarrollo encefálico, en el género Homo se produce una notable disminución del marcado dimorfismo sexual que mostraban los australopitecinos, haciendo la talla más parecida en ambos sexos. Como se ha comentado en capítulos anteriores, en los primates, las acusadas diferencias entre los sexos, como por ejemplo ocurre en los gorilas, están asociadas a una fuerte competencia por las hembras y a una organización social poligínica. En estas sociedades, además, los machos apenas contribuyen al cuidado de las crías.
Sin embargo, en las especies monógamas, el dimorfismo sexual relacionado con el tamaño es muy reducido o inexistente, y los machos colaboran en el cuidado de la descendencia. Por ello, el menor dimorfismo encontrado en el género Homo es interpretado como una señal de que muy probablemente adoptasen la monogamia como relación de pareja y una estructura familiar extensa que involucrase a familiares, con distintos grados de parentesco, como criadores cooperativos que contribuirían en el aprovisionamiento de recursos alimentarios, sociales y emocionales para la prole.
Por otro lado, la adopción de la monogamia parece que está ligada, a su vez, a la mayor receptividad sexual de la mujer, ya que esta circunstancia hace posible una relación sexual continua en el tiempo, no ligada a la reproducción y favorece los vínculos de pareja. En concomitancia con ello apareció la neuromodulación de determinadas áreas cerebrales, ejercida por la oxitocina y la vasopresina, dos hormonas que favorecen, entre otras cosas, el vínculo de pareja y el comportamiento parental. La relación monógama, a su vez, por un simple principio sociobiológico, hace que el macho se involucre en el cuidado de las crías y ello estrecha, aún más, los vínculos familiares. Esta característica nos distingue del resto de grandes simios pues ni en chimpancés, gorilas u orangutanes, los machos participan en el cuidado de la prole; como mucho la protegen de los ataques de los depredadores y de las conductas infanticidas de machos ajenos al grupo.
Los cambios fisiológicos y conductuales descritos fueron reflejo de la presión de la selección natural y en buena medida pasaron a formar parte de nuestro bagaje genético. Sin embargo, en la actualidad, el entorno ha cambiado radicalmente, al menos en los países desarrollados. Es un entorno socialmente más rico y diverso que, por un lado, ofrece a la mujer y al hombre la posibilidad de afrontar la procreación con muchísima más autonomía y, por otro, derivado en parte de lo anterior, está modificando los roles de género y pareja, además de la estructura familiar. Ello está propiciando el que a la hora de establecer relaciones de pareja (ya sea con fines reproductivos o no) estén cambiando las valoraciones de determinados rasgos y que otros nuevos comiencen a aparecer en escena exponiéndose, todos ellos, a la acción de la selección natural (sexual) que puede propiciar el cambio o incremento de la diversidad del perfil físico y psicológico de la población en las siguientes generaciones. Aunque no hay que olvidar que, mientras tanto, aún persisten en nuestro genoma los condicionantes que la selección natural favoreció hace doscientos mil años influyendo, en mayor o menor medida, según los casos, en la elección y relación de pareja.
Cambios en la Ontogenia
Hasta hace unos años se apuntaba una proximidad genética con los chimpancés del 99%, sin embargo, nuevos estudios de filogenia molecular están poniendo de manifiesto que las diferencias son mucho mayores que lo que se suponía. Por ejemplo, el número de genes que se expresa de forma diferente en la corteza cerebral adulta de chimpancés y humanos pueden que asciendan a cientos e incluso de miles. Los seres humanos poseemos genes específicos de la especie como resultado de las numerosas duplicaciones, inserciones y supresiones que se produjeron en nuestra evolución. La consecuencia de todo ello es que la similitud de la secuencia de ADN total de los humanos y los chimpancés no es ya de un 98% o 99%, sino que está más cercana al 95%. Muchas de estas diferencias están relacionadas con un patrón generalizado en los seres humanos que consiste en la extensión, hasta la edad adulta, de pautas de expresión génica que normalmente, en otras especies de primates, se restringen a las primeras etapas de la vida. Este fenómeno, que se denomina neotenia transcripcional, propició:
- el mantenimiento de una configuración craneana juvenil durante más tiempo, permitiendo el desarrollo postnatal del encéfalo (Fig. 10.30);
- periodos más largos de proliferación celular, que llevaron paulatinamente a un mayor desarrollo de la neocorteza y
- el mantenimiento más prolongado en el tiempo de la capacidad que tiene el sistema nervioso para modificar su funcionamiento y morfología ante los cambios ambientales, es decir, la plasticidad neuronal necesaria para dar versatilidad al comportamiento mediante la creación y reestructuración de nuevas sinapsis.
Dos de los genes involucrado el incremento de nuestro encéfalo se descubrieron al estudiar la microcefalia, una enfermedad genética asociada, entre otras causas, con las mutaciones en dos loci, el del gen de la microcefalina (MCPH) y el del gen ASPM, que provocan la pérdida de función de estos genes y causan el síndrome conocido como microcefalia primaria, que se caracteriza por retraso mental y una severa reducción en el volumen del cerebro, que no supera los 400 cc, aunque sin embargo, presentan una retención total de la citoarquitectura normal del cerebro. La función exacta de estos dos genes MCPH aún no se ha dilucidado totalmente, pero los datos apuntan a que juegan un papel importante en la promoción de la proliferación de células progenitoras neurales durante la neurogénesis y en la reparación del ADN, en especial en la respuesta inmune antiviral en el cerebro. Ambas funciones propiciaron el incremento de volumen que presenta nuestro cerebro.
Los estudios de filogenia molecular han puesto de manifiesto que los genes MCPH y ASPM han sido objeto de una fuerte selección positiva en el linaje humano tras su separación del de los chimpancés, lo que apunta de nuevo a su participación en la evolución fenotípica de nuestro cerebro. Además, también se ha descubierto que sobre estos dos loci la selección natural direccional siguió ejerciendo una fuerte presión.
El análisis de la tasa de mutación muestra que nuevos alelos de estos genes comenzaron a adquirir una extraordinaria frecuencia en épocas recientes y significativas de la historia de la humanidad. En el caso del alelo rs930557C, del locus MCPH, su frecuencia comenzó a aumentar hace 37.000 años y en la actualidad es del 70% en todo el mundo, aunque su distribución no es homogénea (Tabla 10.3), y en el caso del alelo rs3762277A, del locus ASPH, originado en Oriente Medio, comenzó hace 7.000 años. Este importante aumento de las frecuencias de estos dos alelos se ha relacionado, por la coincidencia temporal, con hitos históricos como la aparición de la música, el arte y el simbolismo, en el primer caso, y con la construcción de las primeras ciudades de Mesopotamia, en el segundo.
La presión selectiva sobre estos loci continúa. En un reciente estudio (Woodley, 2014), se pone de manifiesto que la distribución mundial de estos alelos muestra una alta correlación (0,79) con las diferencias existentes entre el CI medio de los distintos países y regiones del mundo. Sin embargo, estos alelos no son buenos predictores de las diferencias en el CI a nivel individual. Esta paradoja la despejan los autores del estudio señalando que posiblemente el efecto de estos alelos sobre el CI sea indirecto. Dado que entre los efectos de estos alelos está también el mejorar el funcionamiento del sistema inmunológico (el rs930557C, en particular) esta circunstancia puede haber favorecido que las sociedades cazadoras-recolectoras y las sociedades agrarias se enfrentasen con más éxito al incremento de morbilidad derivado de la mayor densidad de población y la exposición a enfermedades zoonóticas. Poblaciones grandes y resistentes a más enfermedades serían capaces de incrementar el número de individuos más inteligentes que podían aprovechar ventajosamente las nuevas oportunidades cognitivas que ofrecen los cambios sociales y culturales que se produjeron en los últimos 10.000 años. Esta sería la causa de la alta correlación entre estos alelos y el CI medio de los distintos países.
No obstante, como los autores del estudio señalan, la función de estos alelos durante la neurogénesis y el hecho, puesto de manifiesto en otros estudios, de la alta correlación (0,5) entre el tamaño del cerebro y la inteligencia general, impiden descartar totalmente una implicación más directa de estos alelos en las puntuaciones del CI.
La inteligencia es una variable escurridiza por su difícil definición y por los problemas que surgen a la hora de evaluarla en especies distintas a la nuestra.
No hay que olvidar que su primera definición, tal y como en 1923 Edwin Boring señaló, no era otra que: lo que los test de inteligencia miden. No obstante, todos tenemos una idea más o menos acertada de lo que también puede ser la inteligencia, es decir, de esa capacidad que permite el grado de flexibilidad mental o conductual necesario para dar soluciones creativas y adaptativas a cada problema que el medio plantea.
La inteligencia está estrechamente relacionada con el número de neuronas corticales (nuestra especie presenta el máximo: aproximadamente 1,2 x 1010), el número de sinapsis, el grosor de la vaina de mielina (máximo en primates), la ve_loci_dad de conducción de las fibras corticales y las especializaciones estructurales y funcionales de la corteza prefrontal. Algunas de estas variables también se han visto favorecidas en nuestra especie por procesos de neotenia transcripcional. Así lo ponen de manifiesto las diferencias encontradas en el periodo de expresión de genes involucrados en la sinaptogénesis de la corteza prefrontal humana cuando se compara con el de chimpancés y macacos. Mientras en humanos la expresión de estos genes se va incrementando hasta los cinco años de edad, momento en el que alcanza su máximo, en macacos y chimpancés el pico ocurre antes de finalizar el primer año de vida (Fig. 10.31), lo que parece indicar que esos cambios específicos en la expresión génica de la corteza prefrontal están muy relacionados con la potenciación de desarrollo de capacidades cognitivas específicas de nuestra especie. Este retardo en la sinaptogénesis de la corteza prefrontal parece que ocurrió después de la separación del linaje humano y el neandertal.
Interacción Social
Tal y como ocurre en otros mamíferos y aves, la interacción social ejerció en nuestro linaje una presión selectiva fundamental en el desarrollo y configuración de nuestro encéfalo. Si bien la vida en grupo proporciona ventajas a los individuos que lo conforman, tales como las ligadas a la reproducción o las derivadas de la caza y la defensa, también la hace más complicada. Al entorno variable que debe evaluar cualquier animal, los que forman grupos sociales deben añadir el cambiante comportamiento de su posible pareja y compañeros de grupo, mucho menos previsible que el de un depredador o una presa, y con los que además hay que colaborar y competir por unos recursos escasos.
El balance que un individuo obtenga de la vida en grupo dependerá de su inteligencia, de su habilidad para establecer alianzas, engañar, distinguir a los compañeros que ayudan de los egoístas, reconocer rostros amigos o enemigos, evaluar su estado de ánimo, detectar mentiras o medir sus fuerzas. En una vida en grupo, todas estas habilidades correlacionan positivamente con la aptitud inclusiva y el tamaño cerebral, reflejo del efecto de la selección natural sobre el desarrollo de áreas corticales como la corteza cingulada anterior y parte del lóbulo frontal, que intervienen en el autocontrol y la conciencia social, dos habilidades fundamentales para sacar adelante nuestros genes.
El Lenguaje
El lenguaje es un extraordinario instrumento para organizar y compartir los contenidos de la mente y favorecer la interacción social. La habilidad que un individuo muestre para comunicarse con los compañeros, está estrechamente relacionada con la inteligencia y redunda también en su éxito reproductivo, de ahí la presión de la selección natural sobre los sistemas encefálicos involucrados en el lenguaje. Todos los antropoides se sirven de las vocalizaciones para comunicarse con otros individuos de su misma especie.
Pero sus vocalizaciones, al igual que nuestros suspiros emotivos (que posiblemente dieron origen a la música), están gobernadas por áreas encefálicas filogenéticamente más antiguas.
La singularidad del lenguaje humano es su característica más importante, pues, aunque tiene una serie de rasgos comunes con los sistemas de comunicación de algunas especies como, por ejemplo, el medio vocal-auditivo, sin embargo, es mucho más complejo que cualquier otro tipo de comunicación animal conocido y sustancialmente diferente en su carácter simbólico, estructura gramatical, patrón de combinatoria y en el control neuronal que lo hace posible.
Los estudios con delfines y loros han puesto de manifiesto habilidades equivalentes para adquirir, en la medida de sus diferentes capacidades sensomotoras, diversas maneras de lenguaje simple recurriendo a referencias simbólicas y al uso de operaciones sintácticas básicas, aunque nunca cerca del nivel de competencia interpretativa y generativa observado en niños de más de 2-3 años. Curiosamente, estos dos grupos de animales tienen considerables diferencias en sus estructuras cerebrales, ya que en los delfines y especialmente en las aves, la organización cerebral es muy diferente a la del cerebro humano, lo cual pone de manifiesto que la adquisición de un lenguaje rudimentario puede conseguirse a través de distintos tipos de organización cerebral y, por tanto, es un ejemplo más de evolución convergente.
Sin embargo, ya dentro de los primates sí parece existir una posible línea conductora desde un ancestro común que, no obstante, se muestra discontinua y en ocasiones errática (fundamentalmente por la extinción del resto de especies del género Homo). Los datos recopilados en primates están aportando piezas al rompecabezas de la evolución de nuestro lenguaje y del sustrato neural que lo hace posible.
Muchos de los circuitos empleados en el lenguaje simbólico, una característica propia de los humanos, se ha comprobado que son compartidos por otros primates. Por ejemplo, la circunvolución frontal inferior (CFI), que aloja circuitos que están relacionados con la integración de los gestos faciales y señales vocales, comparte características citoarquitectón icas similares a las de la corteza prefrontal ventrolateral (CPFVL) del macaco Rhesus (cuya línea se separó de la que conduce a chimpancés y humanos hace 25 millones de años) y, como la CFI, también está envuelta en el procesamiento e integración de vocalizaciones y rostros. Ello sugiere una homología estructural y funcional que es probable que esté relacionado con la evolución del lenguaje humano, barajándose la hipótesis de que la CPFVL se especializó en el procesamiento y la integración de las señales de comunicación auditiva y visual en los primeros primates antropoides, para finalmente, en humanos, lateralizarse en el hemisferio cerebral izquierdo y especializarse en el lenguaje.
Las asimetrías corticales asociadas con el lenguaje (predominancia de un hemisferio cerebral en la ejecución y comprensión del lenguaje) se encuentran ya en chimpancés y gorilas, aunque menos patentes y desarrolladas que en humanos, lo cual vuelve a apuntar a que el sustrato neural del lenguaje es herencia de un antecesor común de los antropoides y los humanos. Los chimpancés, por ejemplo, disponen de un repertorio de alrededor de treinta y seis vocalizaciones distintas asociadas a otros tantos significados, sin embargo, son incapaces de juntar tres de estas vocalizaciones para formar un nuevo vocablo. En chimpancés, la región de la corteza cerebral situada en la misma posición en que se encuentra en la nuestra el área de Broca (relacionada principalmente con la actividad motora del lenguaje), parece estar involucrada en el seguimiento de los gestos con que habitualmente se comunican estos simios. Por su parte, la que se corresponde anatómicamente con el área de Wernicke (área cortical involucrada en la comprensión del lenguaje) se relaciona en chimpancés con la comunicación verbal. Estas circunstancias parecen ser la razón de la sorprendente capacidad de comprensión del lenguaje humano que presentan estos simios, equivalente, en el caso de los bonobos, a la de un niño de dos años y medio.
Otra fuente importante de datos que nos están ayudando a comprender la filogenia del lenguaje humano, proceden de la Genética Molecular y la Neuropsicología. El descubrimiento de los problemas de lenguaje en la familia KE, causados por una mutación (R553H) que provoca la falta de función del gen FOXP2, que conduce a una alteración de la capacidad de producir los movimientos orofaciales requeridos en el habla, puso el foco de interés sobre este gen, un factor de transcripción con una importante función en la regulación de la expresión génica que, a raíz de caso KE, se ha involucrado con la aparición del lenguaje humano, aunque, dado su efecto generalizado sobre la expresión de muchos genes y en muchos órganos, es difícil que se pueda establecer una relación directa entre el fenotipo (lenguaje) y el genotipo que lo sustenta.
No obstante, el estudio molecular ha puesto al descubierto que, si bien la secuencia de aminoácidos de la proteína FOXP2 está altamente conservada a lo largo de la filogenia de los mamíferos, en los humanos aparece una mutación que la hace diferir en dos aminoácidos de la de chimpancés, gorilas y macacos, especies que sí comparten una secuencia idéntica de este factor de trascripción.
Por todo ello, estos cambios en el gen FOXP2 humano es altamente improbable que sean consecuencia de una deriva genética y sí resultado de la selección positiva, máxime cuando se ha comprobado que esta mutación aparece ex novo en los últimos 200.000 años, coincidente con la aparición del Homo sapiens.
El gen FOXP2 humano podría desempeñar un papel muy específico en la orquestación de la expresión de todo un conjunto de genes que cambian el desarrollo del cerebro de un programa ancestral a un programa humano y que hace que las células y las conexiones se diferencien en los sistemas que sostienen el habla y el lenguaje. Incluso podría regular el desarrollo de otras partes de la anatomía, tales como los pulmones y la laringe, que participan en la producción del habla. En ninguno de los casos, sin embargo, se ha descubierto la conexión directa entre el lenguaje y las sustituciones específicas en el FOXP2 humano (T303N y N325S).
Como señala Todd M. Presuss (2013),
quizá el problema de enfocar los datos sobre la participación del gen FOXP2 en el lenguaje, sea que estamos tratando de relacionar un gen multifuncional con un fenotipo complejo de alto nivel, por lo que no queda otra cosa que reafirmar dos de las lecciones importantes de la genética de poblaciones: en primer lugar, que la mayoría de los fenotipos surgen como consecuencia de las interacciones de múltiples genes (el principio de epistasis), y, en segundo lugar, que la mayoría de los genes influyen en múltiples fenotipos (principio de Pleiotropia). –(Mayr, 1970;. Oobzhansky, 1977).
La Especie Humana
No sabemos si los individuos de otras especies del género Homo hablaban o no. La reorganización encefálica detectada en este género, que afecta al área de Broca, parece apuntar que sí, pero lo cierto es que durante cientos de miles de años la evolución encefálica no parece que fuese acompañada de innovaciones tecnológicas que pusieran de manifiesto la aparición las capacidades de abstracción asociadas a nuestro lenguaje.
Efectivamente, aunque las bases genéticas, fisiológicas y anatómicas del lenguaje parece que se desarrollaron hace unos 200.000 años, nos es hasta hace tan sólo unos 76.000, cuando empiezan a aparecer objetos claramente simbólicos (como las dos placas de ocre pulidas con grabados abstractos, halladas en la cueva de Biombos, en la costa del cabo sur de Sudáfrica) que parecen indicar que quizá fue por entonces y no antes, cuando se desarrolló nuestro lenguaje, capacidad que no sólo nos proporciona una mejor interacción social, sino que también, y sobre todo, nos permite estructurar el conocimiento, pensar y hacer abstracciones, actividades todas ellas que reflejan nuestras singulares capacidades cognitivas.
Los estudios del gen FOXP2 ponen de manifiesto que las bases genéticas involucradas en el lenguaje son complejas. Esta parece ser la tónica general que se pone de manifiesto a la hora de estudiar el desarrollo de cualquiera de nuestras capacidades cognitivas. Por ejemplo, hasta hace poco, los datos parecían apuntar a que el incremento del volumen de la corteza prefrontal en humanos, con respecto a otros primates, sería una de las causas de nuestras diferencias en cognición. Sin embargo, estos resultados están siendo cuestionados por problema metodológicos (Barton y Venditti, 2013), dato que pone de manifiesto que puede ser exagerado el énfasis casi exclusivo dado hasta ahora al cerebro anterior como epicentro de las funciones cognitivas avanzadas de nuestra especie.
De hecho, ya hay datos que también apuntan a un papel clave del cerebelo en la evolución cognitiva humana. Todo ello hace que actualmente siga resultando aventurado apuntar cuales son los cambios en el sustrato neural implicados en nuestra cognición. Quizá, como señalan Barton y Venditti (2014), la cuestión no sea tanto atribuir estas diferencias al desarrollo de un área cortical concreta, sino a la expansión coordinada de áreas conectadas anatómica y funcionalmente que pueden incluir regiones corticales y no corticales. A favor de esta hipótesis, por ejemplo, también está el hecho de que tanto la neocorteza, como el cerebelo y los núcleos intermedios situados entre estas dos regiones, muestran una evolución estrechamente correlacionada, tanto en términos de volumen, como en número de neuronas (Fig. 10.32).
La región frontal y las regiones corticales posteriores también presentan este patrón, aunque tienen diferentes correlaciones con regiones específicas del cerebelo y ganglios basales. Todo ello parece sugerir que en la evolución del cerebro de los primates se ha podido favorecer la expansión selectiva de sistemas, como el cortico-cerebelar, más que la de áreas cerebrales concretas. De esta forma, la evolución de las regiones corticales, como la corteza prefrontal, puede ser mejor entendida en términos de su participación en redes distribuidas. La evidencia experimental ahora parece implicar a este tipo de redes distribuidas como el sustrato de capacidades cognitivas humanas únicas, como es el caso del lenguaje, que abarca redes distribuidas dentro y fuera de la corteza, incluyendo el cerebelo que, a través de su papel en la planificación y comprensión de secuencias complejas, puede haber hecho posible los aspectos sintácticos del lenguaje.
Todo ello sugiere que la selección natural actúa agrandando selectivamente dichas redes distribuidas, y son estos cambios los que están en la base de la especialización cognitiva humana, más que las modificaciones en el tamaño de regiones corticales localizadas como la corteza frontal.
El primatólogo Michael Tomasello (2014) señala que, seguramente, el paulatino entendimiento entre los individuos del género Homo para llevar a cabo una tarea común, sentó las bases para reforzar la interacción social y el desarrollo de una cultura fundada en la cooperación. Porque, si bien los chimpancés, hasta cierto punto, también puedan leer la mente de sus congéneres, ya que su capacidad de autorreconocimiento denota que poseen conciencia de sí mismos y quizá puedan atribuir un estado mental a un compañero, su inclinación natural parece ser más maquiavélica, pues son más proclives a usar esa información para competir y vencer al compañero en la consecución de alimento o pareja, que para lograr un beneficio común.
Esta práctica de la cooperación fortaleció las redes sociales y el desarrollo de la cultura (que el lenguaje humano incrementó más tarde exponencialmente), provocando una retroalimentación positiva entre la innovación cultural y la biológica que aceleró la evolución del linaje humano, aumentado el tamaño del encéfalo y con ello la inteligencia y la complejidad conductual que paulatinamente contribuyó al desarrollo de mejores técnicas y herramientas que permitieron afrontar con más éxito el cambiante entorno climático que envolvió y precipitó nuestra evolución. Esta coevolución genética-cultural es seguramente la que nos ha traído hasta aquí.
Se especula con que ese desarrollo de un tejido social amplio y abierto a la interacción con otras comunidades, aceleró nuestro éxito y la extinción de los neandertales que, según se cree, eran menos proclives a contactos sociales abiertos, quizá porque su lenguaje era completamente distinto y menos desarrollado que el del hombre moderno que llegó a su territorio (fundamentalmente Europa), procedente de África, hace unos 40.000 años poseyendo un lenguaje que permitía un modo único de pensamiento simbólico y era mucho más apto para urdir y planificar estrategias, de una manera hasta entonces desconocida en la naturaleza.
La filogenia del SN nos pone de manifiesto que nuestra singularidad no surge de golpe y, también, que muchas de las características que la hacen posible no han aparecido únicamente en nuestra especie. El tejido nervioso representó un sustrato inigualable sobre el que la selección natural ha venido actuando con extraordinario éxito, incrementando paulatinamente la versatilidad con la que los animales nos enfrentamos al ambiente en el que discurren nuestras vidas. Pero esa actuación no ha sido lineal, pues ni el propio origen de la neurona parece único.
Tampoco lo ha sido el desarrollo de los distintos procesos psicológicos que subyacen al comportamiento que, igualmente hemos visto, no sólo se adquieren por selección direccional, sino también por evolución convergente. Es el caso, por ejemplo, de la inteligencia, pues esa flexibilidad conductual que la denota a la hora de dar soluciones nuevas a los problemas, no es exclusiva de nuestra especie.
La inteligencia se pone de manifiesto en animales filogenéticamente tan separados como los pulpos o los bonobos, pasando por los delfines o las aves como los cuervos y las urracas, prueba inequívoca de que se ha desarrollado de manera independiente y paralela a partir de sustratos nerviosos distintos. Lo mismo podemos decir de capacidades cognitivas, como la conciencia de uno mismo. Esta capacidad se pone de manifiesto a través de la prueba de autorreconocimiento en el espejo y que, como hemos indicado, no sólo la superan con éxito los humanos de más 18-24 meses de edad y los chimpancés. También lo hacen otros primates como el gorila y el orangután, otros mamíferos como el elefante asiático y el delfín nariz de botella, o aves como la urraca, lo cual pone de manifiesto nuevamente una vía de evolución convergente, derivada de la presión selectiva que ejerce la interacción social. Incluso el asombroso incremento cerebral del encéfalo del género Homo ha sido identificada en al menos tres linajes independientes: el del H. neanderthalensis en Europa, el del H. erectus en Asia, y el de H. Sapiens en África.
Quizá sea el lenguaje humano nuestra gran singularidad y el que nos abrió la puerta a este mundo que se representa en nuestro cerebro e hizo posible la cultura, la otra gran particularidad del H. Sapiens. Gracias a ella, por ejemplo, las limitadas capacidades del diseño corporal humano no han sido obstáculo para que volemos más alto que cualquier ave, naveguemos a las más recónditas profundidades marinas, «veamos» en la longitud de onda del infrarrojo, como lo hacen las serpientes, oigamos los ultrasonidos que emiten los murciélagos o fotografiemos el origen del universo conscientes de nuestra posición en él. Y todo ello gracias al sustrato biológico que hace posible la creatividad e inteligencia del ser humano: nuestro encéfalo.
El desarrollo cultural ha ido cambiando nuestro entorno y creando un entramado social mucho más complejo que el que tenían los homínidos de hace 200.000 años. Nuestra forma de vivir ha cambiado y las interacciones sociales se han diversificado planteándonos nuevos retos. Ello supone más presiones selectivas sobre nuestro encéfalo que no implican necesariamente un incremento de su tamaño, pues de hecho, viene experimentando una disminución de su volumen desde la aparición de la agricultura y la ganadería, hace unos 9000 años, fecha que marca el inicio del Neolítico (Fig. 10.33). Si tenemos en cuenta que esa posible disminución ha discurrido en paralelo al desarrollo de nuestra cultura, la cuestión quizá deje de ser chocante: la sociedad actual efectivamente plantea nuevos retos pero, al mismo tiempo, la tecnología, el entramado social con sus instituciones asistenciales, sanitarias y educativas, aportan soluciones a muchos problemas que hacen quizá innecesarios encéfalos tan voluminosos como los que nuestra especie poseía hace más de diez mil años y debía enfrentarse con menos recursos a las contingencias ambientales.
Cuando venimos al mundo, nuestro cerebro trae todo el bagaje que la selección natural ha ido incorporando a lo largo de la filogenia y que conforma la esencia de la naturaleza humana: las distintas energías estimulares que podemos sentir, la capacidad de pensar, de comunicarnos a través del lenguaje, de percibir la música, de emplear procedimientos aritméticos o de valorar algo como bello. Son el equivalente a esas «formas a priori» que para el filósofo Emmanuel Kant, ordenan la sensación y nos proporcionan el «Conocimiento apriorístico» del mundo. A ese bagaje se suma la combinación única de las peculiaridades genéticas que heredamos de nuestros padres. Todo ello es lo que nos hace percibir el mundo de una manera particular y no de cualquier otra forma. Nada más lejos, por tanto, de la errónea idea de la tabula rasa que considera al cerebro de un niño como una hoja en blanco que permite manipularlo a voluntad haciendo de cualquier persona un héroe o un villano. Nuestra historia filogenética y la singular carga genética que porta cada persona nos condiciona. Pero la ontogenia modula esa carga y los humanos contamos con una herramienta poderosa para ello: la educación, otra forma de cooperación y el vehículo mediante el cual recibimos y transmitimos la cultura de generación en generación, la que nos permite servirnos de la experiencia acumulada por los que nos han precedido, adecuar nuestro comportamiento a los cambios sociales, controlar o encauzar nuestro atávico «lado oscuro» y potenciar al máximo las facetas de brillantez y genialidad que cada cual posea.
Los seres humanos somos el fruto más elaborado y refinado de la evolución del sistema nervioso. Pero también hemos visto que nuestras capacidades cognitivas se han desarrollado en paralelo, en mayor o menor medida, en otras especies poniendo de manifiesto que, allá donde haya un sustrato nervioso, la selección natural actuará sobre él para conseguir el máximo de eficiencia comportamental. Los cerebros eficientes son, por tanto, una consecuencia inevitable de la acción de la selección natural. Siempre que haya vida y tiempo suficiente, terminará por emerger una inteligencia igual a la nuestra que luego irá aún más allá, de una u otra manera, en una especie o en muchas, en este planeta o en cualquiera que reúna las condiciones para la vida.