Los constructivismos: II. La psicología genética y la psicología histórica
LA PSICOLOGÍA GENÉTICA: JEAN PIAGET Y ALGUNAS DERIVAS PIAGETIANAS
Como ya señalamos, la psicología genética —que sin entrar en más disquisiciones podemos hacer equivalente a psicología evolutiva o del desarrollo— constituyó una de las posibilidades planteadas por el funcionalismo, algunos de cuyos representantes consideraban que, en última instancia, el único formato con el que tenía sentido hacer psicología era el genético, o sea, el de la descripción de la génesis de las funciones psicológicas. Aludimos igualmente a la influencia de la psicología francesa en las ideas de Baldwin y señalamos que algunos autores franceses también habían sido calificados de funcionalistas. Pues bien, una de las maneras de presentar a Piaget es considerándolo heredero, y en cierto modo epítome, de una tradición filosófica, científica y psicológica en lengua francesa que conoció su auge en las primeras décadas del siglo pasado y tuvo puntos de confluencia con el funcionalismo norteamericano.
La formación de Piaget
Jean Piaget nació en 1896 en la ciudad suiza de Neuchatêl y murió en Ginebra en 1980, donde residió la mayor parte de su vida (Piaget, 1952).
Allí fue director de investigación del Instituto Jean-Jacques Rousseau a principios de los años 20 y fundó en 1955 el Centro Internacional de Epistemología Genética, el cual dirigió hasta su fallecimiento. También fue profesor de la Universidad de Ginebra desde 1929 y, durante algunos periodos de tiempo, de las de Neuchatêl, Lausana y La Sorbona. Aparte de haber influido en la filosofía, las ciencias sociales y la propia psicología, su obra ha sido seguramente la que más se ha dejado sentir en la pedagogía contemporánea. No en vano está detrás de numerosas reformas educativas de la historia reciente, entre ellas la española.
Los intereses de Piaget eran sobre todo biológicos y filosóficos. Desde niño había demostrado afición por el mundo natural. Entre los 11 y los 14 años colaboró con el museo de historia natural de su localidad tras publicar, en un boletín de una sociedad de naturalistas aficionados, un texto sobre un gorrión albino que había visto en un parque. En cuanto a la filosofía, su padrino, el escritor Samuel Cornut, le había despertado el interés por ella de la mano de la obra de Henri Bergson (1859-1941), máximo representante de un vitalismo filosófico que, a finales del siglo XIX y principios del XX, se oponía al mecanicismo positivista y defendía una concepción de la realidad como algo en constante evolución donde no hay una discontinuidad entre el pensamiento y la materia: aquél no es un reflejo de ésta ni ésta un mero subproducto de aquél.
Piaget cursó en su ciudad natal estudios universitarios de ciencias naturales, especializándose en malacología (la rama de la zoología que se ocupa de los moluscos). Durante una estancia postdoctoral en Zúrich, y aunque sus preocupaciones seguían siendo biológicas y filosóficas, realizó estudios posdoctorales de psicología experimental y psiquiatría, interesándose sobre todo por el psicoanálisis. Leyó a Freud y Jung y fue psicoanalizado por la rusa Sabina Spielrein, quien desarrolló un concepto de pulsión destructiva en que se basó Freud para elaborar su idea de Thánatos. De hecho, Piaget aprendió a realizar entrevistas clínicas con el psiquiatra Eugen Bleuler, amigo de Freud (aunque no freudiano), algo que poco después le resultaría de gran utilidad para entrevistar a los niños.
Y es que, entre los demás autores que condicionaron la biografía de Piaget suele mencionarse a Théodore Simon, de La Sorbona, que durante una estancia en París en 1919 le encargó la estandarización para los niños franceses de los test mentales que Burt (de quien ya hablamos en un capítulo anterior) estaba aplicando en Gran Bretaña. Fue entonces cuando Piaget comenzó a trabajar con niños, al llamarle la atención que fallaran siempre en los mismos ítems. Se preguntó por qué fallaban y directamente les trasladó la pregunta a los propios niños. Así empezó a elaborar su psicología genética, que parte de la base de que el pensamiento infantil es distinto del adulto y a la vez desemboca en éste a través de una serie de etapas necesarias que, además, reproducen de algún modo las etapas de la historia del pensamiento humano.
Ya en los años 20, y radicado en Ginebra, Piaget desarrolla sus ideas acerca del pensamiento infantil, a las que suma las observaciones que él mismo realiza de la conducta de sus propios hijos (tuvo tres) desde recién nacidos. Algunos libros suyos de esta época, como El lenguaje y el pensamiento en el niño (1923), El juicio y el razonamiento en el niño (1924), La representación del mundo en el niño (1926), La causalidad física en el niño (1927), El juicio moral en el niño (1932) o El nacimiento de la inteligencia en el niño (1936), pueden considerarse clásicos de la psicología, si bien su autor, posteriormente, consideraría poco maduros todavía los publicados en los años 20. Más tarde, llegada la década de los 40, aumenta el interés de Piaget por el pensamiento de los niños mayores e introduce en las entrevistas cada vez más tareas con objetos que los niños manipulan (vasos con líquidos, cuerdas, figuras de plastilina…), y recurre además a la lógica formal para describir el pensamiento adolescente (Inhelder y Piaget, 1955; cf. Piaget, 1982), lo que da lugar a la versión madura de su teoría psicológica, que dentro de un momento intentaremos resumir muy sucintamente. Algunos de los primeros libros de esa época de plena madurez son La génesis del número en el niño (1941), escrito junto con Alina Szeminska, La formación del símbolo en el niño (1946) o La representación del espacio en el niño (1948), este último escrito junto con Bärbel Inhelder. Sólo con leer los títulos podemos comprobar que el proyecto de Piaget consistía en investigar sistemática y exhaustivamente todos los dominios donde se desarrolla el pensamiento (matemático, moral, histórico, físico, etc.) y se estructura la actividad humana (lenguaje, simbolización, razonamiento, etc.).
Epistemología genética y psicología genética
Así pues, y al igual que otros psicólogos clásicos, Piaget no era propiamente un psicólogo. Aparte de que su formación era biológica y filosófica, también lo eran sus intereses. Además, de joven había tenido inquietudes religiosas relacionadas con la necesidad de conciliar ciencia y religión haciendo compatible el materialismo con un punto de vista vitalista acerca del mundo orgánico y una concepción no reduccionista ni determinista del pensamiento humano (Vidal, 1998). Pues bien, esa inquietud puede rastrearse en su obra madura, dado que su pretensión siempre fue la de crear una epistemología genética, esto es, una teoría general del conocimiento que mostrara la constitución y desarrollo progresivo de éste —o sea, su génesis— a lo largo de la historia de la humanidad y, paralelamente, a lo largo de la vida de cada individuo, sin discontinuidades entre el mundo material, orgánico, psicológico y social. La psicología genética no sería más que un subconjunto de la epistemología genética, una estación de paso para alcanzarla. La psicología genética mostraría cómo el niño construye el conocimiento a través de una serie de pasos que le permiten llegar al pensamiento racional, propio de las ciencias.
La idea básica de Piaget —en la que resuenan ecos de la teoría de la recapitulación y de la lógica genética de Baldwin, que vimos anteriormente— es que existe un paralelismo entre el desarrollo individual (es decir, ontogenético) y el desarrollo de la especie, este último entendido sobre todo como desarrollo histórico. Piaget cree que los pasos dados por el desarrollo del conocimiento a lo largo de la historia humana son esencialmente los mismos que da el desarrollo del conocimiento en cada individuo, aunque a veces hay atajos o incluso inversiones; por ejemplo, la construcción de las nociones geométricas por parte del niño invierte el orden de la historia de la geometría, pues el niño entiende antes nociones de geometría topológica (aparecida en el siglo XIX) que de geometría euclidiana (aparecida en el siglo III antes de nuestra era). Asimismo, Piaget considera que el nivel máximo del desarrollo del conocimiento a lo largo de la historia es el alcanzado por las ciencias contemporáneas (física, biología, historia, química, matemáticas, etc.), un nivel que, en el individuo, equivale al que se alcanza aproximadamente en la adolescencia.
Psicología y construcción de sujeto y objeto
Cuando Piaget estaba estandarizando los test de Burt pensó que los errores de los niños no se debían a que éstos fueran menos inteligentes que los adultos, sino a que su inteligencia era de otro tipo, cualitativamente diferente de la adulta aunque precursora de ella. Desde este punto de vista, no ya la inteligencia sino las funciones psicológicas en general han de dejar de verse como capacidades y han de verse como funciones en un sentido genético, de génesis: las funciones psicológicas son estructuras de actividad que se van haciendo cada vez más complejas a través de su uso para vivir. De hecho, Piaget considera que las funciones psicológicas superiores o más complejas -las vinculadas al pensamiento o el razonamiento- tienen su origen ontogenético en los reflejos innatos del recién nacido. Dicho de otro modo: busca el origen de lo psicológico en lo biológico, pero sin solución de continuidad entre lo biológico y lo psicológico. Su proyecto, en definitiva, consiste en describir los pasos sucesivos y necesarios (aunque no rígidos en cuanto a la edad en que se dan) que van desde los reflejos innatos, como los de succión y agarre, hasta el pensamiento abstracto del que es capaz un adulto, susceptible de ser representado mediante fórmulas matemáticas o silogismos. Ojo: la cuestión no es que el adulto sea capaz de hacer silogismos explícitamente o realizar operaciones matemáticas con papel y lápiz; es simplemente que su razonamiento se ajusta a las reglas de la lógica.
Durante los dos primeros años de vida del niño predomina lo que Piaget llama inteligencia sensomotora o sensomotriz, basada en las reacciones circulares (en un tema anterior vimos cómo las entendía Baldwin). Las reacciones circulares primarias, que aparecen al poco de nacer, consisten en reiteraciones de movimientos reflejos que han proporcionado satisfacción, como succionar. Las reacciones circulares secundarias aparecen un poco más tarde e implican ya cierto grado de coordinación visomanual, una conciencia del resultado de las acciones e incluso una cierta intención de repetirlas, aunque normalmente de una manera gruesa, con movimientos de varias partes del cuerpo. He aquí un ejemplo del propio Piaget basado en la observación de una de sus hijas cuando tenía tres meses y pico, a medio camino entre la reacción circular primaria y la secundaria:
«Lucienne […] sacude su coche imprimiendo a sus piernas unos movimientos violentos (doblar y extender, etc.), lo que hace que los muñecos de trapo suspendidos de la cubierta se balanceen. Lucienne los mira sonriente y vuelve a empezar. Estos movimientos son meros concomitantes de la alegría: cuando siente un gran placer, Lucienne lo exterioriza por medio de una reacción total, incluido el movimiento de las piernas. Dado que sonríe frecuentemente a sus muñecos, ha provocado de este modo su balanceo. Pero ¿lo mantiene por reacción circular conscientemente coordinada, o bien es su placer que renace sin cesar el que explica su comportamiento? […]
»Al día siguiente […] presento los muñecos: Lucienne se agita enseguida, incluyendo los movimientos de las piernas, aunque esta vez sin ninguna sonrisa. Su interés es intenso y sostenido, por lo que parece que hay una reacción circular intencional [secundaria].
»[Dos días más tarde] encuentro a Lucienne entretenida en hacer balancear sus muñecos. Una hora después, los muevo ligeramente: Lucienne los mira, se agita un poco, pero luego vuelve su atención a sus manos que miraba poco antes. Un movimiento casual sacude los muñecos: Lucienne los mira de nuevo y en esta ocasión se mueve regularmente. Mira fijamente los muñecos, sonríe apenas e imprime a sus piernas unos movimientos nerviosos y decididos. A cada momento, se distrae a causa de sus manos que se cruzan en su campo visual: las examina un instante y después dirige su atención de nuevo a los muñecos» (Piaget, 1936/2003, pp. 154-155).
Así pues, Piaget nos describe a un bebé que se está constituyendo a sí mismo como sujeto interactuando con el mundo, lo que le permite construir al mismo tiempo los objetos: Lucienne va construyendo los muñecos en movimiento a través de la coordinación de sus propios movimientos y el descubrimiento de relaciones entre éstos y la agitación de los muñecos. A lo largo de la ontogenia la construcción del conocimiento no será más que una complejización de esas coordinaciones de las propias actividades entre sí y de éstas con el mundo. Llevándolo al terreno de la epistemología, Piaget lo explica así:
«[E]l conocimiento no puede concebirse como si estuviera predeterminado, ni en las estructuras internas del sujeto, puesto que son el producto de una construcción efectiva y continua, ni en los caracteres preexistentes del objeto, ya que sólo son conocidos gracias a la mediación necesaria de estas estructuras. […]
En una estructura de la realidad en la que no existen ni sujetos ni objetos, es evidente que el único lazo posible entre lo que será un sujeto y los objetos está constituido por las acciones» (Piaget, 1970/1986, pp. 35 y 44).
Por su parte, las reacciones circulares terciarias, que aparecen en torno al año, implican una generalización de los esquemas de repetición y la introducción de medios alternativos para conseguir los mismos objetivos. Y finalmente, en los últimos momentos de la etapa sensomotora, el niño es consciente de la denominada permanencia del objeto, esto es, del hecho de que los objetos siguen existiendo aunque dejemos de percibirlos. Diríamos que, en lo básico, sujeto y objeto se han construido recíprocamente y a partir de ahí el desarrollo del sujeto consistirá en explorar nuevas formas de relacionarse con el mundo, lo que supone a la vez explorar los límites y posibilidades de sus propias acciones, paralelamente a los límites y posibilidades de los objetos. De hecho, al acercarse a los dos años de edad el niño también es capaz de pensamiento simbólico: anticipa el resultado de acciones, imagina situaciones hipotéticas, recurre a herramientas, etc.
La segunda gran etapa del desarrollo psicológico es la preoperatoria, entre los 2 y los 7 años. En este momento el niño interioriza sus acciones y los resultados de éstas. Podríamos decir que es capaz de realizarlas mentalmente y prever sus consecuencias contemplando diferentes posibilidades. Este periodo se caracteriza además por el egocentrismo: el niño es incapaz de entender que otras personas tengan otras opiniones o puntos de vista. Por ejemplo, si se le presentan fotos de un mismo objeto tomadas desde diferentes perspectivas tiene muchas dificultades para elegir la que corresponde a una perspectiva que no sea la suya.
Entre los 7 y los 11 años transcurre el estadio de las operaciones con cretas, caracterizado por la capacidad de pensar los objetos en términos abstractos, clasificándolos en categorías, como si se realizaran operaciones lógicas básicas. Durante esta etapa el niño lleva a cabo generalizaciones (lo cual anticipa el pensamiento abstracto) y, sobre todo, se hace consciente de que ciertas propiedades de los objetos se conservan aunque cambien otras. Por ejemplo, la longitud de una cuerda no varía aunque esté curvada, el volumen de agua no cambia aunque cambie la forma del vaso que la contiene, la cantidad de una serie de pequeños objetos alineados es la misma independientemente de que estén más o menos separados entre sí, etc.
Por fin, a los 12 años (es decir, con la adolescencia) llega el periodo de las operaciones formales, que inaugura el pensamiento adulto y equivale al pensamiento científico-racional. El niño/adolescente ya maneja el razonamiento abstracto, hipotético-deductivo. De este modo, se supone que el adulto ha dejado atrás los rasgos típicos del pensamiento infantil: el animismo (atribuir rasgos psicológicos o biológicos a las cosas inanimadas), el finalismo (creer que todo tiene un porqué o un propósito), el realismo (la cosificación de rasgos psicológicos o abstractos; por ejemplo, creer que el nombre de los objetos es una especie de etiqueta que éstos albergan en su interior, o que una mentira es menos censurable si alguien se la ha tragado) y el artificialismo (pensar que todo lo que nos rodea ha sido fabricado por alguien).
Nótese que Piaget, como la mayoría de los psicólogos, está pensando en un niño tipo, normalizado: lo que hemos dicho al hablar de las reacciones circulares no valdría para un bebé invidente o sin manos, cuyas acciones habría que ejemplificar de otro modo (sus coordinaciones corporales son otras, aunque obviamente un piagetiano diría que los principios que las rigen siguen siendo los mismos). Por otro lado, a Piaget se le criticó por omitir las diferencias culturales en lo relativo a los ritmos de desarrollo e incluso a las etapas de éste. Numerosos trabajos dentro de la llamada psicología transcultural o intercultural han abordado ese problema desde los años 60 (cf. Carretero, 1982, y Maynard, 2008). Uno de los temas principales en este tipo de investigaciones ha sido el de si en las culturas no occidentales se alcanza el último periodo del desarrollo intelectual, el correspondiente al pensamiento abstracto. Sería bastante ridículo creer —como hubieran creído algunos evolucionistas culturales del siglo XIX y como creería un racista— que ello se debe a que dichas culturas son más primitivas y sus miembros están al nivel de desarrollo psicológico de un niño. La cuestión, entonces, es que posiblemente Piaget define de un modo etnocéntrico las funciones psicológicas superiores, tomando como modelo no ya al niño occidental, sino al niño occidental europeo contemporáneo de clase media o alta, escolarizado —e incluso preferiblemente de sexo masculino—, algo en lo que quizá caiga la psicología del desarrollo en general y no sólo la piagetiana (Burman, 1998). Por lo demás, aparte de psicología transcultural piagetiana existe, también desde los años 60, una tradición de psicología comparada piagetiana donde se investiga principalmente el desarrollo cognitivo en primates (Parker y McKinney, 1999; Vauclair, 1996).
Psicopedagogía y subjetivación del niño
Al empezar señalamos que la obra de Piaget ha estado detrás de importantes reformas educativas de la historia reciente en varios países occidentales u occidentalizados. Ahora bien, eso no significa que tales reformas fuesen necesariamente «fieles» a las propuestas de Piaget o que éste fuera el único autor que influyera en ellas. El proceso ha sido mucho más complejo (cf. Delval, 1981; Lawton y Hooper, 1983; ParratDayan y Tryphon, 1999 y Walkerdine, 1998). En los ríos de tinta que han hecho correr las controversias ligadas al constructivismo psicopedagógico de raíz más o menos piagetiana, se mezclan concepciones de la infancia, ideologías políticas y empresariales, técnicas didácticas, métodos de gestión de recursos humanos, teorías psicológicas y pedagógicas, etc. (véase Loredo y Ferreira, 2011). La postura del propio Piaget sobre la cuestión de la educación oscilaba entre el escepticismo respecto a la posibilidad de una pedagogía científica (Piaget, 1949/1999) y la convicción —típica de los expertos y los intelectuales con vocación de reforma social, como él mismo— de que la psicología constituía una base firme de conocimiento en la cual debían estar formadas las personas dedicadas a la educación (Piaget, 1987): saber cómo funciona la mente infantil y cómo se adquiere el conocimiento sería imprescindible para planificar políticas educativas y diseñar prácticas escolares. Con todo, Piaget desconfiaba de la creencia en que la educación pudiera ser en sí misma científica. Más bien parecía considerarla una práctica sistematizada y especializada que, eso sí, debía contar con expertos que la llevaran a cabo teniendo en cuenta los principios del funcionamiento psíquico humano, proporcionados por la psicología. Por otro lado, ironizó en alguna ocasión sobre la preocupación, que según él era típicamente americana, por las estrategias educativas que acelerasen las etapas del desarrollo cognitivo: desde su punto de vista la educación modula el desarrollo cognitivo, no lo provoca (Piaget, 1987).
Sea como sea, nos gustaría terminar nuestra presentación de Piaget sugiriendo una mirada crítica a su obra que, no obstante, sería en cierto sentido congruente con su propia concepción del conocimiento como algo construido, o al menos con algunos aspectos de la misma. Aunque no tenemos espacio para desarrollar esto (véase Loredo, 2016), se trataría de ejercer una concepción constructivista del propio conocimiento científico según la cual las ciencias no descubren o representan una realidad objetiva preexistente, sino que más bien la producen, la objetivan, en un sentido similar al modo en que —desde el punto de vista piagetiano— los niños objetivan el mundo interactuando con él. Lo mismo ocurre con la psicología en tanto que disciplina científica: no descubre una subjetividad natural o previa, sino que (literalmente) la produce. Y la produce a través de dispositivos muy variados que actualmente capilarizan prácticamente toda la sociedad, desde el mundo académico hasta el profesional, incluyendo los ámbitos educativo, laboral y clínico. Tales dispositivos se concretan en experimentos de laboratorio, entrevistas clínicas, procedimientos de selección de personal, estrategias publicitarias y de comunicación, técnicas de orientación profesional, protocolos de administración de test en colegios, programas de reinserción en centros penitenciarios, etc. Según este punto de vista cabe contemplar la función de la psicología piagetiana como si se tratara de una gran estructura de producción de subjetividad infantil, es decir, de formas de ser niño aceptadas y promovidas en nuestra cultura y nuestra época histórica. Desde mediados del siglo pasado esa estructura fue incorporada a algo socialmente tan importante como la educación escolar, lo cual sin duda ha potenciado enormemente sus efectos. En realidad, lo que tienen detrás Piaget y la psicología evolutiva en general es toda una vasta tradición de «invención de la infancia» (Ferreira y Araujo, 2009) que comenzó alrededor del siglo XVI y que ha incluido numerosas prácticas de crianza, educación y escolarización; prácticas que a finales del siglo XIX y principios del XX fueron capturadas por disciplinas como la psicología (recordemos lo dicho anteriormente sobre el ascenso del discurso científico en el siglo XIX). Desde esta perspectiva, pues, la infancia no sería una categoría natural que la psicología del desarrollo hubiera venido a descubrir, sino más bien una construcción sociohistórica, una objetivación.
Las propias tareas que Piaget ponía a los niños pueden verse como dispositivos de subjetivación de éstos más que como herramientas para descubrir el funcionamiento natural de su mente. Como dijimos antes, Piaget consideraba que durante la etapa de las operaciones concretas los niños logran lo que él llamaba conservaciones. Así, para averiguar si los niños entendían la conservación de la sustancia, una de las tareas piagetianas típicas es la de presentar al niño dos bolas de plastilina iguales y jugar a que se trata de carne que se va a comer. Entonces el psicólogo aplasta o alarga una de las bolas para convertirla en una hamburguesa o una salchicha, y propone que uno se coma imaginariamente la hamburguesa o la salchicha mientras el otro se come la bola. Finalmente, el psicólogo pregunta al niño quién se habrá comido más cantidad de carne. El niño que no haya alcanzado la conservación de la sustancia responderá que ingerirá más carne quien se coma la hamburguesa o la salchicha (el «error», obviamente, es dejarse guiar por la forma plana o alargada y pensar que la carne dispuesta en esa forma es más que la que se presenta de forma compacta, como una bola). Pues bien, este tipo de tareas, que representan el máximo desarrollo de lo que se ha llamado el «método clínico» piagetiano (la realización de entrevistas a niños planteándoles preguntas y problemas), ilustran bastante bien lo que es un dispositivo experimental productor de subjetividad. Dispositivo que incluye, como mínimo, un escenario (normalmente una sala dentro del colegio), una disposición de muebles y objetos (mesas, sillas, lugares, plastilina, juguetes…), un proceso de interacción entre investigador e investigado (que implica asimetría y autoridad) y una teoría psicológica que se intenta confirmar (acerca de cómo funciona la mente infantil). La producción se la subjetividad infantil equivale entonces a la tipificación del niño, es decir, a su inserción dentro de una escala de desarrollo cognitivo. Sometido a este dispositivo, el niño acabará comportándose (literalmente) como se espera de él, entre otras cosas porque los comportamientos suyos que no encajen en el dispositivo sencillamente se invisibilizarán o se atribuirán a problemas de desarrollo. El psicólogo guía al niño mediante sus preguntas y las tareas que le propone, e interpreta sus respuestas y manipulaciones o bien como no pertinentes (así, cuando fabula y no se atiene a la tarea) o bien como errores —que demuestran que no ha alcanzado la conservación— o aciertos —que demuestran que sí la ha alcanzado—.
Perspectivas neopiagetianas
Como todas las teorías psicológicas, la de Piaget ha sido objeto de interpretaciones (qué decía realmente Piaget), reinterpretaciones (qué debería haber dicho), hibridaciones (qué le faltó por decir y deberíamos decir por él), críticas (Piaget estaba equivocado) y defensas (Piaget tenía razón). Vamos a concluir deteniéndonos muy rápidamente en algunas de las transformaciones más conocidas de la teoría piagetiana, que incluyen sobre todo reinterpretaciones, hibridaciones y, en menor medida, críticas. Empezaremos por las neopiagetianas, que esencialmente realizan una lectura cognitivista de Piaget. Nos referiremos después a las lecturas que podríamos denominar sistémicas, que acercan a Piaget a la teoría de sistemas (a la que aludimos en otro capítulo). Ahora bien, no es fácil establecer fronteras claras entre unas y otras perspectivas, así que nuestra distinción debe entenderse como un mero recurso expositivo.
Aunque no recoge la bibliografía de los últimos quince años, el libro de Miguel Pérez Pereira (1995) explica con detalle algunos de los más importantes desarrollos de la psicología evolutiva posteriores a Piaget. Nos vamos a basar en el resumen que hace de las perspectivas neopiagetianas en su capítulo 2 (véase también García Madruga, 1998).
Este autor señala que, en general, las teorías neopiagetianas surgieron como respuesta a lo que se consideraban problemas de la teoría piagetiana: los desfases (por qué no aparecen al mismo tiempo habilidades psicológicas que deberían ser simultáneas debido a que comparten la misma estructura lógica), las diferencias individuales (que Piaget no contempla), la relación entre aprendizaje y desarrollo (hasta qué punto o en qué sentido el desarrollo es espontáneo) y los mecanismos concretos a través de los cuales se producen los cambios cualitativos que definen los estadios del desarrollo. Desde finales de la década de los 70 los neopiagetianos intentaron responder a estas cuestiones recurriendo a herramientas de la psicología cognitiva (a la que dedicamos el tema anterior). Para ello tradujeron al lenguaje del procesamiento de la información las estructuras cognitivas definidas por Piaget, quien para describirlas había utilizado un lenguaje lógico-formal en la mayoría de los casos, especialmente en los estadios superiores del desarrollo. Por lo demás, los neopiagetianos conceden una importancia mucho menor que Piaget a la práctica (las manipulaciones de objetos) y una importancia mucho mayor a la maduración del sistema nervioso.
Uno de los neopiagetianos más importantes, Robbie Case (19452000), redefine las etapas piagetianas de acuerdo con el tipo de operaciones que según él predominan en cada una de ellas: operaciones sensomotoras (movimientos), relacionales (codificación lingüística y simbólica en general), dimensionales (aritméticas: contar) y vectoriales (racionalidad matemática). El desarrollo consistiría, entonces, en la consecución de formas de representación mental y computación cada vez más abstractas. Por ejemplo, según Case en las tareas de conservación de líquidos (donde el niño debe darse cuenta de que el volumen del líquido no varía aunque cambie la forma del recipiente que lo contiene) lo que hace el niño capaz de darse cuenta de que el líquido se conserva es poner en marcha estrategias de procesamiento de información más complejas. Los niños cuentan, pues, con estructuras mentales de computación que les permiten o no —según el estadio alcanzado— resolver ciertas tareas.
Otros nombres neopiagetianos conocidos son Juan Pascual-Leone, Graeme S. Halford, Kurt W. Fischer, Michael Commons, Andreas Demetriou y Annette Karmiloff-Smith. Esta última, no obstante, ha realizado críticas a los neopiagetianos, acusándoles de olvidar el carácter de novedad cualitativa que los diferentes estadios del desarrollo poseen y otorgar demasiada importancia a los factores madurativos y a los cambios meramente cuantitativos. De hecho, el modelo de desarrollo propuesto por Karmiloff-Smith (1992), aunque intenta conjugar una perspectiva piagetiana con una perspectiva cognitivista, debilita algunos de los supuestos más extendidos dentro de la psicología cognitiva clásica, como el de la modularidad de la mente (la existencia de módulos de base innata encargados de procesar tipos de información específica). Más que cognitivizar a Piaget, como hacen la mayoría de los neopiagetianos, en cierto modo lo que hace Karmiloff-Smith es piagetizar la psicología cognitiva: concede al recién nacido más capacidades psicológicas que Piaget (no sólo reflejos), pero enfatiza el carácter activo del sujeto en desarrollo y, frente al innatismo al que tiende la psicología cognitiva, enfatiza asimismo el proceso constructivo —de creación de novedades— en que dicho desarrollo consiste.
A nuestro juicio, si bien puede que el propio Piaget diera pie a interpretaciones cognitivistas (computacionales, formalistas) de su perspectiva, dado que identificaba las etapas superiores del desarrollo cognitivo con estructuras lógico-formales (es decir, de lógica simbólica), es posible que la cognitivización de Piaget suponga en realidad un paso atrás respecto a su propuesta de elaborar una psicología basada en la lógica específica de las funciones psicológicas, es decir, en una auténtica psico-lógica. Como hemos subrayado, Piaget intentaba describir la construcción del conocimiento como un proceso ligado a la progresiva construcción recíproca de sujeto y objeto (o de mente y realidad, si se quiere decir así). La psicología cognitiva, en cambio, tiende a pensar la realidad como algo dado y la mente como una entidad preexistente a la construcción. Desde el punto de vista cognitivista, más que construcción del conocimiento lo que hay es representación (interna, mental, normalmente en formato computacional) de una realidad externa que existe por sí misma, independientemente de nuestras acciones (las cuales, a lo sumo, servirían para acceder a esa realidad, para hacer que se manifieste). Piaget, insistimos, no pensaba que sujeto y objeto preexistieran a su propia construcción recíproca; no pensaba que existiera una realidad exterior y que el conocimiento consistiera en representarla adecuadamente; no pensaba, en definitiva, que hubiera nada objetivo ahí afuera esperando que lo descubriéramos. No tiene sentido, pues, hablar de objetos ni sujetos al margen de la interacción entre un organismo en desarrollo y el mundo al que éste se va enfrentando. La relación entre organismo y mundo a través de las acciones del primero y las resistencias del segundo es lo que va haciendo que se disocie progresivamente lo subjetivo —aquello que pertenece a las acciones del sujeto— y lo objetivo —aquello que pertenece a la realidad (pero que se ha hecho real; no era real antes de hacerse)—. En concreto, el niño estabiliza su relación con el mundo físico y social a través de su actividad y, con ello, se configura a sí mismo como sujeto y objetiva el mundo como algo real; pero —insistimos— algo de lo que sólo tiene sentido decir que es real una vez que se ha objetivado, no antes.
Perspectivas sistémicas
En un capítulo anterior aludimos a las perspectivas sistémicas en biología evolucionista y señalamos que algunas de ellas convergen con algunas tendencias de la psicología evolutiva. Ahora simplemente queremos retomar tales perspectivas para subrayar que algunas ideas de Piaget también han sido leídas desde esa sensibilidad. Así lo ha hecho Paul van Geert (1950- ), quien ha elaborado un modelo del desarrollo cognitivo en el que intenta integrar ideas de Piaget y Vygotski y que formaliza a través de varios parámetros que interactúan entre sí:
- el estado en que se encuentra el sistema (cognitivo);
- el grado de variación que se produce, ya sea por tensiones internas del sistema o por demandas externas; y
- los recursos cognitivos disponibles (Geert, 1994). En realidad, algunos neopiagetianos han tomado también conceptos de la teoría de sistemas, como Case, Fischer y Demetriou.
Así las cosas, como ejemplo de mezcla entre Piaget y la teoría de sistemas podemos tomar al físico e historiador de la ciencia Rolando García (1919-2012), un autor alejado de la sensibilidad cognitivista y, por tanto, alguien cuyos planteamientos ilustran con particular claridad lo que implica la fusión entre el enfoque de Piaget y la teoría de sistemas. De hecho, Rolando García colaboró con el Centro Internacional de Epistemología Genética y fue coautor de un par de libros junto con el propio Piaget (Piaget y García, 1971, 1983). Tiempo después, en el año 2000, ofrecería una propuesta de interpretación de la perspectiva piagetiana basada en uno de los desarrollos de la teoría de sistemas: la teoría de sistemas complejos, que son los que se componen de subsistemas independientes que se organizan por estratos y de manera que algunos de ellos interactúan entre sí. García (2000) supone que el conocimiento es un sistema general compuesto de tres subsistemas: el biológico, el psicológico y el social. Como sistema, el conocimiento evoluciona por desequilibrios y reorganizaciones sucesivas y modulado por las condiciones del entorno. Se protege de los cambios de éste y busca para ello reequilibrarse constantemente. García recalca que el desarrollo consiste en un intercambio permanente entre el entorno y el sistema, pero de manera que este último siempre mantiene cierto grado de equilibrio o autonomía, pues de lo contrario se destruiría. Esto va en contra de las perspectivas ambientalistas o mecanicistas, para las cuales el entorno es el que determina el funcionamiento del sistema a través de relaciones causales. García también se distancia de las interpretaciones cognitivistas de la teoría piagetiana, que ponen demasiado énfasis en la relación entre el sistema cognitivo y el medio al suponer que el primero está formado por representaciones del segundo y el segundo proporciona al primero los datos con los que elaborar esas representaciones, dándose entre ambos una relación lineal mucho más simple que la que defiende la perspectiva sistémica, para la cual las relaciones se dan a diferentes niveles y produciendo —insiste García— novedades que son irreductibles a las condiciones en las que se generaron.
Como ya indicamos en un capítulo anterior, las perspectivas sistémicas poseen una indudable virtualidad crítica contra los enfoques reduccionistas y mecanicistas, que tienden a pensar el funcionamiento del organismo o del sujeto en términos de relaciones causales lineales. No obstante, el peligro del punto de vista sistémico quizá sea el de perder de vista la especificidad de la actividad de los sujetos, el nivel de análisis específicamente psicológico. Esta especificidad puede perderse al suponer que la actividad constituye un subsistema más cuyo funcionamiento, por así decirlo, se pierde o se disuelve en medio de una compleja estructura de sistemas interrelacionados que conforma un sistema general el cual, a última hora, acaba apareciendo como una especie de entidad omniabarcante capaz de explicarlo todo (Loredo, 2002).
La sensibilidad de Piaget —o al menos algunos de sus aspectos— probablemente sigue interpelándonos cuando elaboramos teorías de la actividad que tienden a reducirla explicativamente a estructuras socioculturales o simbólicas (así, cuando se dice que el comportamiento humano se explica como un producto social) o bien a estructuras biológicas (así, cuando se dice que el comportamiento humano se explica como un producto de los genes o del cerebro). Tanto Piaget como otros autores constructivistas han acentuado la necesidad de describir las operaciones específicas a través de las cuales se construye progresivamente la subjetividad y la objetividad, sin presuponer la existencia de realidades previas (físicas o culturales) que den cuenta de la construcción. Lo que no significa que los procesos de construcción se desarrollen en el vacío o partan de cero: obviamente, cuentan siempre con mediadores históricos y culturales. En este sentido, incluso podríamos afirmar que autores como Piaget, Vygotski o Meyerson se necesitan mutuamente, pues estos últimos muestran que la actividad del sujeto se da en un contexto sociohistórico específico sin el cual ni siquiera existiría (Castorina y Ferreiro, 1996; Wozniak, 1996).
LA PSICOLOGÍA HISTÓRICA: IGNACE MEYERSON Y EL PROYECTO PARA UNA HISTORIA POLIFÓNICA DEL PENSAMIENTO
Ignace Meyerson (1888-1983) nació en Varsovia pero se trasladó muy joven a París, donde estudió medicina, ciencias naturales y filosofía. Allí mantuvo una estrecha relación intelectual con su tío, el epistemólogo Emile Meyerson, que lo veía como su discípulo. Aunque Ignace Meyerson retuvo aspectos considerables del proyecto epistemológico de su tío (el análisis del pensamiento y sus operaciones a través de la historia de la ciencia), se orientó pronto hacia la investigación en psicología, disciplina que su tío aborrecía. Esta orientación se dio de forma relativamente simultánea por diferentes vías. La primera, fruto de su formación en fisiología, donde se inició en la investigación de laboratorio sobre la excitabilidad del sistema neumogástrico, fue la de la psicología experimental. Junto a Henri Piéron (1881-1964), Meyerson codirigió el laboratorio de psicología experimental de referencia en Francia, el fundado por Alfred Binet. La segunda, en línea con su formación en medicina, fue la senda de la neuropsiquiatría. Durante la Primera Guerra Mundial permaneció como médico interno en el famoso hospital de La Salpêtrière, atendiendo a pacientes de todo tipo y escribiendo sus primeros artículos, junto al alienista Philippe Chaslin (1857-1923), sobre delirios, ilusiones y casos de melancolía. La tercera vía venía de la mano de Henri Delacroix (1873-1937), catedrático de psicología general de la Sorbona, donde Meyerson estudió filosofía. Con una formación en filosofía orientada desde muy pronto a la tarea historiográfica, Delacroix se había iniciado en la psicología a partir de sus primeros trabajos sobre historia de la religión, en particular del misticismo alemán. A partir de un trabajo histórico tanto en el ámbito de las ideas y teorías como de la propia institución eclesiástica, Delacroix empezó a interesarse por el análisis de la experiencia mística. En un intenso diálogo con la sociología de Durkheim y la psicología más espiritualista de Henri Bergson y de William James, su psicología ponía el acento en el carácter construido de la experiencia, en el análisis de sus condiciones de posibilidad y de inteligibilidad. En línea con los proyectos alemanes para una psicología de los pueblos, Delacroix trabajó en una psicología de la religión, del arte y del lenguaje, entre otros temas, que ejercerían una influencia determinante en Meyerson (Pizarroso, 2013).
Meyerson desempeñó durante todo el periodo de entreguerras un importante papel en el desarrollo de instituciones como la Sociedad de Psicología francesa y su órgano de expresión, el Journal de Psychologie Normale et Pathologique. A petición suya la revista, una referencia a nivel nacional e internacional, entró en la «Federación de ciencias filosóficas, históricas, filológicas y jurídicas» fundada en 1920, un gesto que apuntalaba una concepción de la psicología como punto de cruce de las ciencias humanas y sociales (sin excluir una perspectiva naturalista). Una amplia red de especialistas en diferentes ámbitos, desde la lingüística (Antoine Meillet) y la biología (Etienne Rabaud) hasta la sociología y la antropología (Marcel Mauss) colaboró de hecho estrechamente en estas instituciones, desde las cuales Meyerson tuvo también ocasión de entrar en contacto con un gran abanico de intelectuales (como Pavlov, Koffka, Köhler, Lewin o Cassirer). Algunos de ellos aún eran poco conocidos, como el propio Jean Piaget, cuya correspondencia ha revelado una estrecha colaboración y complicidad con Meyerson a lo largo de los años veinte y primeros treinta (Vidal y Parot, 1996).
Para Meyerson (1924) el principal objeto de la psicología era la historia de la formación del pensamiento, ya fuera en el plano ontogenético o en el de la historia de las instituciones. Se interesaba así, más que por la búsqueda de mecanismos invariables en el ejercicio de la razón (como hacía su tío Emile), por el cambio y la aparición de novedades, llegando a ocuparse, junto a Piaget, con quien solía veranear, de estudiar algunos aspectos de la mentalidad infantil (como la causalidad o la noción de objeto). No obstante, mientras Piaget avanzaba en su proyecto y publicaba sus primeros libros, sobre el nacimiento de la inteligencia o la construcción de lo real, Meyerson dedicaba la mayor parte de sus esfuerzos a la revista y otros proyectos editoriales, como un magno Tratado de psicología (dirigido por George Dumas), la traducción de La interpretación de los sueños de Freud y la reseña y crítica de libros, como La mentalidad primitiva de LévyBruhl, al que dedica un amplio estudio (Meyerson, 1925/1987). En lo que se refiere a su propio ámbito de investigación, cabe destacar un importante artículo sobre «Las imágenes» (1932) para la segunda edición del Tratado arriba mencionado (Nuevo tratado de psicología). En él, revisa y discute las investigaciones de la Escuela de Wurzburgo a la luz de la concepción simbólica del pensamiento que manejaba Henri Delacroix, presentando las imágenes como signos, instrumentos del pensamiento (Pizarroso, 2008). También merece un apunte su amplia investigación sobre la inteligencia de los simios, en colaboración con Paul Guillaume, representante de la Gestalt en Francia (Guillaume y Meyerson, 1930-1937/2015a y 2015b, 1987). Siguiendo la línea de los trabajos de Köhler en Tenerife, sus resultados son interpretados empero a la luz de una perspectiva más constructivista que enlazaba con los trabajos del propio Piaget (Gómez-Soriano y Pizarroso, 2015; Pizarroso, 2015).
La relación con Piaget en todo caso se iría enfriando con el tiempo hasta prácticamente congelarse durante la Segunda Guerra Mundial, momento en que Meyerson, judío, dejó París por Toulouse, donde desempeñó un activo papel en la Resistencia. En los años 50, cuando Piaget se proponía hacer su epistemología, Meyerson le pediría que no cayera en el fijismo, que la historia de las lenguas, de la ciencia y de otras obras humanas nos muestra profundas transformaciones operadas sobre nuestra arquitectura mental por el resultado de nuestra propia actividad; que, además, no solo hay una historia de las categorías del pensamiento, sino que cada categoría tiene su propia historia. Para entonces Meyerson ya había dado forma al que sería su proyecto de investigación, presentado como tesis (tardía) de doctorado, donde la perspectiva genética se hacía propiamente histórica: una historia de las funciones psicológicas a través de las obras entendidas como objetivaciones del espíritu (Meyerson, 1948/1995).
El plano ontogenético y el filogenético daban así paso al historiogenético, ciñéndose al estudio de lo que, a partir de su trabajo con primates, llamó el «nivel humano» (Meyerson, 1937). A diferencia del conductismo, que establecía una continuidad entre las especies, Meyerson planteaba que, una vez superado el espiritualismo —contra el que se erigió toda una psicología científica que reclamaba la animalidad del ser humano e imponía el dogma de la continuidad—, podíamos aceptar la idea de discontinuidad y estudiar las especificidades de cada especie. Más adelante hablaría de «la entrada en lo humano» (Meyerson, 1951), afirmando que el comportamiento humano se diferencia del animal por el carácter innecesario de muchos de sus comportamientos para la conservación de la vida; el uso de útiles, instrumentos y maquinas; su gran variedad y variación; y la disposición de sistemas de signos, medios colectivos y organizados de comunicación, información y traducción de su experiencia. Frente a la idea de un sujeto mecánico y pasivo, movido por el ambiente, Meyerson insistirá en el carácter activo-experimental de los actos, que exploran el medio físico y social, lo modifican —modificándose él mismo, a su vez, en el proceso—, así como su carácter constructor, pues toda actividad da lugar a una forma organizada: objeto material útil, obra de arte o de ciencia, institución social o religiosa, etc. Esas obras constituyen nuestro mundo, que es «una ‘naturaleza’ transformada por el hombre, humanizada», pero «incesante y diversamente humanizada» (Meyerson, 1953/1987, p. 81). Más que de «mundo humano» prefiere así hablar de «mundos humanos» (íbid., p. 82).
Hablar de un nivel humano suponía una discontinuidad en la historia de las especies, pero también en el propio plano historiogenético, que no dejaba de estar exento de discontinuidades. Así, frente a la idea de un cambio progresivo, continuo y lineal, Meyerson planteaba la existencia de verdaderas «mutaciones» en la historia de la humanidad (Meyerson, 1948/1995, p. 145). Crítico con lo que llamó el «dogmatismo de la permanencia», fenómeno por otro lado digno de estudio en sí mismo, su proyecto se proponía trazar la genealogía de las funciones psicológicas que hoy consideramos consustanciales a la naturaleza humana. Sin descartar la posible existencia de rasgos universales, de «aspectos funcionales permanentes» o de un «equipamiento psicológico primario» (Meyerson, 1948/1995, p. 12), ponía el acento en la variedad y las variaciones de la mente a lo largo de la historia.
En ese sentido, su proyecto resulta quizá más cercano al de Vigotsky, cuyo nombre y el de Luria habían aparecido curiosamente en una carta de Piaget de 1929 como referencias ineludibles cuando buscaban colaboradores para una Revista Internacional de Psicología Infantil que no llegó a ver la luz. A diferencia de Vygotski, sin embargo, Meyerson no distingue entre funciones psicológicas y funciones superiores, ni distingue entre una actividad inmediata, biológica y refleja, y la mediata, cultural, controlada. Para él toda actividad es mediada. Asimismo, mientras que en Vygotski el lenguaje juega un papel primordial como el sistema semiótico por excelencia implicado en la transformación de las funciones psicológicas, para Meyerson el lenguaje es un sistema tan importante como los que constituyen la matemática, el arte, la religión o las instituciones jurídicas; «no hay que someter todas las clases de expresión al derecho de regalía del lenguaje», subrayará (Meyerson, 1987, p. 59). Se trata de diferentes clases de expresión que corresponden a diferentes dominios de la experiencia. Para Meyerson el pensamiento sólo existe bajo sus formas de expresión: pensamos según los signos del lenguaje, de la matemática, de la música o de la pintura; o no pensamos. No existen pensamientos innombrables, inexpresables. Cada clase de expresión tiene además sus características específicas: su contenido, su materia, sus condiciones técnicas de producción, sus reglas, que las hacen intraducibles entre sí.
Así, la idea de una línea de desarrollo cognitivo progresiva y lineal vinculada a la interiorización del lenguaje y la escritura, donde las transformaciones van de lo concreto a lo abstracto, de la actividad inmediata a la actividad mediada, no se mantiene en Meyerson, para quien la historia del espíritu nos muestra una multiplicidad de formas de experiencia y de conocimiento más allá del lenguaje y de la ciencia. La historia del espíritu, o de la mente, «no es unilineal sino una polifonía» (Meyerson, 1948, p. 61) donde las transformaciones, además, resultan imprevisibles.
Tras la variedad y variaciones que encontramos en la cultura, hay una arquitectura mental que varía: «a un ambiente diferente», como veíamos más arriba, «corresponde un espíritu un poco diferente» (Meyerson, 1953/1987, p. 89). Lo que llamamos espíritu (humano) no sería más que la suma de sus transformaciones; no hay una forma a priori ni una forma ideal hacia la que tienda. Estos mismos aspectos, polifonía e imprevisibilidad, son los mismos que le alejan de los antiguos proyectos en torno a una psicología de los pueblos, con los que por otro lado mantiene vínculos ineludibles.
Para la puesta en marcha de este ambicioso e inconmensurable proyecto, Meyerson se haría con un equipo de jóvenes colaboradores, como el reconocido helenista Jean Pierre Vernant, especializado en el estudio de la Grecia Antigua, o la menos conocida Marinette Dambuyant, que se especializó en la India. Junto a sus trabajos, el propio Meyerson emprendería el análisis de diferentes funciones, a menudo convocando a todo tipo de especialistas en la materia en cuestión (desde fisiólogos y neurólogos hasta lingüistas, sociólogos, filólogos e historiadores) a encuentros en forma de coloquios, como los realizados sobre la percepción del color, la persona o los sistemas de signos. En el coloquio sobre la percepción del color, por ejemplo, la conclusión de Meyerson es que, con los datos elementales de que disponemos sobre la visión humana del color (los elementos estructurales y funcionales que los análisis de físicos y fisiólogos nos muestran), no se ha construido un único sistema perceptivo, sino varios sistemas. No siempre se han visto, nombrado ni pintado las mismas cosas. La percepción es actividad y elección; en definitiva, construcción. La delimitación de lo que vemos o no vemos no siempre se ha hecho del mismo modo, la atención y el interés por unos u otros aspectos de la vida han ido cambiando. Pero además, el medio humano es un medio que se ha construido —y coloreado— diversamente; y esos medios «coloreados» han podido ejercer algún tipo de acción sobre la propia actividad perceptiva. Junto a los datos «fisiológicos» de la percepción, por tanto, hay que tener en cuenta el color como una construcción en la que intervienen, de formas diversas, la sociedad, las lenguas, las técnicas y las artes (Meyerson, 1987).
Sobre la persona, tema que le obsesionó desde los años treinta y al que recurrió en su tesis para ejemplificar su método, Meyerson luchaba contra lo que llamaba el triple prejuicio de la inmediatez (de la supuesta posibilidad de conocernos a través de la introspección), la simplicidad (la supuesta unidad de un yo que en realidad está compuesto de múltiples aspectos relativos al cuerpo, a cuestiones institucionales como nuestro nombre, estado civil o profesión, a nuestras relaciones interpersonales, etc.) y el carácter primitivo del yo, que no sería sino una forma tardía de experimentarnos a nosotros mismos. La historia de esta noción ocuparía buena parte del coloquio organizado en 1960, «Problemas de la persona», del que el propio Meyerson (1973) ofrecería una síntesis: desde la tentativa conciencia de sí del estoicismo y las Confesiones de San Agustín hasta los desarrollos que encontramos en el siglo XVIII de la mano del pietismo protestante, el romanticismo, los inicios del historicismo y los nacionalismos, con los que se impondría una concepción del individuo «mónada». Frente a esta noción más individualista, que tendría su reflejo en la novela de finales del XIX, Meyerson, en línea con su idea del carácter inacabado e inacabable de las funciones psicológicas (en permanente cambio), manejará una concepción de la persona más fragmentada y oscilante, entre la dispersión y el intento de compensarla, como se deja ver en los personajes de Marcel Proust, Pirandello, Joyce o Virginia Woolf. Más que un «artificio literario», Meyerson ve ahí una «verdad psicológica esencial» (1948/1995, pp. 192-193).
Otro de los temas a los que más se dedicó fue el del pensamiento histórico, cuestión de la que se ocupó en relación con la memoria y el tiempo. El pensamiento histórico supone a su juicio una auténtica mutación mental, ligada a la constitución del pasado como objeto y una concepción del tiempo lineal e irreversible. Este pensamiento histórico sería en efecto una especie de memoria, de organización temporal del pasado, pero no del pasado individual sino del pasado común. Su desarrollo, fundamentalmente desde el trabajo de la escuela histórica alemana, afectaría a su vez a la memoria, que se estaría reconstruyendo a su vez como una memoria histórica y colectiva —de cuya teorización se había ocupado un autor de orientación durkheimiana como Maurice Halbwachs, con su obra sobre Los marcos sociales de la memoria y La memoria colectiva (Meyerson, 1956)—.
La influencia que Meyerson no tuvo en la psicología, cada vez más volcada en la vertiente experimental y biologicista, la tuvo en un sentido amplio en las ciencias sociales en Francia desde los seminarios que impartía en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales. En estos últimos años, en los que su trabajo ha empezado a ser reconocido y recuperado en el seno de la psicología, una autoridad como el recién desaparecido Jerome Bruner (1915-2016) llegó a decir que Meyerson era el secreto mejor guardado de Francia (Bruner, 1996).