Los constructivismos: I. La escuela socio-histórica

Los constructivismos: I. La escuela socio-histórica

El término «constructivismo», al igual que el de «construccionismo», del que a veces se considera sinónimo, es muy confuso. Incluye perspectivas interiores y exteriores a la psicología como disciplina: hay constructivismos o construccionismos en lingüística, arte, historia, sociología, lógica, filosofía, etc. Además, incluye puntos de vista teóricos relativamente dispares, algunos de los cuales incluso tienen menos en común entre sí que con otras sensibilidades no constructivistas. Sin embargo, no hemos encontrado una manera mejor de etiquetar enfoques que en modo alguno se pueden considerar estrictamente conductistas ni cognitivistas. Al igual que con estos dos puntos de vista, que dominan una buena parte de la escena psicológica contemporánea, hemos optado por poner por delante el carácter plural del constructivismo (por eso hablamos de los constructivismos) a fin de subrayar precisamente la heterogeneidad de las tendencias englobadas en dicha etiqueta.

En puridad, tampoco las etiquetas de «conductismo» y «cognitivismo» se libran de cierta ambigüedad. En nuestra aproximación historiográfica hemos considerado que el cognitivismo por antonomasia es el que procede de la tradición anglosajona y se vincula de un modo u otro a la metáfora del ordenador. Pero existen psicólogos que se consideran a sí mismos cognitivistas o cognitivos y, sin embargo, estarían en algunos aspectos más cerca de posiciones como las de Piaget, Vygotski o Meyerson, autores en los que nos centraremos en tanto que representantes clave de lo que aquí hemos dado en llamar constructivismos. De hecho, a Piaget y Vygotski, sobre todo a Piaget, también se les ha considerado a veces psicólogos cognitivos. Durante el último medio siglo «cognitivismo» ha sido una etiqueta teórica que se ha llevado la parte del león a la hora de denominar, sin matices, toda aquella psicología que no era estrictamente conductismo, psicoanálisis o humanismo y que en algún sentido reconocía la existencia de procesos mentales.

Sin embargo, desde nuestro punto de vista sí existen matices y diferencias suficientemente relevantes como para identificar algunas perspectivas que tampoco son propiamente cognitivistas. Como venimos planteando, para referirnos a ellas utilizamos una etiqueta alternativa —la de «constructivismos»— que, siendo también demasiado general, permite al menos demarcar diferencias teóricas importantes que van ligadas, sobre todo, a una crítica a las versiones más reduccionistas, deterministas y experimentalistas de lo que hoy por hoy se considera cognitivismo.

En la línea de lo comentado, debe quedar claro que ni siquiera los autores representativos del constructivismo que aquí manejamos se reconocerían automáticamente en esa categorización. Así como Watson o Skinner se consideraban a sí mismos conductistas sin mayores problemas, autores como Piaget o Vygotski más bien se consideraban a sí mismos psicólogos a secas, y con razón. No es tanto que rechazaran expresamente el término «constructivismo» (Piaget lo usa en alguna ocasión) cuanto que pretendían elaborar un sistema psicológico completo, no atrincherarse en una escuela o un punto de vista teórico parcial que asumiera una convivencia inevitable con otros puntos de vista. Por lo demás, como también ocurre con Freud dentro del psicoanálisis, las obras de Piaget y Vygotski siguen manteniendo hoy su condición de referencias teóricas vigentes e inexcusables a las que volver cuando se investiga desde una sensibilidad contructivista; al menos en muchísima mayor medida que los conductistas o cognitivistas actuales regresan, respectivamente, a los trabajos clásicos de Watson o Turing para interpretar y apoyar sus hallazgos.

Con estas precauciones y precisiones, hemos decidido incluir en estos dos últimos capítulos las perspectivas del suizo Jean Piaget, el ruso Lev Vygotski y el francés Ignace Meyerson, que en muchos puntos han resultado cruciales para la psicología contemporánea. Frente a los conductismos y los cognitivismos, comparten una concepción de las funciones psicológicas como algo que no está dado, sino que se construye. No está dado ni en el ambiente, ni en los genes, ni en el cerebro, aunque no por ello se niegue la existencia de disposiciones fisiológicas que condicionan el desarrollo psicológico. Comparten, además, una preocupación por los diferentes niveles de construcción de dichas funciones: el filogenético, el ontogenético y el socio e historiogenético.

Las tradiciones meyersoniana y, sobre todo, piagetiana y vygotskiana constituyen en cierto modo el núcleo conceptual de los constructivismos, al menos de los más propiamente psicológicos. Desempeñan una función de advertencia constante y sistemática contra dos tendencias cuya exacerbación conduce, por así decir, a la destrucción del constructivismo, es decir, a la anulación de la idea de que las funciones psicológicas son construidas y no innatas o naturales; o, lo que es lo mismo, que están definidas por un proceso abierto y en continuo reajuste, y no dependen en exclusiva de determinaciones o estructuras innatas u orgánicas (véase en Sánchez y Loredo, 2009, una ampliación de esta idea, aunque no exactamente en el mismo sentido en que la estamos exponiendo aquí). Una de esas tendencias es la del reduccionismo convencional, por abajo: la concepción según la cual las funciones psicológicas se reducen, en último término, a procesos neurofisiológicos, cerebrales o incluso genéticos (de genes, no de génesis). La otra tendencia es la del reduccionismo por arriba, según el cual las funciones psicológicas quedan en última instancia explicadas por estructuras sociales, lingüísticas, simbólicas, históricas, antropológicas, políticas, etc., como cuando se dice que somos marionetas de las circunstancias o que es la sociedad la que determina el comportamiento individual.

En este sentido, obras como las de Piaget, Vygotski y Meyerson representan intentos por evitar esos dos reduccionismos que eliminarían el sentido mismo de la psicología, pero no en tanto que disciplina cuyo bastión institucional o incluso epistemológico hubiera que defender, sino más bien en tanto que nivel de análisis irreductible, necesario para entender por qué la gente hace lo que hace. En este capítulo vamos a presentar la escuela sociohistórica asociada al psicólogo ruso Vygotski, dejando para el siguiente las aproximaciones de Piaget y Meyerson.

LA ESCUELA SOCIO-HISTÓRICA DE L.S. VYGOTSKI

Como ya hemos indicado, las ideas psicológicas son indisociables de condiciones histórico-culturales que las hacen posibles. Con todo, la mayoría de las escuelas que aparecen durante la etapa fundacional de nuestra disciplina —la que hemos localizado entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX— han quedado ligadas a figuras singulares como Wundt, Freud o Watson. Son personajes que representan la transición entre la tradición del pensador, científico o inventor solitario del siglo XIX y las formas de producción científica grupales propias de las instituciones, sociedades y laboratorios del siglo XX. Aun dentro de instituciones científicas, la biografía de estos «padres fundadores» es indisociable de sus sistematizaciones psicológicas: capitalizaron conceptos y herramientas que estaban presentes en diversos ámbitos de la cultura de su época y ofrecieron alternativas para la joven psicología entendida ya como disciplina básica y responsable de la subjetividad occidental moderna.

La escuela socio-histórica es otro ejemplo de ese proceso y Lev Seminovich Vygotski (1896-1934) es su representante fundamental. Co­ mo han señalado algunos autores (Kozulin, 1994; del Río y Álvarez, 2007a), la biografía de Vygotski tiene cierto halo dramático y literario y está trufada de experiencias vitales indisociables de su personal concepción del fenómeno psicológico. Siendo todavía zar Nicolás II, Vygotski nació en Orsha, una pequeña localidad de Bielorrusia de mayoría judía a la que él también pertenecía. De hecho, como era habitual en la época, tuvo que combatir los prejuicios raciales para poder desarrollar su carrera profesional, pero finalmente logró establecerse en el Instituto de Psicología de Moscú en 1924. Fue testigo de la Revolución rusa y, como tanto otros pensadores jóvenes y comprometidos con el marxismo, confió en que su trabajo intelectual sería útil para la construcción del socialismo. Siempre mantuvo, en todo caso, una clara independencia de pensamiento y su respeto por la herencia científico-filosófica occidental, lo que le acarreó algunos problemas con la censura estalinista en los últimos años de su corta vida. Tras su fallecimiento, su obra fue prohibida hasta después de los años 50.

Vygotski era muy consciente de que la tuberculosis que padecía le conduciría a la tumba en pocos años, circunstancia que se ha relacionado siempre con su fascinación por la literatura trágica de autores como Dostoyevski o Shakespeare (Dobkin, 1982; Del Río y Álvarez, 2007a). Qui­ zá debido a esta conciencia trágica, se afanó en el desarrollo de su obra y dejó a su muerte miles de páginas escritas, muchas de las cuales permanecen todavía hoy inéditas. Falleció con sólo 37 años, pero, además de su ingente producción escrita, tuvo tiempo de dirigir el prestigiosos Instituto de Defectología e inspirar a muchos jóvenes colaboradores; entre ellos, Aleksei N. Leontiev (1903-1979) o Alexander Luria (1902-1977).

En ese tiempo, Vygotski escribió sobre múltiples temas exhibiendo una gran amplitud de inquietudes y conocimientos. Su interés por el arte, la lingüística, la filosofía, la biología, etc., representa el mismo interés global y antirreduccionista por la condición humana que también hemos destacado en otros psicólogos fundadores como Wundt, James o Freud. Como en el caso de éstos, en la obra de Vygotski la psicología juega un papel vertebrador: es el espacio donde se tratan de resolver las complejas relaciones entre los diferentes niveles y ámbitos de la actividad humana, desde los procesos fisiológicos básicos hasta las diversas manifestaciones culturales.

Vamos a tratar de poner orden en este legado vygotskiano articulando este capítulo en torno a tres temas fundamentales: los principios elementales de su teoría psicológica, sus ámbitos de estudio o aplicación específica y la continuidad inmediata de su trabajo. En buena parte de nuestra exposición, seguiremos la presentación que realiza Alex Kozulin (1994). Teniendo en cuenta que no hay un acuerdo unánime sobre si Vygotski pretendía o no legar una teoría cerrada —incluso sobre el va­ lor real de la misma (véase, por ejemplo, Perinat, 2007)— la obra de Kozulin supone seguramente el mejor esfuerzo de sistematización de su pensamiento, aunque otras excelentes monografías son las de A. Rivière (1984), Van der Veer y Valsiner (1991) y J. Wertchs (1988).

LOS FUNDAMENTOS DE LA TEORÍA VYGOTSKIANA

En la década de los veinte, la poderosa tradición reflexológica, con los discípulos de Iván Pavlov (1849-1936) y Vladimir Béjterev (1857-1927) a la cabeza, dominaba buena parte de la escena psicológica rusa, convirtiendo la mecánica y el automatismo fisiológico en la clave de la conducta. Paralelamente, se desarrollaba la nueva «psicología marxista» representada por autores como Konstantin Kornilov (1879-1957). Desde esta última, las ideas de Karl Marx (1918-1883), Friedrich Engels (1820-1885) y Vladimir Lenin (1870-1924) se conjugaban con planteamientos clásicos de la psicología de la conciencia para impulsar la construcción del revolucionario hombre nuevo «soviético» (Bauer, 1959). Vygotski fue interlocutor de ambas posiciones, la reflexológica y la marxista, pero sus referentes y recursos teóricos alcanzaban a todos los grandes psicólogos del momento (Yerkes, Khöler, Freud, Stern, Thorndike, Piaget, Bergson, etc.).

Como James, nuestro autor consideró desde muy pronto que la conciencia y el pensamiento eran un medio por el que el sujeto podía dirigir y poner en orden los procesos fisiológicos más automáticos (Vygtoski, 1924/1991, 1925/1991). En términos generales, la conciencia surgía co­ mo resultado de encontrarse frente a un problema novedoso que interrumpía el curso habitual de la actividad, una hipótesis central del pensamiento vygotskiano que, posteriormente, sería desarrollada por continuadores como Aleksei Leontiev y, sobre todo, Piotr Y. Galperin (Arievitch y Van der Veer, 2004). Desde estas perspectivas, el automatismo debía entenderse como una acción que se dirigía a una meta concreta, pero que, necesariamente, tenía que haber estado precedida de algún tipo de toma de decisión consciente o propositiva (Vygotski, 1931/1991). Por ejemplo, ante dos opciones de valor equivalente se podía decidir echar a suertes la decisión final, de tal manera que, una vez resuelta la tirada, el desenlace elegido se producía de forma automática.

A pesar de estos intentos conciliatorios entre teorías psicológicas diversas, Vygotski era muy consciente del estado de dispersión teórico-metodológica en que se hallaba la disciplina. Su conocimiento de las diversas corrientes teóricas del momento le llevó a desplegar una reflexión analítica y crítica y buscar soluciones.

La crisis de la psicología y la concepción integral de la mente

Si hubiera que localizar un interés programático en la obra de Vygotski, éste se correspondería con el momento en que realiza su análisis histórico-crítico de la psicología de su época. Su reflexión no se preparó para ser publicada, pero tras su muerte fue recogida en una obra compleja y un tanto oscura titulada El sentido histórico de la crisis de la psicología (Vygotski, 1927/1991). En ella detectaba la múltiple fractura entre diversas tendencias y escuelas que, en cierto sentido, la psicología ha conservado hasta el momento actual. La falla más básica separaba la perspectiva naturalista, comprometida con la explicación materialista del fenómeno psicológico —propia de psicologías objetivas como la reflexología y el conductismo—, y la basada en las humanidades, defensora de la descripción de la experiencia humana en su especificidad —propia de psicologías fenomenológicas y comprensivas como la de Dilthey—. Dentro de este esquema general, cada corriente psicológica reclamaba su perspectiva o visión como la única posible, anulando cualquier posibilidad de diálogo o convergencia con las otras. Según Vygotski, esto era debido a que los supuestos «hechos empíricos» desde los que la Gestalt, el conductismo o el psicoanálisis reclamaban la validez y universalidad de sus generalizaciones, estaban ya impregnados de los principios teóricos propios y específicos de cada corriente.

En su análisis de la crisis de la psicología, Vygotski confiaba en que los retos sociales y prácticos2 a los que se debía enfrentar la psicología como ciencia nueva ayudarían a ir despejando incógnitas. Desde el punto de vista epistemológico, esto implicaba reconocer la psicología como una disciplina abierta, dinámica, adaptada al surgimiento de novedades y sujeta a un proceso constante de construcción; una visión que presidió su propia concepción de la disciplina y el objeto de estudio de la misma.

Vygotski empleó herramientas teóricas y metodológicas muy diversas y estrechamente ligadas al problema específico que se planteaba en cada caso (véase, por ejemplo, Vygotski, 1926a/1991; 1926b/1991; 1929/1997 y 1960/1991). A pesar de todo, no apostó por un mero eclecticismo de teorías y métodos, sino que trató de buscar una concepción integral y coherente con la complejidad del fenómeno humano. El objeto de estudio de la psicología se identificará, así, con el proceso de formación global, interactivo y dinámico de las funciones mentales (percepción, memoria, atención, etc.); independientemente de estados ideales, finales o acabados —los correspondientes, por ejemplo, a un supuesto sujeto y abstracto y universal ideal— o su desempeñar en un momento concreto y cerrado —el relativo, por ejemplo, al resultado puntual en un test o un experimento de laboratorio—. En su perspectiva, las funciones mentales no tienen un carácter estético sino activo y complejo, interrelacionándose en sistemas que varían a lo largo del tiempo y en estrecha relación con las condiciones del entorno. No hay, en definitiva, una «foto fija» del objeto de la psicología, sensibilidad que también podemos encontrar en otros autores funcionalistas y constructivistas como Baldwin, Dewey o Piaget. Vygotski conceptualizó esta dinámica sistémica del fenómeno psicológico a través de diferentes niveles genéticos de determinación de la actividad humana. Los veremos en el siguiente epígrafe.

Niveles de análisis psicogenético: ontogénesis, filogénesis e historiogénesis

Como hemos señalado, el pensamiento de Vygotski está basado en una idea dinámica de la realidad, más atenta al cambio y al desarrollo que a la fijación o estabilización. Aplicada a la actividad y los procesos mentales, esta idea se traduce en la necesidad de analizar el desarrollo de la psique humana a través de sus múltiples niveles posibles de desenvolvimiento. El autor ruso tratará esta cuestión en su influyente Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores (Vygotski, 1931/1995), de tal manera que el tema sigue ocupando un capítulo fundamental en las perspectivas socio-culturales de la psicología actual (véase, Valsiner y Rosa, 2007).

El nivel más básico señalado por Vygotski en su concepción del desarrollo psicológico es el filogenético. Supone el despliegue de los aspectos propiamente anatómicos y fisiológicos, con arreglo a la evolución y la herencia propia de cada especie. En el caso del ser humano, permitiría la aparición temprana de funciones psicológicas muy elementales y formas naturales e instintivas de conducta completamente independientes de los determinantes socio-culturales.

Otro nivel es el historiogenético o culturogenético y se entiende como un proceso específico de nuestra especie a través del cual se transmiten los logros de la experiencia humana de generación en generación. Implica la adquisición de herramientas simbólicas y materiales en el seno de una cultura y época histórica concretas. Estas herramientas interactúan con las funciones mentales elementales y forman así funciones psicológicas superiores y socialmente significativas. Para Vygotski, estas últimas incluían facultades psicológicas con un alto nivel de formalización —desarrollos especiales del pensamiento, el lenguaje, la memoria, la imaginación y otros— pero también actividades más concretas como escribir, leer, dibujar, contar, etc.

Como en el caso de la Völkerpsychologie de Lazarus, Steinthal y Wundt, la importancia crucial que la escuela socio-histórica atribuye a la cultura deriva en buena medida de los planteamientos de Hegel, si bien en la perspectiva de Vygotski ya está muy presente la interpretación marxista del sistema hegeliano. Tanto Hegel como Marx y Engels subrayaron la im­portancia que tenían los artefactos y la tecnología para la vida huma­ na. Empleando sus herramientas, el sujeto trabajador era capaz de trans­formar el mundo natural e imponer su voluntad sobre la materia (Lee, 1931). Vygotski compartía la importancia otorgada a todo tipo de herramientas, aunque se centró en el papel que jugaban las de carácter simbólico y lingüístico. Como explicaremos más adelante, éstas eran es­ pecialmente importantes porque intermediaban en el funcionamiento mental para permitir la aparición de la autoconciencia y los componentes autorregulativos y propósitos del comportamiento humano.

Con ello, la escuela socio-histórica ofreció una perspectiva revolucionaria sobre la psique humana, sus funciones y orígenes. Vygotski invertía el esquema reduccionista que colocaba la explicación fisiológica en la base de la conciencia y el comportamiento y, por ende, de sus manifestaciones culturales. Para él la cultura no era una consecuencia más o menos sofisticada de la transformación o canalización de instintos o procesos orgánicos primarios. Muy al contrario, en la cultura cabía localizar el origen mismo de los motivos y contenidos propios de la vida humana, aquello que da forma definitiva y compleja al curso de nuestras actividades a lo largo del tiempo.

La ontogénesis define el tercero de los niveles de aproximación de la escuela socio-histórica al fenómeno humano. Consiste en el desarrollo de cada sujeto humano particular desde su nacimiento hasta su muerte; un proceso en el que tempranamente se concreta el encuentro o, más bien, la ruptura entre filogénesis e historiogénesis. Evocando el camino hegeliano que señalaba el progreso histórico del Ser desde lo natural hasta lo cultural, Vygotski consideraba que la filogénesis concluía allí donde la historio-génesis tomaba el testigo del desarrollo y orientaba las fases más avanzadas de la ontogénesis. Cabe apuntar que este es uno de los puntos donde las perspectivas actuales más afines a la escuela socio-histórica —como la psicología cultural— se han separado de los presupuestos vygotskianos. Para ellas, no es posible priorizar o disociar los efectos propios de uno y otro proceso en la ontogénesis. Ambos concurren simultánea y sistemáticamente en la constitución del ser humano desde el mismo momento de su alumbramiento (Cole 2003; Ingold, 2008a).

Con todo, Vygotski fue perfectamente consciente de la complejidad del desenvolvimiento psicológico. Aun asumiendo una distinción entre funciones inferiores o naturales y superiores o culturales, descartó un desarrollo cerrado y unidireccional desde tipos propios de las primeras a tipos correlativos y propios de las segundas. Por ejemplo, para él la memoria lógica —una memoria capaz de ordenar y categorizar eventos del pasado— no era una simple derivación de la memoria elemental —la relacionada con el mero recuerdo de algo—. La memoria lógica era una función completamente novedosa: emergía como un nuevo sistema funcional en el que confluían varios procesos mentales que, a su vez, convergían con los artefactos ofrecidos por la cultura para apuntar o fijar algo. Entre estos últimos cabría contar, por ejemplo, los soportes externos para el recuerdo como una nota manuscrita, un lacito en el dedo, etc.

Esta relativa independencia entre las funciones superiores e inferiores —cultura mediante— permitía planteamientos psicológicos relativamente novedosos. Para Vygotski, por ejemplo, la psique humana podía recurrir indistintamente a funciones elementales o superiores en función de lo que demandaran las condiciones del contexto o del problema que hubiera que resolver. Más aún, en situación normal, eran las funciones básicas las que en la mayoría de las ocasiones quedaban subordinadas, «arrastradas» o superadas por la eficacia de las superiores. Tal concepción, además, certificaba la inversión del esquema naturalista y reduccionista mantenido tanto por el psicoanálisis como por el conductismo a la hora de explicar las formas complejas del pensamiento y el comportamiento humano recurriendo a causas biológicas primarias y subyacentes. Como veremos más adelante, esta inversión de los supuestos habituales resultó clave la concepción defectológica, transcultural y pedagógica de Vygotski.

Pensamiento y lenguaje

Como señala Kouzulin (1994), Vygotski está muy lejos de considerar el lenguaje como un mero comportamiento aprendido, a la manera conductista, o como simple información intercambiada con el ambiente, a la manera del procesamiento de la información. Como también hicieron Lazarus, Steinthal o el propio Wundt, Vygotski siguió la estela del lingüista alemán Wilhelm von Humboldt y supuso que el lenguaje era la herramienta básica para que el sujeto se relacionara con el mundo y diera un sentido a su propia vida. A ello unió las enseñanzas del lingüista norteamericano Edward Sapir (1884-1939) para concluir que la experiencia y la actividad humana están mediadas por sistemas de signos, lo que incluye desde un simple gesto hasta una novela. La conclusión inmediata es que la conciencia siempre se constituye a través de significados. Como suponía el marxismo, aquí el papel de la comunidad también resultaba fundamental, porque dotaba a cada individuo con las herramientas que le permitirían relacionarse con el medio. Los diferentes referentes sociales —los padres para el niño, por ejemplo— se convierten en los mediadores que permiten ir dando un nuevo sentido a las bases originarias de la acción. Recordemos que para Vygotski estas últimas tenían un carácter meramente instintivo o natural. La mediación permitiría, por ejemplo, transformar el gesto simple y expresivo —de dolor, de placer, etc.— en un gesto indicativo y compartido intencionalmente con el otro —pidiendo algo o tratando de llamar la atención sobre alguna cosa—. El pensamiento, el lenguaje, la regulación de la conducta o, incluso, la posibilidad de llegar a entendernos a nosotros mismos como sujetos individuales tienen, por tanto, un origen social y están marcados inevitablemente por la cultura (Vygotski, 1925/1991).

Entre otras cuestiones, la función mediadora de lo social resultó crucial en el análisis que Vygotski realizó sobre desarrollo de la mente infantil desde sus primeras fases. Pensamiento y lenguaje es su obra más conocida a ese respecto (Vygotski 1934/1995) y, de hecho, es considerada su testamento teórico ya que se editó póstumamente. Elaboró este trabajo considerando también el estudio de la mente anormal y animal y de la diversidad cultural; algo que refleja el carácter omnicomprensivo de su proyecto psicológico, en una línea muy cercana al programa wundtiano o los desarrollos pragmatistas de Pierce, Baldwin o Dewey.

Vygotski consideraba que la inteligencia —o pensamiento— y el lenguaje —o habla— partían de raíces filogenéticas diferentes e independientes, incluso que ambos eran reconocibles por separado en muchas especies animales. Vygotski estudió con detenimiento los trabajos de Köhler donde se ponía de manifiesto que los chimpancés podían resolver problemas por medio de insights gestálticos (Vygotski, 1930/1991). El pensamiento de los monos, sin embargo, estaba muy ligado a la situación empírica concreta y Vygotski consideraba que le faltaban las cualidades de abstracción que aportaba el lenguaje. En el caso de los chimpancés, los rasgos lingüísticos se limitaban a la emisión de sonidos guturales que cumplían funciones expresivas y de contacto social muy básicas. Lo que convertía el caso del ser humano en algo singular era el hecho de que las raíces del pensamiento interactuaban con las del lenguaje desde momentos muy tempranos del desarrollo. Ya desde la primera infancia era posible detectar aspectos preintelectuales, de carácter comunicativo, en el habla, así como aspectos prelingüísticos en el pensamiento. Durante la ontogénesis humana, el pensamiento llegará a hacerse verbal y el habla se convertirá en intelectual.

A ese respecto, es muy conocida la crítica que Vygotski realizó a Piaget. Para el psicólogo ginebrino, el habla aparatosa de los niños de entre tres y cinco años reflejaba su egocentrismo y su inmadurez intelectual, fase que se superaría a través de la maduración. Sin embargo, para el autor ruso los monólogos infantiles reflejaban el modo en que el niño experimentaba pública y socialmente con el lenguaje y sus aspectos comunicativos y propositivos. Estos aspectos eran los que el niño lograba interiorizar en fases posteriores del desarrollo para construir el lenguaje interior. El monólogo infantil, en definitiva, era el primer paso de un proceso orientado a tomar conciencia del propio comportamiento y su regulación, incluso de la posibilidad de «imaginar» diversas alternativas para el futuro y dar sentido a la propia vida (Del Río y Álvarez, 2007b).

A propósito de estas cuestiones, Vygotski formuló la así llamada «ley de la doble formación de los procesos psicológicos», según la cual una función psicológica aparece dos veces en el desarrollo; primero en el plano social o intersubjetivo y luego en el individual, momento en el que se interioriza y pasa a ser intrapsicológica. En este punto se refleja perfectamente la condición «mediadora» que Vygotski atribuía al lenguaje en la conformación del pensamiento, así como el potente componente social que estaba en su origen. La adquisición y experimentación con el lenguaje social a lo largo del desarrollo es lo que, para la escuela socio-histórica, permite que un sujeto se entienda y constituya como un individuo consciente de sí mismo o Yo. Se ha hecho ver en repetidas ocasiones la cercanía de esta perspectiva a la idea del «Otro generalizado» del pragmatista norteamericano George Herbert Mead (1863-1931) (Kozulin, 1994; Kohlberg, Yaeger y Hjertholm, 1968; Valsiner y van der Ver, 1988, González-Londra, 2010) e, incluso, del «estadio del espejo» del psicoanálisis lacaniano. La idea general de que el ser humano se constituye a través de las voces o discursos presentes en la cultura es, en cualquier caso, nuclear en las ciencias humanas y sociales y goza de absoluta actualidad. Sobre ello volveremos más adelante.

ÁREAS DE APLICACIÓN ESPECÍFICA

Vamos a recorrer a continuación algunos de los dominios socio-culturales prácticos que llamaron especialmente la atención de Vygotski. En realidad, él nunca estableció una división disciplinar en áreas tal y como la que nosotros proponemos aquí por motivos de organización de la información. El autor ruso acudía indistintamente a unos u otros ámbitos prácticos cuando los derroteros de sus investigaciones o demandas profesionales así lo exigían, aunque siempre mantenía una concepción integral de la mente y de la actividad humana.

Estética y arte

Podría decirse que Vyotski se inicia en la psicología a través de su preocupación por el arte y por la experiencia estética: dedicó tanto su tesis doctoral como su primer ensayo importante —sobre Hamlet— a este tema (Vygotski, 1915-1925/2007). Con una sensibilidad que, nuevamente, recuerda mucho a la desarrollada por Wundt en su Völkerpsychologie, Vygotski consideraba el arte como uno de los más altos productos culturales del espíritu humano. De hecho, afirmaba que, si la reflexión freudiana sobre el inconsciente implicaba una psicología de las profundidades, la suya era una psicología de las cimas. Ahora bien, si en el caso de Wundt el interés por tales «cimas» le inspiraría una reformulación de su sistema sólo hacia el final de su vida, en el caso de Vygotski estimuló y marcó desde el principio su forma de concebir la psicología. Aquí sólo vamos a señalar algunos aspectos de su amplia reflexión estética; en concreto, aquellos que prefiguraron su pensamiento psicológico.

Para empezar, su preocupación temprana por el arte revela un interés muy especial por la complejidad mental y cultural del obrar humano. La obra de arte será considerada más un «mediador cultural» que un mero canalizador expresivo de emociones individuales o ideas reprimidas como suponía la idea freudiana de la sublimación. Vygotski recurrió al concepto de «catarsis», como también lo hizo el creador del psicoanálisis, pero reivindicando su sentido aristotélico original al completo, en el que se destaca también la capacidad de la obra para acumular y moldear los sentimientos humanos. De esta forma, la «catarsis» implica una reestructuración total de la experiencia interna del sujeto. Siguiendo este principio, Vygotski no desdeñará la importancia del impulso inconsciente o la experiencia subjetiva, pero el verdadero objeto de análisis no se encontrará en fenómenos relacionados con la psique individual del creador o del espectador sino en la propia obra de arte. En último término, ésta es en sí misma una materialización, objetivación o expresión pública del sentimiento. En esa medida, el objeto estético también reobra sobre el todo público y social, convirtiéndose en un instrumento o técnica social que se pone a disposición de las personas para que puedan moldear catárticamente sus sentimientos. Sin duda, esta conceptualización de la experiencia estética prefigura la idea de Vygotski de que las herramientas culturales median entre las funciones psicológicas básicas e individuales y las funciones psicológicas superiores o culturales, transformando las primeras en actividades socialmente significativas.

Dentro de esta lógica general, Vygotski tomó los textos literarios como ámbito preferente de su reflexión estética, circunstancia que permite rastrear, entre otras cosas, la orientación de su pensamiento hacia el lenguaje. Su fascinación por autores como el poeta ruso Boris Pasternak (1890-1960) es crucial a ese respecto, pero también su conocimiento del formalismo literario de lingüistas como Roman Jakobson (1896-1982). Su interés por la construcción literaria implica una atención muy especial a los personajes, tramas y temas de novelas y poesías. Para Vygotski, estos elementos expresaban la auténtica naturaleza psicológica de un pueblo o una nación y, al tiempo, mostraban la apertura potencial de estas entidades a nuevos desafíos históricos. Sin duda, los rasgos nacionalistas y románticos del planteamiento evocan los clásicos planteamientos etnopsicológicos de, por ejemplo, Lazarus, Steinthal o Hegel. Pero más importante que esto es detectar la prefiguración de la idea vygotskiana de actividad como proceso que estabiliza formas de comportamiento o pensamiento y que, al mismo tiempo, está constantemente cambiando y reorganizándose.

Vygotski se detendrá en el análisis de las estructuras literarias, diferenciando entre forma —la trama o relación entre los diferentes elementos que la componen— y contenido —el argumento o tema de los diferentes elementos de la composición—. La manera específica en que ambos aspectos se coordinan puede ser muy diversa4; de hecho, es la combinación de una forma y un contenido literario en un obra concreta lo que suscita la acumulación de tensiones en el sujeto hasta que, con el final del relato, se produce la catarsis liberadora y reestructuradora del sentimiento. Nuevamente, en este tipo de análisis estéticos podemos detectar precursores de su concepción psicológica. En su análisis de la estructura literaria se revela su perspectiva sistémica de los procesos psicológicos y, con ella, la idea de que dos comportamientos aparentemente iguales pueden ser en realidad muy diferentes si se considera el tipo y estructura específica de los procesos que subyacen a cada uno de ellos. Como vamos a ver, esta última cuestión resultará crucial para sus propuestas defectológicas.

Defectología

Al margen del dominio educativo, quizá la parte más importante del trabajo profesional de Vygotski estuvo dedicada al tratamiento de patologías físicas y mentales, ámbito en el que analizó numerosos casos de adultos y niños afectados de sordera, esquizofrenia, afasias, retraso mental, autismo, etc. La práctica le permitió poner a prueba sus ideas y desarrollar protocolos de intervención terapéutica.

Desde el punto de vista teórico, es relevante su hallazgo de características sistemáticas en la forma como se deterioran las funciones psicológicas. Formuló un mecanismo de regresión que explicaba la evolución del daño neurológico de manera muy diferente a la supuesta tanto por el psicoanálisis como por la fisiología al uso. Para esta última, el trauma neurológico implicaba simplemente que la actividad de un área cerebral se interrumpía. Vygotski, sin embargo, consideraba que el deterioro seguía una lógica regresiva por la que las funciones psicológicas superiores —que hasta el momento del trauma habían estado a cargo del área afectada— venían a ser cubiertas o compensadas por la acción de áreas inferiores o más primitivas (Vygotski, 1924-1930/1997). El comportamiento alterado aparecía, por tanto, en ausencia del consecuente control cortical superior. Dada su concepción sistémica de la mente, Vygotski consideraba que una reorganización cualitativa de funciones en ese mismo nivel podía remediar la disfunción provocada por la participación de las áreas primitivas; por ejemplo, era posible compensar los problemas de percepción visual del invidente mediante el desarrollo de la imaginación o la actividad intelectual compleja.

En todo caso, colocar el foco en el nivel de las funciones superiores tenía consecuencias interventivas que transcendían del mero trabajo clínico. Asumidas las limitaciones físicas o naturales del sistema sensorial, la disfunción debía ser analizada, ante todo, cualitativamente; esto es, considerando las condiciones y naturaleza de la mediación psico-social que concurría en ella. Por ejemplo, para Vygotski era necesario que el desarrollo verbal de un niño sordo se promoviera desde el lenguaje de signos o la escritura antes que desde su competencia oral. Más aún, no podía perderse de vista que la discapacidad concreta tenía efectos sociales que reobraban sobre todo el sistema. Así, la sordera provocaba un problema en el habla, esto afectaba, a su vez, a una comunicación e interacción social adecuada, la cual, cerrando el círculo, afectaba al desarrollo óptimo de la estructura psicológica del sujeto. Por todo ello, el foco de la intervención debía colocarse en el plano mismo de la interacción social.

Con todo, la constante en el pensamiento defectológico vygotskiano fue el interés por el desarrollo cognitivo de los sujetos. Sus investigaciones en este campo revelaban que las disfunciones estaban asociadas al deterioro de la capacidad de abstracción. En relación con ello, Vygotski suponía que el autismo incapacitaba para ponerse en el lugar del otro, que el retraso mental impedía responder imaginativamente a la imprevisibilidad o que la esquizofrenia suponía una regresión a formas preconceptuales de generalización. En coherencia con estos análisis, llegó a defender, por ejemplo, la pertinencia de que los niños sordos también aprendieran fonéticamente el lenguaje. Consideraba que cualquier adquisición de competencias comunicativas repercutía en la optimización del pensamiento abstracto y, por ende, en la polivalencia de la capacidad adaptativa del sujeto. En este punto, la perspectiva defectológica de Vygotski también convergía con las ideas del psicoanalista Alfred Adler sobre el complejo de inferioridad. Ambos creían que la conciencia exacta del discapacitado sobre las limitaciones sociales derivadas su disfunción era fundamental para la compensación del problema, circunstancia que el autor ruso conectaba con el desarrollo de una buena capacidad abstractiva o, en términos actuales, metacognitiva (Rivière, 1984).

En último término, la estimación que el autor ruso realizaba del grado de «normalidad» de un sujeto dependía de su competencia para manejar sus niveles de actuación; esto es, de sus recursos para discriminar y elegir entre un desempeñar abstracto y conceptual o perceptivo y espontáneo en función de la situación concreta. Como vamos a ver, esta idea también vertebrará tanto sus reflexiones transculturales como pedagógicas.

Estudios transculturales

Los estudios en esta área están asociados a una celebérrima investigación de campo que Alexander Luria, bajo la dirección de Vygotski, desarrolló en las regiones soviéticas de Uzbekistán y Khigiria en Asia Central (Luria, 1987). Luria había realizado un estudio previo con niños en el que se revelaba cómo el ambiente social determinaba no sólo los contenidos manejados sino también los propios procesos psicológicos subyacentes (Luria, 1930/1978). Este trabajo inspiró la famosa investigación en las regiones de Asia Central que, dentro del nuevo reordenamiento soviético, se hallaban inmersas en un proceso de transformación acelerado. De una lógica cultural rural, tradicional y prácticamente me­ dieval ambas regiones debían pasar, en un cortísimo espacio de tiempo, a formas de vida propias de la modernidad occidental. Desde el punto de vista de Luria y Vygotski, los campesinos que participaron en sus estudios poseían un pensamiento primitivo y mediado por aspectos de su experiencia inmediata —su entorno natural, sus herramientas de trabajo, etc—. Sin embargo, muchos de ellos habían comenzado a incorporar las dimensiones modernizadoras impulsadas por el gobierno soviético, lo que incluía la alfabetización y la formación en conocimientos económicos básicos. Desde la perspectiva de la escuela socio-histórica, estos sujetos mostraban un desarrollo evidente en razonamiento lógico y abstracto, mientras que los individuos que todavía no habían sido sometidos al proceso alfabetizador se aferraban a las situaciones prácticas de su vida a la hora de resolver tareas intelectuales. Desde ellas podían tener ejecuciones exitosas —sobre todo ante problemas con los que podían estar familiarizados—, pero eran incapaces de generalizar y realizar clasificaciones utilizando categorías conceptuales y discriminantes. Así, por ejemplo, en la tarea de categorización no separaban una sierra —en tanto que herramienta— y un árbol —en tanto planta— porque ambos objetos formaban parte de una misma actividad cotidiana familiar.

En todo caso, los datos mas reveladores de la investigación provinieron de sujetos situados en estadios intermedios; esto es, con un pie en la tradición y otro en la modernización. Se trataba de individuos que, aun habiendo entrado en contacto con aspectos importantes de los procesos de modernización, no eran constantes en el uso del pensamiento abstracto. En muchas ocasiones seguían recurriendo ineficazmente a su experiencia habitual para resolver las tareas impuestas. Para Vygotski y Luria estos casos intermedios eran verdaderos experimentos en situación natural: permitían observar detalladamente la dinámica por la que un cambio socio-cultural produce un cambio mental; todo ello en coherencia con el interés vygotskiano por convertir los procesos y las transformaciones psicológicas en el verdadero objeto de estudio de la disciplina.

Es motivo de controversia hasta qué punto Vygotski y Luria ejercieron una mirada etnocentrista en sus investigaciones en Uzbekistán. Autores como Kozulin (1994) y Rivière (1984) han insistido en que la perspectiva cultural de la escuela socio-histórica estaba interesada, antes que nada, por las condiciones específicas y situadas de cada grupo humano para entenderse y relacionarse con su medio social y material. De nuevo, esto aproximaría la escuela socio-histórica a las tradiciones romántica, etnopsicológica y culturalista de autores como Humboldt, Sapir o, incluso, el propio Wundt, redundando en la idea de que el pensamiento y el lenguaje de cada pueblo o nación refleja una manera peculiar e irreductible de concebir el mundo. En muchas ocasiones se ha relacionado esta concepción con cierto relativismo cultural crítico con la idea de progreso; esto es, con la asunción de que la cultura occidental supone el grado más alto de civilización y desarrollo humano y que otras culturas, más primitivas y atrasadas, representan escalones inferiores, aunque orientados hacia ese ideal.

En relación con estas cuestiones, hay que reconocer que en el pensamiento de Vygotski sí aparece cierta idea general de progreso o desarrollo mental. Desde luego, Vygotski ya no creía en la ley biogenética según la cual la ontogénesis recapitulaba fielmente la filogénesis. Pero sí manejó una evidente analogía entre las culturas «atrasadas», los niños y los discapacitados en lo que tenía que ver con las estrategias que unos y otros empleaban para resolver problemas (Vygotski y Luria, 1930/1993). Sus recursos psicológicos elementales (egocéntricos, puramente perceptivos, etc.) podían ser eficaces en situaciones concretas, pero contrastaban claramente con los utilizados por el adulto occidental y civilizado toda vez que éste era capaz de adaptar su pensamiento o autorregular su comportamiento en contextos muy diversos. A este respecto, resulta significativo que el gobierno soviético, con su apuesta política por la igualdad social, terminara prohibiendo los estudios transculturales como los desarrollados por Vygotski y Luria en todo su territorio. El motivo fue que los consideraba denigrantes para sus minorías nacionales.

Ante la diversidad cultural, la actual psicología cultural ha tendido más bien al relativismo, poniendo en suspenso el etnocentrismo occidental y la idea de «progreso». Reconoce más bien la existencia de formas diferentes de entender y enfrentarse al medio, señalando la diversidad de las formas de alfabetización y la eficacia empírica de los comportamientos asociados a la especificidad del contexto (Castell, Luke y Egan, 1986; Cole, 2003). Sea como sea, esto es una consecuencia directa de que, como advirtió la escuela socio-histórica, las funciones psicológicas guardan una estrecha dependencia de sistemas simbólicos concretos y, por extensión, del contexto social e histórico en los que estos se desarrollan.

Educación

Las ideas pedagógicas y paidológicas de Vygotski son las que gozan de mayor reconocimiento en la actualidad. Junto con su colaboradora Jozefina Shif, extrapoló al desarrollo y educación infantil su concepción de la psicología como una ciencia de los procesos (Valsiner, 1988). Entendió el aprendizaje como una actividad abierta en la que el niño y el adolescente construían creativamente sus estructuras lingüísticas y cognitivas (Vygotski, 1930-1931/1996; 1932-1934/1996). Aquí también concurrió la idea de «mediación», dado que el comportamiento del niño se apoyaba inevitablemente en los recursos de su entorno y, muy particularmente, en la ayuda de los adultos. Así, en la actualidad se utiliza a menudo el concepto de «zona de desarrollo próximo (o potencial)» (ZDP), una forma de referirse a aquello que el niño no es capaz de hacer solo pero sí con el apoyo de un adulto. Vygotski la contrastaba con la «zona de desarrollo actual», que indicaba aquello que el niño ya era capaz de hacer de manera autónoma (Vygotski, 2009).

Dentro de estas cuestiones también aparece la inevitable distinción entre un pensamiento inferior, cotidiano, espontáneo o preconceptual y basado en la experiencia directa de nuestros sentidos, y un pensamiento superior, abstracto, lógico-formal y basado en la educación científica (Vygotski, 1934/1995). En realidad, Vygotski suponía que la guía del adulto mejoraba la actuación del niño en cualquiera de los dos niveles.

Sin embargo, evocando premisas muy similares a las de sus tesis defectológicas, consideraba que sólo con una instrucción sistemática y reglada —sobre todo de la lecto-escritura— podía aparecer una adecuada autoconciencia y, por ende, un control de las operaciones y estructuras mentales más resolutivas. En todo ello cabe igualmente detectar su ya mencionada inversión del reduccionismo psicológico y su defensa de la hegemonía de los procesos superiores y mediados culturalmente. Aunque los conceptos científicos y cotidianos interactuaran constantemente entre sí, conectando en una u otra dirección generalizaciones y situaciones empíricas, Vygotski consideraba que los primeros se desarrollaban a gran velocidad y superaban funcionalmente a los segundos. Paralelamente, defendía que la escolarización y el aprendizaje se situaban por delante del supuesto desarrollo natural y terminaba por «arrastrarlo» (Luria, Leontiev y Vygotski, 2004). Tales ideas supondrán otro de los puntos de desacuerdo fundamental con Piaget, dado que para el autor suizo los conceptos cotidianos funcionaban como límites naturales y madurativos que determinaban lo que el niño podía aprender o no en la escuela a cada edad.

A pesar del indudable éxito de las ideas vygotskianas en la psicopedagogía posterior, en muchas ocasiones ésta se ha mostrado ambigua e, incluso, contradictoria a la hora de interpretar y utilizar los supuestos socio-históricos (Barquero, 1996 y 1998; Moll, 1990). En algunas ocasiones, ha privilegiado el valor de la apertura creativa, la espontaneidad y la experimentación directa para la formación del conocimiento en el niño, lo que recuerda a los presupuestos de la escuela activa de autores como Dewey. En otras, ha combatido con ahínco los preconceptos, orientando sus esfuerzos pedagógicos a la sustitución de aquellos por un pensamiento formal. Igualmente, en su práctica cotidiana, los maestros encuentran que ni el aprendizaje informal es tan asistemático ni el formal transciende generalizaciones ligadas a situaciones muy concretas. Sea como fuere, la obra de Vygotski ayudó a situar el problema educativo en el nivel socio-cultural, ofreciendo argumentos contra el discurso descarnado de la excepcional natural de los «niños genios» o la pertinencia de la competitividad y excelencia individual. Con todo, esto no evitó que bajo el totalitarismo soviético sus ideas paidológicas y pedagógicas se consideraran afines al «pensamiento burgués» y fueran prohibidas en las escuelas.

DESARROLLOS INMEDIATOS: DISCÍPULOS Y LÍNEAS DE TRABAJO

A pesar de que el pensamiento vygotskiano encontró numerosas trabas oficiales en la Unión Soviética, el rastro de su legado teórico puede encontrarse en la obra de un buen número de colaboradores, discípulos y continuadores. Muchos de ellos se reunieron en torno a la así llamada «escuela de Járkov» de Ucrania en la década de los treinta (Yasnitsky y Ferrari, 2008). Entre ellos podemos destacar al ya mencionado Piotr Y. Galperin, que estudió el proceso por el que los organismos orientan conscientemente su acción; Piotr I. Zinchenko, que desarrolló su trabajo más importante sobre la memoria involuntaria; Lydia I. Bozhovich, que atendió especialmente a cuestiones de personalidad y desarrollo emocional; Alexander Zaporozhets, que se centró en la psicología de la acción y la función del trabajo y la estética en el desarrollo infantil temprano; o Sergey L. Rubinstein, que mantuvo la unidad indisoluble de conciencia y actividad frente a las versiones más extremas de la teoría de la actividad desarrolladas en Járkov.

No obstante, en lo que sigue vamos a detenernos en la obra de los tres autores más significativos desde el punto de vista actual y a ofrecer un panorama rápido de sus líneas de trabajo.

Alexander Luria y la neuropsicología

Además de por la importancia de su trabajo en Uzbekistán, la aportación de Alexander Luria (1902-1977) merece ser reivindicada por representar la continuidad del programa defectológico vygotskiano y, sobre todo, por desarrollar completamente sus implicaciones neuropsicológicas —que Vygotski sólo pudo esbozar debido a su temprana muerte—. La influencia de la neuropsicología de Luria alcanza la obra actual de neurólogos como Oliver Sacks (1987) y, en algún aspecto, representa una tradición alternativa a las perspectivas más reduccionistas y localizacionistas de la actual neurofisiología. Siguiendo a Vygotski, Luria consideraba que no había tareas específicas realizadas por diferentes zonas cerebrales y coordinadas por un supuesto complejo neuronal central. De hecho, lesiones en zonas específicas del cerebro producían una desorganización de todas las funciones cerebrales y no un déficit parcial y localizado. Por ello, el cerebro es, para Luria, un sistema funcional flexible que actúa como una totalidad (Luria, 1973).

Pero más importante aún es que considerara que este sistema funcional fuera constituido y reorganizado por la actividad social e histórica desarrollada por el organismo humano. Luria pensaba que la adquisición y uso de las herramientas culturales, sobre todo de las lingüísticas, permitía la integración de diversas funciones cerebrales y, en último término, el desarrollo del control cortical. Gracias a las autoórdenes orales interiorizadas, el sujeto regula con gran precisión sus actos motores. Sus trabajos defectológicos mostraban, de hecho, un evidente deterioro del autocontrol en sujetos con retraso mental o traumatismos neuronales (Luria, 1979). En definitiva, en contra de las posiciones más descriptivas, localizacionistas y reduccionistas, Luria consideraba que el objetivo fundamental de la neuropsicología no era indagar sobre el daño fisiológico, sino una consideración psicológica cuidadosa de los síntomas y el comportamiento manifiesto.

Aleksei Leontiev y la teoría de la actividad

Aleksei Leontiev (1903-1979) representó la línea de investigación más interesada por desarrollar la teoría de la actividad planteada por Vygotski y, de hecho, se le suele considerar el líder y representante por excelencia de la escuela de Járkov (Wertsch, 1981; Yasnitsky y Ferrari, 2008). En todo caso, se ha discutido mucho su coherencia y fidelidad a la obra del maestro debido, sobre todo, a la escasa atención que prestó al lenguaje (véase Kozulin, 1994). Leontiev respetó al máximo los supuestos de la filosofía de Marx y Engels relacionados con la utilización y apropiación de las herramientas de producción, la fabricación de bienes materiales y el principio de la división y especialización del trabajo. Aplicados a su teoría psicogenética de la actividad, estos supuestos implicaban privilegiar la relación práctica del niño con la realidad objetiva en detrimento de la comunicación, la interacción socio-cultural y, en definitiva, la mediación semiótica. Los cambios en el sistema psicológico dependían, en último término, de las variaciones en los procesos mentales que acontecían al afrontar la realidad (Leontiev, 1947/1983 y 1984).

Al igual que Vygotski, Leontiev rechazó el mecanicismo y consideró que para explicar la actividad humana era fundamental tener en cuenta el objetivo o motivo concreto de la misma. Sin embargo, fue mucho más analítico que su maestro y estimó que la actividad era susceptible de dividirse en acciones más elementales, cada una de ellas asociada a una meta parcial. Más aun, las acciones podían descomponerse en operaciones más sencillas y básicas, entendidas como condiciones específicas del comportamiento concreto. Las operaciones formaban las acciones y estas, junto con sus metas, se encadenaban para componer la actividad y dirigirla hacia el gran objetivo o motivo. De todos modos, Leontiev creía que la mera suma de operaciones, acciones y metas no explicaba la acción y sus motivos. A la manera gestáltica, para él el sistema tenía un significado global que transcendía sus elementos constituyentes y que, siguiendo la filosofía marxista, poseía un carácter eminentemente social (Leontiev, 1979).

Para Leontiev los sujetos interiorizaban la lógica de las operaciones y las acciones, pero nunca aclaró cómo funcionaba exactamente este mecanismo. Esto fue criticado por colegas suyos como Sergey Rubinstein, quien lo consideraba una carencia importante y una consecuencia de descuidar la importancia de la mediación semiótica entre la acción formal y el significado cultural de ésta (sobre estas cuestiones véase Kozulin, 1994). Sin embargo, también cabe reivindicar el interés de Leontiev por pensar la construcción social de la experiencia humana desde claves prácticas que no fueran exclusivamente lingüísticas, además de ofrecer una detallada metodología de análisis de la acción. En los últimos tiempos, su teoría de la actividad ha sido continuada por Yrjö Engeström y reinvindicada dentro de la psicología cultural (Engeström, 1987; Engeström, Miettinen y Punamäki, 2003).

Mijaíl Bajtín y la corriente discursiva

Mijaíl Bajtín (1895-1975) fue un lingüista ruso que, en realidad, ni siquiera llegó a conocer a Vygotski a pesar de que ambos fueron coetáneos. Esto hace todavía más sorprendente la evidente cercanía de las teorías del lenguaje que ambos desarrollaron. De hecho, las dos se consideran convergentes y habitualmente se estudian de manera conjunta dentro del dominio psicológico (véase Wertsch, 1993). Como Vygotski, Bajtín insistía en la naturaleza social y semiótica de la experiencia humana. La perspectiva de ambos autores se acerca especialmente cuando señalan que en el lenguaje aparecen tanto rasgos sociales, reconocibles por todo el mundo, como otros más originales o personales. Para Bajtín, nuestras producciones lingüísticas siempre están impregnadas de resonancias dialógicas e intertextuales; es decir, incorporan giros, entonaciones o palabras usados por otras personas que están disponibles socialmente gracias a la continua circulación pública del discurso (Bajtín, 1989 y 2011). El individuo se apropia de estas resonancias para enfrentarse a situaciones concretas, pudiendo surgir nuevas posibilidades en el proceso.

En una línea muy similar, Vygotski había formulado una distinción fundamental entre el significado y el sentido de una palabra, remitiendo el primero a los rasgos más reconocibles o estables —lo más próximo a la definición del diccionario— y el segundo a los rasgos volubles y nuevos que aparecían en el uso —lo más próximo a un uso poético o abierto—. Consideraba que en el habla interna el sentido predominaba sobre el significado, pero ambas dimensiones mantenían un diálogo constante y renovador (Vygotski, 1934/1995). Al fin y al cabo, la persona no podía dejar de utilizar el lenguaje al afrontar nuevos contextos semióticos.

Tanto en Bajtín como en Vygotski la idea de dialogidad es central, de tal manera que ambos coinciden en que la conciencia individual sólo puede desarrollarse gracias a su encuentro e intercambio con la palabra de los otros. En relación con estas cuestiones, Bajtín fue mucho más preciso que Vygotski y definió formas lingüísticas específicas implicadas en la construcción de la experiencia dialógica del sujeto. Propuso géneros (discurso, monólogo, conversación, etc.) que atravesaban todas las manifestaciones del lenguaje social (oral, literario, administrativo, académico, etc.) y estaban determinadas por el contexto social (familiar, escolar, profesional, etc.) en que se producía la interacción del individuo (Wertsch, 1988). Bajtín identificaba la pericia en el manejo estos géneros discursivos con los grados de libertad e individualidad de un ser humano, lo que evoca claramente el aprecio de Vygotski por el desarrollo de pensamiento abstracto y su relación con la flexibilidad para resolver situaciones novedosas.

Las ideas discursivas y dialógicas de Vygotski y Bajtín gozan de gran reconocimiento en la actualidad entre las perspectivas más hermenéuticas9 y postmodernas de la psicología. Tal influencia es explícitamente reconocida por psicólogos culturales como Michael Cole, James Wertsch, Jerome Bruner o Jaan Valsiner, y es evidente en las versiones discursivistas más radicales representadas por autores como Peter Tulviste, Rom Harré o Keneth Gergen. A todas ellas volveremos en el cierre del capítulo.

ENCRUCIJADAS SOCIOHISTÓRICAS

Tras ser ignorada en el mundo occidental en su etapa de gestación y proscrita en la propia Unión Soviética durante el estalinismo, la escuela socio-histórica fue redescubierta en Estados Unidos a partir de los años sesenta gracias al interés mostrado por psicólogos transculturales y, en menor medida, gracias al interés de algunos neurólogos por la obra de Luria (Van der Veer y Valsiner, 1991; Sacks, 1987; Cole, 2004). A partir de esa década proliferaron las traducciones de trabajos de Luria y Vygotski al mismo tiempo que algunos autores rusos afines a las tesis socio-históricas, como Kozulin, colaboraron en su difusión internacional y en su reactivación en la propia Rusia (Vassilieva, 2010). Así, hemos ido señalando a lo largo de los diferentes epígrafes cómo la influencia de la escuela se dejó notar en varios ámbitos de la práctica y teorización psicológica (véase Huertas, Rosa y Montero, 1991), muy especialmente en las áreas evolutiva y educativa.

Sin embargo, no toda la psicología actual ha sido permeable a las tesis vygotskianas e incluso las corrientes que se han mostrado más próximas han tenido que posicionarse ante cuestiones cruciales como la naturaleza y funciones de la cuestión semiótica. De hecho, las tomas de postura frente a esta cuestión han terminado reeditando una escisión arquetípica de la psicología: la que deja de un lado la concepción más explicativa-objetivista (más orientada a la lógica de las ciencias naturales) y de otro la comprensiva-hermenéutica (más orientada a la lógica de las ciencias sociales). Se ha mantenido así el mismo problema disciplinar que Vygotski trató de superar y en el que, a todas luces, fracasó sin lograrlo ni siquiera para su propia herencia teórica.

Por un lado, parte de la psicología de vocación explicativa —por ejemplo, la así llamada teoría de la mente (Rivière, 1991b y Rivière y Núñez, 2001)— ha intentado conciliar visiones piagetianas y vygotskianas para, aun sin necesidad de reivindicar la supremacía del razonamiento lógico, rastrear invariantes y universales en el desarrollo de la conciencia y su capacidad simbólica (Astington, 1996; Fernyhough, 2008). Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si los procesos de interiorización invocados por Vygotski no implican el funcionamiento de un mecanismo psicológico previo, básico e independiente de las interacciones sociales que, posteriormente, dotan de contenidos y estructuras a la conciencia (Rivière, 1984). Sin llegar al extremo del objetivismo conductista, un reto de estas posiciones ha sido, además, la necesidad de crear metodologías objetivas, capaces de mostrar y analizar procesos psicológicos que se consideran inobservables por acontecer en el interior del sujeto; esto es, en la mente humana. Este es, en todo caso, el reto que se plantea ya toda psicología cognitiva.

Por otro, lado las perspectivas más hermenéuticas y postmodernas de la psicología han tendido a privilegiar la importancia de la búsqueda de «sentido» —la sensibilidad más bajtiniana de la herencia vygotskiana—, apostando por la condición relativa o contextual de toda forma de conocimiento sobre el mundo y sobre uno mismo. Esto implica no sólo reconocer que pueden existir diversas maneras de concebir el mundo en función de la cultura de procedencia del sujeto, tal y como proponía la etnopsicología romántica de Taine, Humboldt o Lazarus y Steinthal; sino también apostar por que tales formas de comprensión varían de individuo a individuo en función de la manera concreta en que cada persona se apropia de las herramientas y, sobre todo, del lenguaje de su comunidad de referencia. Más aún, las posiciones contextualistas radicales llegan a plantear que la identidad y propósitos del sujeto dependen, sobre todo, del contexto en que estos se manifiestan y varían constantemente. No existiría, por tanto, algo así como una subjetividad o estructura de la personalidad esencial y estable, sino sólo actos relacionales situados (Gergen, 2009, Harré y Van Langenhove, 1999).

Hasta cierto punto, la psicología cultural ha tratado de moverse entre ambas posibilidades, bien tomándolas como niveles de trabajo, bien matizando los extremos de cada una de ellas a favor o en contra de una teoría exclusivamente psicológica del fenómeno humano. En este último sentido, ha señalado cuestiones como que la naturaleza de la mente no se puede reducir a lo que hay en el interior de la piel (Wertchs, 1988), teniendo que considerarse su prolongación en la intersubjetividad y los artefactos cotidianos —y el uso que hacemos de ellos—. Pero también ha reivindicado la idea de una actividad intencional y propositiva a partir de la relación entre la mediación semiótica y las posibilidades del sujeto para suspender e imaginar el curso futuro de acción y, con ello, de decidir sobre el sentido y las metas de su vida (Bruner, 1991; Cole, 2003; Lonner & Hayes, 2007; Nardi, 1996; Rosa, 2009). En este punto, la lógica de la actividad y la conciencia humana no puede ser disuelta en una red de relaciones contextuales y artefactuales que constituirán el Yo en cada momento concreto (Ratner, 1991; Lawrence y Valsiner, 1993). Frente a ello, la reflexión y decisión del sujeto sigue jugando un papel fundamental en la configuración de su propio comportamiento. Sea como fuere, lo importante es que, frente a las versiones más individualistas y mecanicistas de la disciplina, la psicología cultural ha conseguido preservar la idea vygotskiana que señala lo social como mediador específico de la actividad humana y de la construcción de la conciencia.