Los cognitivismos: II. La psicología cognitiva

Los cognitivismos: II. La psicología cognitiva

En este capítulo intentaremos definir un «tipo ideal» de cognitivismo que permita hablar de la psicología cognitiva como una constelación de intereses agrupados en torno a una sensibilidad teórica común, aunque sea difusa. Un tipo ideal (Weber, 1922/1972) es un prototipo conceptual que no se da en la realidad pero que recoge características importantes de un conjunto de fenómenos y, de ese modo, los unifica bajo un mismo paraguas teórico a fin de hacerlos inteligibles. Tengamos en cuenta, pues, que a duras penas encontraremos casos puros de psicología cognitiva tal y como la vamos a definir en el siguiente epígrafe. Incluso las tendencias o autores que más se acercan al tipo ideal —por ejemplo, el filósofo de la mente Jerry A. Fodor (1935-)— pueden presentar rasgos que no encajan en él.

EL «TIPO IDEAL» DE LA PSICOLOGÍA COGNITIVA

Un tipo ideal de psicólogo cognitivo es el que sostiene que la psicología es una ciencia cuyo objeto de estudio es el procesamiento mental de las distintas clases de información procedente de los órganos sensoriales. Inspirándose en la analogía del ordenador, nuestro psicólogo cognitivo arquetípico precisará que tal procesamiento de información consiste en computaciones sobre representaciones, es decir, manipulaciones automáticas de símbolos realizadas de acuerdo con determinados algoritmos —secuencias de instrucciones— que probablemente se hallen inscritos en la mente de forma innata (Rivière, 1991b). He aquí los tres rasgos principales del cognitivismo: la concepción representacional de la mente, el énfasis en la especialización sensorial como algo que condiciona el procesamiento de la información, y la concepción mecanicista de la psicología. Detengámonos un instante en cada uno de ellos.

Salto al símbolo y representación mental

La psicología cognitiva supone que la información procedente del mundo externo penetra por los órganos de los sentidos en forma de energía física y, al entrar en la mente, se convierte en información propiamente dicha, es decir, en algo ya dispuesto a ser procesado. Neisser (1967/1979) denominó «transducción» a esa transformación de la energía física en información. Mediante la transducción, lo físico, el input (entrada) sensorial, se convierte en simbólico, o lo que es lo mismo, lo fisiológico se vuelve psicológico. Por supuesto, una vez que la información se procesa —a través de mecanismos perceptivos, atencionales, memorísticos, emocionales, lingüísticos, de pensamiento, etc.—, hay una transducción inversa en virtud de la cual lo mental se vuelve a convertir en físico: gracias a la actividad neurofisiológica muscular y glandular, se produce la conducta, el output (salida), es decir, el sujeto actúa. El esquema general es input → procesamiento → output. Por lo demás, el procesamiento de la información se entiende como una computación de representaciones mentales. El contenido de la mente no es, obviamente, el mundo externo tal cual, sino algún tipo de copia simbólica del mismo: no tenemos en la mente coches, edificios o perros, sino representaciones de coches, edificios y perros (algunos psicólogos cognitivos sostienen que esas representaciones guardan algún tipo de semejanza con los objetos representados; otros sostienen que son representaciones puramente formales, al estilo de las cadenas de símbolos con que estaba codificada la realidad virtual en la película Matrix).

Nótese que a esta concepción de lo psicológico subyace una perspectiva dualista. La transducción implica un inexplicable salto al símbolo: no sabemos cómo es posible que lo físico se convierta en simbólico, igual que en la época de René Descartes, padre del dualismo moderno, no se sabía muy bien cómo era posible que mente y cuerpo interactuaran, pese a los intentos del filósofo por defender que esa interacción se produce. De hecho, en aquella época (siglo XVII) se planteaba también una objeción a la idea de que el conocimiento es una representación de la realidad, una idea defendida asimismo por Descartes. La objeción se llamó «paradoja del doble acceso»: si el conocimiento es una representación de la realidad es porque no tenemos acceso a la realidad misma, sino sólo a su representación mental, pero para asegurarnos de que esta representación es correcta deberíamos compararla con la realidad, en cuyo caso tendríamos que acceder a ésta, de modo que la representación mental ya no sería necesaria.

Los módulos mentales

En el espíritu de la psicología cognitiva, cuando no en la letra, se encuentra la idea de que la mente está diseñada conforme a una arquitectura basada en compartimentos de procesamiento de la información interconectados. El filósofo Jerry A. Fodor explicitó esta idea a principios de los 80 en un libro titulado La modularidad de la mente (Fodor, 1983/1986), cuya tesis ha sido objeto de intensos debates desde entonces, con posturas a favor, en contra e intermedias. Fodor recuperó el concepto de las facultades mentales, característico de la psicología anterior a Wundt, y lo actualizó mediante el lenguaje de la psicología del procesamiento de la información. En vez de facultades mentales hablaba de módulos cognitivos o mentales, que serían los sistemas a través de los cuales los datos (o inputs) entran en la mente. En el proceso de transducción los datos pasan por los módulos y éstos los procesan convirtiéndolos en símbolos. Los módulos se encargan de dicha transducción y ofrecen así a las funciones psicológicas superiores —que ya no son modulares— información que éstas elaborarán e interrelacionarán de formas más complejas.

Según Fodor, los módulos son innatos y corresponden a determinadas regiones fijas del cerebro. Además, se caracterizan por ser de dominio específico y estar informativamente encapsulados. La especificidad de dominio significa que cada módulo sólo puede procesar un tipo de información: color, forma, relaciones espaciales tridimensionales, olor, textura, etc. El encapsulamiento informativo significa que los módulos funcionan automáticamente y sin que a ese funcionamiento pueda afectarle la intervención de otros procesos cognitivos superiores o más complejos, como el pensamiento.

Por encima de los módulos se encuentra, pues, lo que Fodor denominaba un sistema de procesamiento central, que podemos identificar con esos procesos psicológicos tradicionalmente considerados superiores. El sistema central no es modular, sino de propósito general (es decir, sirve para cualquier tipo de información), y es el que recibe los datos filtrados por los módulos y los relaciona entre sí. Aunque él no lo planteara exactamente así, para entender la diferencia entre los módulos y el sistema central de procesamiento podemos pensar en un ordenador y distinguir entre la CPU (la unidad central de procesamiento, literalmente) y los dispositivos periféricos que se encargan de enviarle los datos, equivalentes más o menos a los módulos. Fodor añadía que, puesto que los procesos psicológicos superiores no son modulares, es dudoso que puedan estudiarse científicamente. A su juicio, para analizar científicamente algo debe definirse como un proceso mecánico y bien acotado. Los procesos no modulares, por definición, son abiertos e imprevisibles.

En cierto modo, lo que subyace al enfoque modular de la actividad psicológica es algo que ya estaba presente en la distinción que hizo Wilhelm Wundt entre la psicología fisiológica y la psicología de los pueblos o en la distinción que hizo William James entre los procesos asociativos mecánicos y la función selectiva de la conciencia. La idea es que hay un estrato de funciones básicas o inferiores —los módulos— de las que el sujeto no es consciente, cercanas al nivel de lo fisiológico y regidas por leyes mecánicas, y superpuesto a ese estrato hay otro de funciones más complejas o superiores —el procesamiento central—, que sí se relacionan con aquello de lo que el sujeto es consciente cuando actúa y que, por eso mismo, son difíciles de tematizar en términos mecánicos. Algunos enfoques que estamos explicando en este libro, como el de Dewey y Baldwin, o los de los constructivismos que trataremos en los capítulos siguientes, han intentado romper esa dualidad mostrando cómo las actividades psicológicas se construyen a través de su desarrollo filogenético, ontogenético, sociogenético e historiogenético. Desde este punto de vista, carece de sentido preguntarse si la mente es o no modular. Lo que hay que preguntarse es cómo se han ido estabilizando -a través de esas cuatro dimensiones del desarrollo— ciertas regularidades en la actividad de los sujetos que, por eso mismo, nos parecen modulares o automatizadas si las contemplamos sincrónicamente, o sea, sin tener en cuenta el desarrollo.

El mecanicismo mentalista

La idea de que la mente es un sistema de procesamiento de información, entendido como computación de representaciones, implica que es, en última instancia, un dispositivo que funciona de forma mecánica, según leyes ajenas a la actividad de los sujetos. Al contrario, son esas leyes las que supuestamente explican dicha actividad. El escepticismo fodoriano respecto a la posibilidad de una ciencia completa de la mente —es decir, una psicología que incluya los procesos cognitivos y los superiores— no sólo se basaba en una concepción modularista de la arquitectura psicológica, sino también en la idea de que la única explicación posible en psicología es una explicación mecanicista. Algunos de los debates internos del cognitivismo han tenido que ver precisamente con la posibilidad de compatibilizar la existencia de procesos que en sí mismos difícilmente se pueden considerar mecánicos —por ejemplo, el pensamiento o la toma de decisiones— y la existencia de un procesamiento de información regido por leyes objetivas, mecánicas, tal y como el que Fodor atribuía al funcionamiento de los módulos cognitivos.

A veces se ha hablado de «mecanicismo abstracto» (Rivière, 1991a, 1991b), haciendo referencia al hecho de que el de la psicología cognitiva es un mecanicismo sui generis o novedoso, pues no reposa sobre realidades físicas —tuercas, piedras o nervios— sino mentales, que además se definen en términos formales, simbólicos, como cadenas de instrucciones o flujos de información. Ahora bien, eso sigue siendo mecanicismo y su carácter abstracto ni siquiera es históricamente nuevo: el asociacionismo empirista británico de los siglos XVII y XVIII incluía teorías psicológicas basadas en la combinación mecánica de sensaciones e ideas dentro de la mente.

Autores como Jerome S. Bruner, a quien mencionamos antes a propósito del enfoque del New look en percepción, y que colaboró con George A. Miller e impulsó la psicología cognitiva inicial, se mostraron críticos con los derroteros que el cognitivismo fue tomando en los años setenta y ochenta, demasiado deudores de la analogía del ordenador y el mentalismo mecanicista. Bruner (1990/1991) ha acusado al cognitivismo de enredarse en problemas técnicos secundarios y olvidar que la mente no es un mero receptáculo pasivo de representaciones. De hecho, la perspectiva de Bruner se ha acabado acercando a la de la psicología cultural, a la que aludiremos en el capítulo siguiente.

DESARROLLOS DEL COGNITIVISMO

Aunque la psicología cognitiva sigue gozando de buena salud en amplios ámbitos académicos, algunas de sus variantes han ido en direcciones que la han sofisticado o transformado, ya sea como resultado de su propia evolución interna, ya sea como resultado de la hibridación con otras perspectivas procedentes de dentro o fuera de la propia psicología -si bien las fronteras entre áreas y disciplinas son siempre borrosas-. Vamos a detenernos muy brevemente en dos de esos desarrollos: el conexionismo y la psicología evolucionista. El primero ha sido una evolución interna del cognitivismo. La segunda ha sido más bien un cruce entre éste y la biología.

El conexionismo y el reencuentro con el cerebro

Desde la perspectiva de los paradigmas que mencionamos al principio, cabría afirmar que a la psicología cognitiva la ha sucedido recientemente un paradigma aún más nuevo: el conexionismo, cuya presentación en sociedad suele fecharse en 1986, cuando los miembros del grupo de investigación liderado por los norteamericanos David E. Rumelhart (1942-2011) y James L. McClelland (1948-) publicaron el libro titulado Introducción al procesamiento distribuido en paralelo (Rumelhart, McClelland y el Grupo PDP, 1986/1992)2. De hecho, para distinguirla de la versión conexionista del cognitivismo, a veces se denomina «paradigma simbólico» a la psicología cognitiva clásica —la que hemos tratado hasta aquí—, y no faltó quien habló de «revolución conexionista» a finales de los ochenta. Lo simbólico se refiere al hecho de que la psicología cognitiva clásica concebía el procesamiento de la información como procesamiento de símbolos, o lo que es lo mismo, computación de representaciones simbólicas. En cambio, desde el punto de vista conexionista las representaciones mentales no son más que patrones de activación distribuidos por una red de unidades de procesamiento de información interconectadas. Lo simbólico es consecuencia, no causa, del procesamiento de la información. Por eso el conexionismo se ha llamado a veces «paradigma subsimbólico».

Para entenderlo mejor, tengamos en cuenta la estructura básica de un modelo conexionista (figura 1). Se compone de un conjunto de pequeños procesadores conectados entre sí, que a veces se denominan nodos y funcionan como los nudos de la red. Los procesadores emiten señales excitadoras o inhibidoras, es decir, que propagan la activación por la red o bien la reducen. Una representación mental no es más que un patrón de activación determinado. El procesamiento no consiste en una computación de símbolos, sino simplemente en un juego de activaciones e inhibiciones automáticas.

Aparte de su perspectiva subsimbólica, otro rasgo fundamental del conexionismo es su concepción del procesamiento de la información como algo que transcurre de forma paralela y no en serie. De hecho, en su libro de 1986 Rumelhart y sus colaboradores no hablaban de conexionismo, sino de procesamiento distribuido en paralelo o PDP, siglas que daban nombre a su grupo de investigación. El procesamiento distribuido en paralelo significa que no hay un input sensorial al cual le suceda una transducción que a su vez va seguida de un procesamiento modular al cual le sigue una elaboración de representaciones mentales elaborada por el sistema central de procesamiento, el cual posibilita la salida de un output conductual. En lugar de eso, hay diferentes procesamientos simultáneos e interrelacionados, dado que el procesamiento no es más que una propagación de señales excitadoras e inhibidoras a través de la red. Los diagramas de flujo de la psicología cognitiva clásica asumían que el procesamiento de la información era, en general, lineal o secuencial, es decir, se producía en pasos sucesivos. El conexionismo supone que existen redes de unidades de procesamiento actuando simultáneamente. Ello es así porque, para los conexionistas, el procesamiento distribuido en paralelo constituye un modelo científico de la mente humana más fiel a la realidad que el proporcionado por la clásica analogía del ordenador, basada en un procesamiento serial. Mientras que los ordenadores funcionan mediante procesamiento secuencial —al menos los tradicionales—, la mente humana funciona mediante procesamiento en paralelo.

De hecho, muchos conexionistas creen que el procesamiento en paralelo responde al modo en que el cerebro procesa realmente la información. Y es que, al igual que el cognitivismo clásico se legitimaba a sí mismo como recuperación científica de la mente, en ocasiones el conexionismo se ha legitimado como recuperación, aún más científica si cabe, del cerebro. Ya hemos indicado que las redes conexionistas se parecen enormemente a las redes neurales. No en vano muchos conexionistas han defendido un isomorfismo entre la mente y el cerebro, y han asumido que las unidades de procesamiento de información no son otra cosa que las neuronas. Una diferencia importante entre la psicología cognitiva clásica y el conexionismo, entonces, radicaría en la vocación que éste último tiene de confeccionar modelos del funcionamiento de la mente abiertamente basados en el funcionamiento del cerebro: las redes conexionistas corresponderían a redes neuronales. Ahora bien, también hay versiones del conexionismo que no pretenden mantener ese isomorfismo tan estricto entre cerebro y mente, sino que se limitan a utilizar las redes conexionistas como modelos explicativos del comportamiento, un poco al estilo de los partidarios de la versión débil de la metáfora del ordenador. Por lo tanto, no todas las variantes del conexionismo participan igualmente del cerebrocentrismo. Las hay más psicologizantes y más neurologizantes.

Llamamos cerebrocentrismo a una tendencia que en algunas épocas se pone más de moda que en otras y consiste en buscar en el cerebro la clave explicativa de la naturaleza humana (Pérez, 2011a). En el cerebro residiría el secreto de todo nuestro comportamiento, y las teorías psicológicas —al igual que las sociológicas y antropológicas— estarían destinadas a convertirse en teorías neurofisiológicas. Identificando ciencia con mecanicismo y materialismo reduccionista, algunos suponen que es más científica una psicología basada en el cerebro porque éste es una realidad tangible que, además, ha sido tradicionalmente estudiada por la neurología, lo cual permite un acercamiento a las ciencias naturales que refuerza la cientificidad. A este respecto, recordemos lo dicho al principio sobre el complejo de inferioridad de los psicólogos y su obsesión por emular a las ciencias duras.

Al igual que han hecho diferentes psicólogos a lo largo de la historia, el cerebrocentrismo sigue confiando en lo que Wundt llamaba una fisiología hipotética del porvenir —refiriéndose críticamente a que suponía emplazar siempre para un futuro indeterminado la solución de los problemas teóricos de la psicología—. Explícita o implícitamente, por tanto, es reduccionista. Da por supuesto que el origen de la actividad psicológica radica en un órgano corporal —el cerebro— y que dicha actividad podrá explicarse completamente cuando el funcionamiento de ese órgano se conozca en su totalidad. Además, el cerebrocentrismo asume que una explicación científica —o una explicación, a secas— debe ser mecanicista. Algunos cerebrocentristas incluso se han atrevido a poner fecha a la reducción definitiva de la psicología a la fisiología del sistema nervioso: Antonio Damasio (2002) ha afirmado que «podemos arriesgarnos a decir que para el año 2050 tendremos suficiente conocimiento de los fenómenos biológicos para suprimir el dualismo tradicional entre cuerpo y cerebro, cuerpo y mente, cerebro y mente».

La psicología evolucionista

La psicología evolucionista no es exactamente una derivación de la psicología cognitiva, sino más bien un cruce entre ésta y el neodarwinismo. Al igual que el conexionismo, es también un producto americano. Su popularización comenzó en 1992, a raíz de un libro editado ese año por la psicóloga Leda Cosmides (1957-) y los antropólogos John Tooby y Jerome H. Barkow (Barkow, Cosmides y Tooby, 1992). En este libro se defendía que la cultura es una consecuencia del sistema cognitivo humano y éste es una consecuencia de la evolución:

«La cultura no es algo que carezca de causas ni esté desencarnado. Se produce —por vías profusas e intrincadas— mediante mecanismos de procesamiento de información ubicados en las mentes de los seres humanos. Estos mecanismos, a su vez, son el producto largamente trabajado del proceso evolutivo» (Cosmides, Tooby, J. y Barkow, 1992, p. 3).

En efecto, la psicología evolucionista sostiene que nuestra arquitectura psicológica es una propiedad de nuestro sistema nervioso, el cual es resultado de nuestro genotipo, que a su vez es un resultado de millones de años de evolución biológica. Aunque no necesariamente adopte la versión de Fodor que explicamos antes, la psicología evolucionista asume una concepción modularista de la mente humana. Supone que los módulos son producto de la selección natural. Los ha producido la selección natural para facilitar la adaptación al medio. Los módulos, que —recordémoslo— son innatos, hacen que el organismo ponga en marcha automáticamente, sin aprendizaje, una serie de conductas que le permiten sobrevivir. Las características variables del entorno exigen algún grado de aprendizaje, pero sus características constantes posibilitan que determinados comportamientos se fijen hereditariamente y —por así decirlo— las especies se ahorren el esfuerzo de tener que aprenderlas cada vez. Contar con repertorios innatos de conductas proporciona ventajas evolutivas, pues libera recursos para aprender otras nuevas. Los psicólogos evolucionistas subrayan que los animales perecerían si no nacieran con módulos encargados de canalizar la información del medio de tal manera que unas conductas —las más adaptativas– fuesen más probables que otras. Por descontado, esto se aplica también a los seres humanos.

Huelga añadir que la psicología evolucionista también adopta una perspectiva mecanicista a la hora de entender la actividad psicológica. Tiende a considerarla un mero producto de los genes, aunque sea indirecto. Por tanto, es innatista. No es que niegue el aprendizaje, pero tiende a pensarlo como algo que en cierto modo es complementario, algo que rellena aquello que los patrones de conducta genéticamente programados no son capaces de afrontar debido a su inflexibilidad. Los mecanismos de procesamiento de la información —los módulos cognitivos— son eso, mecanismos innatos producto de los genes. La psicología evolucionista se sitúa, pues, en una tradición distinta a la de la teoría de la selección orgánica de Baldwin: se sitúa dentro de la tradición del neodarwinismo o la teoría sintética de la evolución. De hecho, una de las principales críticas que se ha lanzado contra la psicología evolucionista es que da la espalda a los problemas teóricos del neodarwinismo, y su concepción modularista de la mente implica una rigidez que es incompatible con la plasticidad necesaria para que se produzca la adaptación (Sánchez, 1996). No sobra remarcar que, a veces, la psicología evolucionista lleva consigo una carga ideológica que, en algunos aspectos, recuerda al darwinismo social y a las concepciones hereditaristas de las diferencias psicológicas y la inteligencia, tal y como vimos en un capítulo anterior. Por ejemplo, Kingsley Browne (1998/2000) ha defendido que existe una base biológica para el hecho de que hombres y mujeres ocupen distintos lugares en el mercado laboral. Por otro lado, hay confluencias entre la psicología evolucionista y la neurociencia, ligadas al cerebrocentrismo, que incluyen teorías bastante explícitas acerca de la naturaleza humana, según las cuales lo innato desempeña un papel fundamental en nuestro comportamiento (por ejemplo, Pinker, 2002/2003).

UNA ALTERNATIVA AL COGNITIVISMO: LA PSICOLOGÍA ECOLÓGICA DE JAMES J. GIBSON

James Jerome Gibson (1904-1979) fue un psicólogo experimental norteamericano muy influyente en el ámbito de la percepción. Desde principios de la década de los 50 (Gibson, 1950) se distanció del conductismo, especialmente del metodológico y el mediacional, y subrayó que no es preciso introducir variables entre estímulos y respuestas porque no hay que suponer la existencia de procesos mediadores entre el organismo y el ambiente, ya que ambos —organismo y ambiente— son realidades inextricablemente unidas, en continuidad la una con la otra. Así, no hay un paso de lo físico a lo psicológico del que debamos dar cuenta en términos de relaciones funcionales entre estímulos y respuestas. Gibson defendía que los animales captamos sin más la información del ambiente, y no lo hacemos elaborando representaciones mentales de la misma, sino de forma directa. Esta postura, habitualmente denominada realismo directo, constituye una suerte de actualización de la idea defendida en el siglo XVIII por el filósofo Thomas Reid (1710-1796) y otros miembros de la denominada Escuela Escocesa del Sentido Común, de acuerdo con la cual percibimos el mundo tal y como realmente es. En esa línea se situaría también la psicología de la Gestalt, al menos en lo concerniente a su crítica a la idea de representación mental. Gibson conocía bien los planteamientos de esta escuela, pero él no suponía que la percepción radicara en configuraciones gestálticas dadas en la conciencia del sujeto; en vez de eso, creía que radicaba en la estructura misma del medio.

Para dar fuerza teórica a su planteamiento Gibson propone conceptos como el de «affordance» (Gibson, 1977), que se podría traducir por «oportunidad», «invitación», «potencialidad», «ofrecimiento» o «disponibilidad», y se refiere a la capacidad de los objetos para hacer que los utilicemos, es decir, a las oportunidades de acción que las cosas nos proporcionan. Percibir, y conocer en general, equivaldría por tanto a sintonizarse con el entorno, a interactuar con el medio ambiente en función de las oportunidades que los objetos nos proporcionan para comportarnos de tal o cual manera.

Aunque no siempre se realiza la oposición entre Gibson y la psicología cognitiva (Reed, 1991), este autor es anticognitivista en el sentido de que es antirrepresentacionalista. En realidad, su perspectiva es difícil de clasificar, al menos si nos atenemos a las etiquetas convencionales de funcionalismo, psicoanálisis, conductismo, cognitivismo, etc. La suya es una perspectiva cognitiva en sentido amplio, por cuanto que se preocupa por el conocimiento (y tampoco es propiamente conductista), pero —como decimos— va explícitamente en contra de la idea de que el conocimiento consiste en una representación (mental) de la realidad, que es la que define el cognitivismo tal como lo hemos tratado aquí. De hecho, Gibson (1979) criticó expresamente el cognitivismo señalando que la información ya está en el ambiente y no necesitamos suponer la existencia de un procesamiento mental de información que convierta la energía sensorial o física en algo con contenido psicológico (este autor niega, pues, lo que antes llamamos «salto al símbolo»).

Ahora bien, la percepción —o el conocimiento en genera— es un proceso activo. Contra lo que suelen suponer los conductistas, el organismo no está mecánicamente a merced del medio, según Gibson. Sus movimientos (la locomoción, por ejemplo) hacen que lo percibido cambie constantemente y, por lo tanto, le permiten someterse a unos u otros patrones estimulares, a unas u otras affordances. De hecho, la perspectiva de Gibson suele denominarse por esta razón «psicología ecológica», dado su énfasis en las acciones del organismo en su medio ambiente. Diríamos que el sujeto es un buscador de información gracias a sus comportamientos de orientación, que le permiten captarla en los objetos de su entorno. No captamos copias de los objetos, sino que, literalmente, aprendemos a percibirlos y los percibimos tal y como son.

La obra de Gibson constituye una alternativa al cognitivismo que ha tenido un gran impacto en la psicología de la percepción, el diseño y la ergonomía. Sin embargo, si bien su crítica al conductismo y al cognitivismo incide con argumentos poderosos en el hecho de que los organismos estamos indisociablemente ligados a nuestro entorno y somos activos en él (no somos meros productos mecánicos del mismo ni tampoco nos limitamos a representarlo en nuestra mente), no elabora una teoría propiamente constructivista de la subjetividad —como las que veremos en los capítulos siguientes— sino que, desde un punto de vista realista, muestra los problemas a que conduce basarse en dualismos como los de organismo-medio (al estilo conductista) o mente-cuerpo (al estilo cognitivista) (Aivar, Fernández y Sánchez, 2002).


En cierto modo, los psicólogos cognitivos han tenido con el conductismo una relación de amor-odio. No han podido rechazarlo de plano porque se han sentido herederos de su espíritu cientificista, de su intención de analizar objetivamente lo psicológico con una actitud mecanicista. Según esto, los conductistas habrían cometido una especie de error necesario: su superación de la vieja idea de la conciencia propia del funcionalismo era imprescindible, sólo que pecaron de exceso de celo al rechazar la existencia de la mente. Al mismo tiempo, empero, los psicólogos cognitivos han sentido la necesidad de autodefinirse frente al conductismo para hacerse visibles; de ahí la idea de la revolución. Desde su punto de vista, sólo a partir de la década de los cincuenta —merced a las tecnologías de la información— se contaba con las herramientas metodológicas y los modelos teóricos que permitían estudiar la mente de una manera objetiva, científica, sin recaer en la concepción funcionalista de la conciencia.

Con todo, contemplados desde otras perspectivas como las que trataremos en los capítulos siguientes, los enfrentamientos entre conductistas y cognitivistas se parecen a peleas de familia. Ya hemos señalado que sus semejanzas son mayores que sus diferencias. Ambos creen en una forma de hacer psicología caracterizada por rasgos como el mecanicismo y la exclusión del desarrollo filo, onto e historiogenético. Ha habido hibridaciones entre la psicología del desarrollo y la psicología cognitiva (por ejemplo, Karmiloff-Smith, 1992/1994), pero en lo que tienen de cognitivas están condicionadas por la idea de que la mente es una categoría natural cuyas leyes de funcionamiento pueden formalizarse científicamente mediante modelos que explican nuestra actividad.