Los conductismos: II. Los neoconductismos

A partir de los años 30, pues, aparece en escena una nueva hornada de psicólogos norteamericanos que, aun llamándose a sí mismos conductistas y considerándose en términos generales seguidores del programa promovido por Watson, se propusieron explícitamente modificarlo de distintas maneras con el fin de corregir o completar lo que percibían como sus principales insuficiencias. Dos grandes orientaciones han solido reconocerse dentro de este nuevo grupo de conductistas o «neoconductistas»: la primera es la conocida como conductismo metodológico, que se caracterizará, como veremos, por intentar dar un mayor contenido teórico a las propuestas watsonianas sin renunciar al ideal de objetividad metodológica que éstas incluían; la segunda es la llamada conductismo radical, encarnada en la figura de Skinner, que supondrá una reacción contra lo que a su juicio era el exceso de teoría auspiciado por el conductismo metodológico y un regreso, en consecuencia, al plano de lo observable en el que Watson había querido situar la indagación psicológica. A esta distinción entre conductismo metodológico y conductismo radical nos atendremos en la exposición que sigue.

EL CONDUCTISMO METODOLÓGICO: EDWARD C. TOLMAN Y CLARK L. HULL

Los conductistas metodológicos se dispusieron a seguir las huellas de Watson en el intento de hacer de la psicología una verdadera ciencia natural. Asumieron así su propuesta de convertir la conducta en el objeto de estudio, y atenerse para estudiarla a los métodos que fuesen aceptables para las demás ciencias de la naturaleza. Asimismo, como Watson, hicieron del aprendizaje su preocupación central. En particular se interesaron por el aprendizaje animal, en el convencimiento de que por esta vía se podría acceder con mayor facilidad y eficacia a los principios generales del comportamiento. Convirtieron de este modo a la rata blanca en la gran protagonista de sus investigaciones. La dedicatoria «A M.N.A.» que E.C. Tolman estampó en el pórtico de su obra más importante, La conducta propositiva en los animales y en los hombres (1932), se refiere precisamente al Mus Norvegicus Albinus, la rata blanca de laboratorio que había sido el sujeto preferido de sus trabajos experimentales. Atrás debían quedar ya definitivamente, en todo caso, la conciencia y la introspección de estructuralistas y funcionalistas que, en su opinión, habrían demostrado ser un lastre para el efectivo desarrollo científico de la psicología.

Pero los conductistas metodológicos consideraban aún muy insatisfactorio el nivel de elaboración teórica del conductismo watsoniano, que, en su esfuerzo por situar la indagación en el plano de lo objetivo o públicamente observable, limitaba la tarea psicológica a la descripción de estímulos y respuestas obtenidos en el laboratorio, restringiendo la función de la teoría al establecimiento de generalizaciones empíricas a partir de tales observaciones. Así lo había declarado el propio Watson en su libro El conductismo:

«Reunimos nuestros hechos de observación y, de tiempo en tiempo, seleccionamos un grupo y extraemos ciertas conclusiones generales. (…) La técnica experimental, la recolección de hechos por esta técnica y la tentativa de consolidarlos en una teoría o en una hipótesis describen nuestro procedimiento científico» (Watson, 1930/1972, p. 34).

A esta concepción inductiva, que los conductistas metodológicos consideraban excesivamente ingenua y simplista, iban a oponer ellos otra de índole hipotético-deductiva, más sofisticada y, en su opinión, más acorde con la práctica real de las ciencias naturales (y, en particular, de la física, que tomaron como modelo).

En su empeño por renovar teóricamente el conductismo, los conductistas metodológicos iban a encontrar un aliado formidable en el positivismo lógico, un movimiento filosófico promovido a finales de la década de 1920 por el conocido como «Círculo de Viena», una influyente escuela de pensamiento a la que pertenecieron, entre otros filósofos y científicos de renombre, figuras como Moritz Schlick, Rudolf Carnap, Otto Neurath o Herbert Feigl. El positivismo lógico rechazaba la idea de una filosofía que fuese puramente especulativa, y abogaba en cambio por una «filosofía científica», basada en la teoría y la práctica de las ciencias, de cuyo análisis habría de brotar su característica teoría del conocimiento.

De acuerdo con esta epistemología, sólo podrían considerarse significativas aquellas proposiciones que fuesen verificables lógica o empíricamente. Se pretendía así eliminar de la filosofía y de la ciencia todas las afirmaciones insuficientemente precisas, los términos vagos sin referentes definidos y, por lo mismo, no susceptibles de verificación alguna. En concreto, los positivistas lógicos distinguieron dos planos bien diferenciados en el discurso científico: el plano del lenguaje de la observación, que estaría directamente relacionado con las impresiones sensoriales y cuyos enunciados podrían por tanto verificarse directamente por experiencia; y el plano del lenguaje teórico o hipotético, que haría más bien referencia a propiedades y acontecimientos inobservables, los llamados constructos teóricos o hipotéticos. La legitimidad científica de estos últimos provendría de la posibilidad, bien de deducir de ellos (mediante reglas lógicas estrictas) consecuencias empíricas, estas ya sí verificables por experiencia; bien de someter sus términos a «definiciones operacionales» que los relacionasen con factores empíricos y pudiesen formularse, por tanto, en términos de lenguaje de observación. Así, pues, era el anclaje último en la experiencia lo que hacía finalmente admisible y significativa la presencia de proposiciones y términos teóricos en el seno del lenguaje científico.

Los conductistas metodológicos vieron en las posiciones del positivismo lógico un poderoso respaldo a su propia teorización, que en rigor se había iniciado de forma independiente. Porque lo que los conductistas metodológicos venían intentando hacer era introducir en la explicación del comportamiento un nuevo tipo de variables que mediasen entre los estímulos y las respuestas a las que había querido atenerse el conductismo watsoniano. Proponían así sustituir el característico esquema «estímulo-respuesta» (E-R) con que el conductismo anterior pretendía describir la conducta por otro más amplio «estímulo-organismo-respuesta» (E-O-R), entendiendo aquí por «organismo» el conjunto de cuantas variables hipotéticas intermedias se estimasen necesarias para dar cuenta de las relaciones funcionales entre los estímulos y las respuestas observables, esto es, las variables independientes y dependientes consideradas en sus experimentos. La naturaleza teórica o hipotética de estas variables intermedias, su condición inobservable, no debería suponer ya amenaza alguna para ideal de objetividad metodológica que el conductismo se había autoimpuesto, ya que la definición operacional de sus términos habría de proporcionarles la referencia empírica y observacional requerida.

Veamos ahora algo más de cerca la forma que adoptó concretamente el conductismo metodológico en la obra de sus dos principales representantes, E.C. Tolman y C.L. Hull.

El conductismo cognitivo y propositivo de Edward C. Tolman

Edward Chace Tolman (1886-1959) fue uno de tantos jóvenes psicólogos norteamericanos para quienes el llamamiento de Watson a hacer de la psicología un estudio objetivo de la conducta representó «un estímulo y un alivio tremendos», por utilizar sus propias palabras (Tolman, 1952). Pero, aun alineándose en lo esencial con el espíritu metodológico de las propuestas watsonianas, fue también uno de los que más tempranamente reparó en sus insuficiencias teóricas, lo que le llevó a exigir para el conductismo una «nueva fórmula» (como dejó expresado en el título de uno de sus primeros trabajos) que él mismo se aprestó a desarrollar desde los comienzos de su carrera (Tolman, 1922). Se convirtió de este modo en uno de los primeros referentes de ese «neoconductismo» que iba a dominar la escena psicológica norteamericana (y no sólo norteamericana) a partir de los años 30.

Tolman nació en West Newton, una pequeña ciudad a las afueras de Boston, en el estado de Massachusetts. Ingresó en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde se graduó en electroquímica en 1911; pero se orientó enseguida hacia la psicología, tras asistir a unos cursos de Ralph B. Perry (1876-1957), el filósofo neorrealista discípulo de William James, y Robert M. Yerkes (1876-1956), el psicólogo comparado próximo a Watson que le daría a conocer el libro de éste sobre La conducta. En 1915 obtuvo el doctorado en psicología por la universidad de Harvard con una tesis dirigida por Hugo Münsterberg (1863-1916). Durante tres años ejerció como profesor en la Northwestern University, de la que fue expulsado por sus convicciones pacifistas (eran los años del «ardor guerrero» surgido al calor de la Primera Guerra Mundial) (Tolman, 1952). En 1918 fue contratado por la Universidad de Cali­fornia, en cuyo campus de Berkeley permaneció ya prácticamente hasta el final de su vida. Con dos breves paréntesis, sin embargo: el de su trabajo para la Oficina de Servicios Estratégicos en Washington, en el que colaboró en la selección de personal para el servicio secreto durante la Segunda Guerra Mundial (1944); y el de sus estancias en las universidades de Harvard y Chicago (1949-1953) tras ser despedido de la de California por negarse a firmar el juramento de lealtad anticomunista promovido por el Comité de Actividades Antiamericanas e impuesto al profesorado por las autoridades universitarias. Tolman se opuso a esta medida de control político, que consideraba un atentado contra la libertad académica, y encabezó el grupo de profesores que la rechazaron. Los tribunales terminaron dando la razón a este «Grupo por la Libertad Académica», y tanto Tolman como sus compañeros tuvieron que ser readmitidos finalmente por la universidad en 1953. Jubilado al año siguiente, murió en Berkeley poco tiempo después (1959) (Gleitmann, 1991; Innis, 1997).

Tolman esbozó el programa de su «nuevo conductismo» en un temprano artículo titulado «Una nueva fórmula para el conductismo», que apareció publicado en 1922. En él proponía una aproximación «molar» al estudio de la conducta desde la que pretendió hacerse cargo de los grandes temas de la psicología introspectiva anterior. En los años siguientes, fue desarrollando este programa en una serie de trabajos sobre las cualidades sensoriales, las emociones, la propositividad y la cognición, las ideas, la conciencia y, en general, los procesos mentales superiores, en los que fue poniendo a prueba poco a poco la fecundidad de su enfoque (Lafuente, 1986). Finalmente, diez años después de iniciado este proceso de puesta a punto, se decidió a dar forma sistemática a todo ello en la que sería su obra capital, La conducta propositiva en los animales y en el hombre (1932), sin duda la expresión más acabada del peculiar conductismo tolmaniano.

La obra de Tolman puede caracterizarse como un sostenido esfuerzo por hacerse cargo de los aspectos cognitivos y propositivos de la conducta a los que Watson no habría atendido suficientemente, manteniendo al mismo tiempo el ideal de objetividad defendido en el «manifiesto conductista» como misión fundamental de la psicología científica (Fuentes y Lafuente, 1989). La tarea, desde luego, no era fácil, y en algún momento el propio Tolman llegaría describirla como «desesperada». Pero, como también dejó escrito con su desenfado característico,

«[…] tan grande es mi fe en que el conductismo tiene que terminar triunfando que prefiero incluso presentar la dudosa hipótesis que sigue a contenerme y no decir nada. Si los conductistas no somos capaces de presentar buenas teorías, podemos al menos presentar cuantas teorías malas nos sea posible; de modo que, a través de su sucesiva refutación, se nos obligue finalmente, bien a descubrir la teoría correcta, bien —si no la hubiera— a abandonar por completo nuestra aventura conductista» (Tolman, 1927, p. 433).

Era preciso, por lo pronto, situar el análisis de la conducta en el nivel propio de la psicología. Porque Watson se había movido en este asunto en una gran ambigüedad que Tolman consideraba urgente disipar. Tolman, en efecto, reprochaba a Watson la incongruencia de definir por una parte la conducta en términos fisiológicos (las «contracciones musculares» y «secreciones glandulares» características de su enfoque), y afirmar por otra la posibilidad de desconocer por completo el funcionamiento del sistema nervioso para estudiarla (Tolman, 1922; Watson, 1919). La crítica, desde luego, no iba desencaminada, ya que Watson mantuvo este equívoco hasta el final. Es muy significativo, por ejemplo, que en su libro El conductismo (la última exposición extensa de conjunto de sus puntos de vista), Watson hiciese profesión de fe fisiologista al dedicar algunos de sus capítulos iniciales a describir detalladamente la composición, organización y funcionamiento del cuerpo humano, y no volviese luego ya a hacer referencia alguna a ellos en el resto del libro al ocuparse del comportamiento como tal. Por lo demás, basta reparar en los ejemplos de «respuestas orgánicas» que el propio Watson proponía («edificar rascacielos, dibujar planos, tener familia, escribir libros») para advertir la enorme distancia que separaba la psicología a la que realmente aspiraba de sus planteamientos fisiologistas de partida (Lafuente, 1993; Watson, 1930/1972).

Tolman se oponía, pues, al fisiologismo watsoniano no tanto por fisiologista como por inconsecuente lógica y teóricamente. No era admisible, según él, plantear una psicología en términos fisiológicos y desarrollarla luego en términos comportamentales. Lo que no significa que Tolman considerara rechazable por principio la idea de una explicación fisiológica de la conducta; de hecho, para él, era en rigor la única posible. Pero intentar llevarla a cabo sin realizar previamente una descripción minuciosa de los comportamientos concretos en juego, que estaba aún por hacer, le parecía una tarea prematura y, por lo mismo, estéril y condenada al fracaso. Si Tolman renuncia a la perspectiva fisiológica, por tanto, es porque se instala en una perspectiva distinta de la explicativa, la de la descripción y generalización de los fenómenos del comportamiento, que constituirá su aportación más característica y duradera.

La perspectiva en la que Tolman se instala no es, pues, la fisiológica sino la estrictamente comportamental, la propia de lo que empezó describiendo como «conducta qua conducta» (la conducta en tanto que conducta) y terminó caracterizando como «conducta molar», una expresión con la que quiso subrayar su interés por los rasgos globales del comportamiento, los que se presentan a una observación desprejuiciada del mismo (sus rasgos «fenomenológicos», podríamos decir). Y ello en contraposición con la concepción «molecular» promovida por Watson, más atenta a los componentes fisiológicos elementales de la conducta (como parecía desprenderse de su definición). El «nuevo conductismo» de Tolman, por tanto, se iba a fundar en este modo «molar» de entenderla, que le iba a permitir obtener de la conducta misma, es decir, de su consideración «fenomenológica», los conceptos básicos para su estudio sin tener que recurrir a una fisiología hipotética previa, como habría sido obligado a hacer de haber adoptado un «conductismo molecular» como el aparentemente propugnado por Watson.

Pues bien, cuando se considera la conducta a este nivel «molar» o global, dirá Tolman, aparecen de inmediato una serie de rasgos o propiedades que no se descubrirían si sólo atendiésemos a sus partes o fragmentos moleculares. «La conducta en cuanto tal —escribirá a este respecto— es más que la suma de sus partes fisiológicas y diferente de ellas. La conducta, en cuanto tal, es un fenómeno “emergente” con propiedades descriptivas definitorias exclusivas» (Tolman, 1932, pp. 6-7). Bien se echa de ver en estas palabras la profunda huella que sobre su concepción había dejado la psicología de la Gestalt. Tolman, que había visitado a Koffka en Giessen cuando era estudiante y viajó a Alemania para perfeccionar su alemán, fue siempre muy receptivo a los planteamientos gestaltistas (en particular a los de Kurt Lewin), de los que se hizo eco de maneras diversas; entre otras, acuñando neologismos para su propia construcción teórica, como los de disposiciones y expectativas «signo-gestálticas», que delatan bien a las claras el origen de su inspiración.

Entre los caracteres que, según Tolman, se descubren cuando se considera la conducta al nivel molar que le es propio, destacan precisamente los rasgos principales que la definen: los propósitos y las cogniciones. Consciente, sin embargo, de que apelar a estos conceptos podría hacer pensar que se estaba volviendo de nuevo a las posiciones mentalistas de una psicología introspectiva que, al menos desde Watson, parecía necesario dejar atrás, Tolman insistió en el carácter rigurosamente objetivo con que él se refería siempre a ellos, que lejos de ser el resultado de consideraciones introspectivas lo era más bien de la observación directa y atenta de la conducta misma; rasgos que Tolman consideraba inmanentes a ella, que se mostraban en su ejercicio y se imponían a la hora de describirla fiel y objetivamente. Así, el «propósito» se entenderá como la persistencia que se observa en las conductas hasta que éstas alcanzan una determinada condición u objeto («objeto-meta», lo llamará en consecuencia Tolman). La «cognición», por su parte, se definirá como la suposición que el organismo hace respecto del medio para poder cumplir sus propósitos. Que esta suposición fuera o no consciente era, claro está, irrelevante; lo que importaba es que la conducta la pusiese de manifiesto en su ejercicio, ejecutivamente. En otras palabras: en la medida en que la realización de todo acto conductual exigía y dependía de que se dieran en el entorno ciertas condiciones que lo hicieran posible, el organismo tendría que contar con ellas para poder llevarlo a cabo, es decir, tendría que suponerlas. En este «suponer» o «contar con» consistiría la cognición para Tolman (Tolman, 1927).

Propósitos y cogniciones, pues, van a ir siempre de la mano en la obra de Tolman. Su papel será decisivo en tanto que causas de la conducta, sus causas más inmediatas o «determinantes inmanentes»: «inmanentes» en cuanto descubiertos en una consideración molar de la conducta; y «determinantes» porque se conciben efectivamente como causas de ella, independientemente de que sean, a su vez, efecto de los estímulos externos y de los estados fisiológicos internos del organismo. Estos últimos estados y estímulos también serán causas de la conducta, claro está, pero ya no inmediatas sino mediatas; su acción será «iniciadora», pero no se ejercerá directamente sobre los actos conductuales mismos, sino que deberá ser filtrada por el tamiz que los determinantes inmanentes proporcionan.

Tolman introducía así en su consideración conductista de la conducta un nuevo tipo de factores que, más adelante, influido por el lenguaje y planteamientos del positivismo lógico, denominaría «variables intervinientes». El propósito y la cognición, en efecto, resultaban ser un tipo de variables que, sin ser directamente observables, eran sin embargo teóricamente necesarias para dar cuenta de las correlaciones empíricas entre las variables independientes o factores de los que la conducta depende en última instancia (según Tolman, los siguientes: herencia, maduración, aprendizaje anterior, estado fisiológico del organismo y estímulos ambientales) y las variables dependientes o respuestas, esto es, los actos conductuales concretos que dependen de ellos. La legitimidad metodológico-científica de estas variables intervinientes, como hemos visto, venía garantizada por su definición en términos empíricos (definición operacional), según lo estipulado por el criterio positivista-lógico de significación. De acuerdo con la concepción tolmaniana de la conducta, pues, las variables independientes no conducirían a las dependientes de una manera directa (como parecía suponer Watson), sino que lo harían por mediación de las intervinientes, que se erigían así en sus causas inmediatas. Esta noción de «variable interviniente» o mediadora entre los estímulos y las respuestas suele reconocerse como una de las aportaciones duraderas de Tolman a la teoría psicológica. Los propósitos y las cogniciones, como decíamos, pertenecen a este nivel.

Tolman distinguió dos tipos de cogniciones: las disposiciones medio-fin (o disposiciones «signo-gestálticas») y las expectativas (o expectativas «signo-gestálticas»). Las primeras son predisposiciones a considerar ciertos objetos del entorno como medios adecuados para la consecución de determinados fines demandados por el organismo. Las expectativas (o expectativas «signo-gestálticas»), por su parte, hacen referencia a las disposiciones que preparan al organismo para hacer uso de las posibilidades de apoyo que el entorno ofrece a su conducta en una situación y momento determinados. En cuanto a los propósitos, distinguió asimismo dos grandes tipos, los apetitos y las aversiones, que consideró como los impulsos o motivaciones fundamentales que ponen en marcha y subyacen a toda conducta.

En tanto que propositiva u orientada a metas, por otra parte, la conducta va a caracterizarse además por su «docilidad» (como Tolman la llama) o maleabilidad, es decir, por su susceptibilidad de modificarse en función de las distintas metas que el organismo se propone alcanzar o evitar, lo que daba a la cuestión del aprendizaje un papel preponderante dentro del sistema tolmaniano.

Tolman concebirá el aprendizaje como algo distinto de la mera ejecución de respuestas o actos conductuales. Porque, en su opinión, lo que en el aprendizaje se adquiere no son tanto conexiones estímulo-respuesta como relaciones cognoscitivas entre signos y significados, o entre medios (o instrumentos) y fines. Estas redes de relaciones o «mapas cognitivos» (como las bautizará en un célebre trabajo de 1948) permitirán al organismo emitir una respuesta, la que menor esfuerzo exija, siempre que se dé la motivación suficiente para ello. Así, una cosa es el aprendizaje propiamente dicho, que podrá ser latente, esto es, ocurrir en ausencia de motivación para manifestarse, y otra distinta la ejecución o puesta en acción de la conducta aprendida, que sólo tendrá lugar cuando se dé la suficiente motivación para exhibirla.

Tolman realizó del aprendizaje clasificaciones diversas en las que quiso integrar influencias tan heterogéneas como el psicoanálisis de Freud, la perspectiva gestaltista de Lewin o el neoconductismo de E.R. Guthrie. En 1949, por ejemplo, reconoció hasta seis tipos de aprendizaje diferentes que denominó «catexias», «creencias en la equivalencia», «expectativas de campo», «modos de conocimiento de campo», «discriminación de los impulsos» y «pautas motoras» (Tolman, 1949). Diez años más tarde, sin embargo, en la última puesta a punto que llevó a cabo de su sistema, había reducido su número a cinco, distintos además de los anteriores: los aprendizajes de aproximación, evitación, escape, elección y latente (Tolman, 1959). En este como en casi todos los temas, la posición de Tolman fluctuó considerablemente a lo largo de su vida como consecuencia de la revisión a que sometió constantemente sus ideas.

Se ha dicho que Tolman no dejó sucesores, que su labor no llegó a cristalizar en una escuela definida que continuara sus propuestas (Hilgard y Bower, 1982). La influencia de Hull no fue ajena, probablemente, a ello: al lado del sistema de este último, por fuerza tenía que parecer el de Tolman excesivamente impreciso e insuficientemente predictivo. Su influjo, sin embargo, aunque difuso, ha sido profundo, tal vez más duradero incluso que el de su rival más inmediato. Su talante abierto y flexible, su voluntad de integración teórica, la misma revisión constante de sus puntos de vista, le permitieron abrir caminos y realizar sugerencias que, en el marco de la posterior psicología cognitiva, siguieron siendo relevantes mucho después de su muerte (Fuentes y Lafuente, 1989; Gleitmann, 1991; Lafuente, 1986).

El conductismo mecanicista: Clark L. Hull

Clark Leonard Hull nació en 1884 en el estado de New York, en una zona rural próxima a la pequeña ciudad de Akron. Estudió en el Alma College de Michigan, donde tuvo lugar el acontecimiento que habría de valorar después como el más importante de su vida intelectual: el descubrimiento de la geometría (Hull, 1952a; Kimble, 1991). La geometría, en efecto, iba resultar decisiva en el característico enfoque metodológico que imprimió a su sistema psicológico. Un ataque de poliomielitis le dejó paralizada una pierna y frustró su intención inicial de convertirse en ingeniero de minas. Obligado a optar por otros estudios de menor exigencia física, se decidió finalmente por los de psicología, que cursó en las universidades de Michigan y Wisconsin. Tras doctorarse en esta última en 1918 con un trabajo sobre la formación de conceptos realizado bajo la dirección de Vivian Allen Charles Henmon (1877-1950), permaneció en ella dando clases e investigando sobre temas vinculados a los cursos que se le iban asignando, en particular sobre los test mentales y la hipnosis. En 1929, a instancias de J.R. Angell, se trasladó a la universidad de Yale para formar parte del profesorado del Instituto de Relaciones Humanas recién fundado, donde se rodeó de numerosos discípulos y llevó a cabo la gran obra de teorización sistemática de la conducta por la que hoy se le recuerda principalmente. No consiguió culminar, sin embargo, el proyecto de construir una teoría capaz de dar cuenta de la totalidad del comportamiento, incluidas sus dimensiones cognitivas y sociales, que había sido su gran ambición. Murió en 1952.

Aunque el nombre de Hull suele vincularse sobre todo a sus aportaciones a la teoría del aprendizaje y a la elaboración de una teoría hipotético-deductiva de la conducta inscrita en el marco general de la orientación conductista que había llegado a impregnar buena parte de la cultura psicológica norteamericana a lo largo de primera mitad del siglo xx, conviene no olvidar que, a diferencia de Tolman, la «conversión plena» de Hull al conductismo fue relativamente tardía (Smith, 2000), y que para entonces tenía ya en su haber una obra científico-experimental muy estimable de la que no queremos dejar de recordar aquí algunos hitos principales.

Por lo pronto, su tesis doctoral, publicada en 1920 con el título Aspec­­tos cuantitativos de la evolución de los conceptos, en la que abordó experimentalmente el proceso por el que se llegan a abstraer y generalizar los conceptos a partir de las distintas situaciones en las que esos conceptos se presentan. Dicho con ejemplo del propio Hull, el niño que se encuentra con perros diferentes en circunstancias diversas, y en todas ellas oye pronunciar la palabra «perro», termina asociando la palabra o símbolo verbal a los rasgos comunes apreciados en todos los perros vistos. De manera semejante, los sujetos experimentales de Hull llegaban a asociar un símbolo verbal (una sílaba sin sentido como las de Ebbinghaus) con una configuración estimular (un rasgo común a varias series de complejos caracteres chinos) que permanecía constante en los diferentes contextos en que se les mostraba dicha configuración en los experimentos. El propósito fundamental de esta investigación era proponer una técnica experimental que pudiera ser útil para la realización de otros estudios sobre los procesos de pensamiento, un tema que le interesó siempre y del que se ocupó parcialmente en diversas ocasiones a lo largo de su vida, aunque sin llegar nunca a rematarlo como hubiera querido. Este trabajo de Hull ha sido muy citado en la bibliografía especializada, y su influencia se ha seguido dejando sentir mucho tiempo después de su aparición.

Durante su etapa de profesor en la universidad de Wisconsin, Hull tuvo que encargarse de impartir un curso sobre test psicológicos que le llevó, con la exhaustividad que le era característica, a recabar toda la información disponible sobre el tema y esforzarse por dotar sus materiales de una consistencia científica de la que, a su juicio, carecía lo publicado hasta entonces. El resultado de su aproximación fue el libro Los test de aptitud, de 1928, que, aunque bien recibido por la crítica, no dejó del todo satisfecho al propio Hull, que hubiera querido completarlo con un estudio a gran escala con miles de sujetos; un estudio que él, evidentemente, no estaba en condiciones de llevar a cabo. Con todo, resulta muy revelador de su particular modo de enfrentarse a los problemas científicos el que, con el fin de validar los diversos test y facilitar el cómputo de las correlaciones entre las puntuaciones obtenidas en ellos y las correspondientes acciones de los sujetos, diseñase y construyese una máquina capaz de ser programada para calcular automáticamente esas correlaciones. La máquina constituyó un logro muy notable para su época, y su éxito afianzó a Hull en el convencimiento de la posibilidad de crear artilugios mecánicos capaces de realizar operaciones habitualmente consideradas como propias y exclusivas de los procesos mentales superiores; una actitud que anticipaba en varias décadas uno de los rasgos característicos de la psicología cognitiva posterior, como tendremos ocasión de ver.

Un nuevo curso, esta vez dirigido a estudiantes de medicina, le puso en contacto con el tema de la hipnosis, que abordó experimentalmente abriéndolo por primera vez este tipo de enfoque. Su libro Hipnosis y sugestibilidad se publicó en 1933, y ha permanecido desde entonces como un clásico en este terreno. En él se entendía la hipnosis como un estado de hipersugestibilidad que, lejos de ser específico de cierto tipo de individuos, se da con una distribución normal entre la población, haciéndose tan solo algo más patente en mujeres y niñas que en hombres y niños, independientemente de su nivel de inteligencia o rasgos de personalidad. Como las anteriores, también esta obra logró un amplio reconocimiento, y contribuyó a afianzar el ya considerable prestigio de Hull como investigador.

Pero fue su libro de 1943 Principios de conducta, donde presentó los fundamentos de una teoría comprensiva de la conducta, el que atrajo más atención y le proporcionó mayor proyección y fama (Hull, 1943/1986). Principios de conducta supuso la culminación de una serie de trabajos teóricos sumamente influyentes que Hull había ido publicando a lo largo de la década de 1930. En ellos, a la par que introducía las herramientas conceptuales que iban ser características de su sistema psicológico (conceptos como los de «jerarquías de familias de hábitos», «respuestas fraccionales anticipatorias de meta», y otros por el estilo), abordaba distintos aspectos de la conducta adaptativa en forma de «mini sistemas» que fue desarrollando, al modo de la geometría, en términos de postulados y teoremas que podían someterse a comprobación experimental (Hull, 1930, 1934, 1935, 1937; Smith, 2000). Los Principios no pretendían ser la última palabra de Hull sobre su concepción del comportamiento, sino más bien un corpus de conocimientos provisional y revisable: apenas publicados, ya estaba corrigiendo sus postulados y extendiendo sus teoremas a fenómenos conductuales más complejos. Producto de esta revisión fueron varios artículos y un nuevo libro, Un sistema de conducta, que se publicó el mismo año de su muerte (Hull, 1952b). Un último volumen proyectado, que habría completado el sistema hulliano extendiéndolo a la conducta social humana, quedó ya sin escribir (Hergehnhahn, 1997).

Hull se esforzó por dotar a su sistema de la estructura lógico-formal de un sistema proposicional hipotético-deductivo. Pretendía con ello emular la construcción teórica de la física y contribuir de este modo a inscribir definitivamente la psicología en el marco de la ciencia natural. En este intento se dejaban sentir numerosas influencias. Es de notar, por lo pronto, la de la filosofía del positivismo lógico, de la que asumió como propias, entre otras cosas, la insistencia en la verificación empírica de los enunciados, el reconocimiento de los dos niveles, empírico y teórico, de la construcción científica y el requisito de definir operacionalmente los constructos teóricos. En el recurso a estos constructos no observables o conjeturas hipotéticas, además (algunos de sus conceptos más característicos, como los de «impulso» o «fuerza del hábito», lo son), Hull siguió el ejemplo de Tolman, si bien, frente él, creía que tales «variables intervinientes» debían de tener alguna referencia o significación fisiológica más allá de su función explicativa de alguna relación empírica entre variables dependientes e independientes. Debe destacarse asimismo el muy perceptible influjo de los Principia de Newton (1687) y los Principia mathematica de Russell y Whitehead (1910-1913) (y, en definitiva, la inspiración última en los Elementos de Euclides, que se hallan a la base del pensamiento geométrico de ambos), a los que recurrió como modelos formales de su sistema psicológico.

De acuerdo con estos modelos, Hull armó un entramado teórico que establecía, a partir de la precisa definición operacional de sus términos, un pequeño conjunto de principios o postulados de carácter muy general (que expresó en forma lógica y matemática) de los cuales se deducían teoremas y corolarios referidos a la realidad empírica y susceptibles, por tanto, de verificación mediante la observación y el experimento. La efectiva comprobación experimental de esos teoremas y corolarios sería la que determinase el mantenimiento o la modificación de los postulados de partida (cuya revisión constante permitiría al sistema, en consecuencia, corregirse a sí mismo). No en otra cosa iba a consistir, para Hull, la tarea científica de explicar:

«Explicamos un suceso natural cuando podemos derivarlo como teorema mediante un proceso de razonamiento a partir de (1) un conocimiento de las condiciones naturales relevantes que le preceden, y (2) uno o más principios relevantes llamados postulados. Generamos grupos o familias de teoremas, y a menudo empleamos teoremas para derivar otros teoremas; desarrollamos así una jerarquía lógica que se parece a la que encontramos en la geometría ordinaria. Una jerarquía de familias interrelacionadas de teoremas, todas ellas derivadas del mismo conjunto de postulados consistentes, constituye un sistema científico» (Hull, 1943/1986, pp. 35-36).

Lo que se trataba de explicar, por otra parte, era el comportamiento de los organismos; es decir, el «sistema científico» al que Hull, en definitiva, quería ir a parar era, claro está, un sistema psicológico. Más allá de sus rasgos metodológicos y formales, pues, veamos ahora algunos otros específicos de su contenido.

Por lo pronto, Hull se alineaba con el conductismo watsoniano al considerar que la psicología debía ser una ciencia de la conducta manifiesta o públicamente observable. Haciendo suyo el ideal de objetividad que Watson había reclamado, Hull insistía en alertar contra el «subjetivismo antropomórfico», recomendando incluso, como «profilaxis», considerar el organismo «como un robot completamente autosuficiente, construido con materiales tan diferentes de los nuestros como quepa imaginar» (Hull, 1943/1986, pp. 47-48), un procedimiento que él mismo confesaba utilizar a menudo para distanciarse del problema estudiado y no dejarse llevar por ideas preconcebidas difíciles de justificar desde el punto de vista científico. También de Watson iba a tomar la concepción misma de conducta, que, como él, entendía en términos de estímulos y respuestas: la conducta se iniciaría así con una estimulación procedente del medio y terminaría con la producción de una reacción o respuesta manifiesta a tal estimulación.

Esta interacción entre organismo y medio, además, debía interpretarse en clave evolucionista, esto es, como un recurso facilitador de la supervivencia (la huella del funcionalismo era aquí asimismo bien patente). Hull suponía que la conducta tiene la función de reducir las necesidades del organismo cuando sus condiciones fisiológicas se desvían excesivamente del estado óptimo del que dicha supervivencia depende. Para subvenir a esas necesidades bastaban, en algunos casos, las reacciones desencadenadas de manera innata por la situación, que son las que suelen recibir el nombre de instintivas. En otros casos, en cambio (los más), la supervivencia del organismo requería de reacciones adaptativas más flexibles y adecuadas: las que conforman el proceso del aprendizaje, que en el sistema de Hull ocupa un lugar central.

Hull intentó conciliar en una teoría única los dos grandes paradigmas experimentales del aprendizaje existentes en su época, el condicionamiento clásico y el instrumental, que encarnaban respectivamente las figuras de Pavlov y Thorndike, de las que recibió también una profunda influencia. Adoptó para ello la idea del refuerzo (esencial en la ley del efecto, como vimos), que no vendría definida ya en términos de la satisfacción (subjetiva) del organismo, como quería Thorndike, sino de la reducción (objetiva) de necesidades o de los «impulsos» producidos por ellas, como exigía el marco conductista y evolucionista en que Hull se hallaba instalado.

Un «impulso» (drive) es un estímulo que empuja al organismo a actuar; es por tanto un concepto fundamental en la teoría hulliana de la conducta, ya que sin impulso no hay conducta. Hull distinguió entre impulsos primarios (o innatos, como el hambre, la sed, el dolor, etc.) y secundarios (o adquiridos, como el miedo, el deseo de aprobación o el afán de lucro). No debe olvidarse que, en el sistema de Hull, el impulso es un constructo hipotético, una variable interviniente que, como tal, no podía ser observada ni medida directamente, sino que tenía que ser inferida a partir de alguna condición empírica (como, por ejemplo, en el caso del hambre, la privación de comida durante un tiempo determinado).

Así, pues, las relaciones estímulo-respuesta que fuesen seguidas de la reducción de alguna necesidad o impulso aumentarían la probabilidad de que los mismos estímulos evocasen esas mismas respuestas en ocasiones posteriores. Tal es la «ley del reforzamiento primario» que constituye la base de la teoría hulliana del aprendizaje. Los estímulos que se diesen junto a estos «reforzadores primarios», por otra parte, adquirirían a su vez su capacidad reforzante, si bien tal capacidad sólo se mantendría en la medida en que los «reforzadores secundarios» siguiesen emparejándose con ellos, con lo que el aprendizaje continuaría dependiendo en última instancia de la reducción de impulsos biológicamente fundados.

Hull intentó mostrar, así, que el condicionamiento clásico podía interpretarse en términos de su reformulación de la «ley del efecto». En los experimentos de Pavlov, por ejemplo, el perro sometido al proceso de condicionamiento es un animal con hambre; se halla por tanto en un estado de necesidad que se verá reducida por el estímulo incondicionado (el polvo de carne) en primer lugar, y luego por el condicionado (el sonido del metrónomo) y las respuestas de salivación, deglución, etc. que se asocian a él. El refuerzo sería, pues, la clave para consolidar la conexión entre el estímulo y la respuesta condicionados (esto es, para que el condicionamiento se mantenga), así como el factor responsable último del aumento de la «fuerza del hábito» (que Hull definió en términos del número de emparejamientos estímulo-respuesta reforzados) en que el aprendizaje consiste.

El aprendizaje, por otra parte, no lo es de hábitos aislados, independientes unos de otros, sino que éstos aparecen organizados o integrados en «familias». Así, en el aprendizaje del laberinto, las diversas rutas que aprenden las ratas desde el punto de partida hasta el de llegada (donde obtienen el refuerzo) al recorrerlo constituyen una familia de hábitos. Como en estas «familias» siempre hay unos hábitos que están más reforzados que otros (en el ejemplo del laberinto, los correspondientes a las rutas más largas se hallan más alejados del refuerzo que los de las rutas más cortas), Hull pensó que estas familias se hallaban «jerarquizadas», esto es, ordenadas en función de la fuerza de los hábitos que las componen. Con este nuevo constructo, «jerarquía de familia de hábitos», Hull pretendió dar razón de los procesos superiores del aprendizaje (Carpintero, 1996; Gondra, 1998; Hilgard y Bower, 1982).

El sistema de Hull llegó a ejercer una gran influencia en la psicología de su tiempo. Sus ideas poseían un grado de rigor y detalle analítico desconocido hasta entonces que a atrajo mucha atención, potenció la imagen de la psicología como ciencia «dura» y dio un gran impulso a la investigación psicológica. En general, la precisión terminológica y matemática, el rigor formal, la aproximación experimental y objetiva a los problemas y el mismo ideal de sistematicidad que presidía su enfoque fueron aspectos muy positivamente valorados por sus numerosos seguidores, entre los que se cuentan algunos de los nombres más destacados de la psicología norteamericana de su tiempo: John Dollard (1900-1980), Kenneth W. Spence (1907-1967), Orbal H. Mowrer (1907-1982), Neal E. Miller (1909-202) o Carl Hovland (1912-1961), entre otros muchos.

Pero no pasó mucho tiempo sin que esos mismos aspectos y valores fueran puestos en entredicho. Los esfuerzos por lograr el rigor formal y la precisión cuantitativa de la teoría pronto empezaron a considerarse prematuros y estériles, alejados en todo caso de lo que verdaderamente debía importar a la psicología. Se criticaron las ambigüedades e inconsistencias del sistema y se refutaron buena parte de sus predicciones. Se cuestionó además la pretensión de erigirlo sobre bases tan endebles como las limitadas y artificiales situaciones experimentales que le servían de fundamento y se puso en duda la necesidad, la conveniencia incluso, de aspirar a una construcción sistemática omnicomprensiva como la que Hull había ensayado. En los años 50, y aunque la influencia de su enfoque se dejaba sentir aún a través de la obra de algunos de sus discípulos (de Spence, en particular), la de Hull era ya una estrella declinante. Otra había empezado a brillar con fuerza en el firmamento conductista, y lo iba a hacer cada vez con mayor intensidad: la de Burrhus F. Skinner.

EL CONDUCTISMO RADICAL: BURRHUS F. SKINNER

De Skinner se ha llegado a decir que «bien podría pasar a la historia como el individuo que ha tenido más impacto que ningún otro psicólogo en el pensamiento occidental» (Bjork, 1998, p. 261). No sabemos si el autor de estas palabras tenía presente a Freud al escribirlas, pero dejando a un lado su dimensión competitiva, más propia del Libro Guinness de los Records que de un ponderado juicio historiográfico, la afirmación apunta certeramente a un hecho reconocido sin reservas por cuantos se han ocupado de su figura y aportaciones, incluso por los más críticos, y es la extraordinaria influencia ejercida por su obra sobre la psicología y la cultura de nuestro tiempo. El psicólogo belga Marc Richelle lo ha expresado con acierto: «Quiérase o no, guste o no, B.F. Skinner es uno de los psicólogos americanos más influyentes. Como atestiguan diversos sondeos, a los ojos de muchos de sus colegas es una de las principales figuras de este siglo en las ciencias psicológicas» (Richelle, 1981, pp. 14-15). Ciertamente lo fue, en todo caso, en el movimiento conductista, del que fundó y lideró una de sus corrientes más importantes, la conocida como «análisis experimental de la conducta», que contó y sigue contando con numerosos y entusiastas seguidores en todo el mundo, así como con fuerte presencia institucional (la primera Sociedad para el Análisis Experimental de la Conducta se fundó en 1957), medios de expresión propios de gran visibilidad (como las revistas The Journal of the Experimental Analysis of Behavior y The Journal of Applied Behavior Analysis, las más antiguas, fundadas en 1958 y 1968 respectivamente) y su propia Sección (la 25) en la Asociación Psicológica Americana.

El impulsor y responsable último de todo ello, Burrhus Frederick Skinner (1904-1990), nació en Susquehanna, en el estado de Pennsylvania (EE UU). En 1926 se licenció en Lengua y Literatura Inglesas por el Hamilton College (Clinton, Nueva York) con la intención de convertirse en escritor, pero después de dos años de infructuosos esfuerzos por conseguirlo terminó renunciando a ello. Decidió entonces matricularse en el programa de posgrado en Psicología de la Universidad de Harvard bajo la influencia de algunos escritos de Watson y Pavlov cuya lectura le impresionó vivamente, una influencia que las enseñanzas del psicólogo conductista Walter S. Hunter (1889-1954) en Harvard no hicieron sino afianzar. Doctorado en 1931 con una tesis sobre «El concepto de reflejo», permaneció en Harvard, en calidad de becario (fellow) postdoctoral, durante cinco años más. Su primer libro, La conducta de los organismos (1938), donde sentó las bases su particular concepción de la ciencia de la conducta, fue en buena medida el resultado de esos años de investigación, si bien se publicó cuando ya formaba parte del profesorado de la Universidad de Minnesota (1936-1945). Tras un breve paso por la de Indiana (1945-1948), regresó finalmente a la de Harvard, a la que permanecería ya activamente vinculado hasta su muerte (Bjork, 1998; Skinner, 1976, 1979 y 1983). Autor de una obra extensa y controvertida de múltiples registros (desde el informe experimental hasta la novela, pasando por el ensayo filosófico y científico y la crítica social y cultural), Skinner se hizo acreedor a numerosos premios y distinciones a lo largo de toda su carrera, entre las que destacamos el premio a la Contribución Científica Distinguida, otorgado en 1958 por la Asociación Psicológica Americana (que también le premió por sus Logros de Toda una Vida en 1990, poco antes de morir), la Medalla de Oro de la Fundación Psicológica Americana (1971) y el título de Humanista del Año concedido por la Asociación Humanista Americana en 1972.

Skinner se opuso frontalmente a los planteamientos del conductismo que él mismo bautizó como «metodológico» de Tolman y Hull (entre otros), cuestionando la necesidad de realizar conjeturas hipotéticas en un plano teórico distinto del puramente empírico (ambiental y conductual) al que el conductismo clásico de Watson había exigido ceñir la investigación. El que esas conjeturas teóricas se intentasen conectar luego con el plano de lo observable mediante conexiones lógico-formales o definiciones operacionales no las hacía, a su juicio, menos prescindibles. Skinner expresó sus objeciones en un célebre y provocativo artículo titulado «¿Son necesarias las teorías del aprendizaje?» (1950) en el que, contrariamente a lo que se ha dicho algunas veces, no se proponía simplemente criticar cualquier tipo de teoría (después de todo, la de Skinner también lo era) sino más bien hacer ver lo innecesario del modo concreto de enfocar la tarea teórica que tenían los conductistas metodológicos, cuyo recurso a las variables hipotéticas o intervinientes no constituía, en su opinión, sino el reconocimiento de su incapacidad para controlar suficientemente las variables ambientales explicativas de la conducta. Lo que Skinner proponía, por tanto, era atener la explicación psicológica al plano puramente empírico de las variables y relaciones ambientales y conductuales observables, en una vuelta a Watson que buscaba dar razón de la conducta simplemente mediante el control experimental directo de las variables de ambiente de las que la conducta depende.

El análisis experimental de la conducta

Se propuso para ello, por lo pronto, distinguir con nitidez entre los dos tipos fundamentales de conducta, respondiente y operante, que los paradigmas experimentales respectivos de Pavlov y Thorndike parecían poner de manifiesto (una tarea en la que Skinner empeñó algunos de sus primeros esfuerzos; ver Skinner, 1935 y 1938, por ejemplo). La conducta respondiente toma su nombre de que efectivamente responde a un cambio ambiental antecedente y es, por tanto, respuesta a la presencia de un estímulo que la provoca o induce (así, por ejemplo, la salivación al contacto de la lengua con el alimento, en los experimentos de Pavlov). La conducta operante, por el contrario, no es provocada por un estímulo sino emitida por el propio organismo de un modo aparentemente espontáneo o libre; no se trata, pues, en rigor, de una «respuesta», sino más bien de una «propuesta», si bien ha sido el término «respuesta» el que ha terminado por imponerse en el vocabulario psicológico para hacer referencia a todo tipo de conducta (las actividades de recorrer la «caja problema» o explorar sus elementos, que exhibían los gatos de Thorndike al ser introducidos en ella por primera vez, serían un buen ejemplo).

En correspondencia con esta distinción básica entre conducta respondiente y operante, Skinner distinguió también entre dos tipos de condicionamiento, asimismo respondiente y operante, en función de la clase de conducta implicada en el proceso. En ambos casos el condicionamiento se produce por la aplicación de un estímulo («estímulo reforzador», lo llamará Skinner, en virtud de sus efectos intensificadores o consolidadores); pero mientras que en el condicionamiento respondiente el reforzador se aplica a otro estímulo, en el condicionamiento operante lo hace a una respuesta, y de ahí las expresiones «condicionamiento Tipo E» (de «estímulo») y «condicionamiento Tipo R» (de «respuesta») con que Skinner se refirió en un principio respectivamente a ellos.

Más concretamente, en el condicionamiento Tipo E o respondiente un estímulo inicialmente neutro adquiere la propiedad de provocar una determinada conducta respondiente por su asociación con un estímulo «reforzador» (o «estímulo incondicionado», en la terminología de tradición pavloviana) que ya la provocaba con anterioridad; como puede apreciarse, se trata del ya conocido como «condicionamiento clásico», llamado ahora «respondiente» por Skinner por ser respondiente el tipo de conducta afectada. En el condicionamiento Tipo R u operante, en cambio, a lo que el estímulo reforzador se asocia es a una conducta operante (esto es, a una conducta emitida espontáneamente por el organismo), quedando ésta (por virtud del valor reforzante del reforzador) seleccionada entre todas las demás emitidas y no reforzadas en una situación dada, y aumentando en consecuencia la probabilidad de su emisión en el futuro. Es en este segundo tipo de condicionamiento, el condicionamiento operante, en el que Skinner iba a centrar fundamentalmente la atención de su «análisis experimental de la conducta», el nombre que, como ya hemos mencionado, recibió su particular aproximación al estudio del comportamiento.

El análisis skinneriano de la conducta iba a concentrarse por tanto en las relaciones funcionales que cabe establecer entre la conducta emitida por el organismo, de una parte, y sus consecuencias reforzantes, de otra. Pero había aún una tercera variable, referida ésta a las condiciones ambientales en las que la conducta se emite, a la que Skinner iba a dar también una importancia crucial: la variable que denominaría «estímulo discriminativo». Estímulos discriminativos son los que están presentes en la situación en la que la operante se emite y señalan al organismo la ocasión en que dicha operante será reforzada, permitiéndole distinguirla claramente de la que no lo será (de ahí lo de «discriminativo»). No provocan la conducta (que es operante, no respondiente), pero sí la controlan, en la medida en que indican al organismo la probabilidad, alta o baja, de que la conducta emitida obtenga las consecuencias reforzantes subsiguientes a su emisión (una información sin duda relevante para la decisión del organismo de emitirla efectivamente).

Para llevar a cabo su análisis experimental de la conducta, Skinner diseñó un aparato (una variante de la «caja problema» de Thorndike) que constituyó el marco concreto donde realizó su trabajo de laboratorio. La llamada «caja de Skinner» (aunque no por él mismo, que prefería nombres alternativos como el de «caja con palanca» —lever box—) consiste básicamente en un habitáculo lo bastante amplio como para albergar al animal utilizado como sujeto de los experimentos (en general ratas o palomas, pero también monos y otros organismos), a cuya topografía conductual específica puede adaptarse fácilmente en cada caso. En la experimentación con ratas, por ejemplo, la caja dispone de una palanca cuyo accionamiento constituye la conducta operante a estudiar; una bombilla cuyo encendido actúa como estímulo discriminativo (esto es, como señal de que la acción de presionar la palanca será reforzada); y un dispensador de alimento que suministra al animal el estímulo reforzador, en forma de bolitas de comida, de acuerdo con el programa de reforzamiento establecido previamente por el experimentador (es decir, en función del tiempo transcurrido entre una operante y otra, o del número de operantes emitidas). En la experimentación con palomas la palanca se sustituye por un disco (que puede además iluminarse y desempeñar así el papel de estímulo discriminativo) en el que las palomas han de picotear. En todos los casos, las cajas cuentan asimismo con un mecanismo de registro automático de las conductas que permite al experimentador estar informado en todo momento de la tasa de respuesta del organismo (esto es, el número de operantes emitidas por unidad de tiempo), el dato básico que, según Skinner, mide la fuerza del condicionamiento efectuado.

Así, en un experimento típico, de lo que se trata es de hacer que la presentación de la comida (estímulo reforzador) dependa de que la rata emita una operante determinada, prefijada por el experimentador (la presión de la palanca, por ejemplo), cuando la luz está encendida (estímulo discriminativo) con el fin de que esa conducta quede reforzada (esto es, aumente su tasa o frecuencia de emisión). A partir de este sencillo esquema experimental y del análisis de las relaciones de dependencia («contingencia», es el término utilizado por Skinner) entre las variables de ambiente y de conducta en él consideradas (estímulos discriminativo y reforzador, conducta operante), Skinner estableció una serie de principios básicos del condicionamiento operante de los que nos limitamos aquí a ofrecer un somero apunte (Fuentes y Lafuente, 1989; Skinner, 1938 y 1953).

Principios fundamentales del condicionamiento operante

Por lo pronto, el principio del reforzamiento, referido al procedimiento experimental por el cual se establece una relación de dependencia o contingencia entre un acontecimiento ambiental (estímulo reforzador) y una determinada conducta operante de tal modo que ésta llegue a aumentar su frecuencia o tasa de emisión. Debe subrayarse que lo que define como reforzador a un estímulo no es su materialidad o consistencia concreta, sino su función, que no es otra que la de incrementar la probabilidad de emisión de la operante reforzada. En otros términos: reforzador es para Skinner todo lo que refuerza o incrementa la tasa de respuesta, independientemente de su contenido específico. Asimismo, debe señalarse que la dependencia establecida entre reforzador y operante puede ser positiva o negativa, según sea la presencia (reforzador positivo) o la ausencia del estímulo (reforzador negativo) la que determine el incremento de la conducta en cuestión.

El principio del castigo, por su parte, remite al procedimiento de establecer una relación de contingencia o dependencia entre un acontecimiento ambiental y una conducta operante de modo que ésta disminuya su frecuencia o tasa de emisión. Como en el caso anterior, el castigo puede ser positivo o negativo, según sea mediante la presentación o la retirada del estímulo como se logre la disminución deseada.

El principio de la extinción se refiere al establecimiento de una relación de dependencia entre un estímulo ambiental y una operante reforzada previamente de modo que se logre disminuir su tasa (en este caso, mediante la supresión del estímulo con que se la venía reforzando).

El principio del control del estímulo alude al procedimiento mediante el cual se establece una relación de dependencia, no ya entre una conducta operante y sus consecuencias reforzantes como en los casos mencionados, sino entre ella y las condiciones estimulares antecedentes presentes en su emisión. En la medida en que una conducta operante es reforzada en presencia de determinados estímulos (discriminativos, según la terminología skinneriana), dicha conducta queda en efecto sometida al control de esos mismos estímulos, ya que será ante ellos ante los que vuelva a emitirse en lo sucesivo con mayor probabilidad.

Mencionaremos, por último, el principio de la programación de los reforzamientos (al que ya aludíamos más arriba), que hace referencia a la relación de dependencia que puede establecerse entre la distribución de los refuerzos y el mantenimiento de la conducta durante largos periodos de tiempo. Skinner advirtió, en efecto, que la conducta reforzada de manera continua es menos resistente a la extinción que la reforzada de forma discontinua, y junto con su colaborador Charles B. Ferster (1922-1981) estudió sistemática y exhaustivamente el modo en que su mantenimiento se ve afectado por los distintos «programas de reforzamiento» utilizados (Ferster y Skinner, 1957). Ferster y Skinner distinguieron dos criterios básicos de programación de la administración de los refuerzos: el tiempo transcurrido desde el último refuerzo administrado (programas de intervalo) y el número de respuestas emitidas desde el último reforzador recibido (programas de razón). Ambos tipos de programas podían ser a su vez fijos o variables, según se administrasen los refuerzos cada cierto tiempo o número de respuestas fijas, determinados de antemano por el experimentador, o lo hiciesen en función de series de tiempos o de número de respuestas que variasen al azar. Además de las básicas, claro está, hay muchas otras modalidades de programación que las combinan y desarrollan de maneras diversas, pero no nos es posible ocuparnos de ellas aquí.

Skinner tenía el convencimiento de que la conducta estaba determinada por relaciones de dependencia respecto de estímulos ambientales antecedentes y consecuentes como las que venimos señalando, y buena parte de su trabajo experimental se orientó precisamente a dotar a esa convicción de fundamento. Especialmente persuasiva en este sentido fue su demostración de la posibilidad de obtener comportamientos nuevos, no incluidos en el repertorio conductual del organismo anterior a su paso por el laboratorio, mediante la manipulación adecuada de las condiciones estimulares pertinentes. Es el caso del proceso del llamado «moldeamiento» de la conducta (shaping), en el que, gracias al refuerzo y selección de ciertos valores de respuesta de entre la variación espontánea de los exhibidos por el organismo en su emisión, se logra configurar en él un patrón de conducta inédito; como cuando, por ejemplo, se refuerza sistemáticamente la elevación de la cabeza de una paloma por encima de un determinado nivel al caminar y se termina por conseguir que camine erguida (un comportamiento ciertamente poco natural en una paloma). O del conocido también como «encadenado» de conducta (chaining), consistente en conformar complejas secuencias de movimientos a partir de movimientos más sencillos, por el procedimiento de enlazar unos movimientos con otros haciendo que los estímulos que sirven como reforzadores de los precedentes sirvan al mismo tiempo de estímulos discriminativos de los siguientes.

Extensiones teóricas y aplicadas

Pero la obra skinneriana distó mucho de quedar confinada en los estrechos límites del laboratorio. Por el contrario, Skinner los trascendió ampliamente con consideraciones de índole teórica en las que, sin perder de vista las relaciones y variables descubiertas en el análisis experimental de la conducta, pretendió extender la validez de sus hallazgos más allá de los ámbitos sometidos efectivamente al control experimental. De este modo se aproximó a los problemas de la adaptación, mantenimiento y modificación de la conducta humana en el marco social y cultural que constituye su ambiente propio, cuestiones todas ellas que siempre le preocuparon hondamente. Se trata, claro está, de extrapolaciones, si bien atenidas en todo momento al plano de la conducta, lo que las hacía en principio susceptibles de ser puestas a prueba de manera empírica, llegado el caso.

Así, por ejemplo, en la novela Walden dos (Skinner, 1948) concibió la ficción de una pequeña comunidad rural gobernada y mantenida de acuerdo con los principios del condicionamiento operante, donde todos los aspectos de la vida vendrían a hallarse bajo el control de refuerzos positivos sabiamente administrados. El resultado imaginado por Skinner era, claro está, una sociedad sumamente armónica y eficiente, en la que sus miembros no tendrían necesidad de trabajar sino unas pocas horas al día y dispondrían de amplias oportunidades para dedicarse al ocio creativo6. En su ensayo Más allá de la libertad y la dignidad (Skinner, 1971), por otra parte, una de sus obras más polémicas, pero también una de las mejor vendidas (fue un auténtico éxito de ventas), Skinner reflexionó sobre estos dos conceptos clave de la civilización occidental a la par que se esforzaba por mostrar su carencia de sentido. Desde la óptica del análisis experimental de la conducta, en efecto, no cabía plantear la posibilidad de una conducta libre, ya que toda conducta depende funcionalmente de los resultados que se obtienen en su interacción con el medio (que, como hemos visto, son los que la moldean y controlan).

Tampoco habría lugar para la dignidad, un término que atribuye la conducta al mérito individual, desviando así la atención de su historia de reforzamiento, la auténtica responsable, según Skinner, de su aparición en un momento dado.

Muy controvertida fue asimismo su interpretación de la producción del lenguaje, expuesta en el libro La conducta verbal (Skinner, 1957). Reduciendo a su esquema más sencillo y general el complejo proceso que en él se describe, diremos que Skinner viene a concebir la conducta verbal en este ensayo como un tipo particular de conducta operante que actúa sobre los individuos del entorno social en que se emite, su ambiente específico, del que recibe los refuerzos moldeadores correspondientes. Las propias operantes verbales emitidas, por otra parte, irán adquiriendo además la función de estímulos discriminativos de las operantes verbales siguientes, dando lugar de este modo a las cadenas de conducta lingüística en que el lenguaje consiste. La interpretación de Skinner recibió una crítica muy negativa del lingüista norteamericano Noam Chomsky (1928-), que la rechazó por simplista y reduccionista y propuso en su lugar otra basada en una concepción del lenguaje como sistema abstracto regido por reglas (Chomsky, 1959). La obra de Chomsky, como veremos en otro capítulo, se convirtió en una de las principales fuentes de inspiración del movimiento cognitivista que pretendió arrebatar al conductismo el centro del escenario psicológico.

Junto a interpretaciones teóricas como las antedichas, no pueden tampoco ignorarse las numerosas incursiones de Skinner en el terreno de las aplicaciones prácticas, emanadas de los principios del condicionamiento operante analizados en el laboratorio y decisivas para entender la extraordinaria difusión y popularidad que llegó a alcanzar su obra. Nos limitaremos aquí a aludir a algunas.

Por ejemplo, su contribución a la educación mediante la enseñanza programada (Skinner, 1968), el diseño de programas educativos y «máquinas de aprender» que proporcionaban una realimentación inmediata a las respuestas de los estudiantes y les permitían así avanzar a su propio ritmo a lo largo de todo el proceso del aprendizaje (la enseñanza programada anticipó en varias décadas la enseñanza por ordenador). O su aplicación de los principios del condicionamiento operante en psicoterapia, con la que se consiguió modificar la conducta de los pacientes mediante reforzadores tales como dulces, cigarrillos o fichas que no han dejado de emplearse con este propósito en este mismo ámbito. O su aportación al esfuerzo bélico, durante la Segunda Guerra Mundial, con el «Proyecto Paloma» (denominado posteriormente «Proyecto Orcon» en referencia al «control orgánico» en juego), en el que se enseñaba a unas palomas a picotear en una pantalla donde se mostraba el objetivo del misil que las propias palomas eran capaces de guiar con sus picoteos hasta alcanzarlo. Aunque el ejército de los Estados Unidos no llegó nunca a decidirse a utilizar las palomas para lo que se las había entrenado, el adiestramiento se demostró eficaz, y animó a dos de los discípulos y colaboradores de Skinner en este Proyecto, Keller Breland (1915-1965) y Marian Breland (1920-2001), a fundar poco después (en 1947) la empresa Animal Behavior Enterprises, dedicada a aplicar los principios del condicionamiento operante al entrenamiento de animales con fines comerciales.

Aproximaciones críticas

Precisamente de la experiencia adquirida por el matrimonio Breland en la práctica del adiestramiento animal iba a brotar una de las críticas más importantes que se hicieron, desde dentro del propio conductismo, a la concepción skinneriana del aprendizaje. Los Breland observaron que con frecuencia los animales mostraban comportamientos que interferían con los que se les intentaba enseñar, haciendo imposible o sumamente inestable el aprendizaje final. Estas interferencias, que describieron como «derivas instintivas» en un artículo irónicamente titulado «La mala conducta de los organismos» (Breland y Breland, 1961), parecían tener que ver, en efecto, con comportamientos instintivos relacionados con el modo que tiene cada especie de obtener alimentos en su entorno natural (como cuando un cerdo deja de lado el adiestramiento recibido para meter una ficha en una hucha y se pone, en cambio, a hozar). La crítica «interna» de los Breland venía a converger así con la externa de numerosos biólogos y etólogos europeos, entre otras la de los Premios Nobel Konrad Lorenz (1903-1989) y Niko Tinbergen (1907-1988), que siempre habían reprochado a los conductistas la escasa atención que prestaban al comportamiento de los animales en su propio ambiente y a las conductas instintivas que ponen límites a sus posibilidades de aprender comportamientos nuevos.

Las críticas al conductismo, tanto externas como internas, menudearon a partir de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (Greenwood, 2011; Leahey, 2005). El reconocimiento de la imposibilidad de controlar la conducta sin conocer previamente las pautas instintivas de comportamiento, la historia evolutiva y el entorno natural propios de la especie estudiada —en definitiva, sus límites biológicos— fue tan sólo uno de sus frentes. Desde otros se cuestionaba también otras premisas no menos fundamentales de la perspectiva conductista: por ejemplo, la de que el aprendizaje, tanto animal como humano, se basa en los principios de frecuencia y contigüidad (John Garcia demostró la posibilidad de condicionar la aversión de las ratas al sabor de la sacarina con una sola exposición a una radiación que producía malestar en ellas al probarla más de 12 horas después de recibirla) (Garcia, McGowan y Green, 1972); o que el condicionamiento se produce de manera automática, sin intervención alguna de la conciencia (Donelson Dulany puso de manifiesto la necesidad de esta intervención para que pudiera darse el llamado «efecto Greenspoon», es decir, el condicionamiento de elementos lingüísticos —como las palabras en plural, por ejemplo— mediante un reforzamiento social —como gestos de asentimiento—, un condicionamiento que se suponía independiente de que los sujetos tuvieran o no conciencia de él) (Dulany, 1968); o que las conexiones entre estímulos y respuestas se determinan periféricamente (Karl Lashley, que había sido uno de los primeros seguidores de Watson, se opuso sin embargo a este periferalismo neuropsicológico conductista sosteniendo en cambio que buena parte de los comportamientos humanos y animales exige ser explicada en términos de estructuras de control centrales, jerárquicamente organizadas) (Lashley, 1951).

En todo caso, entre las críticas que alcanzaron mayor repercusión inmediata se cuentan las de quienes cuestionaban la idea de que la conducta específicamente humana pudiera llegar a explicarse en términos de teorías generales del condicionamiento basadas en el estudio experimental de especies inferiores como las ratas o las palomas. Ya hemos aludido a la crítica de Chomsky a la interpretación skinneriana de la conducta verbal, que le parecía una extrapolación inaceptable de sus estudios de laboratorio; con su apelación a la aportación cognitiva del hablante (la representación de las reglas que rigen la construcción de los enunciados), Chomsky estaba anticipando el tipo de explicaciones que iban a imponerse poco después en el marco de la psicología cognitiva.

En cuanto a los propios conductistas, el esfuerzo por llegar a entender mejor dimensiones característicamente humanas del comportamiento como las relativas al lenguaje o la significación simbólica llevó a algunos de ellos —como Neal E. Miller (1909-2002) o Charles E. Osgood (1916-1991)— a desarrollar teorías mediacionales que, en la línea del conductismo metodológico anterior, iban a recurrir a complejas cadenas internas de estímulos y respuestas que terminarían allanando el camino de algunas posiciones características del cognitivismo posterior. De ello vamos a ocuparnos en los próximos capítulos.

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