Los conductismos: I. El conductismo clásico

Los conductismos: I. El conductismo clásico

Movimiento polémico y plural, el conductismo ha sido también una de las orientaciones más duraderas y de mayor influjo de la psicología moderna. En nuestra exposición de sus principales orientaciones adoptaremos la distinción clásica de Sigmund Koch (1982) entre «conductismo clásico», asociado principalmente a la figura y contribución de John B. Watson y sus seguidores más inmediatos, y «neoconductismo», el esfuerzo de renovación teórica y metodológica del conductismo watsoniano que se desarrolló sobre todo a partir de la década de 1930 y que tuvo en Edward C. Tolman, Clark L. Hull y Burrhus F. Skinner a algunos de sus representantes más destacados. Al posterior «conductismo mediacional» de los años 60, que algunos han dado en llamar también «conductismo informal» o «neo-neoconductismo» (con autores como Neal E. Miller o Charles E. Osgood), nos referiremos más adelante en relación con los cognitivismos, de los que constituye una suerte de antecedente.

JOHN B. WATSON Y EL MANIFIESTO CONDUCTISTA

En 1913, el joven y prestigioso psicólogo estadounidense John B. Watson, que se había distinguido hasta entonces sobre todo por sus trabajos sobre el comportamiento animal, publicó un artículo en el que reclamaba un giro radical a la psicología de su tiempo (Watson, 1913/1982). El artículo llevaba por título «La psicología tal como la ve el conductista», y ha sido considerado generalmente como el escrito fundacional de una nueva escuela psicológica, la escuela conductista, que estaba llamada a ejercer una gran influencia en las décadas siguientes.

John B. Watson (1878-1958) había nacido en Greenville (Carolina del Sur). Estudió en las universidades de Furman y Chicago, bastión esta última del movimiento funcionalista norteamericano. Atraído hacia la psicología por la obra de James R. Angell (1869-1949), se doctoró en 1903 bajo su dirección y la de Henry H. Donaldson (1857-1938) con una tesis sobre la maduración neurológica y psicológica de la rata blanca, si bien serían las ideas marcadamente objetivistas y mecanicistas de otro de sus maestros, el biólogo y fisiólogo Jacques Loeb (1859-1924), las que le dejarían una huella más profunda. Watson permaneció en Chicago como profesor de 1903 a 1908. Allí construyó su propio laboratorio y llevó a cabo sus investigaciones; entre otras, la realizada sobre el papel que desempeñan las claves sensoriales en el aprendizaje de las ratas del recorrido de un laberinto, un estudio que le condujo a eliminar de manera sistemática los órganos de los sentidos de sus animales y que llegaría a ser su trabajo más conocido de esta época (Watson, 1907).

En 1908 James Mark Baldwin (1861-1934), otra figura destacada del funcionalismo estadounidense, le ofreció a Watson una cátedra en la universidad Johns Hopkins, de la que él mismo era catedrático de filosofía y psicología. Tan sólo un año después de su llegada, sin embargo, Baldwin se vio envuelto en un escándalo que le llevó a abandonar la universidad2. Watson quedó entonces a cargo tanto de la dirección del Departamento de Psicología como de la edición de la influyente revista Psychological Review que Baldwin había fundado y dirigido hasta entonces. De este modo, con tan solo 31 años, Watson pasaba a ocupar un lugar crucial en el panorama psicológico norteamericano.

Los años siguientes fueron de gran actividad y productividad, y le llevaron a menudo al borde del colapso nervioso. Además de su famoso artículo de 1913, que pronto empezó a ser conocido como «el manifiesto conductista», publicó dos libros: uno de psicología animal (La conducta: Introducción a la psicología comparada, de 1914) y otro de psicología humana (La psicología desde el punto de vista de un conductista, de 1919). Elegido presidente de la Asociación Psicológica Americana (APA) en 1915, dedicó su alocución presidencial a los reflejos condicionados. Más tarde, durante la intervención americana en la primera guerra mundial, colaboró con el ejército en la elaboración de test para pilotos. Y una vez terminada la guerra emprendió las investigaciones sobre el desarrollo infantil que terminarían dando lugar a otro trabajo célebre: el dedicado a las «reacciones emocionales condicionadas», en el que daba cuenta de los resultados de sus experimentos con el niño «Albertito» y del que hablaremos más adelante (Watson y Rayner, 1920).

En 1920 toda esta fecunda actividad académica se interrumpió abrup­ tamente cuando fue obligado a abandonar la universidad a raíz del escándalo provocado por el proceso de divorcio entablado por su mujer a causa de las relaciones que Watson mantenía con su joven alumna y colaboradora Rosalie Rayner, con la que se iba a casar poco tiempo después. Fue contratado entonces por la agencia de publicidad Walter J. Thompson, de la que muy pronto llegaría a ser vicepresidente. De manera simultánea desarrolló una amplia labor de divulgación de sus puntos de vista psicológicos —en conferencias, programas de radio y artículos en revistas populares— para los que logró una gran audiencia. De gran impacto popular fueron asimismo sus libros de esta época: El cuidado psicológico del niño (de 1928), donde presentaba una concepción extremadamente ambientalista y reglamentada de la crianza infantil; y El conductismo (de 1924, con edición revisada de 1930/1972), en el que ofrecía una última versión de su imagen mecanicista de la conducta humana entendida en términos de reflejos condicionados.

Profundamente afectado por la muerte de su mujer en 1935, Watson puso fin a toda actividad social y se recluyó en su granja de Connecticut, donde pasó sus últimos años entregado a las faenas del campo.

Las posiciones objetivistas de Watson eran ya conocidas desde algún tiempo antes de que, en 1912, fuera invitado por James McKeen Cattell (1860-1944) a desarrollarlas en unas conferencias en la Universidad de Columbia. Fue allí donde realizó por primera vez su famosa declaración programática titulada «La psicología tal como la ve el conductista» —el «manifiesto conductista» al que nos referíamos antes—, un potente alegato contra el modo usual de entender la psicología publicado al año siguiente, cuyo mensaje fundamental se condensaba en estas palabras iniciales:

«La psicología, tal como la ve el conductista, es una rama experimental puramente objetiva de la ciencia natural. Su meta teórica es la predicción y control de la conducta. La introspección no forma parte esencial de sus métodos, ni el valor científico de sus datos depende de la facilidad con que se presten a una interpretación en términos de conciencia. El conductista, en sus esfuerzos por lograr un esquema unitario de la respuesta animal, no reconoce ninguna línea divisoria entre el ser humano y el animal. La conducta del hombre, con todo su refinamiento y complejidad, sólo forma una parte del esquema total de investigación del conductista» (Watson, 1913/1982, p. 400).

Así, Watson reclamaba revisar a fondo la concepción y tarea de la psicología si ésta pretendía alcanzar alguna vez el estatuto científico que parecía venir esforzándose por lograr desde algún tiempo atrás. Para ello proponía, por lo pronto, renunciar a hacer de los fenómenos conscientes y de la introspección su objeto y método propios, que en su opinión no habrían logrado sino conducir a la psicología a estériles especulaciones cada vez más alejadas de los verdaderos intereses humanos. En su lugar, seguía proponiendo Watson, la psicología debía centrarse en la conducta (tanto animal como humana) en cuanto susceptible de lo que él consideraba un estudio objetivo y experimental, al margen por tanto de la posible interpretación de sus datos en términos de conciencia. Así creía él que podría colocarse el objeto de la psicología en el mismo nivel de objetividad que las demás ciencias de la naturaleza, restringiendo como en ellas la conciencia a su condición de instrumento al servicio del científico. Su uso, por tanto, tendría que ser siempre ingenuo y directo, nunca reflejo o reflexivo como el que la psicología introspeccionista se había empeñado en hacer en el pasado, a juicio de Watson, erróneamente. Al fin y al cabo, sostenía, no eran tantos los problemas realmente esenciales de la psicología introspectiva que podrían quedar fuera del alcance de una psicología conductista así entendida; pero hasta esos problemas, auguraba, podrían abordarse en el futuro, cuando lograran desarrollarse métodos conductuales suficientemente sofisticados (Watson, 1913/1982).

ALGUNOS ANTECEDENTES

Pese a lo que la contundencia del tono y la radicalidad del planteamiento pudieran tal vez sugerir, las propuestas watsoniana no brotaban de la nada.

Buena parte del camino que Watson exigía recorrer a la psicología había sido recorrido ya por el movimiento funcionalista en que se había formado (Logue, 1985). El énfasis de los funcionalistas en la actividad de los organismos, en su acción y adaptación como ámbito propio de la psicología, no se hallaba demasiado lejos, en efecto, de la orientación conductual que Watson estaba reclamando para la psicología. Bien es verdad que, a diferencia de Watson, para los funcionalistas se trataba de una actividad de la que la conciencia formaba una parte esencial; pero también lo es que la noción de conciencia distaba mucho de suscitar un acuerdo unánime, y que eran numerosas las voces que, desde las filas del funcionalismo, se venían mostrando muy críticas con ella y con su supuesto modo de acceso, el método introspectivo. Ya en 1904 William James había puesto la cuestión sobre el tapete en un célebre artículo de provocativo título, «¿Existe la conciencia?», que desencadenó un debate que inundó las páginas de las revistas psicológicas de la primera década del siglo (James, 1904/1996). El propio James había cuestionado también, años antes, el uso de la introspección (James, 1884/1993), y las críticas al método introspectivo, así como las notables divergencias en el modo de entenderlo, no había dejado de aflorar y proliferar desde entonces (Wozniak, 1993a).

Para los funcionalistas más interesados en la psicología aplicada, en particular, los conceptos de conciencia e introspección no resultaban muy útiles, preocupados como estaban más bien por la predicción y el control de la conducta que Watson iba a incorporar también a su programa. Uno de los principales exponentes de ese costado aplicado del funcionalismo, James McKeen Cattell, había escrito significativamente a este respecto:

«(N)o estoy convencido de que la psicología deba limitarse al estudio de la conciencia como tal. […] (L)a idea considerablemente extendida de que no hay psicología aparte de la introspección se refuta con el crudo argumento del hecho consumado. En mi opinión, la mayor parte del trabajo llevado a cabo por mí o por mi laboratorio es casi tan independiente de la introspección como el realizado en física o en zoología […] No veo razón alguna por la que la aplicación del conocimiento sistematizado al control de la naturaleza humana no pueda lograr, a lo largo del presente siglo, resultados comparables a las aplicaciones de la ciencia física del siglo xix al mundo material» (Cattell, 1904).

De este modo, la idea de que la psicología pudiera llegar a prescindir de la conciencia y de la introspección había ido haciéndose progresivamente más cercana y familiar a los funcionalistas durante los primeros años del siglo, y así lo reconocía explícitamente el propio Angell, que apuntaba la posibilidad de que el término «conciencia» terminara cayendo en desuso del mismo modo en que lo había hecho en el pasado el término «alma» (Angell, 1913).

Del funcionalismo, o, dicho con más precisión, del evolucionismo que el funcionalismo había adoptado como marco teórico, procedía asimismo otra de las ideas básicas del programa watsoniano, la de la continuidad psicológica entre el ser humano y el animal, que Darwin había explorado en su estudio sobre La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (Darwin, 1872/1984). En él Darwin defendía la continuidad evolutiva de las emociones desde sus formas más sencillas (animales) a las más complejas (humanas), un argumento que sirvió de legitimación e impulso al desarrollo de una tradición de investigación sobre el comportamiento animal originariamente centrada en la comparación de las capacidades psicológicas de las distintas especies. Nacida y cultivada en Inglaterra, como vimos, por figuras como G. Romanes y C. Lloyd Morgan, la psicología comparada arraigó pronto también en los Estados Unidos, donde encontró enseguida el respaldo de los psicólogos funcionalistas, que confiaban en encontrar en ella un sólido soporte empírico a su convicción de la utilidad de la conciencia para adaptarse al medio.

Las críticas al método anecdótico y al enfoque antropomórfico de que, según vimos, adolecía para algunos autores esta primera psicología comparada llevaron a muchos de ellos a intentar dotar a sus investigaciones con animales de lo que a su juicio era un mayor rigor tanto metodológico como teórico o conceptual. El uso de conceptos claramente mecanicistas como el de «tropismo» (puesto en circulación por J. Loeb en este campo), que pretendía hacer innecesaria la referencia a la conciencia para dar cuenta de los comportamientos animales; el esfuerzo creciente de algunos investigadores (como E. L. Thorndike o R. M. Yerkes) por controlar experimentalmente las situaciones de observación de dichos comportamientos; la construcción de aparatos (como el laberinto de W. S. Small o las cajas-problema de E. L. Thorndike) diseñados con la intención de estandarizar las condiciones experimentales a costa de limitar las posibilidades de acción de los animales observados; el confinamiento de esas condiciones dentro de los límites del laboratorio…; todas ellas eran medidas que la psicología animal venía poniendo en práctica desde algún tiempo atrás. Watson, que había hecho sus primeras armas precisamente en el ámbito de la psicología animal, iba a dar a estas medidas un sentido claramente objetivista, y a renunciar así al uso de la problemática noción de conciencia tanto en la psicología animal como en la humana.

La obra de dos autores, E. L. Thorndike e I. P. Pavlov, ejerció una influencia particularmente decisiva en este sentido sobre el conductismo watsoniano. De Edward L. Thorndike (1874-1949) nos hemos ocupado ya con anterioridad, y no será necesario aquí sino recordar algunos de los rasgos más saliente de su enfoque: su asociacionismo (o, por decirlo mejor en sus términos, su «conexionismo», ya que de lo que Thorndike hablaba no era de la «asociación de ideas» sino de la conexión entre estímulos y respuestas, en una clara anticipación del programa conductista, como el propio Watson reconocía), su mecanicismo, su experimentalismo, su cuantitativismo… Su actitud objetivista, en fin, que le llevó a poner la conducta observable en primer plano y a utilizar para investigarla procedimientos susceptibles de ser replicados en las mismas condiciones por otros investigadores. Se trata, como puede apreciarse, de rasgos asimismo característicos de la psicología que Watson propugnaba. Con todo, las referencias de Thorndike a «estados de ánimo» de sus animales como la «satisfacción», el «malestar» o el «enfado» eran aún para Watson residuos de un subjetivismo mentalista que seguía pareciéndole inaceptable.

La obra del fisiólogo ruso Iván P. Pavlov (1849-1936) representa una vuelta de tuerca adicional en la dirección hacia el objetivismo que Watson andaba reclamando. Pavlov, que se había distinguido por los trabajos sobre la digestión que le valieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1904, advirtió en el curso de sus investigaciones que la salivación de sus animales no tenía lugar sólo al contacto directo con la comida, sino que con frecuencia se producía anticipadamente, cuando los perros que utilizaba como sujetos experimentales simplemente veían el alimento u oían los pasos del experimentador al traérselo. Estas «secreciones psíquicas», como las llamó en un principio, no eran propiamente reflejas, ya que no eran suscitadas directamente por los estímulos que originariamente las provocaban (los alimentos) sino que respondían a otros (los pasos del experimentador) que quedaban de algún modo asociados a ellos en un proceso de aprendizaje (o «condicionamiento», como se lo llegó a conocer) a cuyo estudio habría de dedicar Pavlov todos sus esfuerzos a partir de entonces.

Pavlov denominó «incondicionado» al estímulo que de forma innata provocaba la respuesta glandular refleja investigada, que fue a su vez descrita como «incondicionada». Por otra parte, recibieron el nombre de «condicionados» tanto la respuesta producida ante un estímulo distinto del incondicionado en virtud de su asociación con él como el estímulo mismo a él asociado. Así, en un experimento típico, a la presentación de un estímulo neutro como el sonido de un metrónomo, incapaz por sí mismo de provocar salivación alguna, le seguía inmediatamente la de un estímulo incondicionado que sí pudiera provocarla naturalmente, como una cierta cantidad de polvo de carne. Tras emparejar varias veces ambos estímulos, el sonido y el alimento, podía observarse que el estímulo inicialmente neutro había adquirido la capacidad suscitadora del incondicionado, esto es, se había convertido en estímulo condicionado por su asociación con él: la sola presencia del sonido del metrónomo bastaba ahora para que el animal empezase a salivar.

La investigación sobre el condicionamiento llevada a cabo por Pavlov y sus colaboradores del Instituto de Medicina de San Petersburgo no se ciñó sólo a la de la formación de las respuestas condicionadas, sino que abordó también toda una serie de fenómenos relacionados (como la extinción, la generalización, la recuperación espontánea o la discriminación) que han pasado a formar parte del acervo psicológico de nuestros días. Los experimentos se caracterizaron además por incluir la adopción de escrupulosas medidas para neutralizar la influencia de variables extrañas a los experimentos mismos (como el aislamiento de las cabinas experimentales, construidas a prueba de sonidos, vibraciones, olores o cambios de temperatura), o la utilización de una sofisticada técnica de recogida de saliva, que fluía al exterior del animal a través de una cánula inserta en su mejilla y activaba al mismo tiempo un mecanismo capaz de registrar sobre la marcha el número de gotas producidas y el momento exacto de su aparición.

La obra de Pavlov se dio a conocer en los Estados Unidos en 1909 y despertó un gran interés entre los psicólogos norteamericanos (Logue, 1985; Yerkes y Morgulis, 1909). Watson, que vio en ella un modelo de objetividad y precisión en la línea de la ciencia de la conducta que él mismo defendía (esto es, de una conducta entendida exclusivamente en términos de la influencia de estímulos externos y sin referencia, por tanto, a ningún «mundo interior» subjetivo), adoptó el método del condicionamiento que Pavlov proponía para estudiarla, convirtiéndolo en pieza fundamental de su programa. Al impacto recibido de Pavlov vino a sumarse muy pronto el del también ruso Vladimir M. Bechterev (1857-1927), neurofisiólogo y psiquiatra autor de una Psicología objetiva (1907/1965) cuya traducción francesa leyó Watson nada más publicarse (en 1913). Frente a la atención prestada por Pavlov a las respuestas glandulares, Bechterev centró la suya más bien en las respuestas motoras, propugnando una concepción de la conducta humana que permitía entenderla como un conjunto de reflejos motores desde sus niveles inferiores hasta los superiores o de mayor complejidad como el pensamiento, que según él dependería de la actividad de los músculos del habla (como posteriormente iba a sostener asimismo Watson).

En suma, pues, más allá de la retórica de su manifiesto, las propuestas watsonianas eran menos revolucionarias de lo que con frecuencia se ha querido suponer. Acaso su mayor novedad residiera en el ardor propagandístico que Watson puso en defenderlas, incluso mucho tiempo después de retirado del mundo académico (no es casual que fuera la publicidad el campo elegido para su actividad profesional después de abandonar la universidad). Tal vez ello pueda explicar el escaso eco que tuvieron inicialmente, la tibieza y reservas con que fueron recibidas (Samelson, 1981). No hubo, pues, entre los coetáneos de Watson, la conversión masiva y repentina al conductismo que se ha sugerido a veces. Serían más bien psicólogos más jóvenes, de la generación siguiente, quienes llegaran a identificarse con el rótulo de «conductistas» y empezaran a adentrarse por el camino que Watson había desbrozado. Lo hicieron, sin embargo, produciendo desde el principio versiones del conductismo notablemente distintas (Wozniak, 1997). Vamos a verlo en seguida.

EL SISTEMA WATSONIANO

Establecidas las líneas maestras de su el programa en 1913, Watson pasó a desarrollarlas en los años siguientes. El primer tratamiento extenso del enfoque conductista fue su libro La conducta: Introducción a la psicología comparada, que apareció tan sólo un año después del «manifiesto» y constituyó así el primer manual de que dispuso el nuevo conductismo (Watson, 1914/1993). Watson realizaba en él un notable esfuerzo de recopilación de los datos conductuales existentes en relación con el origen de los instintos, la formación de los hábitos y la función de los órganos sensoriales. Y, sobre todo, proporcionaba detalladas descripciones de los métodos y aparatos —para cuya construcción aportaba asimismo indicaciones precisas— utilizados por entonces para llevar a cabo estudios sobre el comportamiento animal. Ese era para algunos el principal mérito del libro, que, en todo caso, tenía la virtud de hacer visible la posibilidad de una psicología concebida y organizada enteramente en términos conductuales, a la par que hacía posible su difusión en el ámbito de la enseñanza universitaria (Wozniak, 1993b).

Ahora bien, el libro sobre La conducta no consiguió dejar definitivamente fijadas las posiciones de su autor sobre una porción de asuntos, entre otras cosas porque el propio Watson las modificó considerablemente poco tiempo después. En particular, la investigación que venía llevando a cabo con los reflejos condicionados desde 1914 (en colaboración con Karl Lashley) le condujo a desechar sus ideas iniciales sobre la posibilidad de que el medio afectase a la conducta a través de la trasmisión de caracteres adquiridos (una posición lamarquista que el creciente desarrollo de la genética había ido desacreditando) para asentar en él el convencimiento de que la mayor parte del comportamiento humano es aprendido. Un nuevo manual, La psicología desde el punto de vista de un conductista (Watson, 1919/1994), el primero en extender el análisis conductista a las funciones psicológicas humanas, iba a reflejar ya esas modificaciones.

«La psicología es aquella parte de la ciencia natural que toma como objeto la actividad y la conducta humanas», comenzaba su nuevo escrito (Watson, 1919/1994, p. 1). De acuerdo con el procedimiento habitual seguido por las ciencias naturales, Watson proponía someter a análisis los fenómenos conductuales a fin de hallar en ellos los elementos más simples en que pudieran descomponerse, para buscar luego las leyes de su composición en síntesis superiores. Llegaba así a los estímulos y las respuestas como las unidades últimas, los átomos comportamentales a partir de los cuales (y de sus combinaciones) esperaba poder llegar a explicar, predecir y controlar hasta las conductas más complejas.

De acuerdo con ello, en tanto que ciencia natural la psicología sólo podría admitir datos públicamente observables, datos obtenidos con métodos considerados objetivos. El método introspectivo, de carácter privado, no tenía cabida, pues, en el sistema de Watson, que iba a proponer sólo los siguientes como aceptables. Por lo pronto, la observación, base de todos los demás y susceptible de practicarse con o sin la ayuda de instrumentos. En segundo lugar, el método de los reflejos condicionados, consistente en emparejar estímulos distintos con el fin de obtener del organismo respuestas asociadas a estímulos diferentes de los que inicialmente las provocaban; Watson lo iba a emplear particularmente en su estudio del desarrollo emocional del niño, como veremos. Reconocía asimismo la validez del método del informe verbal, sustituto conductual, por así decirlo, de la introspección; porque, aunque la introspección no era aceptable por privada, subjetiva y poco fiable, sí podían serlo en su opinión los informes verbales de los sujetos en tanto que reacciones puramente motoras objetivamente observables. Por último, Watson se refería también al método de los test, si bien entendidos estos siempre en términos de conducta, no como medida de supuestas cualidades mentales inobservables; de este modo, los test no medirían la inteligencia o la personalidad, como solía ser su objetivo, sino tan sólo las respuestas del sujeto en la situación estimular de realizar el test.

Establecidos el objeto y los métodos de la psicología conductista, Watson pasaba a describir la estructura anatómica y el funcionamiento fisiológico de los receptores sensoriales, los efectores y el sistema nervioso en general. Pero es en el tratamiento subsiguiente de los tres grandes sistemas de hábitos de que a su entender se compone la personalidad humana (emocionales, corporales explícitos y corporales implícitos) donde reside lo más personal de su aportación.

Watson definía las emociones, como no podía ser de otro modo, en términos estrictamente conductuales. «Una emoción —escribió— es una ‘pauta de reacción’ hereditaria que implica cambios profundos en el mecanismo corporal como un todo, pero en particular en los sistemas visceral y glandular» (Watson, 1919/1994, p. 195; cursivas en el original). Las emociones son, pues, reacciones del organismo, respuestas corporales a estímulos específicos que producen en él cambios corporales tanto internos (glandulares y viscerales) como externos (aceleración del pulso, rubor, etc.). Estas «pautas de reacción» son además hereditarias, o lo son originariamente; porque muy pronto sufren modificaciones, bien por su asociación a estímulos nuevos por un proceso de condicionamiento, bien por su integración en hábitos complejos mediante su coordinación con otras reacciones habituales. Después de un detenido estudio de más de 500 niños en la clínica psiquiátrica de la universidad, Watson llegó a la conclusión de que no había más que tres emociones verdaderamente primitivas y básicas, no aprendidas, que se manifestasen en los niños desde que nacen: el miedo (producido por ruidos fuertes y la pérdida súbita de la base de sustentación), la ira (provocada por la obstaculización de los movimientos corporales) y el amor (suscitado por mecimientos, caricias y, en general, la estimulación de las zonas erógenas). Todas las demás respuestas emocionales, tanto del niño como del adulto, no serían sino el resultado de una combinación de estas tres o del aprendizaje por condicionamiento.

Watson intentó comprobar la validez de su teoría de la emoción en un experimento en el que utilizó un bebé de 11 meses, «Albert B», como sujeto experimental (Watson y Rayner, 1920). El experimento consistía en inculcar en el niño una reacción de miedo a una rata blanca que no se lo daba antes de iniciar las sesiones experimentales. El procedimiento utilizado fue golpear fuertemente una barra de hierro con un martillo cada vez que la rata aparecía en el campo visual del niño. Al cabo de siete ensayos, Albertito lloraba y se apartaba rápidamente de la rata en cuanto la veía. Después, Watson comprobó que el miedo adquirido mediante este proceso de condicionamiento se había generalizado a otros objetos peludos en cierto modo similares a la rata blanca (un conejo, un abrigo de piel de foca, una careta de papá Noel y hasta el pelo del propio Watson). Finalmente, constató que los miedos de Albertito no se habían extinguido y seguían aún bien presentes en él al cabo de un mes. De este modo pretendía ilustrar Watson la manera en que se adquieren y complican las reacciones emocionales a lo largo de la vida de los individuos.

La idea de Watson había sido además llegar a eliminar estos miedos artificialmente inculcados en el niño, pero ello no fue posible porque su madre se lo llevó de la clínica antes de que pudiera ponerse en marcha esta última fase del experimento. Fue una alumna suya, Mary Cover Jones (1897-1987), quien en cierto modo lo continuó y culminó al lograr eliminar el miedo a los conejos de otro niño por el procedimiento de mostrarle uno de estos animales desde una distancia lo suficientemente grande como para no provocar en él más que una respuesta muy débil, e írselo acercando poco a poco, en ensayos sucesivos, hasta lograr que el niño acariciara al conejo con una mano mientras comía tranquilamente con la otra (Jones, 1924; Watson, 1930/1972). Suele considerarse este trabajo como precursor de la llamada «terapia de conducta», una forma de tratamiento psicológico basado en la modificación de la conducta desadaptativa mediante la aplicación de los principios del aprendizaje que no se haría popular hasta varias décadas después.

Si los hábitos emocionales implicaban sobre todo a vísceras y glándulas, eran los músculos estriados, según Watson, los principalmente involucrados en la formación de los hábitos corporales explícitos, esto es, los de movimientos tales como abrir la puerta, jugar al tenis o tocar el violín (Watson, 1919/1994, p. 273). Estos hábitos se forman, a su entender, de acuerdo con el proceso de ensayo y error observado por Thorndike en el comportamiento de los gatos encerrados en las «cajas problema» (Thorndike, 1898/1993). Como ellos, los niños pequeños se enfrentan a sus «problemas» (abrir una caja, por ejemplo) realizando multitud de movimientos al azar hasta que alguno de esos manoteos aleatorios consigue resolver el problema de manera accidental. Los movimientos exitosos se van fijando luego poco a poco gracias a su repetición. Su aprendizaje o incorporación al repertorio conductual del organismo responde así no tanto a la ley del efecto formulada por Thorndike (que Watson, como hemos visto, rechazaba por sus connotaciones aún mentalistas) cuanto a las más sencillas leyes asociativas de la recencia y la frecuencia: el movimiento correcto se aprende porque es el último de la serie de movimientos realizados y por tanto el más reciente; pero es también el más frecuente, porque es el único que termina repitiéndose en todos los ensayos.

Los hábitos más complejos serán el resultado de la integración de movimientos o series de movimientos más simples. Cuando un hábito empieza a formarse, cada una de las respuestas que lo integran permanecerá ligada al estímulo externo concreto que la provoca; pero cuando el hábito ya está formado —esto es, cuando ya se ha aprendido y se ha consolidado— deja de ser necesaria esa conexión; bastará con que se dé el estímulo de la primera respuesta de la serie para que se desencadenen automáticamente todas las demás: la primera respuesta actuará en este caso como estímulo interno o cenestésico de la siguiente —sustituyendo así al estímulo externo—, y así sucesivamente hasta completar la serie.

Junto a los hábitos corporales explícitos, Watson reconoce también la existencia de otros implícitos, correlato o versión watsoniana de los procesos de pensamiento. Porque el pensamiento, para Watson, no era otra cosa que el resultado de la transformación de ciertos hábitos corporales explícitos, fundamentalmente lingüísticos o verbales, en hábitos implícitos, esto es, interiorizados por el individuo a lo largo de su desarrollo. En otras palabras, los hábitos verbales tempranos, que se forman inicialmente como hábitos corporales explícitos, van dejando poco a poco de exteriorizarse por obra de la presión social: los padres y maestros obligan a los niños a dejar de hablar en voz alta cuando hablan consigo mismos; y es a esta conducta motora implícita a la que se da el nombre de pensamiento. Así, el pensamiento no sería más que un habla subvocal, un silencioso hablar con uno mismo, que involucraría sobre todo a los músculos de la lengua y la laringe, aunque —según iba a reconocer Watson más adelante— todo el cuerpo estaría en rigor implicado en el proceso (Watson, 1924). Watson intentó repetidamente verificar esta teoría mediante el registro de los movimientos de lengua y laringe que pudieran observarse durante la realización de ciertas tareas de pensamiento, pero los resultados de su investigación (en su opinión por falta de instrumentos de registro suficientemente sensibles) distaron mucho de ser satisfactorios.

El texto concluye con una referencia a la personalidad, que Watson entendió como el conjunto de todos los sistemas de hábitos que el individuo adquiere a lo largo de su vida, así como a sus trastornos, entendidos a su vez en términos más conductuales que orgánicos. Por eso sugería Watson que el «tratamiento» de esos trastornos se llevase a cabo sobre la base de los principios del aprendizaje y se orientase a hacer posible la reconfiguración de los hábitos perturbadores. De este modo, el «readiestramiento» (o la «cura»), no sería «ni más ni menos misterioso y maravilloso que enseñar al niño a alcanzar una golosina o a retirar la mano de la llama de una vela» (Watson, 1919/1994, p. 420).

Como ha señalado acertadamente el historiador Robert Wozniak (1994), La psicología desde el punto de vista de un conductista lograba presentar de manera bastante coherente una amplia variedad de fenómenos conductuales en términos de estímulos y respuestas, desde las reacciones emocionales de los niños hasta el pensamiento, la personalidad y la psicopatología de los adultos. Su estructura general iba a servir así de modelo a muchas aproximaciones posteriores al estudio de la conducta. De este modo, el libro desempeñaría un papel crucial en el proceso de aculturación conductual de los psicólogos más jóvenes.

LA ESTELA DE WATSON

Obligado a abandonar brusca y prematuramente la universidad en 1920, Watson no tuvo tiempo de crear una verdadera escuela. Sus seguidores inmediatos no fueron, pues, en sentido riguroso, discípulos suyos, y en muchos casos sus posiciones se alejaron considerablemente de las watsonianas. De este modo, el conductismo de los conductistas más tempranos, los que fueron dándose a conocer a lo largo de la década de 1920, distó mucho de constituir un movimiento compacto dotado de unidad teórica y se desplegó más bien en direcciones diversas no siempre compatibles entre sí.

Hasta ocho variedades diferentes ha distinguido R. Wozniak (1994) en el conductismo de estos primeros años4. Entre todas ellas había, claro está, notables discrepancias en torno a algunas cuestiones fundamentales: la posibilidad de explicar la conducta enteramente en términos del funcionamiento del sistema nervioso, el papel concreto que en ello pudiera desempeñar el cerebro, la parte relativa que pudiera caber a los mecanismos innatos y adquiridos en la organización de la conducta, o la función asignada a los conceptos mentales en su teorización, eran algunas de ellas.

Pero había también considerables convergencias, un núcleo común de concordancias que tenían que ver, por lo pronto, con la necesidad de concebir la psicología como una ciencia de la conducta. Ello implicaba —o así lo entendían los primeros conductistas— renunciar a la idea de la causalidad inmaterial tradicionalmente vinculada a las nociones de alma y conciencia de la psicología filosófica y mentalista, así como comprometerse con una forma de hacer ciencia basada en la observación y la experimentación, con un marcado énfasis en lo públicamente observable.

Por lo que respecta a la conducta estudiada, había entre los primeros conductistas un amplio consenso en entenderla como una respuesta organizada de ajuste del organismo a la estimulación. Se asumía que esta estimulación podía provenir tanto del medio externo como del interior del propio organismo, por lo que la conducta tendía a considerarse como una función de ambos tipos de condiciones estimulares. Los mecanismos y formas fundamentales de respuesta, por su parte, se suponían idénticos en los seres humanos y en los animales, lo que con frecuencia llevaba a extrapolar los hallazgos de la conducta animal (interpretados por lo demás en términos muy simples) a la humana de manera no suficientemente crítica. Había además un acuerdo bastante generalizado en clasificar las respuestas en tres grandes categorías: instintivas o somático-hereditarias, habituales o somático-adquiridas (probablemente las más investigadas por este conductismo temprano) y emocionales o viscerales (hereditarias y adquiridas), todas ellas catalogadas a su vez como explícitas o implícitas en función de su accesibilidad a la observación directa. En cuanto a las categorías mentalistas, se tendía a redefinirlas en términos conductuales o a prescindir de ellas por completo (Wozniak, 1994 y 1997).

En suma, al calor de las propuestas de Watson y al amparo del progresivo descrédito de la introspección, el conductismo fue desarrollándose en múltiples direcciones y calando poco a poco en la conciencia la psicología norteamericana (en su conducta, habría que decir más bien, para ser fieles al espíritu que la inspiraba). Su renuncia a una psicología entendida como ciencia de la conciencia y su firme apuesta por hacer de la conducta su objeto de estudio pudo así allanar el camino de un «nuevo conductismo», más sofisticado teóricamente, que a comienzos de los años 30 pasaría a convertirse en la orientación psicológica dominante.