La psicología de la Gestalt

EL PUNTO DE VISTA DE LA GESTALT

La psicología de la Gestalt representa una reacción radical contra el modo establecido de entender la psicología a comienzos del siglo XX. Aunque la crítica gestaltista se dirigía inicialmente contra algunos aspectos fundamentales de la tradición experimentalista de la psicología alemana, fue progresivamente desplazándose hacia las posiciones características del conductismo americano, aquejadas a su entender de los mismos problemas esenciales. La escuela de la Gestalt estuvo encabezada por tres psicólogos alemanes que llegarían a gozar de un gran prestigio en todo el mundo, Max Wertheimer (1880-1943), Kurt Koffka (1886-1941) y Wolfgang Köhler (1887-1967); se desarrolló principalmente en las universidades de Fráncfort y Berlín, y alcanzó su máximo esplendor durante la década de 1920 y los primeros años de la de 1930 (Ash, 1995).

De acuerdo con la caracterización de Wertheimer, líder e inspirador intelectual de la nueva escuela, la psicología dominante del momento se basaba en lo que, en su opinión, eran dos supuestos teóricos inaceptables que denominó respectivamente «hipótesis del mosaico» e «hipótesis de la asociación» (Wertheimer, 1922/1974, p.12). La «hipótesis del mosaico» se refería a la suposición de que los fenómenos mentales complejos consisten en una suma de contenidos o componentes elementales, básicamente de carácter sensorial. La «hipótesis de la asociación», por su parte, suponía que la unión de esos contenidos era de carácter extrínseco, es decir, que no tenía nada que ver con su naturaleza específica, sino que se debía a factores como la frecuencia o la contigüidad de su presentación ante la conciencia, ajenos por tanto a los contenidos mismos que quedaban así relacionados.

Ahora bien, argumentaba Wertheimer, este tipo de conexiones mentales consistente en la mera suma o yuxtaposición de contenidos era sumamente infrecuente, y sólo se daba en ciertas condiciones muy concretas (como en situaciones de fatiga extrema o específica y artificialmente diseñadas en el laboratorio precisamente para propiciar en el sujeto la recepción «troceada» del material que se le mostraba). No era por tanto correcto ni adecuado tratar como típico de los acontecimientos mentales un caso tan raro y especial. Haberlo hecho así había conducido a un tipo de psicología que, en aras de la precisión científica supuestamente facilitada por este procedimiento, había ido perdiendo de vista la experiencia vivida y cotidiana, la experiencia del sentido común, a la que era ahora necesario regresar.

Los gestaltistas exigían por tanto que la psicología recuperase la experiencia directa, inmediata; la experiencia ingenua del «hombre de la calle» (no la del introspeccionista entrenado en los laboratorios psicológicos), anterior a cualquier preconcepción teórica que pudiese condicionar su vivencia o sesgar su interpretación. Wolfgang Köhler, otro de los grandes representantes de la escuela gestáltica, lo expresaba así:

«Para la psicología parece haber un punto de partida único, exactamente como para las demás ciencias: el mundo, y éste, con el aspecto que nos presenta cuando lo contemplamos de manera ingenua y sin aplicar el sentido crítico» (Köhler, 1929/1967, p. 17).

Los gestaltistas se inscribían de este modo en la órbita de Brentano y de la fenomenología, el movimiento filosófico y psicológico liderado por Edmund Husserl (1859-1938) que, con el lema de «volver a las cosas mismas», abogaba por un retorno a esa experiencia preteórica que también los representantes de la nueva escuela psicológica estaban propugnando (Spiegelberg, 1972 y 1982).

Porque, en efecto, lo que la experiencia ingenua, preteórica, ofrece no son manojos de sensaciones o matices sensoriales (como parecían pretender los psicólogos experimentales en la estela del Wundt del laboratorio) sino «cosas», «objetos» dotados de unidad y de sentido. Cuál sea su realidad más allá de la experiencia que tenemos de ellos es una cuestión que no compete al psicólogo dilucidar; lo que sí le interesa al psicólogo es hacerse cargo de esa experiencia tal como ella se da, sin desvirtuarla por supuestas razones teóricas o sistemáticas. Es por tanto esa experiencia la que deberá constituir su punto de partida y su punto de llegada, el origen y la meta de su explicación.

En tanto que punto de partida, la experiencia debía abordarse por lo pronto de una manera descriptiva, atendiendo a sus peculiaridades cualitativas y registrándolas escrupulosamente. Köhler reprochaba a la psicología de su tiempo, y en particular al estructuralismo y al conductismo, su afán por cuantificarlo todo, un exceso censurable que él atribuía al intento de emular a la ciencia física en un estado avanzado de su desarrollo. Antes de llegar a este estado, sin embargo, y de hacerse con sus refinados procedimientos cuantitativos, todas las ciencias (la física incluida) tuvieron que pasar por otros estados menos evolucionados en los que era imprescindible atender a la experiencia cotidiana y a las exigencias propias de sus objetos respectivos. Köhler advertía así sobre los riesgos de una cuantificación prematura, que podría llevar a centrar la atención preferentemente en lo susceptible de medida y a pasar en cambio por alto otros procesos y fenómenos que aún no lo eran, por más que pudieran ser de la mayor importancia (Köhler, 1929/1967). Los gestaltistas, de hecho, en su empeño por adaptar sus métodos a los problemas estudiados, hicieron un amplio uso de los procedimientos que ponía a su disposición la metodología científica, desde la observación naturalista, con una intervención mínima en las actividades de los sujetos observados, hasta la experimentación de laboratorio, con su cuidadosa manipulación y control de las variables en juego.

En tanto que meta de la explicación, por otra parte, la experiencia debía dejar de concebirse en términos de resultado o construcción a partir de átomos o elementos psíquicos (explicación desde abajo) para hacerlo en cambio en términos de formas, estructuras o totalidades (explicación desde arriba), que es a lo que alude el término «Gestalt» que da nombre a la escuela. «Gestalt», en efecto, es una palabra alemana que se ha solido traducir por «forma», «configuración» o «estructura», pero que ha terminado por imponerse en su forma original como parte del vocabulario psicológico habitual en español. La noción de Gestalt hacía referencia a un todo articulado, un sistema cuyas partes se relacionan dinámicamente entre sí y con la totalidad a la que pertenecen; una totalidad integrada, pues, en la que cada parte tiene el lugar y la función que le vienen exigidas por la naturaleza misma del conjunto (Wertheimer, 1991). La tesis subyacente al empleo de este término era sintetizada por Wertheimer con estas palabras:

«Lo dado está en sí mismo “estructurado” (“gestaltet”) en diversos grados, consiste en todos y procesos totales estructurados más o menos definidamente, con sus leyes y propiedades totales, tendencias totales características y determinaciones totales de partes. Los “trozos” aparecen casi siempre como “partes” en procesos totales» (Wertheimer, 1922/1974, p. 14. Cursivas en el original).

Dicho de otro modo, la experiencia no se presenta despiezada en trozos o componentes elementales y sin sentido, sino integrada en totalidades, estructurada significativamente (esto es, compuesta de partes interdependientes). Estas totalidades poseen características y leyes que les son propias y que no se dan sin embargo en los elementos que las componen. Por eso es inútil intentar explicar la experiencia a partir de sus elementos, ya que las totalidades estructuradas o Gestalten poseen propiedades, como tales totalidades, de las que sus elementos carecen. Los todos resultan ser así distintos de la suma de sus partes, por decirlo brevemente con frase hecha.

El procedimiento explicativo tendrá que ser por tanto más bien el inverso. Son las partes las que tendrán que ser explicadas a partir de los todos en los que se integran, ya que su comportamiento viene determinado por la naturaleza de esos todos a los que pertenecen. Dicho con «fórmula» de Wertheimer:

«La “fórmula” fundamental de la teoría de la Gestalt puede expresarse así: hay todos cuya conducta no está determinada por la de sus elementos individuales, sino donde los procesos parciales mismos están determinados por la naturaleza intrínseca del todo. La esperanza de la teoría de la Gestalt es determinar la naturaleza de tales todos» (Wertheimer, 1925/1974, p. 2).

Con anterioridad a la insistencia de Wertheimer y los gestaltistas en las totalidades y al reconocimiento de la independencia de esas totalidades respecto de sus componentes individuales, el físico y filósofo Ernst Mach (1838-1916) ya había llamado la atención sobre la existencia de unas «sensaciones de forma» espaciales y temporales (como las referidas a las figuras geométricas y a las tonadas musicales) que consideraba asimismo independientes de sus elementos. Un círculo, por ejemplo, conservaría su forma espacial, su circularidad, por más que cambiasen su color, su tamaño u otro cualquiera de sus elementos. En esa misma línea, Christian von Ehrenfels (1859-1932), discípulo de Brentano y maestro de Wertheimer en Praga, habló también de unas «cualidades gestálticas» o formales de la experiencia (Gestaltqualitäten) que le parecían irreductibles a las sensaciones elementales de que se componen. La melodía es su ejemplo más característico: una melodía resulta perfectamente identificable aun cuando se transporte a una tonalidad diferente y no conserve, por tanto, ninguno de sus sonidos originarios. Ahora bien, tanto las «sensaciones de forma» de Mach como las «cualidades gestálticas» de von Ehrenfels eran interpretadas por sus proponentes también en términos elementalistas. Lo que Mach y von Ehrenfels hacían, pues, no era sino añadir un elemento nuevo a los ya conocidos y estudiados por la psicología al uso, sin cuestionar la validez del enfoque. Lo que los psicólogos de la Gestalt pretendían, por el contrario, era acabar de raíz con el elementalismo en psicología.

Por lo demás, las totalidades, formas o estructuras (Gestalten) que según los gestaltistas constituyen la experiencia psicológica o vida mental de la que los psicólogos han de ocuparse, no se dan en el vacío, sino que se hallan en estricta correspondencia con otras estructuras fisiológicas del organismo que subyacen a ellas. A esta correspondencia estructural entre la experiencia mental y los procesos cerebrales subyacentes los gestaltistas le dieron el nombre de «isomorfismo», una hipótesis teórica con la que pretendieron dar respuesta al viejo problema filosófico y psicológico de la relación mente-cuerpo, el conocido como «problema psicofísico».

Así, pues, los psicólogos de la Gestalt se oponían a una psicología molecular o elementalista que entendían asentada en un modelo de ciencia caduco inspirado en la física newtoniana y la geometría cartesiana. Defendían en cambio otra de carácter molar o global, centrada en las totalidades que configuran la experiencia, cuya inspiración procedía más bien del concepto de campo manejado por la física moderna. Los campos electromagnéticos, por ejemplo, se concebían como sistemas gestálticos de fuerzas en constante interacción; eran, en efecto, sistemas dinámicos cuyo funcionamiento no dependía de sus elementos materiales concretos, sino que poseían cualidades propias que no se derivaban de ellos. La noción de campo les permitía así concebir tanto la actividad consciente (en tanto que campo psicológico) como la actividad cerebral (en tanto que campo neurológico) y su relación (que sería isomórfica o estructuralmente idéntica en ambos tipos de procesos dinámicos de campo).

EL PUNTO DE PARTIDA: EL FENÓMENO FI

Suele considerarse el trabajo de Max Wertheimer «Estudios experimentales sobre la percepción del movimiento», de 1912, como el punto de partida de la escuela, su escrito fundacional.

Max Wertheimer (1880-1943) nació en Praga y estudió en la Universidad Carolina de esa ciudad. Orientado inicialmente hacia el estudio del derecho, pronto fueron la filosofía y la psicología las que atrajeron principalmente su interés. Asistió a las clases de Christian von Ehrenfels (18591932), cuyas investigaciones Sobre las cualidades gestálticas (1890) habrían de causarle viva impresión. Continuó luego su formación en Berlín junto a Carl Stumpf (1848-1936), el filósofo y psicólogo autor de La psicología de los sonidos (1883 y 1890), y se doctoró finalmente en Wurzburgo, en 1904, bajo la dirección de Oswald Külpe (1862-1915). Tras unos años de actividad investigadora en varios centros intelectuales europeos (Praga, Viena, Berlín), inició su carrera académica en Fráncfort, donde permaneció como profesor entre 1910 y 1916. En este último año se trasladó al Instituto Psicológico de Berlín, para volver de nuevo a Fráncfort, ya como catedrático, en 1929. Con el ascenso de Hitler al poder, Wertheimer, que era judío, cobró conciencia enseguida del peligro que corría su vida en Alemania y se trasladó con su familia a los Estados Unidos, un destino que compartió con los principales miembros de la escuela. Ocupó entonces una cátedra en la New School for Social Research de Nueva York, y allí permaneció ya hasta su muerte, sobrevenida diez años más tarde (King y Wertheimer, 2005).

En 1910 Wertheimer inició en Fráncfort sus estudios sobre el «movimiento aparente», esto es, sobre la impresión psicológica de movimiento que se obtiene a partir de estímulos físicos discontinuos en determinadas condiciones espacio-temporales. Utilizando a Köhler, a Koffka y a la mujer de este último, Mira, como sujetos experimentales, y con un taquistoscopio como instrumento para la presentación de los estímulos, Wertheimer diseñó el experimento clásico que dio el primer impulso al despegue de la nueva escuela.

El experimento típico (Wertheimer realizó numerosas variaciones expe­rimentales sobre este mismo tema) consistía en lo siguiente. Se exponía a los sujetos a dos estímulos luminosos mostrados a través de dos pequeñas ranuras situadas en el mismo plano, una vertical y otra ligeramente inclinada respecto de la primera, y se manipulaba sistemáticamente el intervalo de tiempo que mediaba entre la presentación de ambos estímulos. Cuando el intervalo entre uno y otro era relativamente largo (mayor de 200 milisegundos), los sujetos veían dos luces sucesivas, una procedente de una de las ranuras y otra de la otra. Cuando el intervalo era relativamente breve, en cambio (menor de 30 milisegundos), los sujetos dejaban de percibir la sucesión de los dos estímulos luminosos, y veían en su lugar las dos ranuras luciendo simultáneamente. Con un intervalo de presentación intermedio, por otra parte, cuyo valor óptimo se situaba en torno a 60 milisegundos, los sujetos percibían una única luz que se desplazaba de una de las ranuras o fuentes luminosas a la otra sin solución de continuidad (una impresión de movimiento que resultaba indistinguible del movimiento real). Finalmente, cuando ese intervalo óptimo se reducía ligeramente por debajo de los 60 milisegundos, lo que se obtenía era una impresión de movimiento sin objeto alguno que se moviese, un resultado que Wertheimer denominó «movimiento puro», «movimiento fenoménico» o, simplemente, «fenómeno fi» (ϕ) (Boring, 1942 y 1950; Steinmann, Pizlo y Pizlo, 2000).

El fenómeno fi tenía para Wertheimer unas implicaciones teóricas sumamente importantes. Porque se trataba de un fenómeno unitario que no se dejaba explicar mediante el análisis en componentes sensoriales elementales. Por exhaustivo que fuera el examen introspectivo a que sometiéramos esta experiencia, nunca encontraríamos su cualidad distintiva (el movimiento percibido) en los elementos sensoriales que la componen (los dos destellos luminosos). Era preciso ampliar el foco al contexto, a las condiciones espacio-temporales concretas en que estos destellos aparecen, para poder dar cuenta del fenómeno total. El todo (constituido en este caso por el fenómeno fi, esto es, la experiencia del movimiento que se obtiene en las condiciones descritas) resultaba ser así diferente de la suma de sus partes (los estímulos luminosos estáticos, en ninguno de los cuales podía descubrirse la propiedad del movimiento que se observaba sin embargo en el fenómeno en cuestión); una afirmación que vino a convertirse en el lema de la escuela.

El fenómeno fi ponía de este modo inmejorablemente de relieve las insuficiencias del enfoque de la psicología introspeccionista, elementalista y asociacionista cuestionado por los gestaltistas, que el estructuralismo de Titchener había conducido al extremo. El fenómeno fi era un fenómeno total, no susceptible al análisis atomista y abstracto que venía imponiendo la tradición psicológico-experimental al uso. Para este y otros muchos fenómenos de características similares se imponía, como ya hemos dicho, un nuevo marco interpretativo que procediese a la inversa: en vez de intentar explicar el todo desde unas partes determinadas de antemano por los prejuicios teóricos del experimentador, se trataría de reconocer que son las partes las que vienen a hacerse inteligibles desde el todo, que les otorga en él su papel característico. Porque, en la inmediatez de nuestra experiencia, la totalidad es anterior a las partes (como pone de manifiesto el fenómeno fi), y es desde ella desde donde las partes mismas adquieren sentido como integrantes y coadyuvantes en la configuración de la totalidad.

No se trataba por tanto de renunciar al análisis, como a veces se ha atribuido erróneamente a la psicología de la Gestalt, cuanto de despojarlo de la artificiosidad propuesta por el atomismo psicológico. El análisis gestaltista pretendía ser un análisis significativo y proceder por tanto del reconocimiento de los fenómenos totales, tal como se presentan en la experiencia, hasta el descubrimiento de las partes y relaciones naturales que los configuran. Como lo expresó Köhler en cierta ocasión:

«El análisis de las partes genuinas constituye en la psicología de la configuración [Gestalt] un procedimiento perfectamente legítimo y necesario. Es también más fecundo que cualquier análisis de las sensaciones locales que, en sí, no son partes genuinas de las situaciones ópticas» (Köhler, 1929/1967, p. 143).

LA ORGANIZACIÓN DE LAS PERCEPCIONES: LOS EXPERIMENTOS DE MAX WERTHEIMER

El fenómeno fi no era más que un ejemplo, claro está, pero de enorme valor ejemplar. Porque en él se ponía inequívocamente de manifiesto una de las tesis fundamentales de la psicología de la Gestalt: la de que en la experiencia cotidiana e inmediata las percepciones no se presentan en «mosaicos» o conjuntos de sensaciones sueltas o independientes, sino en agrupaciones organizadas o totalidades integradas y unitarias. En un célebre trabajo de 1923, «Investigaciones sobre la doctrina de la Gestalt», Wertheimer avanzaría en la dirección de determinar experimentalmente, a partir de estímulos visuales muy sencillos, los principios o leyes que rigen la configuración de esas totalidades perceptivas (Wertheimer, 1923/1974). Estos principios básicos, que se han considerado a veces como la contribución más importante de la psicología de la Gestalt, se describen prácticamente en todos los manuales generales de psicología, por lo que bastará con recordar aquí brevemente algunos de ellos.

Un primer factor que Wertheimer encuentra decisivo para la agrupación natural de los estímulos en la percepción es lo que llamó el «factor de proximidad»; es decir, el hecho de que los estímulos que están próximos a otros tiendan por lo general a aparecer ante el observador como formando parte con ellos de un mismo grupo. En la figura 1.1), por ejemplo, no son 14 puntos aislados lo que se percibe, sino que, en función de su cercanía, los puntos aparecen agrupados de dos en dos y formando, por tanto, siete grupos claramente diferenciados.

Pero el de proximidad no es el único factor que interviene en la agrupación perceptiva; hay otros. Entre ellos, el «factor de semejanza», que hace que, en igualdad de condiciones, se presenten como naturalmente agrupados los estímulos que son similares. En la figura 1.2) puede verse un agrupamiento de puntos en el que la semejanza prevalece sobre la proximidad.

No menos relevante es un «factor de dirección» en algunas disposiciones estimulares como la de la figura 1.3). En este caso, aunque los puntos de las líneas A y C puedan estar más alejados entre sí que los de las líneas A/B o B/C, se tienden a percibir agrupados los de las líneas A/C por compartir la misma dirección. Lo que vemos, por tanto, son dos líneas, una horizontal y otra vertical (u oblicua, en el segundo caso) independientemente de la mayor o menor proximidad de los puntos que las componen. Así, pues, el «factor de dirección» es aquí el predominante.Otro importante principio señalado por Wertheimer es el «factor de cierre», por el que las figuras cerradas tienden a percibirse unitariamente. Es el caso, por ejemplo, de la elipse y el rectángulo de la figura 1.4, que se perciben como tales elipse y rectángulo, y no como meras líneas inconexas, entrecruzadas sin sentido.

Todos estos principios o factores de organización perceptiva, junto con otros que no podemos detenernos a ilustrar aquí, fueron subsumidos por los gestaltistas bajo una ley general de la que todos estos factores no serían sino casos particulares. Es la que llamaron «ley de la buena Gestalt» (o «buena figura»), según la cual las percepciones tenderían siempre a organizarse en las formas más simples, regulares, simétricas y equilibradas posibles. Esta ley general sería la que permitiría entender por qué la imagen de la figura 1.5 se percibe como un rombo y un hexágono (ambos regulares), en lugar de verse como dos hexágonos (irregulares).

No puede dejar de mencionarse en este contexto el fenómeno de organización perceptiva quizá más básico de todos, el de «figura-fondo», investigado en 1912, de forma paralela e independiente de los estudios de Wertheimer, por el psicólogo danés Edgar J. Rubin (1886-1951) en la Universidad de Gotinga. Aunque Rubin no pertenecía al núcleo «duro» de los psicólogos de la Gestalt y ni siquiera era miembro «oficial» de la escuela, era evidente que los principios teóricos en que se inspiraban sus investigaciones eran muy semejantes a los de los gestaltistas, que saludaron con entusiasmo sus hallazgos y los incorporaron de inmediato a su propio corpus doctrinal.

Rubin descubrió que el campo perceptivo se presenta por lo pronto organizado en dos grandes partes o dimensiones. Una de ellas ocupa el primer plano y atrae de inmediato la atención, posee contornos bien nítidos y tiene una forma definida, un cierto carácter objetual o «cósico»: es la «figura». La otra es el «fondo» sobre el que la figura se recorta; contrariamente a la figura, el fondo aparece desprovisto de forma y como por detrás de ella, como envolviéndola.

Para los gestaltistas se trataba de un fenómeno sumamente significativo e importante porque venía a confirmar una de sus principales tesis: la de que la percepción no es una cuestión de sensaciones inconexas, sino que se da desde el principio de forma organizada. El fenómeno figura-fondo aparece, en efecto, como la primera distinción que se presenta cuando el sujeto se enfrenta a algún patrón estimular; se da incluso cuando la rapidez de la estimulación impide distinguir la forma de la figura. Lo cual, en su opinión, estaría indicando que se trata de una distinción u organización espontánea, no aprendida, resultante más bien de la estructura innata del sistema nervioso. Así parecería sugerirlo, en efecto, el hecho de que en las figuras llamadas «reversibles» sólo sea posible percibir de forma alternativa, nunca simultánea, las dos figuras de que están compuestas. Las famosas «copa de Rubin», «mi mujer y mi suegra», de Boring, o el «cubo de Necker» son ejemplos bien conocidos (figura 2).

La psicología de la Gestalt obtuvo sin duda en la investigación de los fenómenos perceptivos algunos de sus mejores logros. Sus hallazgos no sólo se han incorporado al cuerpo general de la psicología, sino que continúan interesando y siendo objeto de estudio por parte de los psicólogos de hoy (véase, por ejemplo, el trabajo de Wagemans, Elder, Kubovy, Palmer, Peterson, Singh y von der Heydt, I y II, 2012). Tal vez por ello se ha llegado a identificar a veces la psicología de la Gestalt con un movimiento exclusivamente interesado en el terreno de la percepción, un error a cuya propagación probablemente contribuyó sin pretenderlo Kurt Koffka al centrar precisamente en este ámbito su introducción a la perspectiva gestáltica destinada al público norteamericano. Su artículo «Introducción a la Gestalt-Theorie. La percepción», publicado en el Psychological Bulletin en 1922, fue en efecto la primera presenta­ ción aparecida en inglés del punto de vista de la nueva escuela (Koffka, 1922/s.a.). La teoría, sin embargo, aspiraba a aplicarse también a otros ámbitos, como la obra del propio Koffka habría de poner más tarde de manifiesto, y a abarcar, desde luego, la totalidad de la psicología. Nos ocuparemos ahora brevemente de algunas de las aportaciones más significativas de la escuela a algunos de estos otros ámbitos: por lo pronto, las de Wolfgang Köhler al estudio la inteligencia y del aprendizaje.

INTELIGENCIA Y APRENDIZAJE: LOS EXPERIMENTOS DE WOLFGANG KÖHLER

Wolfgang Köhler (1887-1967) nació en Tallin (Estonia), pero se formó en Alemania, de donde procedía su familia. Estudió en las universidades de Tubinga, Bonn y Berlín, donde tuvo como maestros al físico Max Planck (1858-1947) y al filósofo y psicólogo Carl Stumpf, con quien se doc­toró con una tesis sobre la psicología del sonido. En 1910 colaboró con Wertheimer y Koffka en el Instituto Psicológico de Fráncfort en los estudios que aquél estaba llevando a cabo sobre el fenómeno fi, que habría de marcar el punto de partida del ambicioso programa de investigación de la escuela de la Gestalt. En 1913 fue nombrado director del Centro de Investigación de Monos Antropoides que la Academia Prusiana de Ciencias tenía instalado en la isla de Tenerife, donde llevó a cabo algunos de los experimentos a los que nos vamos a referir enseguida. Allí le sorprende la Primera Guerra Mundial, en la que, según se ha dicho, acaso participara realizando labores de espionaje para el gobierno alemán (Ley, 1995). Nombrado director del Instituto Psicológico de Berlín en 1921, permanece hasta 1935 al frente de esta institución, que bajo su dirección se convierte en uno de los centros de formación e investigación psicológica más prestigiosos del mundo. Aunque no era judío, la situación política del país le lleva finalmente a abandonar Alemania, no sin haber intentado antes oponerse al nazismo tanto en la universidad como en la prensa (Henle, 1978). Viaja entonces a los Estados Unidos, donde ocupa una cátedra de psicología en el Swarthmore College de Pensilvania hasta jubilarse en 1958. Ya jubilado, continuó trabajando para otras instituciones científicas estadounidenses (Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Instituto Tecnológico de Massachusetts) hasta su muerte.

Durante su estancia en Tenerife, Köhler realizó unos estudios hoy clásicos sobre la inteligencia de los chimpancés que se inscriben en la tradición de la psicología comparada cultivada por autores como Romanes, Lloyd Morgan o Thorndike, todos ellos, como ya hemos visto, interesados por la cuestión de la inteligencia animal. Sumamente controvertidos, los estudios de Köhler alcanzaron una gran repercusión y propiciaron gran cantidad de investigaciones (Köhler, 1921/1989 y 1930/1998).

La aproximación de Köhler a la inteligencia de los chimpancés quiso representar una alternativa radical al punto de vista empleado por Thorndike para estudiar la de los gatos en sus famosas «cajas problema». Para Köhler el enfoque de Thorndike, a quien interpelaba desde la introducción misma de su libro, resultaba totalmente inapropiado. Porque las situaciones problemáticas a las que enfrentaba a los animales eran completamente artificiales, carecían de relación con su entorno habitual y sus habilidades y comportamientos naturales, y era por tanto imposible que en esas condiciones los gatos pudieran llegar a dar muestras de la menor inteligencia en su conducta. Ante unos problemas que les eran completamente ajenos e ininteligibles, no tenían otra opción que intentar resolverlos a lo loco o al buen tuntún —por «ensayo y error», dicho en la terminología de Thorndike—; ni más ni menos, por otra parte, que como lo haría un ser humano en circunstancias equivalentes.

El planteamiento de Köhler era absolutamente distinto. Por lo pronto, las tareas a realizar por los chimpancés tenían lugar en un entorno que a éstos les resultaba familiar, el de las espaciosas jaulas donde se desarrollaba su vida cotidiana. Por otro lado, se trataba de encararlos con situaciones a las que pudieran acceder visualmente en su totalidad; sólo así podrían ponerse a prueba sus auténticas capacidades para superar las dificultades y los obstáculos que se interponían en su camino para alcanzar el objetivo final (por lo general, un plátano colocado fuera de su alcance). Köhler proponía a sus chimpancés tareas que implicaban objetos familiares que debían utilizar como instrumentos (cuerdas, cajas y palos, principalmente); la fabricación de instrumentos nuevos a partir de ellos (como el apilamiento de cajas o la unión de palos encajando uno con otro); el rodeo de obstáculos para llegar a la meta…; en general, tareas de escasa dificultad capaces de permitir a los chimpancés desplegar comportamientos que pudieran reconocerse inequívocamente como «inteligentes» en un sentido cotidiano y común del término. Veamos algu­nas situaciones típicas.

En una de ellas, se trataba de averiguar si el animal era capaz de utilizar unos palos para acercarse un plátano colocado fuera de la jaula. Una de las chimpancés, ignorando los palos que había esparcidos por el suelo, intentaba alcanzarlo directamente con la mano y, tras varios intentos infructuosos, terminaba abandonando la tarea. Sin embargo, en un momento posterior, se incorporaba bruscamente de un salto, cogía uno de esos palos y arrastraba el plátano con él hasta ponerlo a su alcance. Köhler subrayaba tanto la precisión del comportamiento («coloca al primer intento el bastón justo detrás del objetivo») como el carácter repentino del mismo (Köhler, 1921/1989, p. 67).

En otro de los experimentos se pretendía que el animal encajase dos cañas huecas de bambú para poder acercarse la fruta. Como en la situación anterior, se dejaban las cañas en el suelo de la jaula a la vista y al alcance del chimpancé, pero en este caso ninguna de ellas era lo bastante larga para poder llegar por sí sola al objetivo. Sultán, el más inteligente según Köhler, intentó repetidamente alcanzarlo con ambas cañas por separado; luego probó a empujar una con otra hasta llegar a tocar la fruta, aunque sin conseguir otra cosa que alejarla todavía más. Después de intentarlo sin éxito por espacio de una hora, Sultán lograba finalmente dar con la solución al problema mientras jugaba con ellas. El cuidador de los animales describía así la situación:

«Poco después, [Sultán] se levanta, coge las dos cañas, vuelve a sentarse en la caja y se pone a juguetear despreocupadamente con ellas. En el curso de este juego, Sultán se encuentra casualmente con una caña en cada mano, sosteniéndolas de tal manera que ambas quedan en línea: introduce ligeramente la más delgada en la abertura de la más gruesa, se pone de pie de un salto y se dirige rápidamente a las rejas (respecto a las que el animal se encontraba medio de espaldas); una vez allí, utiliza la caña doble para atraer hacia sí el plátano» (Köhler, 1921/1989, p. 153).

En las siguientes ocasiones, Sultán no tendría ya dificultad alguna para resolver problemas de este tipo.

Köhler entendió que tanto en estas como en las demás situaciones experimentales que concibió para ponerlos a prueba, sus chimpancés daban muestras de un comportamiento inteligente que no se dejaba explicar por la teoría del ensayo y error de Thorndike. Por lo pronto, se trataba de un comportamiento no adquirido gradualmente y por tanteo, sino de forma repentina y de una sola vez; por tanto, sin la progresiva eliminación de errores que caracterizaba la conducta de los gatos en las cajas problema, sino con una rara perfección exhibida desde el primer momento, lo que parecía situarlos más allá del efecto y el ejercicio contemplados por las leyes conductuales del psicólogo norteamericano.

Köhler utilizó el término alemán «Einsicht» («inteligencia» o «comprensión») para describir este tipo de comportamientos que aparecían de manera repentina y como organizados en función de las exigencias objetivas de la situación problemática. Traducido luego al inglés por «insight» («intuición» o «penetración», vertido al español también a ve­ces como «discernimiento»), el término fue perdiendo su originario sentido descriptivo para ir adquiriendo otro explicativo, más cargado teóricamente, con el que se quería hacer referencia a la comprensión inmediata y directa por parte del animal de la estructura de la situación, su capacidad para captar los elementos del problema y reorganizar sus relaciones para resolverlo (Gómez, 1989).

Los experimentos de Köhler fueron muy controvertidos. Sus críticos más experimentalistas vieron en ellos numerosos defectos metodológicos que incluían, entre otros, la falta de control de la experiencia previa de los chimpancés en la manipulación de objetos y en la realización de tareas como las propuestas, la cuantificación insuficiente o la no menos insuficiente especificación de las condiciones experimentales, que hacía inviable cualquier intento de predecir la conducta de los animales a partir de ellas. Que la psicología comparada deba ser cuantitativa y predictiva es, claro está, otra cuestión no menos discutible; pero, en todo caso, está claro que a Köhler le importaba mucho menos la irreprochabilidad metodológica de sus experimentos (por lo demás contraproducente, a su juicio, como hemos visto, si se perseguía en un estadio aún preliminar y, por tanto, prematuro de la investigación) que la validez de los argumentos que pretendía hacer visibles en ellos. En realidad, era el intento de desmontar las concepciones mecanicistas y reduccionistas como la de Thorndike lo que constituía su objetivo fundamental.

Particularmente significativos en este sentido fueron también unos experimentos, realizados asimismo en Tenerife, con los que Köhler pretendió contribuir decisivamente a esclarecer la naturaleza del aprendizaje (Garrett, 1962; Köhler, 1918/1974). Lo que se trataba de dilucidar en ellos era si las respuestas adquiridas en el proceso de aprender lo eran a estímulos específicos o se trataba más bien de respuestas a relaciones entre estímulos, una cuestión de implicaciones teóricas nada desdeñables.

En uno de estos experimentos se adiestraba a unas gallinas a distinguir entre dos variedades de grises por el procedimiento de permitirles comer cuando picoteaban el alimento colocado sobre el más oscuro de ellos e impedírselo cuando lo hacían sobre el más claro. Una vez aprendida esta distinción (después de varios cientos de pruebas), se pasaba a sustituir el gris más claro o «negativo» (del que no se les permitía obte­ ner alimento) por un gris más oscuro todavía que aquel que los animales habían llegado por fin a distinguir perfectamente como «positivo» (del que sí se les permitía comer). La cuestión que se trataba de comprobar era si las gallinas picotearían ahora sobre tono concreto de gris del que habían sido adiestradas a comer previamente, o lo harían más bien sobre el nuevo gris, el más oscuro de los dos, al que no se habían enfrentado nunca antes. En otras palabras, lo que estaba en juego era averiguar si lo que las gallinas habían aprendido era a reaccionar ante un estímulo concreto (la específica variedad de gris que habían sido adiestradas a distinguir, como predeciría una teoría estímulo-respuesta) o ante una relación entre estímulos (la relación «más oscuro que», como predecía el propio Köhler). La prueba arrojaba una mayoría significativa (cerca del setenta por ciento) a favor de la elección del estímulo nuevo; un resultado que, según Köhler, daba la razón a su «teoría relacional». Según ella, y de forma congruente con los estudios de la escuela sobre la percepción, los estímulos no se perciben como acontecimientos independientes, sino que se dan organizados y aparecen como partes relacionadas de totalidades o Gestalten más amplias. Es a esta captación de relaciones, más que a estímulos aislados, a lo que el organismo responde con su conducta.

LA PERSPECTIVA EVOLUTIVA DE KURT KOFFKA

La cuestión del aprendizaje se inscribe en la obra de Koffka en un marco evolutivo más amplio que le otorga un perfil algo distinto, a la vez que enriquece la contribución de la escuela con nuevas dimensiones y aplicaciones. Porque la perspectiva evolutiva o genética (la referida a la cuestión de la génesis del comportamiento, no de los genes), al igual que la comparada, era para Koffka una condición imprescindible para poder construir una psicología del sujeto normal adulto con suficientes garantías. En su libro Bases de la evolución psíquica, centrado fundamentalmente en el niño «que todavía no tiene obligación de ir a la escuela», pretendió precisamente desarrollar este punto de vista (Koffka, 1924/1926).

Kurt Koffka (1886-1941) había nacido en Berlín y estudió filosofía y psicología en la Universidad de su ciudad natal, donde se doctoró en 1909 con una tesis sobre la teoría del ritmo dirigida por Carl Stumpf. Tras pasar un año trabajando en la Universidad de Wurzburgo junto a Oswald Külpe y Karl Marbe (1869-1953), Koffka acudió al Instituto Psicológico de Fráncfort para colaborar con Wertheimer y Köhler en los célebres estudios sobre el fenómeno fi a los que nos hemos referido más arriba. Nombrado profesor de la Universidad de Giessen en 1912, en los años 20 fue invitado en varias ocasiones a visitar los Estados Unidos, donde terminó instalándose definitivamente en 1927 como profesor del Smith College. Entre sus obras más significativas, además del ya aludido artículo introductorio sobre el punto de vista de la Gestalt para el público norteamericano (Koffka, 1922/s.a.), sobresale su gran tratado Principios de la psicología de la forma (1935/1973), en el que quiso articular sistemáticamente las grandes cuestiones teóricas y prácticas de la psicología desde la óptica de la nueva escuela gestáltica. Debe destacarse asimismo su libro sobre las Bases de la evolución psíquica (1924/1926), del que nos ocupamos a continuación.

Uno de los propósitos de Koffka en este libro era mostrar los logros del ser humano a lo largo de su evolución, lo cual le llevaba preguntarse qué es lo que el niño tiene que adquirir cuando nace y en qué direcciones debe desarrollarse su conducta en este proceso de adquisiciones. Distinguía así las cuatro esferas o direcciones conductuales siguientes:

  1. La esfera puramente motora, que incluye el perfeccionamiento de movimientos y actitudes que aparecen desde que el niño nace, así como el desarrollo de movimientos enteramente nuevos (como coger, andar, escribir o hacer música).
  2. La esfera puramente sensorial, que se orienta a componer una imagen del mundo congruente, organizada y estructurada que termine sustituyendo a los primeros fenómenos perceptivos (que, aunque también estructurales o gestálticos, son siempre fragmentarios y, desde luego, insuficientes para satisfacer las demandas que la vida hace a la conducta).
  3. La esfera senso-motriz, esto es, la de la coordinación de la conducta interna con la externa; o, dicho de otro modo, el ámbito de la adaptación de los movimientos a las percepciones. Koffka ilustra el aprendizaje senso-motriz con el ejemplo del niño que se ha quemado y huye del fuego: lo que aprende aquí el niño no es a retirar la mano (que es un movimiento puramente reflejo y, por tanto, no aprendido), sino a evitar el fuego en el futuro. En otras palabras, el niño aprende una configuración que relaciona el fuego con el dolor; no una mera conexión asociativa, por tanto, sino una Gestalt con significación adaptativa de cara al futuro.

En realidad, para Koffka la adquisición «puramente motriz» incluye siempre un componente sensorial (por ejemplo, en una conducta como la de jugar al tenis, que exige un ejercicio motor continuado, no se trata de golpear la pelota siempre de la misma manera, sino de hacerlo según de dónde y cómo venga), de la misma manera que el aprendizaje «puramente sensorial» siempre se lleva a cabo con la cooperación de movimientos. Aun siendo esto así, Koffka considera pertinente mantener la distinción entre las adquisiciones motrices y sensoriales, por una parte, y las propiamente senso-motrices, por otra, ya que cabe ver en estas últimas un nivel nuevo de adquisición. En el expresivo ejemplo del propio Koffka: «Una gallina puede correr y puede ver orugas rayadas de amarillo y negro. Logra, empero, una adquisición nueva al echar a correr cuando ve estas orugas» (Koffka, 1924/1926, p. 133).

En este marco sitúa también el aprendizaje por imitación, al que el niño debe buena parte de sus adquisiciones en entornos naturales: bien porque aplique a una situación nueva alguna acción previamente conocida (al ejecutar otro individuo una acción de la misma naturaleza); bien porque surja en él una nueva estructura o Gestalt (al percibir que otro individuo actúa de acuerdo con semejante estructura, como cuando repite una palabra nunca oída antes, o toma del modelo imitado la resolución de un problema que él mismo no ha podido resolver).

  1. La esfera ideatoria, por último, hace referencia al ámbito que media entre la situación y la acción, que se pone de manifiesto sobre todo cuando el sujeto se enfrenta a situaciones nuevas. En estas situaciones, en efecto, casi nunca se da con la acción apropiada a la primera; antes parece necesario contener toda acción hasta haber considerado la situación debidamente. Para Koffka, esto quiere decir que entre la situación estimulante y la reacción activa del individuo se da una esfera intermedia (de pensamiento) a la que no corresponden necesariamente cosas reales y efectivas. Por poner un ejemplo del propio Koffka: el niño que está solo y ve un recipiente con golosinas, tenderá a ir hacia él; pero si recuerda que tiene prohibido tocarlas, dudará qué hacer. Si finalmente no toca las golosinas, su conducta habrá estado determinada por las impresiones de ese ámbito de pensamiento intercalado entre la situación y la acción al que nos referíamos.

En el curso del desarrollo, dice Koffka, este ámbito intermedio va adquiriendo un papel cada vez mayor. En un principio la reacción sigue directamente al estímulo: es el reflejo, la forma más simple de conducta. Pero poco a poco van haciéndose cada vez más numerosos e importantes los elementos de pensamiento que median entre la acción y la reacción, de modo que es sobre esos elementos mediadores sobre los que terminan descansando nuestros comportamientos superiores. Gracias a esta intermediación del pensamiento es como el ser humano llega a liberarse de la determinación del ambiente y a dominar la naturaleza. El arte, la ciencia, la ética y, en general, todo lo que suele llamarse el trabajo intelectual, es en buena medida un trabajo realizado con estos elementos intermedios. Su adquisición es, por tanto, para Koffka, la tarea en que culmina la evolución.

Decisivo en este proceso es el aprendizaje del habla: «El lenguaje es nuestro instrumento mental más importante; mediante el lenguaje nos alzamos por encima del presente; con su ayuda podemos evocar el pasado y anticipar el futuro» (Koffka, 1924/1926, p. 265). Koffka pasa revista a diversas etapas de su adquisición, deteniéndose particularmente en la fase de la denominación, la de poner nombre a las cosas. El descubrimiento de que toda cosa tiene un nombre es uno de los más importantes en la vida del niño. En su experiencia, las cosas no aparecen como meras asociaciones de propiedades visibles, tangibles, audibles, etc., surgidas por virtud de su repetición frecuente, sino como tipos particulares de estructuras o Gestalten en las que el mundo se le hace presente y de las que los nombres se ven como propiedades.

En esta temprana etapa, pues (en torno a la mitad del segundo año, pero con grandes variaciones individuales), los nombres no se consideran como denominaciones más o menos arbitrarias que se asignan a las cosas, sino como propiedades o atributos inherentes a las cosas mismas. Koffka subraya el paralelismo existente entre esta operación de nombrar del niño y las operaciones de los chimpancés de Köhler, ya que se trata de una operación estructural o gestáltica en la que «la palabra […] se introduce en la estructura de la cosa, como el palo se introdujo en la situación: ‘querer tener la fruta’» (Koffka, 1924/1926, p. 268).

En una etapa posterior, el niño hace un uso más flexible del lenguaje, de modo que las palabras que se aplicaban antes a una sola cosa empiezan a poder aplicarse ahora también a otras. Koffka cita el ejemplo de Hilda, la hija del psicólogo alemán William Stern (1871-1938), que, con un año y siete meses, después de aprender la palabra «nariz», se refería también con ella a las puntas de los zapatos. Es asimismo frecuente en esta etapa la invención de palabras nuevas que reorganizan el material verbal ya conocido por el niño y le proporcionan muchas posibilidades de construir representaciones simbólicas nuevas. Por ejemplo, la palabra compuesta por «ei» (huevo) y «hopa» (coger o recoger), que Koffka toma del hijo de Carl Stumpf, da como resultado «ei-hopa», con el significado de «cucharilla» (Koffka, 1924/1926, pp. 271-272).

Con la adquisición de estas nuevas representaciones simbólicas, el niño irá disponiendo de una herramienta cada vez más poderosa que le permitirá ampliar progresiva y considerablemente su capacidad de aprender y de resolver problemas en el futuro (Viney, 1993).

EL ESTUDIO DEL PENSAMIENTO: LA APORTACIÓN DE MAX WERTHEIMER

Al estudio del pensamiento, cuyo aprendizaje había considerado Koffka «la tarea definitiva de la evolución», dedicó Wertheimer los últimos años de su vida. Concretamente al «pensamiento productivo», como tituló su libro, publicado póstumamente, en el que quiso presentar la interpretación del proceso del pensamiento desde la perspectiva de la Gestalt (Wertheimer, 1945/1991).

Wertheimer distinguió con nitidez el pensamiento propiamente productivo o creador, capaz de enfrentarse a situaciones y problemas nuevos con respuestas y soluciones originales, del meramente «reproductivo», mecánico, repetitivo y memorístico. Su trabajo era muy crítico con las que consideraba como principales teorías sobre el pensamiento, la teoría lógica y la teoría asociativa, que entendía insuficientes. Porque la lógica, si bien proporciona reglas que garantizan la corrección del pensamiento, no es capaz sin embargo de conducir al hallazgo de soluciones nuevas para los problemas cotidianos. Tampoco lo es la teoría la asociación, ya que las asociaciones se adquieren mediante el aprendizaje y el hábito, mientras que el pensamiento productivo tiene que habérselas siempre necesariamente con materiales novedosos. Así, Wertheimer rechazaba terminantemente las prácticas de aprendizaje basadas en la repetición mecánica y memorística que se derivan de la concepción asociacionista del aprendizaje: aunque útiles hasta cierto punto para adquirir determinados materiales como nombres o fechas, que deben memorizarse por asociación y consolidarse por repetición, su utilización habitual conduce más a una ejecución mecánica que a un pensamiento verdaderamente creador.

Para la realización de sus estudios, Wertheimer utilizó procedimientos y materiales diversos, desde la observación de cómo resuelven los niños sencillos problemas geométricos, aritméticos y cotidianos, al análisis del proceso de construcción de las teorías físicas de Galileo y Einstein.

En todos ellos halló pruebas fehacientes de un pensamiento llevado a cabo en términos de totalidades en el que la solución surge gracias a la captación de las relaciones estructurales implicadas en el problema.

Veamos un ejemplo. Dos niños, A y B, de 12 y 10 años respectivamente, juegan al bádminton. A, el mayor, gana sistemáticamente a B, que se desmoraliza y abandona el juego. A le reprocha entonces a B que se rinda, lo que hace imposible seguir jugando. Al poco, sin embargo, A parece comprender la falta de sentido que tiene jugar a un juego en que el contrincante no tiene la menor posibilidad de ganar, y le propone jugar de otra manera: se tratará ahora de ver cuántos raquetazos consiguen dar sin que el volador caiga al suelo. El juego competitivo se transforma así en un juego cooperativo, y los dos niños continúan jugando tan contentos.

En el análisis de Wertheimer, la raíz del problema se halla aquí en el delicado equilibrio que debe haber en todo buen juego entre pasar un buen rato juntos y tratar de derrotar al otro. En el caso del ejemplo, ese equilibrio se rompe, y la situación deja de ser lúdica para convertirse en desagradable. La parte «oponerse a» ha dejado de funcionar adecuadamente en la estructura total del juego. Por eso surge el problema, cuya solución pasará por reestructurar la situación de modo que de la competencia de las partes se pase a la cooperación entre ellas: A y B, las partes de la situación o estructura total, dejan de ser ahora antagonistas para cooperar en el logro de un objetivo que les es común.

De este y otros ejemplos que se analizan detenidamente en el libro, Wertheimer terminaba extrayendo algunas conclusiones fundamentales:

  1. Por lo pronto, el reconocimiento de la existencia de procesos de pensamiento que califica de «genuinos, bellos, pulcros, directos», los pensamientos «productivos» (Wertheimer, 1945/1991, p. 198), que consiguen mantenerse a pesar de la multitud factores externos que actúan en su contra (los hábitos ciegos, los prejuicios, determinados intereses y ciertas formas de enseñanza escolar repetitiva, entre otros).
  2. En segundo lugar, la constatación de que los factores y las operaciones esenciales de esos procesos (como el agrupamiento, la reorganización y otros) se adecuan a la estructura de la situación, pero no han sido debidamente atendidos por las aproximaciones tradicionales al estudio del pensamiento.
  3. Estas operaciones, además, no se refieren a las partes de la situación sino a sus características globales; de modo que los elementos de la situación aparecen y funcionan en ellas como las partes de un todo, cada una ocupando el lugar y desempeñando el papel que en ese todo le corresponde.
  4. Wertheimer reconoce que en estos procesos de pensamiento productivo también intervienen las operaciones que los enfoques tradicionales sí han tenido y tienen en cuenta (como la asociación, la con­ceptualización o la abstracción), pero, insiste, lo hacen siempre en función del todo de que se trata en cada caso.
  5. Y, añade, se desarrollan siempre de una manera coherente, por más dificultades a las que hayan de hacer frente; no son, por tanto, el resultado de la agregación, yuxtaposición o sucesión de acontecimientos al azar.
  6. El pensamiento productivo, por último, implica para Wertheimer una actitud sincera, y no meramente aparente, de compromiso con la verdad estructural por parte del individuo que piensa de modo creador.

De este modo contribuía Wertheimer a mantener vivo el interés por un tema, el del pensamiento, que había quedado prácticamente fuera de la psicología de la época (Gondra, 1998).

LA TEORÍA DEL CAMPO DE KURT LEWIN

Profundamente influida por el enfoque totalista de la Gestalt y alejada por tanto de cualquier interpretación elementalista y asociacionista de lo psíquico, la obra de Kurt Lewin representa un esfuerzo por trascender el marco del gestaltismo ortodoxo y explorar otros ámbitos hasta entonces escasamente atendidos. Así, por ejemplo, además de no compartir con los fundadores la perspectiva neurofisiológica expresada en la noción de isomorfismo, Lewin se interesó más por la motivación, la personalidad, la psicología social y las aplicaciones prácticas que por el aprendizaje o la percepción (la «marca de fábrica» de la escuela) (Ferrándiz, Huici, Lafuente y Morales, 1993; Marrow, 1969).

En este intento de extender la inspiración gestaltista más allá de los límites estrictos de la escuela, Lewin, claro está, no estuvo solo. Entre otros nombres que merecerían citarse a este respecto recordaremos aquí sólo los de George Katona (1901-1981), que aplicó la perspectiva gestáltica al estudio de la economía, la memoria y la educación, y entre cuyas aportaciones se cuenta la demostración de la superioridad del aprendizaje de material organizado o significativo sobre el de material desorganizado o sin sentido; Karl Duncker (1903-1940), famoso por sus estudios sobre la percepción del «movimiento inducido» (el movimiento que un sujeto inmóvil se atribuye a sí mismo cuando es el objeto el que se mueve, como cuando se contempla el fluir de un río desde un puente) así como por sus experimentos sobre la solución de problemas dirigidos por Wertheimer; y Rudolf Arnheim (1904-2007), autor de una importante contribución a la psicología del arte desde la perspectiva de la psicología gestáltica. Hay muchos otros, naturalmente, pero entre todos destaca Kurt Lewin, generalmente considerado como uno de los fundadores de la psicología social (Schellenberg, 1981) y uno de los principales artífices de la psicología aplicada (Gondra, 1998).

Kurt Lewin (1890-1947) nació en la ciudad alemana de Mogilno (hoy parte de Polonia) y estudió en las universidades de Friburgo, Munich y Berlín. En esta última recibió las influencias de Carl Stumpf, con quien se doctoró en 1916, y del filósofo neokantiano Ernst Cassirer (18741945). Al estallar la guerra en 1914, se alistó como voluntario y fue herido y condecorado. Finalizada la contienda, se incorporó como docente al Instituto Psicológico de Berlín, donde trabajó junto a Wertheimer y Köhler y contribuyó al desarrollo de la escuela de la Gestalt con numerosas y personales aportaciones (Pastor y Tortosa, 1998). En 1933 emigró a los Estados Unidos por la amenaza que, como judío, representaba para él el ascenso al poder del partido nazi. Tras dos años en la Universidad de Cornell, se trasladó a la de Iowa, concretamente a la Estación de Investigación para el Bienestar Infantil de dicha universidad. Allí permaneció hasta 1944, año en que fue nombrado director del Centro de Investigación de Dinámica de Grupos, en el Instituto Tecnológico de Massachussetts de Boston. Entre sus obras más conocidas pueden destacarse sus libros Dinámica de la personalidad (1935), Principios de psicología topológica (1936) y La teoría del campo en la ciencia social (1951).

El término «teoría del campo» ha llegado a identificarse de manera casi exclusiva con la obra de Kurt Lewin (Schultz y Schultz, 1992), por más que toda la psicología de la Gestalt constituya una expresión de la tendencia general de la ciencia de finales del siglo XIX a pensar la realidad en términos de relaciones de campo. Lewin, en efecto, quería una psicología que fuese capaz de hacerse cargo del campo psicológico total del individuo en un momento dado; que incluyese, por tanto, todas las fuerzas en juego existentes para él en ese momento. Sólo teniéndolas en cuenta, pensaba, se podría llegar a predecir su conducta.

A este campo psicológico total (o, dicho de otro modo, el mundo tal como lo experimenta un sujeto en un momento concreto de su vida) lo llamó Lewin «espacio vital», uno de los conceptos fundamentales de su psicología. De acuerdo con su teoría, el espacio vital es una totalidad integrada por dos grandes ámbitos o componentes que tienen que ver con la persona, por una parte, y con el entorno tal y como la persona lo percibe, por otra. Para Lewin no son ámbitos meramente yuxtapuestos, sino que están inextricablemente unidos en dinámica interacción. La conducta será siempre función de ambos, un resultado de su interdependencia y referencia mutua, no de la acción exclusiva de ninguno de ellos por separado.

Por otra parte, la relación entre persona y medio está en permanente cambio. El equilibrio entre ambos es sumamente precario y constantemente se ve alterado, bien por necesidades internas a la persona, bien por incitaciones externas procedentes del medio. La ruptura de este equilibrio produce una tensión que da origen a algún movimiento o actividad del sujeto («locomoción», en la terminología lewiniana) orientado a restaurarlo. De este modo, la conducta humana supone un flujo constante de la secuencia tensión-locomoción-alivio. Los objetos del espacio vital que se perciben como posibles reductores de la tensión generada adquieren así para el sujeto un determinado valor positivo o de atracción («valencia positiva», lo llamó Lewin); los objetos que impiden o frustran la reducción de la tensión, en cambio, producirán su rechazo y poseerán por tanto «valencias negativas» que llevarán al individuo a evitarlos o alejarse de ellos.

Un primer intento de verificar experimentalmente este modo de ver las cosas fue llevado a cabo por una discípula de Lewin, Bluma Zeigarnik (1901-1988), en 1927. Zeigarnik realizó una serie de experimentos bajo la dirección del propio Lewin en los que asignaba a sus sujetos una serie de tareas sencillas (construir una caja, modelar figuras de plastilina, resolver problemas aritméticos…). En unos casos permitía que los sujetos terminasen su tarea, mientras que en otros les interrumpía antes de finalizarla. La hipótesis en juego era que el mero hecho de poner a un sujeto a realizar una tarea desencadenaría en él un sistema de tensiones: si terminaba la tarea, se disiparía la tensión; pero si la tarea quedaba sin terminar, la tensión persistiría, duraría más tiempo, y eso haría que los sujetos pudieran recordar posteriormente mejor las tareas inacabadas que las acabadas. Así lo corroboraron los resultados de Zeigarnik, con una ventaja del 90% a favor del recuerdo de las inacabadas (Zeigarnik, 1927). Este mejor recuerdo de las tareas sin terminar en comparación con las terminadas se ha llegado a conocer como «efecto Zeigarnik».

Ahora bien, en un campo de fuerzas con frecuencia se producen tendencias de acción opuestas que plantean a la persona situaciones de conflicto. El conflicto aparece, según esto, cuando se oponen valencias de intensidad parecida. En el análisis de Lewin, esta oposición puede adoptar tres formas típicas o básicas. En una de ellas el individuo se enfrenta a dos objetos con valencia positiva entre los que tiene que elegir; se trata, pues, de elegir entre dos bienes. Una segunda situación conflictiva se plantea cuando el individuo debe elegir entre dos males, esto es, dos objetos con valencia negativa (el niño ante la disyuntiva de hacer las tareas o ser castigado a no jugar con sus amigos, por ejemplo). En la tercera situación el sujeto se enfrenta a un objeto que posee valencias positivas y negativas a la vez, como cuando se tiende a alcanzar un objeto atractivo cuya obtención puede acarrear consecuencias desagradables, o cuyo acceso se ve dificultado o impedido por alguna barrera física o psicológica; aquí se hace necesario (como había observado Köhler en sus chimpancés) dar un rodeo, reestructurar cognitivamente el campo o abandonar definitivamente el objetivo perseguido y sustituirlo por otro. El trabajo de Lewin sobre el conflicto ha inspirado gran cantidad de investigaciones y su tipología ha pasado al acervo común de la psicología contemporánea, si bien con una denominación algo distinta de la lewiniana: la de conflictos de «aproximación/aproximación», «aproximación/ evitación» y «evitación/evitación».

A partir de los años 30, Lewin se fue interesando cada vez más por la psicología social. Porque el campo de la conducta es, en realidad, un medio social, y el entorno más inmediato de la persona, a fin de cuentas, es su grupo. El grupo social se concibe como un todo dinámico (el término «dinámica de grupos» se lo debemos a él) en el que la persona encuentra determinadas facilidades y dificultades o barreras, y donde las necesidades de la persona deben encontrar su ajuste y acomodo con las necesidades propias del grupo.

Lewin llevó a cabo e inspiró numerosas investigaciones sobre grupos de muy diversa índole, pero tal vez sea la realizada en colaboración con sus discípulos Ronald Lippitt (1938-1987) y Ralph White (1907-2008) sobre el efecto del liderazgo en el «clima social» del grupo la que haya alcanzado mayor repercusión (Lewin, Lippitt y White, 1939; Lippitt, 1940). Los grupos de este estudio estaban formados por niños de 10 años a los que se les reunía para realizar una serie de actividades bajo la dirección de un adulto de acuerdo con tres estilos distintos de liderazgo: «autocrático» (centrado en el líder), «democrático» (centrado en el grupo) y «laissez faire» (liderazgo no directivo). Según los autores de la investigación, los resultados mostraban que, en comparación con los grupos dirigidos democráticamente (los preferidos para la mayoría de los niños), en los de liderazgo autocrático disminuía la iniciativa de los miembros del grupo, en tanto que aumentaba en ellos, en cambio, su agresividad; los grupos «laissez faire», por su parte, ponían de manifiesto una insatisfacción y falta de objetivos en sus miembros que no se daba en los grupos democráticos. Estudios como este contribuyeron a reafirmar en Lewin la idea de la superioridad de la democracia sobre las dictaduras.

Muy comprometido socialmente, Lewin impulsó también un movimiento de «investigación-acción», como se le ha llamado, orientado a promover el cambio social desde la investigación experimental de problemas sociales relevantes como la discriminación racial o la igualdad de oportunidades. Un conocido estudio representativo de este enfoque fue el realizado por sus discípulos Morton Deutsch y Mary E. Collins en 1951, en el que se comparaban las actitudes raciales resultantes de alojar familias de raza negra y blanca en los mismos bloques de viviendas o de alojarlas en bloques separados. Los resultados mostraron que la integración daba lugar a actitudes sociales más positivas y de mayor aceptación que la segregación, que daba lugar a más prejuicios y resentimientos (Deutsch y Collins, 1951). En este y otros estudios de «investigación-acción», la investigación experimental se llevaba a cabo en escenarios y situaciones reales, muy alejadas por tanto del artificio habitual de los experimentos realizados en el marco del laboratorio académico.

A pesar de las difíciles circunstancias en que hubo de desarrollarse su carrera, marcada —como la de buena parte de la de los psicólogos de la escuela— por la persecución, la guerra y el exilio, Lewin consiguió rehacer su vida con éxito en el continente americano, donde se rodeó de discípulos, colaboradores y seguidores (Leon Festinger, Dorwin Cartwright, Ronald Lippitt, Roger Barker…) que han otorgado a sus ideas, sobre todo en lo referente a la psicología social, una gran proyección e influencia en la psicología posterior.


Desde el Instituto Psicológico de la Universidad de Berlín, bajo la dirección de Wolfgang Köhler, y a través de las páginas de la revista Psychologische Forschung (Investigación Psicológica), que fundaron Koffka, Köhler y Wertheimer junto a los psiquiatras Kurt Goldstein y Hans Gruhle en 1921, la escuela de la Gestalt llegó a ejercer una poderosa influencia en la psicología de todo el mundo. A partir de los años 30, sin embargo, su estrella comenzó a declinar. Dispersados por obra del exilio, sus principales representantes se vieron obligados a instalarse en universidades norteamericanas que carecían de programas de doctorado y no permitían, por tanto, la formación de investigadores que continuaran su estela (con la posible excepción de Kurt Lewin, que, por lo demás, nunca pretendió mantener espíritu alguno de «escuela»). Tampoco sus ideas, profundamente imbuidas de cultura alemana, consiguieron arraigar en el medio cultural americano, que les era ajeno y en buena medida hostil. Con todo, muchas de ellas lograron abrirse camino de modos diversos en distintos ámbitos de la psicología hasta llegar a formar parte de la cultura psicológica dominante u «oficial».

Así ha sucedido, por ejemplo, con las investigaciones sobre la percepción y las leyes de la organización perceptiva, hoy presentes en todos manuales generales de la disciplina; o con los experimentos de Köhler sobre la inteligencia de los chimpancés, que constituyeron un hito en la psicología comparada y del aprendizaje. Por otra parte, la insistencia de los gestaltistas en hacer de la experiencia consciente el punto de partida y de llegada de la investigación psicológica ha contribuido a que su estudio se haya podido mantener como problema legítimo de la psicología, pese a los esfuerzos de algunos conductismos por minimizar su relevancia. Y no puede dejar de señalarse que precisamente los neoconductistas se vieron obligados a modificar su definición de conducta y a prestar mayor atención a las variables internas del organismo por efecto de la crítica gestaltista al asociacionismo (el caso más claro de «contaminación» gestaltista del conductismo en este sentido es, como veremos, el del neoconductista E. C. Tolman). La psicología cognitiva, a su vez, ha reconocido en las investigaciones de los psicólogos de la Gestalt sobre la percepción y el pensamiento uno de sus antecedentes más inmediatos, si bien en ocasiones ha tendido a sobrevalorar o deformar en cierta medida esa influencia (Wertheimer, 1991). Señalaremos por último el enorme estímulo que la noción típicamente gestáltica de «isomorfismo» ha supuesto para el desarrollo de la aproximación neurofisiológica al estudio del comportamiento.