El Psicoanálisis freudiano: II.Desarrollos y alternativas

El Psicoanálisis freudiano: II.Desarrollos y alternativas

Durante la década de los 20, siendo ya un septuagenario, Freud se embarcó en una actualización de todos sus planteamientos. Los cambios más importantes giraron, sin duda alguna, en torno a la modificación de su teoría de la personalidad. Antes de ello, también había revisado su teoría de los instintos y formulado una ambiciosa teoría de la cultura.

LA NUEVA TEORÍA DE LOS INSTINTOS: EROS Y THANATOS

En líneas, generales, Freud asumía la existencia de innumerables instintos detrás de los comportamientos humanos. En lo tocante a sus tesis sobre la sexualidad, antes de 1920 había ofrecido una clasificación hipotética de «instintos primarios» que, en todo caso, de acuerdo con su perspectiva darwinista, tenían que ver con la supervivencia del sujeto o la especie. A ese respecto, Freud distinguía entre dos tipos de instintos: los de conservación y los sexuales. Los primeros estaban dirigidos a preservar la vida del organismo evitando cualquier situación de peligro, incluyendo las implicadas en la satisfacción del deseo sexual. Los segundos eran los que impulsaban al sujeto a reproducirse, pasando incluso por encima de las situaciones conflictivas advertidas por el instinto de conservación (Freud, 1910-1911/1972).

En 1920 Freud acomete una profunda reorganización de sus tesis sobre los instintos distinguiendo, nuevamente, entre dos grupos enfrentados. Manteniendo su fascinación por los mitos griegos, los denominó «Eros», que concentraba los impulsos de vida, y «Thanatos», que reunía los impulsos de muerte (Freud, 1920/1974). En realidad, la verdadera novedad tiene que ver con la formulación de los segundos, porque Eros sólo reúne los dos instintos originariamente asociados a la supervivencia del individuo, por un lado, y de la especie, por otro. Se ha dicho que Freud propone los instintos de muerte al inicio de la década de los 20 debido al estado general de pesimismo en que le sumieron acontecimientos como la muerte temprana de familiares muy queridos (su hija Sophie y uno de sus nietos), el cáncer de mandíbula que padecía (y que le obligaba a un continuado y doloroso tratamiento) o los desastres de la Primera Guerra Mundial. Pero, al margen de todo esto, su práctica clínica le había demostrado que, en muchas ocasiones, las tendencias suicidas de algunos pacientes eran irrefrenables. Para él, resultó difícil explicar estos comportamientos extremos como meros síntomas o desplazamientos de deseos reprimidos y coherentes con los instintos de vida.

Sea como fuere, en su obra Más allá del principio del placer Freud sentenció que la «meta de toda vida es la muerte». Para justificar esta idea sostuvo que la pulsión de muerte tenía un potente fundamento biológico: una supuesta tendencia natural y primaria de todo organismo a retornar a un estado inorgánico originario; esto es, a deshacerse de toda posibilidad de excitabilidad y tensión energética. Desde el punto de vista psicológico, la consecuencia más importante de este nuevo planteamiento teórico fue la modificación de su teoría de la agresión. Hasta ese momento, Freud había considerado que la agresión era resultado de la frustración que producía la imposibilidad de satisfacer una necesidad; es decir, la trataba como una consecuencia de la obstaculización de los instintos de vida. Después de 1920, Freud planteará que la agresión es un comportamiento derivado de los instintos de muerte. Como ocurría con los de vida, los instintos de muerte también solían reprimirse y desviarse de su objetivo principal —la aniquilación del organismo—, reorientando sus energías destructivas hacia otras personas u objetos (Freud 1920/1974).

La concepción freudiana de la relación entre los diversos instintos y la energía vital se vuelve así más compleja. De hecho, tal reflexión corrió paralela a la elaboración de una nueva teoría de la personalidad que permitiera explicar, entre otras cosas, la gestión de las tensiones entre Eros y Thanatos.

REVISIÓN DE LA TEORÍA DE LA PERSONALIDAD: LA SEGUNDA TÓPICA

A pesar de que Freud acometió la revisión de su teoría de la personalidad en la década de los 20, algunas de sus claves proceden de sus años de formación. Dentro de la propia tradición psicológica germana, el psicólogo Johann Friedrich Herbart (1876-1941) había establecido una diferencia entre un yo primario y un yo secundario. Herbart suponía que el primero de ellos se transmitía hereditariamente y permitía que desde muy pronto el niño distinguiera, aun en ausencia de conciencia, entre el propio cuerpo y el entorno. El yo secundario implicaba un proceso de socialización y aprendizaje, a partir del cual el sujeto lograba el control sensorio-motor y el dominio de sus afectos en la relación con sus congéneres. Gracias a la influencia de su profesor Meynert, Freud conocía y admiraba la obra de Herbart. De hecho, el propio Meynert utilizó la propuesta herbartiana en sus disquisiciones fisiológicas y distinguió entre un córtex superior socializado y un córtex inferior biológico y primario (Johnston, 2009). El Freud de la década de los 20, sin embargo, había adoptado una perspectiva psicológica desde hacía muchos años. Su propuesta recuerda mucho más a la de Herbart que a las elucubraciones neurofisiológicas de Meynert, sobre todo en lo que tiene que ver con la distinción entre lo que, a partir de 1923, dio en llamar Yo y Ello.

En realidad, la nueva propuesta de Freud, conocida posteriormente como segunda tópica, se basa en la interrelación de tres sistemas: a los ya mencionados Yo y Ello hay que añadir el Superyó (para una explicación amplia de estos conceptos dentro del contexto general de la teoría psicoanalítica puede verse Hall, 1978; y Laplanche y Pontalis, 1996).

La idea de Freud es que estas tres instancias funcionan conjunta y armónicamente en las personas adaptadas, y de manera descoordinada y disfuncional en las inadaptadas. Su proceso de aparición y constitución es, en todo caso, sucesivo: el Yo se forma a partir del Ello, y el Superyó se forma a partir del Yo. El Ello es, por tanto, la instancia más primitiva y se identifica con la fuente básica de la energía psíquica y los instintos. Siguiendo el «principio de placer», impulsa egoístamente al organismo para que éste descargue su excitación energética. Tratará a toda costa que el estado interno de la persona se reequilibre a través de la liberación de la tensión causante del displacer. Los reflejos, instintos y fantasías primarias de la especie humana no aplacan por sí solos las fuentes de displacer interno —como el hambre o la sed—, lo cual exige recursos externos —comida o bebida, por ejemplo—. Es fundamental para la supervivencia organizar y reglamentar los tiempos y formas en que se satisfacen —o no— los impulsos del Ello. En este proceso organizativo se irán generando progresivamente las otras dos instancias de la personalidad, el Yo y el Superyó. Así, si el Ello es la realidad primordial, innata e interna del organismo, estas otras dos instancias se construyen a través de la experiencia externa y la presión de las normas (éticas, morales, sociales, religiosas, etc.) sobre los intentos de liberación de la energía instintiva.

El Yo es la instancia psicológica que aparece cuando las energías y fantasías internas tratan de acomodarse a la realidad exterior. Este trabajo de ajuste resulta vital para alcanzar fines evolutivos básicos, como la supervivencia y la reproducción. Por ese motivo el Yo gobierna racionalmente sobre la impulsividad irracional e instintiva del Ello y, como veremos, del Superyó. El Yo está gobernado por «el principio de realidad», el cual distingue entre los deseos internos y la realidad exterior, y demora la descarga de energía hasta que se dan condiciones para que esta se produzca; esto es, hasta que el sujeto encuentre un objeto real y adecuado (por ejemplo, comida para combatir el hambre).

El Superyó es, al igual que el Ello, inconsciente e impulsivo, pero está relacionado con las normas y códigos morales que la sociedad tiene por ideales. Freud creía que muchos de estos ideales podían ser hereditarios, transmitidos de generación en generación desde tiempos remotos. En todo caso, la disciplina impuesta en el seno familiar y, posteriormente, en otras instancias sociales (maestros, policías, gobernantes, etc.) actualizaba e implementaba esos ideales en cada niño particular. La constitución del Superyó supone, por tanto, un proceso de identificación, es decir, la transformación de la autoridad paterna —con su visión de lo virtuoso y lo pecaminoso— en una autoridad interiorizada y personal. Esto se realizaba a partir de dos componentes del Superyó: el ideal del yo, construido en el niño a partir de las recompensas físicas y psicológicas relacionadas con lo que los padres consideran virtuoso o bueno; y la conciencia moral, desarrollada a partir de los castigos físicos y psicológicos que los padres imponían ante los comportamientos considerados inadecuados.

Evidentemente, en el psicoanálisis la función del Superyó es esencial para que el individuo se ajuste a las reglas sociales. Pero, en la medida que sus exigencias incluyen ideales de perfección, puede llegar a entrar en conflicto con el propio Yo y su «principio de realidad». La acción interna del Superyó puede exigir sacrificio desentendiéndose de las posibilidades ofrecidas por el medio externo. Incluso pueden desencadenarse castigos internos por el simple hecho de haber pensado en algo reprobable, aun sin haber llegado a realizarlo. En esos casos, la actividad del Superyó se asemeja a la del Ello, ya que produce tensiones energéticas internas y, con ellas, disfunciones psicológicas. El Superyó, sin embargo, está guiado por los instintos de muerte. Así, por ejemplo, muchos accidentes aparentemente fortuitos serían, en realidad, autocastigos demorados y urdidos inconscientemente por el Superyó después de que el Yo permitiera pensar o realizar una acción moralmente sancionable (Freud, 1923/1974).

El concepto de Superyó fue muy importante en la revisión que Freud acometió de sus antiguas teorías, abriéndolas hacia aspectos más amplios de la cultura y la civilización humanas. En buena medida, los mecanismos superyoicos ofrecieron la base tanto de la explicación de los orígenes de los grupos humanos como de las posibilidades de su supervivencia y desarrollo.

TEORÍAS EN TORNO A LA CIVILIZACIÓN: EL ORIGEN DE LA CULTURA Y SU CONDICIÓN SUBLIMADORA

En línea con aquellas tesis recapitulacionistas que suponían que el desarrollo de la civilización seguía un camino paralelo al del individuo, Freud extrapoló la estructura del Complejo de Edipo a la explicación del origen de la cultura. Elaboró una polémica teoría antropológica según la cual las relaciones que mantuvieron nuestros ancestros dentro de las hordas primitivas sentaron las bases de la cultura y, con ella, de la neurosis. En otras palabras, la neurosis está en la raíz de la cultura humana y es connatural a ella. Siguiendo el esquema del Complejo de Edipo, Freud sostenía que la horda primitiva habría sido dominada por un líder superior, masculino, adulto y fuerte, a cuya voluntad debían someterse el resto de componentes. Este líder o «padre de la horda» disfrutaría del alimento y las mujeres del grupo, mientras los varones jóvenes debían conformarse con un acceso muy restringido a tales bienes. En algún momento los varones jóvenes se habrían rebelado y aliado asesinando al padre-líder y devorándolo a manera de celebración. Freud recurre en este punto a su perspectiva superyoica: como los sentimientos de los jóvenes asesinos hacia el padre-líder eran ambivalentes —no sólo negativos—, pronto serían embargados por el sentimiento de culpa. Esto provocaría que restituyeran simbólicamente la autoridad que representaba el «padre de la horda» a través de una figura totémica y de normas y leyes asociadas a la misma. Estos reglamentos debían ser interiorizadas por toda la sociedad, especialmente los directamente relacionadas con la muerte del padre; a saber, la prohibición del incesto y del asesinato dentro del propio grupo. Idealmente, los individuos de una horda tendrían que salir de ella para conseguir pareja y así evitar matarse entre ellos (Freud, 1912-1913/1972).

Freud defendía la universalidad de este modelo, incluso su innatismo a través de la herencia lamarckiana, sobre la base de que preceptos similares podían encontrarse en todas las culturas conocidas. Más adelante antropólogos como Bronislaw Malinowski (1884-1942) señalaron que las estructuras de parentesco de las culturas primitivas eran muy diversas. Además, las investigaciones antropológicas apuntaban que, en muchos casos, las estructuras matriarcales eran más antiguas que la patriarcales. No todas las culturas tenían que ajustarse, en definitiva, al modelo de familia occidental implícito en el Complejo de Edipo (Malinowski, 1927). En el debate, otros psicoanalistas como Ernest Jones (1953-1957/2003) o Jacques Lacan (1999) defendieron que las figuras familiares implicadas en el Complejo de Edipo representaban, en realidad, símbolos, funciones o lugares dentro de una estructura de poder, de tal manera que podían ser ocupadas por personas diferentes al padre y la madre biológicos del niño. Sea como fuere, lo que sí transcendió de estas discusiones a la mayoría de las Ciencias Sociales es que la cultura imponía normas y reglas que reprimían los instintos más básicos del ser humano y permitían la vida en sociedad. Más aún, las restricciones normativas parecían más exigentes cuanto más progresaba la civilización.

El propio Freud se ocupó de estudiar dos de los procedimientos culturales de autocontrol más importantes: la religión y la sublimación. Tras considerar las ortodoxias tanto de sus congéneres judíos como de una sociedad vienesa mayoritariamente católica, su visión de la religión no fue muy positiva. En línea con sus ideas antropológicas, Freud consideraba que la creencia o ilusión religiosa se basaba en la necesidad de sentirnos protegidos por un padre omnipotente representado por la idea abstracta de Dios (Freud, 1927/1974 y 1939/1975). El problema es que la religión condenaba al sujeto a un perpetuo estado de infantilidad, atrofiando con sus dogmas atávicos el desarrollo intelectual y, por ende, el propio progreso de la civilización. Para Freud la verdad debía regir a toda costa la vida del individuo y la comunidad, y esto sólo era posible a través de las revelaciones de la investigación científica. De hecho, Freud siempre consideró que el conocimiento psicológico —y, particularmente, el psicoanalítico— podía ser empleado con fines educativos; como un medio de garantizar una sociedad de adultos sanos, maduros y responsables (Freud, 1905/1972a).

También por su confianza en la evidencia científica, Freud fue muy suspicaz con las promesas de una felicidad absoluta para el ser humano. Por un lado, a pesar de que había que confiar en el progreso de la civilización, las tendencias autodestructivas no siempre se podían reprimir. Esto había quedado demostrado con la Primera Guerra Mundial, la más devastadora que hasta ese momento había padecido la humanidad. Por otro lado, la propia civilización exigía al sujeto una cuota elevada para mantener el estado de paz social. Las normas y leyes impedían la manifestación abierta de los instintos, si bien éstos se podían derivar hacia otras actividades socialmente aceptables. Freud denominaba a este desplazamiento «sublimación» y lo consideraba particularmente importante porque, a su juicio, impulsaba las más altas creaciones científicas y artísticas de la civilización. No obstante, la sublimación nunca ofrece una total satisfacción para el deseo originario que se trata de canalizar. Siempre quedan tensiones residuales sin descargar. La persistencia del malestar originario de la cultura y la civilización es inevitable y, en último término, es el precio a pagar por vivir en sociedad y beneficiarse de sus comodidades (Freud, 1930/1974).

La visión freudiana de la sociedad humana, en definitiva, era profundamente pesimista: el ser humano era enemigo de la civilización por naturaleza y únicamente algunos hombres conseguían vivir una vida verdadera y razonable. La mayor parte de las personas sólo lograban superar las fuerzas irracionales recurriendo a la comodidad relativa de sus supersticiones e ilusiones, soslayando la verdad sobre sí mismas.

EL PSICOANÁLISIS DESPUÉS DE FREUD

Al principio del capítulo anterior señalábamos cómo, desde los años 30, una parte de la psicología académica declaró la guerra al psicoanálisis tanto desde un punto de vista teórico como aplicado. En ello también colaboró el hecho de que, durante los años 60, el famoso epistemólogo liberal Karl Popper, pusiera el psicoanálisis como ejemplo de saber ajeno al método de la verdadera ciencia. Para Popper, la ciencia se caracterizaba no tanto por la acumulación de evidencias y la confirmación de sus hipótesis cuanto por la búsqueda de pruebas que pudieran llegar a refutar estas últimas. Ser susceptible de someterse a la «falsación», esto es, contrastarse con evidencias empíricas que pudieran contradecir las hipótesis mantenidas, es lo que convertía una teoría en científica. Según Popper, el problema del psicoanálisis era que estaba formulado de tal manera que era imposible someterlo a la lógica de la falsación; no cabía encontrar datos que lo contradijeran (Popper, 1963/1990; sobre esta cuestión véase también Leahey, 2005).

Ciertamente, Freud siempre utilizó sus casos clínicos de forma confirmatoria, incluso forzando en ocasiones una interpretación exitosa de sus resultados terapéuticos. Pero lo cierto es que ninguna escuela psicológica se ha tomado nunca la falsación demasiado en serio. Hasta las perspectivas que tienen más apego a la metodología experimental revisan los procedimientos de recogida, rechazan datos o retocan componentes no nucleares de la teoría antes de descartarla por completo. A ello hay que añadir que el criterio de la falsación fue relativizado por la epistemología pospoperiana; algunas de cuyas tendencias han estado mucho más interesadas por las condiciones contextuales, históricas y sociales de la ciencia (Kuhn, 1962/2006; Latour y Woolgar, 1979/1995) e, incluso, las inevitables dimensiones estéticas y éticas de la misma (Feyerabend, 1970/1993; Putnam, 1987/1994). Para la mayoría de estas posiciones, la ciencia no refleja la realidad tal y como supuestamente es, ya que ella misma constituye una creación humana; una construcción de un modelo para entender el mundo y poder actuar en él de acuerdo con ciertos valores.

A pesar de la crítica popperiana, el psicoanálisis continuó evolucionando e impregnando muchos dominios de la cultura psicológica (Bleichmar y Lieberman, 1989; Fages, 1979; Mitchell y Black, 1995). Vamos a repasar algunos de ellos partiendo de una distinción básica entre los desarrollos puramente psicoanalíticos y la presencia de las tesis freudianas en otras escuelas psicológicas (véase también Ferrándiz, 1989).

El psicoanálisis posfreudiano: Jacques Lacan y el psicoanálisis como hermenéutica

En la misma línea que la epistemología pospopperiana, una parte del psicoanálisis posfreudiano se interesó por las formas de construcción de sentido. Esto está relacionado con la condición hermenéutica que, de por sí, presentaban las tesis de Freud. En origen, la hermenéutica era la disciplina interesada por el significado oculto tras la información manifiesta, labor que tradicionalmente tomaba como objeto de estudio los textos bíblicos y que tenía como finalidad desvelar en ellos el verdadero sentido de la palabra de Dios. Durante el siglo xx este interés por interpretar los mensajes e intenciones ocultas se amplió a cualquier producto cultural (novelas, publicidad, discursos políticos, etc.), circunstancia en la que colaboró muy especialmente el propio psicoanálisis con su obsesiva búsqueda de las causas subyacentes del comportamiento humano. Sin embargo, algunas versiones del psicoanálisis también se preocuparon por trasladar la perspectiva hermenéutica a la construcción de sentidos y narraciones. El objetivo perseguido era capacitarnos para entender nuestras formas de vida y, por tanto, manejarlas o decidir desde criterios más comprehensivos y fundamentados; todo ello al margen del clásico interés freudiano por dilucidar supuestos traumas originarios (ver Schafer, 1980 y Spence, 1984).

En la tendencia hermenéutica del psicoanálisis es especialmente rele­ vante la labor del psiquiatra francés Jacques Lacan (1901-1981). Lacan adaptó las tesis del estructuralismo lingüístico de Ferdinand de Saussure (1857-1913) al psicoanálisis, concretamente la concepción del gran lingüista suizo sobre la relación entre significante y significado. En sus primeros y conocidos seminarios, Lacan declarará así que el psicoanálisis tiene que ver ante todo con el sentido y la palabra, resultando irrelevante plantearse incluso si es o no una ciencia al uso, como hacía Popper. Desde esta perspectiva, Lacan desarrolló una visión de la construcción de la personalidad según la cual ésta se acerca al formato de un discurso, una estructura lingüística o una narración.

En todo caso, la propuesta lacaniana es muy amplia, compleja y variable desde el punto de vista conceptual, y, además de los lingüísticos, incorpora también elementos filosóficos y matemáticos (véase Fink, 2007). Aquí sólo resumiremos algunas cuestiones básicas relacionadas con su perspectiva sobre el desarrollo del sujeto. En ellas la importancia hermenéutica otorgada al lenguaje se entremezcla con otros aspectos más reconocibles del psicoanálisis clásico.

En la base del desarrollo humano Lacan coloca el «estadio del espejo», un momento vital crucial gracias al cual un sujeto que todavía no domina ni el lenguaje ni su cuerpo empieza a reconocerse a sí mismo como un yo. Para ello es necesario que en algún momento del desarrollo se vea reflejado como totalidad en un semejante. El niño debe ser capaz de identificarse o, más bien, confundirse espacialmente con ese otro. En un principio, estará atrapado por esa imagen externa a él que le aporta, sobre todo, un sentido propio de unidad corporal. Pero empezar a entender la existencia corporal y psicológica del Otro es imprescindible para entender más adelante la del propio Yo (Lacan, 1995). Esta construcción primitiva de la propia imagen está relacionada con lo que Lacan denominó registro de «lo imaginario», caracterizado por un pensamiento basado sólo en imágenes, sin presencia de lenguaje.

Junto a lo «imaginario» Lacan define los registros de «lo real» y «lo simbólico». El primero estaría relacionado con todo aquello de la realidad y la experiencia que nunca se podrá expresar mediante el lenguaje, quedando por fuera de toda representación posible y, por tanto, careciendo de sentido para el sujeto. Lo simbólico, por su parte, está ligado al lenguaje y permite la incorporación de las reglas sociales una vez que se posee un dominio competente del mismo. El vínculo social mediado por el lenguaje permite, de hecho, dar forma a lo representado por el Otro y alcanzar plenamente la construcción del Yo (Lacan, 1983 y 1987). El yo del registro imaginario, aunque evita la fragmentación de la experiencia, no tiene por qué ajustarse a la realidad. De hecho, si el sujeto queda inmovilizado en lo imaginario aparecen perturbaciones alienantes como la esquizofrenia, la paranoia, etc.

En línea con el lugar central otorgado a la palabra, Lacan también planteó que el inconsciente estaba estructurado como un lenguaje. Llevando más allá las tesis de Saussure, supuso que un significante —el sonido o la palabra— no siempre estaba en contacto con un único significado —un concepto—. Más aún, en el discurso del sujeto el significante remitía sobre todo a otros significantes. En este sentido, entendió las «condensaciones» freudianas como metáforas mientras que los «desplazamientos» actuarían como metonimias (toman la parte por el todo o el todo por la parte). En las teorías de Lacan, por tanto, el material más importante del que disponen analista y analizado es la palabra: las ideas reprimidas producen los síntomas y por ello es necesario retraducirlas y religarlas al sistema o cadena de significantes que tenga sentido dentro de la vida del sujeto (Lacan, 1975). Trabajar en la interpretación del discurso permite, por tanto, restituir los vínculos con el mundo. En todo caso, el inconsciente siempre es una fuerza inagotable que domina e impulsa el deseo subyacente del sujeto.

Todavía más que la de Freud, las teorías de Lacan han sido acusadas de oscurantistas, incomprensibles e incluso deficientes en el uso y compresión de ciertos conocimientos como los matemáticos (Sokal y Bricmont, 1999). La escuela lacaniana ha llegado a ser tachada de sectaria por construir una jerga conceptual que sólo está al alcance de los iniciados en ella. Al margen de esta polémica, es indudable que Lacan se esforzó por establecer un diálogo directo con los textos de Freud, lo cual le llevó a remarcar la importancia de los aspectos lingüísticos que atraviesan la obra del padre del psicoanálisis. En esto se puede establecer una distinción clara y básica entre las tesis radicalmente hermenéuticas de Lacan y el resto de escuelas posfreudianas.

El psicoanálisis posfreudiano: los discípulos matan al padre

Aunque algunos discípulos de Freud como Karl Abraham (1877-1925), Sandor Ferenczi (1873-1933), Anna Freud (1895-1982) o Ernest Jones se mantuvieron próximos a la ortodoxia del maestro, el psicoanálisis terminó estallando en diferentes escuelas. El motivo fue que Freud, haciendo buena la figura del padre que había desarrollado en sus tesis, quiso mantener un control férreo sobre la correcta interpretación y desarrollo de su teoría. Prácticamente, de cada polémica con un discípulo surgió una nueva escuela, si bien todas asimilaron el cimiento psicobiológico freudiano del que más adelante se distanciaría la escuela lacaniana. Con todo, cada perspectiva reformó y destacó el aspecto que más le interesaba del freudismo.

Entre los muchos discípulos de Freud podemos destacar los siguientes: Wilhelm Reich (1897-1957), que unió marxismo y psicoanálisis para proponer la destrucción de toda barrera represora y una liberación completa del instinto sexual; Otto Rank (1884-1839), que fue más allá de la idea de sublimación, la norma social y el racionalismo freudiano para reivindicar la función motivadora e inspiradora de la ilusión y las emociones sobre las grandes tareas artísticas y científicas y las relaciones sociales; Melanie Klein (1882-1960), que se interesó especialmente por el desarrollo infantil y su relación con los primeros sentimientos de ansiedad y placer durante el amamantamiento; o Karen Horney (1885-1952), que propuso una versión feminista del psicoanálisis negando la envidia del pene y denunciando las trabas culturales para el adecuado desarrollo personal y sexual de las mujeres. Sin embargo, los planteamientos que históricamente han gozado de más popularidad han sido los de dos discípulos de Freud cuya ruptura con el maestro fue especialmente dramática: el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961) y el médico austriaco Alfred Adler (1870-1937).

La influencia de Jung sigue vigente en la actualidad a través de la obra de autores contemporáneos como James Hillman (1999, 2000). Jung fue el discípulo predilecto de Freud y, por su condición de gentil, el maestro depositó en él toda la esperanza de que el psicoanálisis trascendiera del círculo de médicos judíos al que, en un principio, había quedado circunscrito. Al igual que Freud, Jung descartó el valor terapéutico de la hipnosis y desarrolló su propio método terapéutico basado en la asociación libre de palabras. Defensor y confidente de Freud tras leer La interpretación de los sueños, se separó progresivamente de la ortodoxia freudiana insatisfecho con la estrecha concepción de las motivaciones humanas. Jung coincidía con Otto Rank en que toda la vida emocional del sujeto no podía reducirse al poder perverso de las energías sexuales. En concreto, creía que las tendencias y fines de la acción humana podían provenir de múltiples fuentes. Participarían de formas primigenias o «arquetipos» arraigados en un inconsciente colectivo ancestral y común a toda la humanidad. Esta perspectiva también requería una reformulación de las teorías culturales de Freud. De un modo que recuerda los planteamientos de la metafísica idealista y la psicología de los pueblos, Jung consideró que los productos culturales de las diferentes civilizaciones derivaban de la acción inconsciente de unos u otros arquetipos (Jung, 2009 y 2010). También especuló sobre las dimensiones parapsicológicas y místicas del alma humana, ámbito de estudio que Freud rechazó completamente desde su militancia positivista.

Parte de las tesis de Jung recogen también influencias de otro gran representante de la así llamada «psicología profunda» dentro de la tradición psicoanalítica: Alfred Adler. Como Jung o Rank, Adler se distanció pronto del pansexualismo freudiano para poder desarrollar sus propias ideas desde su planteamiento del «complejo de inferioridad». Emergente durante la infancia, este complejo provocaba que la vida de todo sujeto fuera un continuo esfuerzo de superación personal. El concepto era resultado de combinar la perspectiva freudiana con la idea de «voluntad de poder» de raíz nietzscheana para referirse al motor que impulsaba al sujeto hacia algún tipo de finalidad inconsciente; todo ello bajo condiciones establecidas en el seno de su comunidad o «constelación» familiar2. La tendencia de todo sujeto es superar su complejo de inferioridad originario exagerando las propias virtudes, pero una resolución inadecuada del proceso podía dar lugar a un complejo de superioridad y, llevado al extremo, a una personalidad megalómana (Adler, 1912/1993). Adler pensaba que la personalidad sana se desarrollaba gracias a un trabajo cooperativo y comunitario desde la infancia. Por este motivo, dedicó buena parte de su actividad intelectual a elaborar métodos de prevención para los primeros años de vida, la mayoría de ellos basados en la definición de objetivos concretos y relacionados con el bien común (Adler, 1929/1967). Su pragmatismo, optimismo y comunitarismo fue muy bien recibido en los círculos intelectuales estadounidenses más progresistas (Hale, 1971 y 1995).

En todo caso, hay en Adler, como en los psicoanalistas Otto Rank, Anna Freud, Karen Horney, Erik Erikson y, sobre todo, Heinz Hartmann (1894-1970), un interés por trabajar el reforzamiento del Yo y sus estrategias para el afrontamiento de problemas. Buena parte del psicoanálisis posfreudiano consideró estas cuestiones como la mejor vía para alcanzar una personalidad equilibrada y adaptada al medio social; incorporando incluso, como habían hecho Jung y Rank, dimensiones positivas en la expresión de lo emocional.

Extrapoladas a Norteamérica de la mano de los psicoanalistas judíos que huían del nazismo, este tipo de perspectivas centradas en el yo también se coordinaron bien con el individualismo y optimismo de la cultura norteamericana. Pero ello también provocó su distanciamiento de dos importantes referentes conceptuales típicamente centroeuropeos: por un lado, el influjo pernicioso y determinante que Freud había otorgado en origen a los instintos sexuales, el inconsciente y el Ello; por otro, el lugar fundamental que la escuela lacaniana —muy influyente en el mundo francófono y latinoamericano— otorgaba al vínculo social y a la figura del Otro. En las décadas de los 40 y 50 apareció la así llamada «Psicología del Yo», una de las técnicas terapéuticas de base psicoanalítica más populares en los Estados Unidos hasta el día de hoy. Su influencia se puede rastrear en la psicología humanista y, más modernamente, en la llamada psicología positiva. Este tipo de perspectivas persiguen garantizar a toda costa la autorrealización, felicidad, competencia y adaptabilidad del sujeto individual; perspectiva que puede llegar a hacer abstracción de cualquier tipo de circunstancias (económica, ética, social, cultural, etc.) que rodee y explique la situación del sujeto en cuestión.

El psicoanálisis y las escuelas psicológicas contemporáneas

Contra lo que a veces se supone, el legado de Freud en psicología no se ha restringido a las escuelas psicoanalíticas. Las teorías freudianas repercutieron, de una u otra manera, en buena parte del pensamiento psicológico desarrollado antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Los principios psicoanalíticos se debatieron y se siguen debatiendo hoy en día en diversos campos psicológicos. Así, Skinner creía acertada la opinión freudiana de que el ser humano se movía, en último término, por motivaciones inconscientes muy básicas y ligadas a lo biológico (Skinner, 1954/1972). También dentro de las teorías del aprendizaje, la denominada hipótesis de la frustración-agresión exploró la controversia entre la primera teoría freudiana de la frustración y su posterior subsunción en el instinto de muerte, decidiendo a favor de la primera (Dollard, Doob, Miller, Mowrer y Sears, 1939). Dentro del cognitivismo, algunos de los primeros experimentos de Jerome Bruner estuvieron orientados a constatar la función de la censura frente a la aparición de palabras tabú (Bruner y Postman, 1947; Postman, Bruner y McGinnis, 1948).

Pero más importante aún es quizá la influencia de Freud sobre los dos psicólogos más relevantes en la teorización del desarrollo infantil, Vygotski y Piaget. Como parte del principio de placer, Freud había señalado un «proceso primario» según el cual el sujeto podía recurrir a una imagen mental o al recuerdo de un objeto para satisfacer un deseo concreto y reducir el estado de tensión o displacer orgánico. Lógicamente, al producirse el territorio del inconsciente, la representación de tal objeto se sometía a la lógica psicoanalítica de la condensación o del desplazamiento. Freud también había formulado un «proceso secundario» ligado, en este caso, al principio de realidad, que implicaría una planificación racional relacionada con la consecución eficaz del objeto deseado. Según Kozulin (1994), la cercanía de estos planteamientos freudianos a los procesos mediados y no mediados propuestos por Vygotski es evidente. Concretamente, Vygotski consideraba que el arco de posibilidades para la conceptualización de un objeto se desplegaba desde la mera operación perceptiva inmediata —muy similar al proceso de condensación freudiano— hasta un proceso racional y altamente mediado por símbolos y palabras concretas.

Piaget, por su parte, asumió en un primer momento la lógica del principio del placer. De hecho, aunque terminó renegando expresamente del psicoanálisis, la vigencia de tal principio en su obra es perfectamente perceptible en la manera de entender el impulso básico de la actividad infantil. En su planteamiento, los niños pequeños mostrarían un pensamiento egocéntrico que los orientaría a la búsqueda del placer y a la realización de deseos, al margen del interés por la realidad. Éste sólo aparecería progresivamente, a través de los estadios madurativos del desarrollo en los que la imaginación iría pasando a un segundo plano (Mayer, 2005). Tal idea provocó precisamente la crítica de Vygotski, quien, a diferencia de Freud y Piaget, consideraba que la actividad del niño siempre estaba orientada a la realidad, aunque fuera de una manera primitiva y germinal. La «irrealidad» genuina sólo podía aparecer en momentos posteriores de desarrollo, cuando la imaginación se aliaba con el pensamiento verbal para ser capaz manejar situaciones virtuales; esto es, al margen de sus contextos espacio-temporales reales (Kozulin, 1994).

FREUD REDIMIDO

A la vista de todo lo comentado, la supuesta obsolescencia terapéutica y teórica de las ideas psicoanalíticas parece estar muy lejos de ser cierta. De hecho, su vigencia es evidente en muchas tendencias de las ciencias sociales, mientras que en psicología, sin negar sus aspectos más polémicos y discutibles —cualquier corriente psicológica los tiene—, la atención que se le presta es mayor de la que suelen reconocer sus críticos más contumaces.

Por un lado, el psicoanálisis sigue siendo una referencia clínica y terapéutica fundamental en muchas partes del mundo. Al fin y al cabo, muchos de sus aspectos más polémicos estaban ligados a compromisos terapéuticos propios de la época de Freud, y por ello bastantes de ellos han sido desterrados de la práctica contemporánea —por ejemplo, la idea de una normalidad ligada al modelo de familia nuclear—. Como contrapartida, también hay que subrayar que la obra de Freud fue clave a la hora de constatar que, más allá del correcto funcionamiento de la maquinaria neurofisiológica, las experiencias vitales eran fundamentales a la hora de configurar el funcionamiento mental y los hábitos de comportamiento del ser humano. Toda la psicología aplicada actual sigue trabajando sobre ese supuesto; en ocasiones, en conflicto explícito con las posiciones biologicistas y médicas más exacerbadas (González y Pérez, 2007).

Por otro lado, desde el punto de vista teórico, más allá del tópico y la caricatura pansexualista, el psicoanálisis abrió un campo de discusiones riquísimo a propósito de las fuentes de la actividad, las funciones del lenguaje y el desarrollo de la subjetividad. Su idea básica de que en la encrucijada entre la tensión energética del organismo y las condiciones culturales debe resolverse el desarrollo de los procesos psicológicos básicos y superiores (motricidad, percepción, memoria, pensamiento, conciencia, yo, moralidad, etc.) sigue siendo clave para cualquier psicología atenta a la actividad humana. Freud fue uno de los primeros autores en advertir que no hay una relación unívoca entre un estado descompensado o un instinto y un estímulo concreto, ya que tal relación depende de una construcción acontecida en el propio devenir de la acción. Igualmente, fue uno de los primeros autores en observar cómo la motricidad y la percepción ganan en discriminación y precisión de forma progresiva, a partir de la relación que el sujeto va manteniendo con los objetos y ambientes con los que interactúa. En esta misma línea, su idea de que las sensaciones externas se enlazan con huellas de memoria previas y éstas, a su vez, se perfeccionan y complejizan a través de la exposición al lenguaje es plenamente piagetiana y vygotskiana. Freud también advirtió cómo el desarrollo del yo y del sistema cognitivo que lo sustenta está en relación con el proceso evolutivo en el que vamos discriminando entre los estados internos y el mundo, proceso durante el cual se determina qué cosas son verdaderas, reales y satisfactorias, y cuáles no.

En definitiva, el interés y la profundidad teórica de este tipo de aportaciones parecen lo suficientemente relevantes como para no borrar de un plumazo el valor conceptual del pensamiento psicoanalítico en la psicología y su historia; todo ello al margen de que, efectivamente, Freud exagerara sus éxitos terapéuticos o se excediera con las interpretaciones que extraía de sus observaciones clínicas. Como con todos los autores históricos y actuales de la psicología, Freud merece que realicemos una lectura crítica de su obra —y de sus desarrollos posteriores— y una reconsideración de la misma desde sus anclajes histórico y teórico; al menos si de lo que se trata es de aprovechar lo realmente interesante de su pensamiento. Escudriñar morbosamente su anecdotario biográfico tampoco está nada mal, pero quizá convenga más disfrutarlo como placer literario que convertirlo en el único ariete de la crítica epistemológica.