El Psicoanálisis freudiano: I.Los orígenes

Sin duda, la historia y el presente del psicoanálisis están estrechamente ligados a la figura de Sigmund Freud. Personaje y obra parecen suscitar opiniones extremas, despertando por igual agrias críticas y encendidas apologías. Hasta cierto punto, fue el propio Freud quien promovió la estrecha relación entre su biografía y su obra. Un episodio crítico a ese respecto fue el autoanálisis que acometió en 1897. Ese año, aquejado él mismo de síntomas de angustia y depresión, decidió analizar su propia infancia con la ambiciosa intención de descubrir la raíz de sus propios problemas. Como consecuencia de ello, sentaría las bases de la teoría psicoanalítica.

Para algunos, habrían sido precisamente las revelaciones de ese autoanálisis —sobre todo la compleja relación afectiva que habría mantenido con sus padres— lo que habría evitado que los deseos personales de Freud interfirieran en la objetividad y rigor de su propuesta. Por ello, sus más entusiastas defensores han querido ver en el autoanálisis un episodio ejemplar; un esfuerzo y sacrificio mesiánico que Freud realizó en beneficio de la ciencia y la propia Humanidad (Anzieu, 1959; Jones, 1953-1957/2003). Para otros, sin embargo, el autoanálisis es un episodio pretencioso a partir del cual Freud trató de elevar una reflexión sobre circunstancias muy personales a la categoría de verdad universal y científica (Breger, 2001; Leahey, 2005; Onfray, 2011). De hecho, no son pocos los momentos en los que Freud promovió una versión casi mítica de la fundación del psicoanálisis vinculada a su propia biografía (ver, por ejemplo Freud, 1914/1972 y 1924/1974). También en esta línea, se ha llamado la atención sobre el hecho de que Freud sobredimensionara sus éxitos terapéuticos reales y destruyera selectivamente documentación y correspondencia personal (Breger, 2001; Ferris, 1998). Como él mismo reconoció en alguna de las cartas que escaparon de la quema, era muy consciente de que la transcendencia pública de su obra estaría llamada a recibir la atención reconstructiva de los historiadores futuros. Sin duda, su intención era legarnos un buen material hagiográfico.

Ante este panorama cabe realizarse al menos dos preguntas. En primer lugar, por qué Freud, independientemente de la meticulosidad de los historiadores, no ha logrado su objetivo de convertirse en un «héroe» de la ciencia, acercándose, en muchos casos, a la condición de «villano». En segundo lugar, y más importante aún, cabe preguntarse si, en consecuencia, el psicoanálisis sólo puede ser entendido como una vía muerta o, incluso, una farsa en el desarrollo de la psicología. El objetivo de este capítulo y el siguiente es ofrecer claves que permitan replantearse estas cuestiones de manera más adecuada, contextualizarlas y repensarlas atendiendo a la complejidad de la cuestión tratada.

FREUD: INEVITABILIDAD Y CONTROVERSIA

Pocas biografías intelectuales han merecido tantas páginas y reflexiones como la de Freud (a los estudios biográficos mencionados en el epígrafe anterior es imprescindible añadir, como mínimo, los de Forrester, 2001; Gay, 1988; Roazen, 1986; Roudinesco, 2015 y Zaretsky, 2012). Su correspondencia personal, por ejemplo, ha recibido una atención desmesurada; al menos comparada con la que se ha prestado a la de cualquier otra figura relevante del pasado de nuestra disciplina (véase, por ejemplo, Freud, 2008). Al margen del balance negativo al que llegan muchas de estas investigaciones, de ellas podemos extraer dos conclusiones. En primer lugar, que el interés de Freud por los motivos ocultos, primarios y egoístas de la actividad humana alcanzó, finalmente, un éxito considerable: ni siquiera su propia vida y obra han podido escapar a su propuesta. En segundo lugar, que los recientes análisis historiográficos desmitificadores de la «personalidad» de Freud también pueden verse como el colofón de un empeño por desprestigiar a toda costa el psicoanálisis; una tendencia crítica que tiene, en sí misma, profundas raíces históricas.

Originalmente, la oposición a la obra de Freud se localizó sobre todo en torno a su controvertida teoría sexual de la motivaciones humanas, propuesta contra la que se adujeron críticas de tanto de carácter moral como intelectual. Las críticas morales fueron especialmente virulentas en vida del propio Freud, en el contexto burgués de la Viena de fin de siglo, primero, y bajo la perspectiva degeneracionista del régimen Nazi, posteriormente. Su «escandalosa» visión pansexualista, egoísta y animal de la naturaleza humana chocó con la hipocresía moral del momento histórico-social que le tocó vivir. Sin embargo, cuando la moral victoriana empezó a desmoronarse o, incluso, mucho después, durante la «revolución sexual» de los años 60, la obra de Freud continuó en el punto de mira. Agotadas las suspicacias morales, como si se tratara de preservar a toda costa la condición «controvertida» de su figura e ideas, las críticas intelectuales retomaron la cruzada contra su trabajo. Paradójicamente, donde antes se habían señalado los excesos cientificistas del psicoanálisis por reducir el comportamiento humano a impulsos animales, ahora se subrayaban sus carencias científicas. Coincidiendo con el auge del conductismo en los años 30 y 40, se empezó a denunciar la falta de criterios sistemáticos en la recogida y ordenación de sus datos y demostraciones, así como el discutible éxito real de sus terapias (Eysenck, 1952 y 1985; Rachman, 1975; Skinner, 1954/1972).

Estas críticas teórico-epistemológicas son las que han retomado modernamente las perspectivas psicológicas más experimentalistas, señalando la falta de rigor científico de Freud. Y, sin duda, esta opinión también es coherente con las narraciones historiográficas contemporáneas que aseguran que el psicoanálisis terminó siendo desterrado de las facultades de psicología por sus carencias científicas (Caparrós, 1984; Leahey, 2005) y encontró refugio en otros espacios académicos relacionados, principalmente, con las humanidades (arte, lingüística, filosofía, antropología, historia, etc.). Pero, en realidad, esto sólo es relativamente cierto para parte del mundo anglosajón o los países que, como España, han construido sus instituciones y tradiciones psicológicas a imagen y semejanza de aquél. Muchas facultades de Psicología en Centroeuropa, Latinoamérica o los Estados Unidos siguen acogiendo contenidos psicoanalíticos. Cuando menos, es difícil encontrar programas de estudio de nuestra disciplina donde no aparezcan asignaturas que incorporen, de algún modo, epígrafes o ideas provenientes del psicoanálisis. A todo ello hay que añadir su vigencia en el ámbito de la intervención clínica, donde buena parte de las corrientes psiquiátricas modernas continúan considerándolo, en su versión ortodoxa freudiana o en otras alternativas, una herramienta terapéutica válida. La propia estructura de una sesión clínica en psicología aplicada, sea cual sea la adscripción teórica, replica, en buena medida, la que desarrolló Freud para tratar a sus pacientes.

Igualmente, sería pertinente matizar o contextualizar la cuestión del rigor metodológico y científico del psicoanálisis; sobre todo teniendo en cuenta que, dentro de la historia de la psicología, ningún otro autor ha recibido tantas críticas a ese respecto como Freud. No está de más hacer hincapié en dos cuestiones. Por un lado, es importante subrayar que el método experimental no es el único procedimiento que la ciencia ha utilizado y aún utiliza para construir conocimiento. Pensemos en las predicciones de la física elaboradas desde modelos matemáticos, o los hallazgos de la etología o la antropología a través de métodos observacionales en situación natural. Por otro lado, es fundamental poner en relación los métodos y objetivos freudianos con su propia época, respecto de la cual parecieron, en buena medida, subversivos y revolucionarios. Al fin y al cabo, antes de la popularización del psicoanálisis, los baños fríos, los electroshocks, las intervenciones quirúrgicas, y otros tratamientos invasivos y radicales eran las técnicas terapéuticas más habituales en los sanatorios psiquiátricos y balnearios (Decker, 1999, Leahey, 2005).

Si no tenemos en cuenta esas condiciones, la obra de la mayoría de los personajes relevantes para la historia de la psicología tampoco resistiría un juicio científico riguroso; máxime si éste se elabora desde las exigencias del actual protocolo experimental. Desde luego, no quedarían en buen lugar ni James y su interés por la experiencia espiritual (James, 1902/1994), ni Wundt y su preocupación por el método histórico-comparativo (Wundt, 1912/1926), ni Watson y la discutible ética científica de algunos de sus trabajos (Watson y Rayner, 1920) ni Skinner y su pro­yecto militar de condicionar palomas capaces guiar misiles (Skinner, 1960/1972). Curiosamente, a diferencia de todos ellos, la crítica que recibe la obra de Freud por anticientífica es tan persistente como la vigencia de su obra (sintomáticas son las recientes y encendidas críticas de Fuentes, 2009; Meyer, 2007; Onfray, 2011 y Webster, 2005), y, como hemos tratado de señalar, parece indisociable de una atención desmesurada a la estrecha y supuestamente perversa relación entre su construcción teórica y sus motivos personales.

Desde nuestra perspectiva, tomar distancia de esta «teoría de la sospecha» —que, de hecho, él mismo colaboró a inculcar con éxito en el corazón de la cultura occidental— permite abrir otras posibilidades para ponderar su obra. Nuestra intención es recontextualizar los orígenes de la teoría psicoanalítica dentro de las tendencias sociales, intelectuales y científicas de su época. Después de ello, atenderemos a los ejes fundamentales de la teoría freudiana y los desarrollos y rectificaciones que introdujo el propio Freud posteriormente. Cerraremos este recorrido con una referencia al legado psicoanalítico en las diferentes órbitas de la cultura psicológica y su continuidad actual.

FREUD ANTES DEL PSICOANÁLISIS

Freud nació en 1856 en Moravia, región que por aquellos años estaba integrada en el Imperio Austro-Húngaro de los Habsburgo —hoy pertenece a la República Checa—. Poco antes de la desaparición definitiva del imperio tras la Primera Guerra Mundial, su capital, Viena, era posiblemente el centro intelectual más importante del mundo occidental. Aun perteneciendo a diversas generaciones, en Viena coincidieron algunos de los más importantes artistas (Mahler, Schönberg, Schnitzler, Loos, Klimt, etc.), médicos (Krafft-Ebing, Meynert, Brücke, etc.) y científicos y filósofos del momento (Mach, Wittgenstein, etc.), además del propio Freud. Este ambiente de creatividad y ebullición intelectual convivía, sin embargo, con un clima de indolencia socio-política y estricta moralidad religiosa; es decir, de características propias de la clase y educación burguesas. En realidad, los preceptos morales eran respetados en público, pero en los dominios domésticos, privados e íntimos, o bien eran hipócritamente soslayados, o bien se mantenían hasta extremos que producían graves desajustes orgánicos y psicológicos. La ocultación de las verdaderas opiniones y deseos era la nota común de la sociedad vienesa. Buena parte de la obra de periodistas como Karl Kraus (1874-1936), escritores como Robert Musil (1880-1942) o filósofos como Ludwig Wittgenstein (18891951) sólo puede entenderse, precisamente, como reflexión crítica ante esa despreocupación político-social y, sobre todo, ante ese moralismo hipócrita. Lo consideraban exento de los más altos valores del espíritu y la vida humana (Janik y Toulmin, 1992).

La perspectiva de Freud ante todo ello fue más pesimista que crítica: interpretó las simulaciones, el malestar y las patologías de los vieneses —y, por extensión, del sujeto occidental moderno— como características humanas universales. En ese camino, Freud también trató de ofrecer una fórmula terapéutica cuyos resultados sólo podían ser costosos y limitados: al fin y al cabo, se trataba de combatir toda una vida de autorregulación emocional y aprendizaje e interiorización de reglas culturales. Además, aparte de la hipocresía moral vienesa, para Freud resultaba evidente que muchos de los códigos de conducta grabados a fuego desde la infancia resultaban imprescindibles para la convivencia en una sociedad civilizada. Como han señalado Johnston (2009) y Pérez (1992), seguramente en esto el padre del psicoanálisis se muestra como un burgués vienés más. No es banal que el incisivo periodismo de Karl Krauss, representante por excelencia de la actitud crítica ante el hipócrita moralismo vienés, también tomara a Freud como objetivo de sus invectivas antiburguesas.

Dentro de ese marco histórico-cultural se fraguaron las claves del psicoanálisis. De hecho, Freud no hubiera abandonado nunca su residencia en Viena si no hubiera sido por la amenaza del nazismo; circunstancia que le llevó a un emigración forzosa en Londres en 1938, cuando ya contaba ochenta y dos años de edad (murió allí solo un año después). Así las cosas, su primera teorización psicoanalítica puede localizarse en Viena en torno a 1900, con la publicación de la famosa La interpretación de los sueños. Pero estuvo precedida de un importante periodo de gestación donde la relación de Freud con la cultura científica vienesa jugó un papel fundamental.

Freud y la medicina vienesa

Como en el caso de otros «padres fundadores» —por ejemplo, James o Wundt— la formación inicial de Freud se produjo en el ámbito de la medicina y sólo más tarde derivó hacia la psicología. Las concepciones científica y clínica de Freud se arraigan en el espíritu positivista de la tradición médica vienesa. Por ejemplo, el hecho de que no le preocupara encontrar respaldo experimental para sus tesis psicoanalíticas proviene, en buena medida, de la lógica propia de los estudios anatómico—fisiológicos de los hospitales de Viena; interesados, antes que nada, por la descripción metódica y la acumulación de datos clínicos que avalaran los cuadros diagnósticos. En la tradición vienesa, el diagnóstico era más importante que los propios tratamiento, cura y seguimiento del paciente (Johnston, 2009). Tanto en su correspondencia personal como en las exposiciones clínicas de sus casos, Freud también se muestra habitualmente fiel a esa perspectiva exhibiendo un evidente desapego e incluso insensibilidad ante el sufrimiento de sus pacientes o el devenir de su salud tras dar por finalizado el tratamiento. De hecho, a pesar de sus objetivos terapéuticos, la propia técnica psicoanalítica incorporaría explícitamente conceptos y estrategias relacionados con la detección y regulación de las posibles relaciones afectivas y empáticas que pueden llegar a surgir entre paciente y analista. La práctica del psicoanálisis exige una escucha clínica distanciada y sin interferencias, así como la detección de la transferencia —las expectativas y deseos que el paciente proyecta sobre el analista— o la contratransferencia —las expectativas y deseos que el analista proyecta sobre el paciente—.

Sin embargo, la práctica clínica también resultó fundamental para que Freud terminara abandonando un componente incontestable de la tradición médica vienesa; circunstancia que, además, fue crucial para la propia formulación del psicoanálisis. En concreto, dentro de tal tradición resultaba indiscutible que la causa de cualquier enfermedad, incluyendo las mentales, radicaba en un daño o malformación anatómico-fisiológica. Como veremos, Freud terminó rechazando este supuesto como paso previo a la fundación del psicoanálisis.

Entre 1876 y 1885 Freud trabajó en los laboratorios de dos de los más prestigiosos fisiólogos del momento, Wilhelm Brücke (1819-1892) y Theodor Meynert (1833-1892), y publicó diversos trabajos de investigación relacionados con el sistema nervioso, las alteraciones fisiológicas y las afasias o los efectos terapéuticos de la cocaína. En ese momento, los enfoques neurológicos planteaban que los estados alterados de la mente estaban producidos principalmente por daños anatómicos en el sistema nervioso. En un principio, Freud aceptó esta idea y no se apartó de ella durante los cuatro años que ejerció como médico residente en el Hospital General de Viena (de 1882 a 1885).

Sin embargo, en 1885 viajó a París para conocer las investigaciones que Jean-Martin Charcot (1825-1893) desarrollaba en el Hospital de La Salpêtrière sobre la histeria y sus síntomas (tics nerviosos, parálisis locales, incontinencia verbal, etc.) y quedó profundamente impresionado por ellas. Hoy son muchos los aspectos controvertidos y obsoletos de lo que entonces se definía como «cuadro histérico» (Didi-Huberman, 2007). Pero, en la época, La Salpêtrière representaba el modelo diagnóstico y terapéutico dominante de la histeria y, sin duda, fue clave en la reorientación de los intereses del joven Freud. Por un lado, sus inquietudes neuropatológicas iniciales dejaron paso a una preocupación centrada en los trastornos histéricos y, más adelante, los psicológicos en general. Por otro, tomó contacto con el uso de la hipnosis y, por tanto, con la posibilidad de trabajar con técnicas terapéuticas no invasivas ni basadas en la intervención directa sobre el cuerpo (Levin, 1985). Así, tras su regreso a Viena en 1886, Freud empezó dedicarse a la práctica clínica privada centrándose en los problemas psicopatológicos y tratando de utilizar la hipnosis como método terapéutico.

A diferencia de los médicos vieneses, Charcot no creía que la histeria estuviera provocada necesariamente por un traumatismo, malformación o daño anatómico; aunque sí defendía que debía explicarse por alguna disfunción orgánica. En este mismo sentido, y al margen de intenciones terapéuticas, Charcot utilizaba la hipnosis como un método con el que demostrar sus teorías; una herramienta capaz de incidir, indirectamente, sobre el mecanismo neurológico alterado que desencadenaba los síntomas histéricos. Contra esta perspectiva se manifestaba, dentro de la propia Francia, la escuela de Nancy, liderada por los médicos Hippolyte Bernheim (1840-1919) y Ambroise-Auguste Liébeault (1823-1904). Desde el punto de vista de estos autores, muchos de los comportamientos de las histéricas hipnotizadas por Charcot eran reacciones puramente psicológicas y producto de la sugestión. En último término, podían manifestarse en cualquier persona. Además, Bernheim y Liébeault se preocuparon mucho más que Charcot por el carácter terapéutico de la hipnosis; aunque terminarían sustituyéndola por técnicas de sugestión y relajación, como la presión manual en la cabeza, los masajes locales o el uso de divanes donde los pacientes se podían recostar.

Freud realizó una breve estancia de estudios con Bernheim en 1889 que, con seguridad, también resultó fundamental para el devenir de su práctica clínica y sus reflexiones psicológicas. Cayó en la cuenta de que la diferencia entre una mente normal y una alterada no tenía por qué ser, necesariamente, cualitativa; es decir, determinada por una malformación neuroanatómica. Existía cierta continuidad entre la forma en que funcionaba la mente de un neurótico y la de una persona normal. Las diferencias entre los procesos y estados de uno y otro podían ser, por tanto, meramente cuantitativas o de grado. Esta cuestión es importante por tres razones. En primer lugar, afianzará la preocupación de Freud por el funcionamiento de la mente en un sentido general —no restringido a sus patologías— y por los procesos neurológicos subyacentes. En segundo lugar, le ayudarán a definir esos procesos en términos energéticos y a correlacionarlos con dinámicas neurofisiológicas de carácter químico. En tercer lugar, le permitirán teorizar un dominio de regulación mental estrictamente psicológico que, en todo caso, no sería independiente de las condiciones neurológicas mencionadas.

Podemos considerar estas tres razones como los cimientos remotos del psicoanálisis; al menos, fue la reflexión sobre ellas lo que terminó conduciendo al Freud neurólogo a un callejón sin salida. Significativamente, en 1895, dos años antes de iniciar su propio autoanálisis, trabaja en dos obras que atestiguan la insatisfactoria búsqueda teórica a la que hasta el momento le habían llevado tanto sus reflexiones neuropsicológicas como sus experiencias clínicas (véase, a este respecto, Fine, 1982; Levin, 1985; y Poch, 1988). Detengámonos en estos textos.

La reflexión fisiológica: Proyecto de una psicología para neurólogos (1895)

Desde sus tiempos como estudiante de medicina, Freud nunca había abandonado su interés por la fisiología. Tratando de realizar su propia aportación a este campo y animado por su amigo más cercano, el fisiólogo y otorrinolaringólogo berlinés Wilhelm Fliess (1858-1928), Freud escribió su Proyecto de una psicología para neurólogos. Su intención era tratar de fundamentar la dinámica mental y, consecuentemente, sus disfunciones, sobre una concepción energética del funcionamiento cerebral. En realidad, esta perspectiva ya estaba presente en los trabajos de su maestro Brücke, su amigo Fliess y otros prestigiosos autores de la tradición psicológica germana como Helmholtz, Fechner o Herbart. Igual que ellos, Freud se mantiene fiel al espíritu positivista de la época y, rechazada la tesis de la lesión anatómica, tratará de establecer un modelo cuantitativo del sistema nervioso o, en sus propias palabras, una «economía de la energía nerviosa», regida por leyes físico-químicas. A grandes rasgos, su tesis fisiológica suponía que los procesos psíquicos estaban sostenidos por la acción subyacente de las neuronas interconectadas y cargadas de una cantidad de energía determinada. Ante estimulaciones exteriores las neuronas tendían a descargarse del excedente energético para reequilibrar el sistema, mientras que ciertas demandas interiores al organismo exigían mantener unos niveles mínimos de tensión; esto es, exigían evitar una inactividad completa. En el caso de la estimulación exterior, la actividad se transmite a los músculos motores dando lugar al movimiento reflejo, mientras que la demanda interior está vinculada a la satisfacción energética, dando lugar a funciones básicas como la respiración, la nutrición, la sexualidad, etc. (Freud, 1895/1972a).

Freud reconocía el carácter especulativo de su tratado y por ello nunca llegó a publicarlo en vida. Sin embargo, el fracaso del Proyecto le impulsó al desarrollo de una teoría propiamente psicológica del funcionamiento mental. Además, el Proyecto legó al psicoanálisis algunas ideas cruciales. Sin duda, la más importante fue una concepción dinámica y energética del funcionamiento mental, basada en acciones, reacciones y transformaciones de fuerzas en conflicto. Freud era consciente de que sólo estaba realizando una transposición metafórica del lenguaje neurológico al psicológico, pero a veces trató esta relación con ambigüedad. En realidad, nunca renunció a la posibilidad de que se pudiera encontrar un correlato real entre la energía psicológica y la fisiológica. Basándose en ello, especuló incluso con la posibilidad de diseñar medicamentos apropiados para el tratamiento de la neurosis (véase por ejemplo, Freud 1915-1917/1972). Pero para ello creía necesario que las investigaciones farmacológicas alcanzaran un nivel de desarrollo adecuado, algo que veía aún muy lejos. Mientras tanto, la única alternativa sensata para tratar con la energía del organismo y sus efectos tóxicos sobre la mente sería el psicoanálisis.

La experiencia clínica: Estudios sobre la histeria (1895)

Los Estudios sobre la histeria, escritos originariamente por Freud en colaboración con el famoso médico vienés Joseph Breuer (1842-1925), estaban dedicados a casos clínicos protagonizados exclusivamente por mujeres. Esto no fue óbice para que Freud tratara de elaborar, a partir de ellos, un método terapéutico genérico y una amplia explicación de los trastornos psicológicos. En cuanto al método, había insistido en el uso de la hipnosis hasta aproximadamente 1890, explicando su efecto terapéutico de una manera que recuerda mucho a las ideas de su Proyecto y, como en éste, prefigurando conceptos psicoanalíticos cruciales como el de «inconsciente», «resistencia» o «represión». Así, para Freud la hipnosis reforzaba la «voluntad consciente» de las pacientes frente a una «voluntad contraria», de carácter no consciente, que trataba de impedir la consecución del objetivo perseguido o deseado (Freud, 1892-1893/1972). En todo caso, no consiguió alcanzar las espectaculares demostraciones de La Salpêtrière, ni siquiera los satisfactorios efectos terapéuticos que Bernheim obtenía con sus técnicas sugestivas. Muchas de las pacientes de Freud se resistían a la inducción hipnótica y era habitual que los síntomas histéricos reaparecieran después de un tiempo. Por ello, inspirado por la práctica clínica de Breuer, Freud empezó a utilizar como alternativa a la hipnosis el método catártico o «cura por la palabra». Tal método está ejemplarmente expuesto en los Estudios gracias a la presentación de los famosos casos de Anna O., Emmy von N. y Elizabeth von R., entre otros (Freud, 1895/1972b). Compatibilizado con otras herramientas orientadas a la sugestión, el nuevo método terapéutico consistía en charlar con el psicoterapeuta para tratar de rememorar acontecimientos afectivos y dolorosos de importancia, normalmente los más lejanos en el tiempo y, por ende, los más inaccesibles. El recuerdo de los acontecimientos pasados permitía la descarga o «abreacción» de las emociones profundas asociadas a ellos. Esto producía efectos psicológicos beneficiosos, incluyendo la desaparición de los síntomas histéricos. De hecho, se suponía que tales síntomas no eran más que vías de escape corporal para la energía retenida; la misma que se veía liberada en la catarsis terapéutica gracias a la verbalización del conflicto.

Sin duda, el método catártico prefigura claramente el de la «asociación libre» como propio del psicoanálisis. En aquel ya desaparece la dirección del terapeuta sobre el trabajo de rememoración del paciente. Lo que se mantendrá constante en el camino recorrido desde la hipnosis hasta la «asociación libre», pasando por el método catártico, serán las posibilidades de ampliar el espacio y la actividad propia de lo mental. Tal dominio no podía circunscribirse ya meramente a la conciencia.

En cuanto a la delimitación de las alteraciones mentales, la práctica clínica confirmó progresivamente algo que Freud barruntaba desde años atrás: la distinción entre los trastornos nerviosos de carácter orgánico y los de origen psicológico. La confusión entre ambos se había debido a que estos últimos podían simular la sintomatología motora típicamente asociada a los daños neurofisiológicos (Freud, 1924/1974). Buscando causas alternativas, las experiencias clínicas de Breuer y Freud confirmaron cómo muchos casos de neurosis psicológicas estaban asociados con problemas de índole sexual en los pacientes. Freud llegó a asegurar que había constatado una conexión evidente con episodios de abusos sexuales sufridos en la infancia y perpetrados por personas del entorno familiar o próximo. Un año después, en 1896, elaboró sobre esa base la «teoría de la seducción» que remitía a estos episodios traumáticos del pasado para explicar la aparición de los síntomas histéricos en la edad adulta (Freud, 1896/1972).

La infancia del psicoanálisis: la sexualidad infantil y el complejo de Edipo

El famoso psiquiatra vienés Richard Krafft-Ebing (1840-1902), también profesor de Freud en sus tiempos de estudiante, tildó la tesis de la seducción y la sexualidad infantil de «cuento de hadas científico», motivo más que suficiente para que Freud, herido en su orgullo de hombre de ciencia, revisara su planteamiento. De hecho, también había recibido duras críticas de Krafft-Ebing, e incluso de su admirado maestro Meynert, por plantear que los trastornos histéricos podían ser descritos en hombres y no sólo en mujeres. Freud estaba sumido en un mar de dudas y decepciones a propósito de la teoría patológica, la práctica clínica y su escaso protagonismo en las instituciones médicas y académicas, motivo que seguramente impulsó su decisión de autoanalizarse y enfrentarse a las revelaciones ya comentadas al principio sobre sus verdaderos deseos y frustraciones.

Tras el autoanálisis, Freud acometió una reconceptualización —ya plenamente psicoanalítica— de la sexualidad infantil y sustituyó la «teoría de la seducción» por el «Complejo de Edipo». Eso sí, todavía preocupado por el juicio de sus maestros, no dio a conocer inmediatamente sus nuevas hipótesis. Como también hizo con su autoanálisis, esperó hasta el nuevo siglo para publicarlas. Muchas de ellas aparecieron por primera vez en los que, sin duda, son los dos textos clave del psicoanálisis: La interpretación de los sueños (Freud, 1900/1972) y Tres ensayos para una teoría sexual (Freud, 1905/1972a).

La sexualidad infantil

En su concepción del desarrollo sexual humano Freud sostiene la existencia de diversas etapas (oral, anal, fálica, de latencia y genital) relacionadas con distintas zonas erógenas del cuerpo del niño. Son zonas especialmente sensibles y están relacionadas con el cumplimiento de funciones orgánicas básicas para el bebé, como mamar, defecar u orinar. Estas actividades relajan la tensión interna del sujeto, pero las zonas erógenas implicadas en ellas son fuentes de placer en sí mismas. La boca y los labios, por ejemplo, son áreas muy sensibles relacionadas con la alimentación. El estímulo del pezón provoca que los labios del niño se activen e inicien la succión. Con ello se relaja la tensión interna provocada por el hambre. Pero la estimulación oral es placentera en sí misma y si permanece sin satisfacerse durante largo tiempo producirá irritación en el niño. Por eso, toda vez que la estimulación queda deslindada de su función alimentaria primigenia, el bebé podrá superar su displacer oral utilizando sustitutos del pezón como su propio dedo o un chupete. Lógicamente, a lo largo de la vida del sujeto los estímulos considerados socialmente apropiados para estimular las diversas zonas erógenas irá variando; y así irán apareciendo medios sustitutivos como caramelos, tabaco, alcohol, besos, caricias, etc.

Dentro de ese esquema, una de las funciones orgánicas básicas, la reproductora, aparecería más tardíamente en el desarrollo. Era durante la pubertad cuando se producían los cambios madurativos específicos que la hacían posible. La zona genital cobraba un especial protagonismo, si bien resultaba evidente que en el juego preparatorio amoroso (besos, caricias, etc.) se veían implicadas el resto de zonas erógenas. Desde el punto de vista de Freud, en una persona normal la estimulación de estas zonas generaba una excitación que se ponía al servicio de los impulsos genitales y concluía con el coito. Pero también podía ocurrir que el placer asociado a alguna de las zonas erógenas primitivas fuera más intenso que el producido por la zona genital. En ese caso se desarrollaba lo que en la época de Freud se consideraban perversiones (sadismo, coprofilia, homosexualidad, etc.): el deseo sexual se fijaba en zonas como la boca, el ano, los pies, etc. Alternativamente, también podía darse el caso de que, llegado a la madurez, el sujeto fuera incapaz de canalizar su sexualidad a través de las zonas placenteras. En este caso, aparecía una neurosis y el sujeto en lugar de manifestar una sexualidad normal desarrollaba síntomas histéricos (Freud, 1905/1972a).

Las consecuencias más importante que se pueden extraer de todo esto son dos. En primer lugar, no existen objetos naturalmente predeterminados para la satisfacción del impulso sexual, más allá de lo que la sociedad sanciona como adecuado. En segundo lugar, cualquier persona puede desarrollar una perversión o una neurosis sin necesidad de sufrir un daño neuroanatómico. De hecho, Freud creía que era muy difícil llegar a formar a un individuo totalmente sano desde el punto de vista sexual; esto es, un sujeto que, tal y como exigía la moral burguesa, ajustara estrictamente su actividad coital a un fin reproductor.

El Complejo de Edipo

Tras descubrir en su autoanálisis ciertos sentimientos ambivalentes hacia su padre, Freud llegó a la conclusión de que la «teoría de la seducción» era falsa. Las experiencias sexuales tempranas relatadas por sus pacientes no habrían sido reales, sino fantasías con las que se disfrazaban, a través de síntomas, deseos incestuosos hacia las figuras parentales durante la infancia. En su forma básica, el niño deseaba inconscientemente poseer a la madre para sí mismo y por eso albergaba sentimientos de odio y muerte hacia el padre (Freud, 1900/1972). Esto se produciría durante una etapa pregenital, aproximadamente entre los 3 y 6 años, momento en el que también se desarrolla el miedo a la castración, entendida ésta como castigo o represalia del padre ante los deseos incestuosos. No obstante, los impulsos sexuales relacionados con el Complejo de Edipo terminarían cayendo en un estado de latencia que duraría hasta la pubertad. Durante esta última etapa el complejo se revive para poder elegir un objeto de deseo apropiado, normalmente una mujer evocadora de la propia madre. El sujeto consigue entrar así en la madurez preparado para cumplir con la función reproductora fundamental (Freud 1921/1974).

Para Freud la estructura del Complejo de Edipo sería diferente en el caso de las niñas. La explicación es mucho más alambicada y polémica y, de hecho, sólo la desarrolló plenamente muchos años después. El Complejo de Edipo femenino estaba basado en la supuesta envidia que la niña sentiría por su carencia de pene. La existencia de éste se constataba a través del cuerpo del padre o el hermano, al tiempo que también se advertía su ausencia en la madre. Supuestamente, esta situación era vivida por la niña como una castración en su propio organismo. En ese punto la niña se orientaría al padre para conseguir el pene y tal deseo se albergaría bajo la posibilidad simbólica de que su progenitor le proporcionara un hijo. Según Freud, si el niño resolvía su Complejo de Edipo en la edad adulta al transferir su amor maternal a su esposa, la niña lo superaba cuando como madre alumbraba un varón (Freud, 1925/1974 y 1931/1974).

Las ideas freudianas sobre la sexualidad infantil han sido motivo constante de polémica; incluso dentro de los adeptos a la escuela psicoanalítica. En la línea de la imagen del «Freud burgués» ya comentada, el Complejo de Edipo reflejaría, de forma estereotípica, la familia nuclear y patriarcal vienesa de finales del siglo xix y principios del xx. Dentro de esta misma lógica, en la conceptualización del Complejo de Edipo femenino se pueden detectar rastros de los estereotipos y prejuicios misóginos propios de la época (para una discusión de estas cuestiones puede verse Mitchell, 2000).

También se han criticado todos los acontecimientos que rodearon las decisiones tomadas en torno a la «teoría del seducción». Para algunos autores, muchos de los episodios de abusos relatados por los pacientes de Freud eran seguramente verídicos (Breger, 2001; Masson, 1984). Para otros, es posible que la mayoría de los pacientes ni siquiera comentaran nada relacionado con abusos infantiles (Cioffi, 1973; Esterson, 1993; Leahey, 2005). En este caso, habría sido el propio Freud quien habría inducido o, incluso, inventado esos datos para justificar la etiología sexual de la histeria. Pero, sea cual sea el punto de vista, todas las críticas coinciden en que el interés prioritario de Freud era legitimar y reforzar el planteamiento del Complejo de Edipo. Ello le permitía colocar su trabajo en un terreno fundamentalmente psicológico y escapar de la necesidad de aprobación y reconocimiento por parte de las autoridades médicas vienesas. Al fin y al cabo, el desarrollo de sus investigaciones se había topado con la continua descalificación de sus maestros y, consecuentemente, su carrera no había encontrado acogida profesional en las instituciones académicas y sanitarias de Viena —algo en lo que también pesaba su condición judía—. Freud, como Wundt o James, habría encontrado en la psicología una vía de reconocimiento que el establishment médico nunca hubiera permitido. Dando la vuelta a este mismo argumento, autores como Johnston (2009) han planteado que fue precisamente la elaboración de una explicación prioritariamente psicológica de los cuadros neuróticos —y no su apuesta por el pansexualismo— lo que produjo el rechazo de las tesis de Freud en su propio contexto social y, más concretamente, entre los médicos.

Sea como fuere, la reconceptualización teórica que realiza Freud después de abandonar la teoría de la seducción también es resultado de un intento para hallar respuestas a problemas vitales y socio-culturales que, ya en su época, habían rebasado tanto las limitaciones terapéuticas de la hipnosis como, sobre todo, el marco reduccionista de la neurofisiología. Como hemos señalado, el punto de inflexión de esa «crisis epistemológica» puede encontrarse en las estaciones de tránsito que suponen el Proyecto de psicología para neurólogos y los Estudios sobre la histeria. Ambas obras plantearon problemas irresolubles a su autor dentro de un marco estrictamente fisiológico, al tiempo que prefiguraron conceptos cruciales del psicoanálisis como «regresión», «inconsciente», «represión» o «asociación libre» (véase Poch, 1988). Sin embargo, no fue hasta la publicación de La interpretación de los sueños en 1899 cuando estos términos adquirieron todo su significado.

LA FORMULACIÓN DEL INCONSCIENTE Y LA PRIMERA TÓPICA

Freud utiliza por primera vez el término psicoanálisis hacia 1896. De esa época data también el uso del concepto de inconsciente en su acepción psicoanalítica, seguramente, el aspecto más popular de la teoría freudiana junto con las teorías de la personalidad. En la historiografía de la psicología, se ha mencionado hasta la saciedad la perspicacia y la originalidad de Freud a la hora de elaborar o incluso, a la manera de las «ciencias duras», «descubrir» el inconsciente (sobre esta cuestión ver Blanco y Castro, 1999; Ellenberger, 1976). Desde luego, pocas ideas psicológicas han calado tan hondo en la cultura occidental. En todo caso, la cuestión de la «energía inconsciente» se prefiguró en un importante caldo de cultivo cultural e intelectual propio de la época.

Los fundamentos científico-filosóficos del inconsciente

Un famoso trabajo del filósofo Michael Foucault sobre la genealogía de las ciencias humanas plantea que a finales del siglo xviii y principios del siglo xix se produce una ruptura crucial en la manera en que se elabora el conocimiento de la experiencia y la realidad; una nueva forma de ver las cosas en la que, por lo demás, todavía estaríamos inmersos en la actualidad (Foucault, 1999). A grandes rasgos, Foucault propone que, desde ese intervalo histórico, las ciencias empezarán a hablar, de muy diversas maneras, de un principio constitutivo de la vida que estaría arraigado en sus raíces —biológicas e históricas— más profundas e inaccesibles. En ese principio fundamental se localizará el origen de la fuerza y estructura básica de todo fenómeno vital, incluyendo al ser humano. Aparecen así formas de explicación basadas en la génesis de los fenómenos y en el poder de la misma para determinar el curso posterior de los acontecimientos. Así, desde principios del siglo xix, las disciplinas científicas buscarán las causas últimas y explicativas de la condición humana remitiéndose a sus orígenes más antiguos, primarios o profundos; algo que incluirá a los antepasados remotos (evolución, hominización, razas, historia), los mecanismos biológicos (genes, neuronas, instintos, energía físico-química, etc.) o las experiencias elementales (vida, sensibilidad, sentimiento, actividad, etc.).

Tal búsqueda se verá acompañada por una definición en términos afectivo-emotivos e irracionales de los entresijos interiores del principio vital. En el caso de la condición humana, es algo que se pondrá de manifiesto en la exaltación de las pasiones y emociones por parte del arte romántico; en la pintura paisajística de William Turner (1775-1851) y Caspar David Friedrich (1774-1840), la ópera de Richard Wagner (18131883) y Giuseppe Verdi (1813-1901), la poesía de Friedrich Hölderlin (1770-1843) y Lord Byron (1788-1824) o los relatos de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822) y Walter Scott (1771-1832). Con el romanticismo, el sentimiento y las emociones se convertían en el impulso fundamental de las más altas aspiraciones y creaciones humanas, aunque también en la causa los peores desvaríos y fatalidades.

Esta sensibilidad también impregnará la metafísica idealista y el naturalismo positivista del siglo xix. Dentro de la primera, filósofos como Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), Arthur Schopenhauer (1788-1960), Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1779-1831) o Friedrich Nietzsche (18441900) tematizan, de muy diversas maneras, la idea de que las bases fundamentales del espíritu humano son parte de la naturaleza. De ésta extraen la potencia y originalidad creativa que, para bien o para mal, la razón luego trata de ordenar y encauzar. Para muchos filósofos idealistas, es esa potencia la que convierte al hombre en el rey de la creación, distanciándolo del reino animal y aproximándolo, al mismo tiempo, al concepto de divinidad o de una naturaleza pura. En sus escritos más autobiográficos, Freud manifestó explícitamente que su idea de inconsciente se separaba de la metafísica y romántica, muy particularmente de las perspectivas de Nietzsche y Schopenhauer, pero la cercanía en muchos puntos es evidente.

Por su parte, también el naturalismo científico asumirá que los aspectos irracionales y afectivo-emotivos definen los impulsos básicos del ser humano, pero —darwinismo mediante— en ellos localizará, precisamente, la continuidad entre el hombre y el reino animal. Para darwinistas positivistas como Herbert Spencer (1920-1903) o Ernst Haeckel (19341919) la estructura de los instintos e impulsos biológicos, con su energía irracional en la lucha por la supervivencia, estaban necesariamente en la base del progreso evolutivo desde el reino animal al humano y, más allá, a la civilización. Pero también podían producirse estancamientos o involuciones en las que los mecanismos biológicos primarios tomaban de nuevo el control de la actividad humana. Frente al desarrollo normal, estas alteraciones orgánicas devolvían al organismo a etapas animales, determinando el comportamiento enfermizo, degenerado, irracional o criminal de individuos, colectivos e incluso naciones.

Antes de que aparezca la teoría freudiana hay ya muchos planteamientos psicológicos que, con gran diversidad de matices, definen una base impulsiva, emotiva e irracional para el comportamiento individual y colectivo. Antes del fin de siglo, psicólogos como el francés Hippolyte Taine (1828-1893) o el prusiano Moritz Lazarus (1824-1903) recurren a la idea de espíritu o de psicología colectiva para tematizar las raíces profundas que caracterizan el genio y devenir histórico de pueblos y naciones. Otros, como el sociólogo italiano Scipio Sighele (1868-1913) o los psicólogos sociales franceses Gustave Le Bon (1841-1931) y Gabriel Tarde (1843-1904), empiezan a preocuparse por los mecanismos de sugestión y alienación que subyacen al comportamiento de las masas sociales, bien en las manifestaciones espontáneas e irracionales de rebeldía, bien en la hipnótica sumisión a la dirección de un líder. Teóricos de la degeneración y la criminalidad, como el italiano Cesare Lombroso (1835-1909) o el austrohúngaro Max Nordau (1849-1923), también recurrirán a las bases afectivas e irracionales para explicar la cercanía entre el genio y la locura; cuestión que ya los románticos y los filósofos idealistas habían advertido en el terreno estético.

Desde el punto de vista de la psicología general o individual, quizá sea el francés Pierre Janet (1859-1947) el primer psicólogo que, sólo unos pocos años antes que Freud, maneje ya una concepción plenamente dinámica del inconsciente considerándolo una fuerza activa de la naturaleza humana (Poch, 1989). Al igual que Freud, Janet estudió con Charcot y planteó un principio de «automatismo psicológico» según el cual la mente actúa en ocasiones espontáneamente bajo el control de asociaciones subyacentes y automáticas. Este mecanismo explicaría la mayoría de los estados alterados de la conciencia, incluyendo los síntomas histéricos (Janet, 1889 y 1893). Como tantos otros, Janet acusó a Freud de haberle robado ideas, pero Freud se sentía especialmente indignado por esta reprobación dado que aseguraba no haber conocido el trabajo del psicólogo francés hasta muchos años después.

También la importancia atribuida al impulso sexual, entre otras fuerzas afectivas posibles, contaba con muchos adeptos antes de que Freud madurara el psicoanálisis. En su contexto próximo, fue defendida por su antiguo maestro Krafft-Ebing y su colega Wilhelm Fliess. En todo caso, Krafft-Ebing, coherente con su confesión católica, colocaba el instinto sexual al mismo nivel que un impulso moral y religioso que sería responsable de las más altas creaciones y metas humanas; algo con lo que Freud no podía estar de acuerdo (véase Johnston, 2009). Fliess, por su parte, había elaborado una teoría pansexualista de los motivos humanos. Señaló además la existencia de la sexualidad infantil y la presencia de inclinaciones masculinas y femeninas en ambos sexos; cuestiones que, más tarde, fueron plenamente incorporadas a las tesis freudianas. De hecho, durante la elaboración de sus teorías, Fliess comentó sus ideas con Freud, como demuestra la correspondencia entre ambos (Freud, 2008). A la vista de la información contenida en las cartas, no es de extrañar que Fliess también terminara acusando a su gran amigo de robarle ideas.

Quizá en este caso Fliess sí tuviera motivos para sentirse molesto, dado que Freud apenas le cita en sus obras. Está fuera de toda duda que la construcción del psicoanálisis fue estimulada por la relación que Freud mantuvo con su colega vienés. Pero lo cierto es que en la visión freudiana de la sexualidad hay un trabajo de integración, sistematización y fundamentación que transciende el posible valor o genialidad de una idea concreta. En ese sentido, el recurso de Freud al instinto sexual tiene que entenderse dentro de una búsqueda de solidez teórica. Es una decisión de una coherencia científica, biologicista y reduccionista, impecable para la época. Efectivamente, el instinto sexual o, tal y como se denominará habitualmente dentro del psicoanálisis, la «libido» aparecía como la energía más adecuada —aunque no la única— para explicar la expresión de los síntomas histéricos y la ejecución de muchas actividades humanas. A diferencia de otras funciones biológicas básicas como comer, beber, dormir, etc., el sexo era el único instinto que podía permanecer insatisfecho sin que por ello el organismo corriera peligro de muerte. Más aún, al no liberarse a través de las demandas reproductivas, la libido podía transformarse e impulsar otras muchas acciones humanas (Sulloway, 1979; Leahey, 2005).

Sea como sea, el punto de vista energético que Freud había tratado de articular inicialmente a través de principios fisico-químicos encajaron perfectamente en la sensibilidad cultural e intelectual de la época. Nuevamente se mantuvo fiel al espíritu positivista al buscar un fundamento orgánico, en este caso un instinto biológico, para fundamentar su perspectiva energética. Pero además, a la manera del idealismo filosófico, proyectó ese principio energético sobre todos los comportamientos y creaciones que la Humanidad desarrollaba en su esfuerzo por conquistar la civilización. En esta velada apuesta por el progreso Freud parecería representar, nuevamente, al burgués estereotípico, si no fuera porque también se encargó de señalar los sacrificios que la civilización exigía y la precariedad del pacto social que la sostenía (una tesis sobre Freud como autor escéptico ante la modernidad y el progreso puede consultarse en Gray, 2013). La Gran Guerra de 1914 confirmaría algunas de sus peores sospechas, colocando la irracionalidad y el egoísmo del ser humano en un primer plano. De momento, la versión animal y pesimista de las fuerzas inconscientes ganaba la partida a la optimista y humanista.

La estructura de la personalidad: la primera tópica

Freud sistematizará su teoría del inconsciente y la dará a conocer al público a través de su celebérrima obra La interpretación de los sueños. Publicada en 1900, en ella se maneja una idea del inconsciente que, a pesar de estar implícitamente respaldada por el marco científico-filosófico de la época, resultó incómoda para muchos psicólogos; ente ellos Franz Brentano o William James. Lo que resultaba llamativo era que Freud diera tanto protagonismo a procesos que, siendo mentales, no acontecían en el campo de la conciencia. Para colmo, consideraba esos procesos fundamentales para entender el funcionamiento de la mente en su totalidad.

La concepción experimental de la psicología de autores como Wundt o James estaba definida principalmente por los estados conscientes del sujeto individual, aun cuando trataran de localizar los componentes elementales subyacentes al funcionamiento de la mente. Desde este punto de vista, mente era sinónimo de conciencia, y cuando James y Wundt utilizaban el término «inconsciente» o bien se referían a aquellos contenidos mentales sobre los que, en un momento determinado, no recaía el foco de la atención del sujeto —permaneciendo en un especie de penumbra mental— o bien a los procesos neurofisiológicos que constituían el sustrato del funcionamiento psicológico (Leahey, 2005). Por supuesto, tal y como hemos visto a propósito del espíritu cultural e intelectual de la época, la idea de inconsciente también podía referirse al motor o la energía afectiva básica que, en términos biológicos o espirituales, impulsaba la actividad del individuo. De hecho, fuera del ámbito experimental, los propios Wundt y James manejaron teorías sobre la vida inconsciente —por ejemplo, al hablar del misticismo o de la psicología colectiva— en una sentido que evocaba al idealismo filosófico.

La innovación de Freud consistió en traerse ese principio energético inconsciente al espacio mental individual y, en tanto proceso psicológico, situarlo en pie de igualdad con los contenidos mentales conscientes. En realidad, en la teoría freudiana el inconsciente se convierte en la región más extensa e importante de la mente, si bien sus contenidos y procesos se mantendrán ocultos para el sujeto la mayor parte del tiempo. A partir de ello, Freud desarrolló lo que posteriormente se denominó «primera tópica» (Jones, 1953-1957/2003; Laplanche y Pontalis, 1996); es decir, una teoría explicativa que recurre a una metáfora espacial para explicar la división de funciones del aparato psíquico. Los lugares o instancias que representaban la dinámica psíquica en esa primera tópica fueron el consciente, el preconsciente y el propio inconsciente.

De acuerdo con la primera tópica, en el inconsciente moraban todo tipo de ideas, impulsos y deseos en la forma de fuerzas que pugnaban por emerger a la conciencia y poder ser así satisfechas. Muchas de ellas tendrían un carácter moral y socialmente inaceptable, debido, sobre todo, a sus connotaciones sexuales. Por ello, eran censuradas impidiéndose su acceso a la conciencia. En cambio, las que superaban la prueba de la censura podían llegar a alcanzar la consciencia con facilidad, pero no de manera inmediata (por ejemplo, el fenómeno de «tener algo en la punta de lengua»). Debían aguardar su oportunidad en otra instancia: el preconsciente. Por el contrario, los contenidos que no superaban la prueba de la censura seguían pugnando por emerger, por lo que eran sometidos a la «represión». En esto consistía la cualidad activa del inconsciente en virtud de la cual que se mantenían a raya todos aquellos contenidos inaceptables y que no debían acceder a la conciencia. El inconsciente se considera dinámico precisamente por ello: no sólo es una instancia o lugar donde moran contenidos, sino que también es energía representada por fuerzas en conflicto que deben resolver lo que puede pasar a la conciencia y lo que no.

Ahora bien, dentro de esa dinámica energética, la vigilancia de la censura no puede ser constante ni total. Los contenidos y deseos inaceptables logran en ocasiones emerger y manifestarse —de forma inquietante o perturbadora— en los estados de vigilia. Sus contenidos aparecen, en todo caso, de manera parcial y desfigurada a través de los sueños, los estados alucinatorios, los lapsus (lingüísticos o de cualquier otro tipo) o los síntomas neuróticos. En todos esos casos, se producen caídas de la vigilancia de los mecanismos represores, si bien la acción de éstos nunca desaparece del todo. Lo que el sujeto puede tener en la conciencia son sólo manifestaciones deformadas de un contenido original inconsciente que no puede manifestarse con toda su crudeza (Freud, 1900/1972).

Si Freud utilizó el título La interpretación de los sueños en su primera obra psicoanalítica fue porque consideró que éstos eran, precisamente, la vía regia hacia el inconsciente. El título resulta deliberadamente provocativo, y no sólo porque recurriera a un fenómeno psicológico considerado menor por todos los psicólogos y psiquiatras de la época. La denominación evocaba más la imagen de un tratado esotérico que de un trabajo científico. Como buen intelectual vienés, y al igual que su maestro Brücke, Freud amaba la historia clásica y los mitos griegos y egipcios y coleccionaba pequeños objetos arqueológicos; una fascinación histórico-antropológica a la que unía el interés por su propia tradición judía. Igual que con la denominación del Complejo de Edipo, con su primera obra plenamente psicoanalítica jugó provocativa y deliberadamente con este tipo de referencias. Ciertamente, la técnica de adivinación del futuro o el destino a través de los sueños había sido habitual en muchas culturas antiguas. Freud modificará los objetivos de estos métodos ancestrales y utilizará la interpretación los sueños para dilucidar lo que había sucedió en el pasado. Para ello era necesario adentrarse en el núcleo primigenio de la subjetividad a través de las brumas oníricas y los muros de la memoria.

Freud estimó que los sueños aparecían durante caídas de la censura y la represión, inamovibles e implacables durante los estados de vigilia. Gracias a ello, los sueños transportaban gran cantidad de material sintomático en forma de imágenes, palabras, frases, etc. Aunque deformado por una represión de menor intensidad, el material onírico aportaba información directamente conectada con el núcleo inconsciente del problema. Freud empleaba el método de la asociación libre en sus sesiones terapéuticas con el objetivo de que sus pacientes se aproximaran progresivamente a ese núcleo, venciendo poco a poco los mecanismos de defensa. A pesar de la brecha abierta por el sueño en la censura y la represión, éstos volvían a estar operativos cuando el sujeto trababa de profundizar conscientemente en los significados de las imágenes oníricas. Durante las sesiones clínicas, los mecanismos de defensa tienen que ver, precisamente, con las estrategias de resistencia (divagaciones, confusiones, cambios de temas, negaciones radicales, olvidos selectivos, etc.) que el sujeto emplea de forma inconsciente para evitar alcanzar la causa última de sus padecimientos. Como ocurre con los sueños, la asociación libre permitía relajar esa censura y conseguía que, hasta cierto punto, la conciencia fuera más permeable al material reprimido (Freud, 1900/1972).

En todo caso, la terapia psicoanalítica supone que no es habitual alcanzar una liberación total del núcleo traumático. Propone, al menos, dos motivos para explicar esa imposibilidad. Por un lado, si el sujeto fuera capaz de liberar la totalidad de lo reprimido sufriría más dolor que el que le produce el juego represivo, ya que se produciría una incompatibilidad radical con componentes morales y éticos muy arraigados. Por otro lado, el lenguaje resulta fundamental para la elaboración de una idea completa, clara y diáfana de lo reprimido, por lo que experiencias traumáticas muy tempranas, sufridas antes del desarrollo del lenguaje, sólo pueden ser reconstruidas de forma hipotética.

Freud empleó la técnica de la interpretación de los sueños en algunos de sus casos más famosos, como el Pequeño Hans, el Hombre de las Ratas, o el Hombre de los Lobos. Investigaciones y testimonios posteriores indican que es muy discutible que alcanzara finalmente el éxito terapéutico que aseguró haber conseguido en todos ellos. Sin embargo, el hecho de buscar las causas profundas de nuestra personalidad y comportamiento en aspectos aparentemente anecdóticos, marginales o poco importantes de la vida caló profundamente en la cultura occidental. En un mundo obsesionado con la interioridad y la privacidad, parecía coherente que los anhelos más auténticos e inconfesables del ser humano encontraran vías de escape en detalles menores. Por excéntricos que estos pudieran parecer, su aparente banalidad era, precisamente, aquello que los hacía perfectamente aceptables e, incluso, atractivos para la sociedad.

Entre otras obras, en la Psicopatología de la vida cotidiana y El chiste y su relación con el inconsciente, Freud ofrece un amplio catálogo interpretativo de estos detalles donde, además de sueños, se analizan chistes, lapsus linguae o fenómenos de déjà vu. A través de este tipo de materiales Freud ejemplifica el funcionamiento del inconsciente a la hora de disfrazar lo reprimido; esto es, la posibilidad de representar velada o indirectamente contenidos que no pueden expresarse de forma total y directa (Freud, 1900-1901/1972 y 1905/1972b). A ese respecto, además de la resistencia, Freud definió otros muchos mecanismos de defensa. Así, menciona el «desplazamiento» como sustitución de un contenido reprimido por otro aparentemente familiar y aceptable. También propuso la «proyección» en tanto que derivación del contenido reprimido inaceptable hacia una instancia externa al sujeto (un objeto o persona por la que se pueda mostrar desapego o desprecio). Igualmente, Freud identificó la «condensación», una fusión de contenidos reprimidos en una nueva representación en la que aquellos resultan irreconocibles. Por último señalaremos la «fractura» del contenido reprimido, es decir, su ruptura en varias representaciones nuevas en las que la energía original queda difuminada (explicaciones de todos estos conceptos pueden encontrarse, por ejemplo, en Hall, 1978 y Laplanche y Pontalis, 1996).

Al menos hasta 1920, el inconsciente se mantuvo como piedra angular del proyecto psicológico ideado por Freud. Concretamente, la propensión humana a la satisfacción de impulsos biológicos básicos —sobre todo los sexuales en tanto que relacionados con los principios darwinistas de reproducción y conservación de la especie— sirvió de sólido cimiento para levantar el edificio psicoanalítico original. Esto era, además, perfectamente congruente con el ámbito clínico en el que Freud afrontaba sus casos. Sin embargo, a partir de 1910 Freud empezó a ampliar su reflexión teórica a temas culturales que, como buen vienés cultivado, siempre le habían interesado. Además de su perenne interés por el lenguaje, su preocupación se extendió a la historia, el arte o la religión. Se trataba de aspectos aparentemente exclusivos de la condición humana, lo que terminó influyendo en cierta refiguración de su sistema. A partir de 1920, una vez asentada la fundamentación del psicoanálisis y su propio reconocimiento internacional, la concepción del inconsciente varió sensiblemente. Sus funciones fueron cuidadosamente desbrozadas y reubicadas y Freud ofreció una cohorte de nuevos conceptos y motivos de reflexión. Dada su vasta producción entre 1910 y la fecha de muerte en 1939 (publicó más de 20 libros después de 1920, además de innumerables artículos, prólogos y comentarios menores), en el próximo capítulo vamos a tratar de ordenar y presentar genéricamente algunos de los desarrollos más importantes.

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