El funcionalismo: II.Desarrollos del funcionalismo y psicología comparada
FUNCIONALISMO Y PSICOLOGÍA GENÉTICA
James Mark Baldwin (1861-1934) y la perspectiva genética
«Genética» se refiere aquí a génesis (origen y desarrollo), no a genes. En cierto sentido, la psicología funcionalista es toda ella genética, en tanto en cuanto se ocupa del desarrollo de las capacidades (funciones) psicológicas, pero probablemente fue Baldwin quien más lejos llevó esa identificación. Su obra constituyó quizá el esfuerzo más ambicioso por elaborar un sistema teórico psicológico de corte funcionalista y genético2. Desde su punto de vista, ningún tipo de actividad psicológica podía entenderse reduciéndola a causas subyacentes o mecanismos biológicos o ambientales que la produjeran. La actividad psicológica posee una lógica propia, de manera que la única clase de explicación psicológica que tiene sentido es la que se fija en el desarrollo secuencial, a lo largo del tiempo, de las diversas formas de actividad del sujeto, desde las más simples (reflejos, percepción…) hasta las más complejas (reflexión, pensamiento…). Las funciones psicológicas más complejas se construyen sobre las más simples, pero no se reducen a ellas, sino que implican transformaciones, novedades. Estas novedades son correlativas a novedades que surgen en el medio al que se está adaptando el sujeto. Desde luego, la adaptación no es pasiva, sino condicionada por lo que el propio sujeto hace. Y, sobre todo en las especies superiores, la actividad no es solitaria, sino social: los individuos actúan tanto como interactúan entre sí.
Baldwin elaboró su versión del funcionalismo tomando ideas del evolucionismo y confrontando las suyas propias con las de autores como William James. Su perspectiva genética incorporaba asimismo ideas de algunos autores franceses como Théodule Ribot (1939-1916). En lo tocante a la ontogénesis, tal perspectiva fue afinada gracias a la observación del comportamiento de su hija Helen, nacida en 1889. Baldwin resaltaba el hecho de que los niños pequeños se relacionan con su entorno de una forma muy directa, a través de la acción. Al comienzo de su carrera, interpretó ese hecho mediante un principio muy similar al de la teoría motora de la conciencia: la «dinamogénesis», según la cual los contenidos mentales tienden a convertirse inmediatamente en acciones (Baldwin, 1891). Este principio se relacionaba con las ideas de psicólogos franceses como Pierre Janet (1859-1947), quienes la usaban —no necesariamente con el mismo nombre— para explicar fenómenos psicopatológicos y de sugestión e hipnosis.
La reacción circular
Baldwin (1895) fue poniendo un énfasis cada vez mayor en que la dinamogénesis no es un principio estático. Evoluciona y se transforma conforme el niño crece. Teorizó ese hecho recurriendo al concepto de «reacción circular», que unas décadas después sería bastante conocido gracias al uso que haría de él Jean Piaget. Mediante la reacción circular Baldwin definía lo que es una función psicológica en un sentido genérico. Una reacción circular es una acción que se repite hasta que se satisface una necesidad del organismo. Si esa necesidad queda satisfecha, la acción cesa, aunque el estímulo que la produce permanezca; si no, se mantiene, aunque el estímulo desaparezca (pensemos, por ejemplo, en el bebé que sigue succionando unos segundos después de que se le quite el pezón de la boca). No hay, por tanto, una relación mecánica o simétrica entre estímulo y respuesta. Además, tanto filogenética como ontogenéticamente las reacciones circulares se desarrollan y van ganando en complejidad. Las acciones no se repiten idénticas a sí mismas, sino con variaciones. Las variaciones permiten al sujeto entrar en contacto con nuevas dimensiones de los objetos y ello, a su vez, sugiere nuevas variaciones. Este proceso de desarrollo se vuelve cada vez más complejo y pronto incluye una relación jerárquica entre diferentes tipos de reacción circular: las distintas acciones se coordinan entre sí y unas se ponen al servicio de otras, como cuando el bebé, una vez adquirida cierta habilidad en el seguimiento visual, el movimiento de las manos y el gateo, coordina esas tres acciones al servicio de una nueva: desplazarse para agarrar un juguete alejado.
La imitación
Baldwin (1897) subrayaba que el ser humano no actúa en solitario. En realidad, es la relación con los demás lo que permite que uno acabe percibiéndose a sí mismo como un sujeto individual entre otros que también lo son. Se trata de un proceso que comienza al poco tiempo de nacer. Al principio de la ontogenia el sujeto no se distingue a sí mismo con claridad ni de los objetos ni de otros sujetos. Es sólo a través del trato con los demás como el niño pequeño acaba siendo consciente de que él es un yo y los demás también lo son, cada cual con sus estilos de acción característicos (su personalidad, por así decir). Por tanto, el yo se forma socialmente. Baldwin afirmaba que ese proceso se basa en la imitación, pero no la entendía como copia pasiva, sino activa. No es hacer lo que otro hace, sino reconstruirlo individualmente y, por tanto, con modificaciones. Para Baldwin, la imitación era la versión social de la reacción circular: si en la reacción circular el estímulo que cataliza la respuesta es un objeto, en la imitación es un sujeto. El niño no busca un objeto sino una acción: intenta reproducir lo que otro acaba de hacer. Ha de hacerlo por sí mismo, poniendo a prueba sus acciones, tanteando, dándose cuenta de si los resultados que obtiene son los mismos que había obtenido el modelo… Además, así surgen las innovaciones, porque el sujeto, al imitar al modelo ajustándose a él, introduce cambios que a menudo dan lugar a resultados inesperados y mejoran la ejecución original de dicho modelo. Esta es la base psicológica del progreso social: cada sujeto recibe una «herencia social» (un conjunto de hábitos, destrezas, actitudes, conocimientos, valores, etc.) que constituye el bagaje con el que cuenta a la hora de actuar, y al actuar genera novedades (nuevas formas de acción) que, si se extienden entre el número suficiente de personas y se institucionalizan, terminan por formar parte de la herencia social de la siguiente generación.
La selección orgánica
La idea de herencia social también le servía a Baldwin para subrayar que la actividad de los sujetos interviene en la evolución biológica. La ontogénesis repercute en la filogénesis porque las habilidades que cada sujeto recibe de sus mayores le permiten sobrevivir y modificar el entorno según sus necesidades, lo que le protege contra la acción descarnada de la selección natural. Los individuos biológicamente más aptos no son más aptos por razones puramente biológicas en el sentido anatómico o fisiológico, sino por razones psicosociales: porque sobreviven gracias a lo que han aprendido. Este hecho quizá sea más evidente en el caso de la especie humana, pero Baldwin lo extendía a todas las especies animales. Aunque haya animales cuyo comportamiento social sea mucho menos acusado que el nuestro, siguen contando con sistemas de acciones que les permiten adaptarse activamente al entorno y no estar sometidos como marionetas a las variaciones del mismo, que a veces podrían ser letales (y en ocasiones lo son, justo cuando los sujetos perecen hagan lo que hagan). Es el comportamiento el que permite a los organismos sobrevivir, adaptarse. Tal era el fundamento de la denominada teoría de la «selección orgánica» de Baldwin (1896). Esta denominación hacía referencia al hecho de que son los organismos y no sólo el ambiente los que seleccionan, porque a través de su actividad condicionan quiénes perecen y quiénes sobreviven y, en consecuencia, quiénes se reproducen. Por lo tanto, aunque no haya herencia social sigue habiendo selección orgánica. De hecho, y desde un punto de vista filogenético, la selección orgánica es la que ha permitido el surgimiento y expansión de la herencia social, porque es la que ha permitido la supervivencia de ciertas especies y el progresivo enriquecimiento de sus sistemas de acciones, incluyendo la imitación y la colaboración.
La selección orgánica supone que, desde que nacen, los organismos aprenden comportamientos que les permiten sobrevivir y, en consecuencia, incrementan la probabilidad de que se reproduzcan más y transmitan sus genes (esto último lo decimos nosotros, no Baldwin, pues cuando él formuló su teoría no existía el concepto moderno de gen). Aunque los comportamientos aprendidos no se transmiten a través de los genes —no hay efectos lamarquistas, no hay herencia de los caracteres adquiridos—, sí pueden perpetuarse por otros medios, ya sea la reconstrucción individual recurrente, ya sea la imitación (y la herencia social potencia el efecto de la imitación). De este modo, el comportamiento de los animales —sus hábitos, sus acciones— es la clave para determinar quiénes sobreviven y, en consecuencia, qué variaciones genéticas (de genes) se heredarán y acabarán dando lugar, por mutaciones, a transformaciones morfológicas y al surgimiento de nuevas especies; porque sólo en los individuos que hayan sobrevivido podrán surgir dichas variaciones genéticas —que en sí mismas son aleatorias, pues no hay efectos lamarquistas—.
La psicología de John Dewey (1859-1952)
Aunque fue sobre todo un filósofo —uno de los pragmatistas más importantes—, Dewey también escribió con profundidad sobre psicología, educación y política, y desempeñó el cargo de presidente de la American Psychological Association en 1899. Estuvo influido por el evolucionismo darwiniano y por las ideas de autores como Kant, Hegel y William James.
El arco reflejo
En historia de la psicología, a Dewey se le suele recordar por su crítica a la concepción asociacionista del arco reflejo, es decir, de la relación entre estímulo y respuesta o sensación y movimiento. La crítica la expuso en un artículo que se hizo famoso, «El concepto del arco reflejo en psicología» (Dewey, 1896/1982). En él critica la separación —propia de perspectivas mecanicistas, asociacionistas y elementalistas— entre estímulo (sensación) y respuesta (movimiento). Según Dewey, el comportamiento no consiste en un conjunto de respuestas automáticas a unos estímulos recibidos pasivamente. No hay una asociación mecánica entre estímulos y respuestas, ante todo porque los estímulos y las respuestas ni siquiera existen como realidades independientes. Explicar la actividad psicológica, pues, no es identificar las asociaciones entre estímulos y respuestas. Los estímulos y las respuestas no son eslabones de una cadena asociativa. No son elementos o realidades psicológicas primarias, sino dimensiones de una función, y como tales sólo cabe distinguirlas a posteriori. En última instancia, son la misma cosa vista desde dos perspectivas diferentes: aquello que la función asimila es el estímulo, y la propia función repitiéndose y transformándose es lo que llamamos respuesta.
Así pues, para Dewey el arco reflejo es en realidad un circuito o una circunferencia, porque sus extremos se unen. Y no es reflejo, sino funcional. Acotar un segmento de esa circunferencia —un arco— exige identificarlo como estímulo o como respuesta, pero uno y otra se definen recíprocamente. Una estimulación física sólo se convierte en estímulo psicológico cuando es funcionalmente relevante, es decir, significativo para lo que el sujeto está haciendo en ese momento. Y un movimiento corporal sólo se convierte en una respuesta en sentido psicológico cuando incluye algún propósito, o sea, un determinado uso del estímulo, orientado a conseguir algo.
Las ideas psicológicas de Dewey le alejaban del mecanicismo y le acercaban a la psicología genética (Cahan, 1992; Fallace, 2010). Al igual que Baldwin, ponía en un primer plano el desarrollo como clave para entender las funciones psicológicas. Sin embargo, no profundizó tanto como Baldwin en la psicología genética. Sus ideas psicológicas las plasmó en un manual que escribió en 1887 y en algunas publicaciones sobre el pensamiento y sobre la naturaleza humana (Dewey, 1891, 1922/1964, 1933/1989). Dewey contemplaba la actividad psicológica de acuerdo con una estructura que era muy característica de los funcionalistas y de los psicólogos comparados de la época. Se trataba de una estructura tripartita en la que se distinguían los instintos, los hábitos y la inteligencia. Los instintos son comportamientos heredados, innatos, o dimensiones innatas del comportamiento. Los hábitos son comportamientos aprendidos y estabilizados. La inteligencia es el comportamiento consciente orientado al afrontamiento de situaciones novedosas, en las cuales los hábitos ya no sirven y, por tanto, deben reestructurarse o enriquecerse con otros nuevos. Esta idea de la inteligencia —o el pensamiento— como motor de cambio y adaptación activa al entorno era típicamente deweyana y propia del funcionalismo en general.
Individuo y sociedad
Uno de los temas que más preocupaba a Dewey era la relación entre individuo y sociedad. Deseaba respaldar psicológicamente algún tipo de armonía entre ambos. Con ello evitaba el «viejo individualismo», como él decía, esto es, la concepción de los sujetos como seres aislados que compiten entre sí y cuyo comportamiento se guía por intereses egoístas y por la maximización del beneficio propio (el darwinismo social de Herbert Spencer constituía un ejemplo de ese tipo de individualismo). Dewey creía que esta concepción se basaba en una idea de la naturaleza humana insostenible, según la cual cada sujeto nace siendo un individuo con intereses específicos, de manera que las relaciones con los otros sujetos son algo a posteriori. Para Dewey, un individuo sólo llega a ser tal gracias a su relación con los demás. En realidad, la distinción misma entre individuo y sociedad es falaz: la sociedad no existe sin los individuos, ni éstos sin aquélla.
Por eso Dewey (1929-1930/2003) no subordinaba los intereses individuales a los del grupo, la nación o el Estado. Su «nuevo individualismo», que consideraba mejor fundamentado psicológicamente, se basaba en que, dado que el yo se forma merced a la interacción social, lo que beneficie a la sociedad beneficiará al individuo. Proponía, pues, un modelo de sociedad con garantías de bienestar y participación, una sociedad radicalmente democrática donde todo el mundo pudiera enriquecer por igual su experiencia. Pero Dewey no creía que la psicología fuese una ciencia axiológicamente neutral de la que se derivasen técnicas de bienestar personal. Era consciente de que toda teoría psicológica va ligada a una agenda política —implícita o no—, porque las intervenciones de los psicólogos en la sociedad y sobre los individuos promueven determinadas formas de vida en detrimento de otras (Bernstein, 2010; Brinkmann, 2004).
OTROS DESARROLLOS DEL FUNCIONALISMO
Mary Whiton Calkins (1863-1930) y la psicología del yo
Mary W. Calkins fue una funcionalista que no abandonó del todo ciertos presupuestos del estructuralismo —al menos en un principio— y definió la psicología como ciencia del yo (García, 2005). Fue la primera mujer en presidir la American Psychological Association e introdujo la discusión sobre el carácter aprendido de las diferencias psicológicas entre hombres y mujeres (Calkins, 1896). A principios del siglo xx propuso una perspectiva teórica propia —influida por James y Baldwin, entre otros— basada en la idea de que lo definitorio de la vida psicológica es la vivencia del yo (self) (Calkins, 1915).
Calkins llegó a plantear, literalmente, una «reconciliación» (Calkins, 1906) entre funcionalismo y estructuralismo, basándose en la idea de que una psicología del yo (a la que ella ligaba el concepto de función) debía ser compatible con una psicología que estudiase los elementos básicos (estructurales) de la conciencia, entendiendo el yo como ámbito de unificación de los mismos. Sin embargo, otorgó una creciente importancia a tal ámbito, criticando tanto a los estructuralistas, por relegar la experiencia cotidiana basada en el yo consciente, como a los funcionalistas, por relegar asimismo la conciencia del yo en aras del estudio de las actividades mentales. Calkins defendía que el yo era un objeto de estudio científico legítimo y susceptible de introspección experimental. Años después, los conductistas reprobarían esa idea y ella les respondería lo siguiente:
«Ahora ningún introspeccionista negará la dificultad o la falibilidad de la introspección. Pero de forma firme abogará frente al conductista, primero, que este argumento es un boomerang que se volverá frente a las “firmemente establecidas ciencias naturales” así como frente a la psicología. Porque las propias ciencias físicas están basadas al final sobre las introspecciones de los científicos —en otras palabras—, las ciencias físicas, lejos de estar libres de “subjetividad” deben describir sus fenómenos en los a veces diversos términos de lo que diferentes observadores ven, oyen, y tocan. En segundo lugar, (…) el psicólogo introspeccionista no sólo trata con sus propias experiencias directamente introspeccionadas sino con las experiencias inferidas supuestamente introspeccionadas por otra gente» (Calkins, 1930, p. 43, traducido en García, 2005, p. 10).
George Herbert Mead (1863-1931) y la psicología social
George H. Mead es uno de los padres del interaccionismo simbólico, una corriente sociológica y de psicología social según la cual las relaciones sociales y el comportamiento humano han de entenderse de acuerdo con los significados que las personas otorgan a las cosas y a la conducta de los demás. Vamos a exponer brevemente sus ideas psicológicas siguiendo el resumen que Julio Carabaña y Emilio Lamo (1978) hacen de su obra más conocida (Mead, 1934/1968).
Como buen funcionalista, Mead subrayaba que sujeto y ambiente se modifican mutuamente. Ninguno de los dos son realidades predefinidas, sino que se construyen recíprocamente. En esa construcción son decisivas las funciones psicológicas, que parten de la base de instintos y hábitos que operan siempre en coordinación con la inteligencia. La inteligencia consiste en un comportamiento consciente que se pone en marcha ante situaciones novedosas, para las que no sirven las acciones realizadas con anterioridad.
El acto
Igual que Baldwin o Dewey, Mead teorizaba la coordinación entre individuo y sociedad recurriendo a la psicología. Para él, el sujeto individual se forma sólo en el seno de un grupo social, y la psicología, entendida como psicología social, se ocupa de explicar la interacción entre ambos y la acción del sujeto dentro de su grupo. Además, el método de la psicología ha de ser tan objetivo como el de los conductistas, en el sentido de que debe fijarse en el comportamiento, pero —a diferencia del conductismo— no ha de basarse en un punto de vista mecanicista que elimine los propósitos, las intenciones, lo mental, etc. De hecho, el planteamiento teórico de Mead también recibió el nombre de «conductismo social».
Pues bien, a la hora de estudiar el comportamiento Mead recurrió al concepto de «acto», en cuyo significado se aprecian connotaciones comunes con las ideas de otros funcionalistas acerca de la conciencia o la actividad adaptativa. Un acto es…
«…un impulso que mantiene el proceso vital mediante la selección de ciertas clases de estímulos que necesita. De tal modo, el organismo se crea su ambiente. El estímulo es la ocasión para la expresión del impulso. Los estímulos son medios; la tendencia es la cosa real. La inteligencia es la selección de los estímulos que liberarán y mantendrán la vida y ayudarán a reconstruirla. El propósito no tiene que estar ‘a la vista’, pero la manifestación del acto incluye la meta hacia la cual se dirige el acto. Esta es una teleología natural, en armonía con una manifestación mecánica» (Mead, 1934/1968, p. 53).
En esta definición aparecen dos ideas que ya hemos encontrado en James, Baldwin y Dewey: 1) que la conciencia o la inteligencia (o, en este caso, el acto) son procesos eminentemente selectivos y 2) que estímulos y respuestas (actos) se definen recíprocamente, no existen por sí mismos. Los estímulos no son más que mediadores de la actividad, instrumentos de los que el sujeto se vale para llevar a cabo sus acciones, las cuales además son inherentemente propositivas. Los objetos incorporan ya su funcionalidad (p. ej., un pianista no percibe un piano como un mero estímulo físico, sino como algo que ya forma parte de sus hábitos, de su sistema de acciones: un piano es algo para tocar música).
El gesto
Desde un punto de vista social, un acto supone una coordinación de acciones individuales. Su fundamento y su origen —filo y ontogenético— es el gesto, que es una acción que funciona como un estímulo para la acción de otro sujeto, quien a su vez emite gestos que reobran sobre el otro. La referencia de un gesto, su significado, no radica tanto en el estado psicológico de quien lo emite cuanto en su efecto sobre quien lo recibe. Además, el gesto es en cierto modo algo objetivo, porque quien lo emite se hace consciente de su efecto y el significado del gesto es compartido, sirve para todos. Ahora bien, el emisor del gesto no reacciona a éste igual que el receptor (por ejemplo, un león no se asusta de su propio rugido), lo cual supone que el gesto permite suspender la acción, diferirla: el comportamiento no consiste en reacciones automáticas o mecánicas a los estímulos, sino que los gestos suspenden esas reacciones y permiten el control del comportamiento. Finalmente, el gesto es el fundamento de la adopción de roles sociales, puesto que quien lo emite sabe cuál será su efecto previsible en quien lo recibe y, de este modo, cada uno desempeña una función diferente en la relación social, que por lo demás es cambiante, pues los roles se modifican.
Lenguaje y pensamiento
Según Mead, el lenguaje y el pensamiento potencian la acción del gesto porque, gracias a ellos, ni siquiera es necesario emitir directamente gestos: basta con pensarlos. Gracias al lenguaje y al pensamiento los gestos se interiorizan. Por otro lado, dado que los gestos carecen de sentido fuera de la interacción social, el pensamiento es constitutivamente social. De hecho, pensar es como mantener una conversación consigo mismo.
Mead hace hincapié en que el sentido del yo no procede del interior, sino del exterior, de las respuestas que los demás sujetos dan a las acciones que uno realiza. Es así como uno se da cuenta progresivamente de que es un yo distinto a los demás yoes. Por tanto, en cada yo se refleja la estructura de las interacciones sociales. Dicho de otro modo: puesto que uno no se puede percibir a sí mismo directamente, pero sí puede percibir de manera directa a los demás, el único modo (indirecto) que uno tiene de percibirse a sí mismo es haciendo una equivalencia con lo que percibe en los demás, una equivalencia que le permite darse cuenta de que él es como los demás. Pues bien, Mead otorgaba una importancia esencial al lenguaje como medio a través del cual cada sujeto se convierte en alguien con conciencia de sí mismo y de su rol social. El lenguaje potencia la función simbólica de la acción gestual porque amplía las posibilidades de verse a sí mismo desde fuera, adquiriendo conciencia del lugar que se ocupa en el juego de interacciones.
El «otro generalizado»
Mead llamaba así al conjunto de disposiciones funcionales de todos los sujetos en los cuales uno se refleja. Las disposiciones funcionales son aquello a lo que antes nos referimos con el ejemplo del pianista: la estructura de las acciones del sujeto, inextricablemente ligada a los objetos sobre los cuales recaen esas acciones, objetos que no son meras cosas físicas, sino invitaciones a la acción. El otro generalizado equivale a la comunidad a la cual pertenece el individuo, una comunidad que se entiende en términos de un determinado conjunto de actitudes (valores, sentimientos, creencias, hábitos, etc.). El individuo, entonces, toma de su comunidad esas actitudes y las hace suyas. Al igual que otros funcionalistas, Mead buscaba un principio de armonización entre individuo y sociedad, y el concepto de otro generalizado es ese principio. Aunque Mead suponía que el individuo es activo y no un mero reflejo de su entorno social, subrayaba que no puede existir sin ese entorno. El concepto de otro generalizado da cuenta de la coordinación entre individuo y sociedad. Además, el otro generalizado tiende a universalizarse: puede extenderse desde la comunidad próxima —la familia o el vecindario— hasta una comunidad más amplia, equivalente a la nación e incluso a la Humanidad. Como para Dewey, para Mead la democracia permite la universalización del otro generalizado.
Arland Deyett Weeks (1871-1936) y la psicología del ciudadano
El llamado progresismo americano fue un movimiento algo difuso y heterogéneo que a principios del siglo xx influyó en medidas legislativas puestas en marcha por los presidentes Theodore Roosevelt (republicano) y Woodrow Wilson (demócrata). Entre ellas estaban la regulación de la jornada laboral, del trabajo infantil y del derecho de huelga, así como otras destinadas a extender la educación pública, frenar los monopolios, proteger a los consumidores, preservar el medio ambiente y extender derechos civiles y servicios públicos. Los progresistas reaccionaban contra fenómenos típicos del capitalismo de entonces, ligados a lo que se solía denominar «la cuestión social» (la existencia de grandes masas de clases bajas y los conflictos sociales consiguientes). Eran fenómenos como la corrupción, la plutocracia, la exclusión social, la explotación laboral, la pobreza, el analfabetismo, las desigualdades… Aparte de razones morales, los progresistas tenían razones políticas para desear reformas. La cuestión social hacía peligrar la democracia estadounidense. Una democracia requiere que la gente participe en los asuntos públicos, pero esa participación era imposible pedírsela a las grandes masas depauperadas del proletariado industrial, que bastante tenían con buscarse la vida.
Dewey fue uno de los máximos representantes del progresismo e incluso el progresista por excelencia. Otro progresista, apenas conocido, fue Arland D. Weeks (1871-1936), un autor poco relevante desde el punto de vista teórico e institucional pero enormemente representativo de lo que era un intelectual progresista norteamericano de su tiempo. Se da la circunstancia de que Weeks (1917/2011) escribió el único libro en cuyo título aparecen en el mismo sintagma las palabras «psicología» y «ciudadanía»: Psicología de la ciudadanía. Este libro refleja a la perfección la manera en que muchos reformistas sociales acudían a la psicología y la ciencia moderna —especialmente el evolucionismo y la sociología— para justificar sus propuestas de reforma social. A lo largo de sus páginas, el autor reclamaba una gestión científica de la sociedad, basada en los conocimientos de la época sobre la naturaleza humana, entendida ésta según el típico esquema funcionalista de los instintos, los hábitos y la inteligencia, al que ya hemos aludido. Weeks planteaba una especie de utopía democrática en la que todos los ciudadanos estuvieran formados para elegir a quienes debían tomar las decisiones políticas basándose en criterios científicos y de puesta a prueba y corrección de las reformas, igual que los sujetos ponen a prueba y corrigen sus acciones según las consecuencias de las mismas (Lafuente, Loredo y Castro, 2014; Loredo y Castro, 2013). De diferentes maneras, los funcionalistas y los conductistas intentaron llevar a efecto esa utopía.
LA PSICOLOGÍA COMPARADA
La psicología comparada es el estudio de las actividades de los seres vivos. El adjetivo «comparada» denota la intención de relacionar y contrastar las capacidades psicológicas de las diferentes especies. El motor de la psicología comparada moderna fue el darwinismo. Se suponía que la continuidad evolutiva entre animales y seres humanos debía ser también una continuidad psicológica.
Aunque también floreció en otros países como Alemania o Francia, la psicología comparada se fundó en Gran Bretaña a partir del darwinismo y, tras cruzar el Atlántico, fue uno de los ingredientes que contribuyeron al surgimiento del funcionalismo norteamericano. No en vano constituía un intento de dilucidar la relación entre evolución y psicología, que era una de las preocupaciones del funcionalismo. La psicología comparada pretendía hacer con la psicología lo mismo que los biólogos hacían con la anatomía o la fisiología: definir los niveles de complejidad de su objeto de estudio —estructuras orgánicas en un caso y funciones en otro— tal y como han ido desarrollándose a lo largo de la evolución. Con ello contribuían a que las actividades psicológicas dejaran de considerarse cosas (facultades, que se poseen o no se poseen) y se considerasen actividades o procesos (funciones, construidas progresivamente y que por tanto se pueden poseer en diversos grados o incluso de diversas maneras).
A continuación trataremos brevemente a algunos de los principales psicólogos comparados clásicos basándonos en gran medida en el libro de Robert A. Boakes (1989).
De Darwin a George J. Romanes (1848-1894). El método «anecdótico»
El biólogo británico George John Romanes, amigo de Darwin, fue el primer continuador de éste en el estudio de la inteligencia animal. Darwin mismo había realizado observaciones sobre el comportamiento de los animales y había usado la distinción entre instintos, hábitos e inteligencia, aunque nunca llegó a publicar las notas tomadas al respecto. Fue Romanes quien prosiguió con ellas. De hecho, su intención era recopilar todas las observaciones posibles sobre el comportamiento animal —de Darwin y de otras personas «de reconocida competencia»— para sistematizarlas y realizar a partir de ellas inferencias teóricas sobre la mente de los animales, hasta llegar a elaborar una psicología comparada completa. Sin embargo, la cantidad de datos era tal que los publicó solos en un libro titulado Inteligencia animal (Romanes, 1882). Lo hizo con recelo porque temía que se recibiera su libro como uno más de los que en la época describían anécdotas —a menudo inverosímiles— sobre las habilidades de animales domésticos y salvajes.
El recelo no era infundado. Que publicara dos años después un libro más teórico (Romanes, 1884) no impidió que el nombre de Romanes pasara a la historia de la psicología ligado a la etiqueta de «método anecdótico», peyorativa. En efecto, en Inteligencia animal Romanes se basaba en observaciones casuales y dispersas, procedentes de la vida cotidiana y no de situaciones controladas con un cierto rigor metodológico. En ese sentido, su método era anecdótico. Por ejemplo, recogía la información de una mujer cuyas hermanas pequeñas daban diariamente azúcar a un insecto que subía cada mañana por la misma cortina «con la aparente intención de obtener su desayuno» (Romanes, 1882, p. 229).
Además, muchos rechazaron las ideas de Romanes sobre la mente animal porque, según ellos, caían en el antropomorfismo, esto es, la atribución de características psicológicas humanas a los animales. Romanes afirmaba que, en la medida en que la conducta de un animal se pareciera a la humana, era legítimo inferir que poseía capacidades mentales complejas. No cabía hacer otra cosa si se adoptaba una perspectiva evolucionista, puesto que tanto los animales como los seres humanos formamos parte de la misma cadena evolutiva. Ese era su punto de vista teórico, pero sus críticos relacionaban el antropomorfismo con el método anecdótico y suponían que, sin una metodología rigurosa, la antropomorfización de los animales es poco menos que inevitable. Ciertamente, a veces Romanes incurría en excesos como afirmar que los perros y los monos eran capaces de ser hipócritas.
Ahora bien, Romanes no se limitaba a recolectar anécdotas sobre las supuestas hazañas de perros y gatos, muy populares en la época, sino que procuraba dar prioridad a los datos confirmados por varios observadores independientes. En cuanto al antropomorfismo, el primatólogo Frans De Waal (2002) ha reivindicado el valor heurístico del antropomorfismo moderado, basado en el hecho de que es inevitable realizar conjeturas sobre los procesos psicológicos de los animales, ya que vivimos en el mismo mundo que ellos. El fundamento de esas conjeturas es nuestra relación práctica con los animales, que históricamente ha sido intensa en situaciones de caza y ganadería.
El canon de C. Lloyd Morgan (1852-1936)
El británico Conwy Lloyd Morgan realizó un trabajo de observación más sistemático que el de Romanes, de quien fue discípulo. En lo metodológico, introdujo los diseños experimentales en el estudio del comportamiento animal. En lo teórico, aplicó el concepto de «ensayo y error» a la hora de explicar dicho comportamiento.
A Morgan se le suele recordar por formular un principio de parsimonia conceptual que expresó en forma de canon, es decir, de regla o modelo que pretendía servir como guía epistemológica a la hora de hacer psicología comparada y, especialmente, a la hora de interpretar el comportamiento de los animales de acuerdo con las categorías típicas del funcionalismo: instinto, hábito e inteligencia. ¿Cómo saber si un determinado comportamiento es fruto del instinto, el hábito o la inteligencia? Morgan deseaba ofrecer un criterio para responder a esta pregunta sin caer en el antropomorfismo y sin atribuir gratuitamente, por tanto, capacidades intelectuales superiores a los animales. Ese criterio pasó a la historia como el «canon de Morgan». Según este canon, «en ningún caso podemos interpretar una acción como resultado del ejercicio de una facultad psíquica superior si se la puede interpretar como resultado del ejercicio de otra que se mantiene en un nivel inferior de la escala psicológica» (Morgan, 1894, p. 53).
En cuanto a la idea de ensayo y error, se trataba de un concepto que, con ese u otros nombres, era omnipresente en el funcionalismo y la psicología comparada. Se refería al hecho de que la actividad psicológica consiste en una puesta a prueba y corrección de hábitos. Ahora bien, admitía una versión más mecanicista y otra más funcionalista. Según la interpretación funcionalista, los ensayos son tanteos. Parten de un sistema de acciones en marcha y dependen de los propósitos del sujeto. Por lo tanto, difícilmente puede hablarse de errores en sentido estricto. Un comportamiento quizá sea erróneo para un observador externo (por ejemplo, para un humano que sabe cómo se abre una portilla y observa a un perro intentarlo), pero para el sujeto es una forma de acercarse al objetivo. Según la interpretación mecanicista, en cambio, el ensayo y error es un proceso ciego, donde los ensayos no son más que respuestas azarosas que casi siempre fallan y a veces, sin embargo, tienen la suerte de acertar, en cuyo caso quedan seleccionadas por el ambiente (el perro intentando abrir la portilla sería como un autómata que acierta por casualidad).
La concepción del ensayo y error que manejaba Morgan (1900) estaba más cerca de la interpretación funcional. Consideraba el ensayo y error como una forma de inteligencia práctica irreductible a un puro mecanismo de asociación automática entre estímulos y respuestas. Eso sí, a su juicio esa inteligencia práctica no era de índole racional, pues la racionalidad la reservaba a los humanos. De hecho, Morgan describía una gradación de tipos de actividad psicológica de menor a mayor complejidad, desde las propias de los organismos más simples hasta las específicamente humanas. En última instancia, el canon debería servir para asignar a cada cual lo suyo, es decir, para ubicar a cada individuo en el nivel evolutivo de complejidad psicológica correspondiente a su especie, ni más ni menos.
¿Mecanismo o función? Jacques Loeb (1859-1924) frente a Herbert S. Jennings (1868-1947)
Jacques Loeb fue un biólogo alemán trasladado a los Estados Unidos que tomó de la botánica el concepto de «tropismo» y lo aplicó al estudio del comportamiento animal, especialmente al de los organismos «inferiores», esto es, microorganismos como las amebas o los paramecios. Los tropismos son movimientos automáticos y estereotipados de las plantas en respuesta a la estimulación física (así, los fototropismos consisten en que la luz hace que el desarrollo celular del tallo sea desigual según la orientación de la planta y ello provoca que éste se incline hacia la fuente de estimulación lumínica). Loeb afirmaba que los microorganismos actuaban por tropismos, con movimientos fijos, no modificables. Y afirmaba también que todo el comportamiento animal y humano podría explicarse reduciéndolo a tropismos. Defendía abiertamente una concepción mecanicista de la biología y la psicología, manifestando su esperanza de que «el conjunto de todos los fenómenos vitales [pudiera] ser inequívocamente explicado en términos físico-químicos», de modo que «nuestra vida social y ética [quedara asentada] sobre bases científicas y nuestras normas de conducta [se armonizaran] con los resultados de la biología científica» (Loeb, 1912, p. 3). Como vemos, Loeb identificaba ciencia con mecanicismo y apostaba por una explicación mecanicista de la vida que incluyera tanto los hechos biológicos como el comportamiento de los animales y el ser humano, y que además nos dijera conforme a qué valores debemos vivir.
El zoólogo norteamericano Herbert Spencer Jennings (no confundir con Herbert Spencer), que siendo estudiante había asistido con mucho interés a un curso de John Dewey, se sentía descontento con la perspectiva reduccionista de Loeb y recurrió a un concepto de ensayo y error similar al de Morgan como alternativa. Lo aplicó al estudio de animales «inferiores», en concreto invertebrados y unicelulares como los paramecios. También recurrió al concepto de reacción circular de Baldwin. Jennings (1904) mostraba que el comportamiento de los organismos más simples incluía procesos de ajuste contextual al entorno —o sea, aprendizaje— en función de la estimulación encontrada en él (gradientes de concentraciones químicas, intensidades lumínicas, presencia de otros microorganismos…). Los paramecios ponían a prueba diferentes movimientos y los más exitosos adaptativamente los repetían con mayor frecuencia. Además, a veces conservaban ese aprendizaje durante un tiempo, lo que les ahorraba tener que probar de nuevo todos los movimientos, erróneos y exitosos (los microorganismos, pues, mostraban memoria).
Jennings no creía que los paramecios pensaran, desde luego, pero era fiel al espíritu de la psicología comparada e intentaba dejar de concebir las funciones psicológicas como cosas y pasar a concebirlas como procesos cuya complejidad varía a lo largo de la escala filogenética. Desde este punto de vista, y de acuerdo con una perspectiva funcionalista, Jennings mostraba que un mismo principio genérico de lo que es una función psicológica —el ensayo y error o la reacción circular— se podía emplear para describir multitud de fenómenos comportamentales distintos, incluyendo los de los organismos más simples. Los paramecios no son inteligentes en el sentido en que lo somos los humanos, pero sí muestran los rudimentos filogenéticos de la inteligencia.
Robert M. Yerkes (1876-1956) y la primatología
Robert Mearns Yerkes fue el padre de la primatología en Norteamérica (la primatología es psicología comparada aplicada a primates). Trabajó cuando las versiones más mecanicistas del funcionalismo estaban ganando terreno. De hecho, aunque tenía en común con ellos su actitud experimental, discrepó de autores como Thorndike y Watson, que eran representativos de esas tendencias mecanicistas (hablaremos de ellos más adelante). Frente la reducción de la complejidad de las funciones psicológicas a un principio de aprendizaje único y general, Yerkes defendía la existencia de una escala filogenética de funciones psicológicas de complejidad creciente, en un sentido similar a Morgan. Reconocía en los animales funciones relativamente complejas, como las que permiten asociar imágenes e ideas o realizar juicios simples. Para estudiar estas funciones diseñó diversos aparatos en los que sometía a diferentes a animales a tareas que debían resolver.
En 1929 Yerkes fundó en Florida un centro para estudiar la conducta de los primates, el Laboratorio de Biología de los Primates. Su concepción de la psicología comparada en general y de la primatología en particular era, en cierto modo, utilitaria (Gómez-Soriano, 2006): los animales eran para él simplemente modelos con los que contrastar la especificidad psicológica humana. Pero eso le llevó a defender a capa y espada la psicología comparada frente a los recortes de fondos con que su universidad la castigaba en favor de la investigación con sujetos humanos.
En general, la primatología fue seguramente una de las áreas donde se mantuvo algo del espíritu de la psicología comparada clásica frente al predominio de la psicología animal conductista durante las décadas centrales del siglo xx. A diferencia de la psicología animal conductista, centrada en el laboratorio y casi en una sola especie —la rata blanca—, la primatología siguió utilizando la observación de los animales en su medio natural y, al menos, abría el espectro de especies investigadas a los simios. Desde los años sesenta rebrotó e incluso se popularizó merced al trabajo de Jane Goodall (1971/1986), Dian Foosey (1983/1988) y Biruté Galdikas (1996/2013), quienes estudiaron in situ el comportamiento de chimpancés, gorilas y orangutanes respectivamente.
DERIVAS DEL FUNCIONALISMO Y DE LA PSICOLOGÍA COMPARADA
¿Cuál fue el destino del funcionalismo? Algunos historiadores creen que nació en 1896 y nunca murió (Sahakian, 1982). La psicología norteamericana se habría vuelto funcionalista a finales del siglo xix y nunca habría dejado de serlo. El conductismo y la psicología cognitiva, que dominarían la escena académica norteamericana desde más o menos 1930 y 1960 respectivamente, habrían sido los continuadores naturales del funcionalismo, así como la psicología animal conductista habría sido la continuadora natural de la psicología comparada.
A nuestro juicio, esa valoración historiográfica es un tanto sesgada. El conductismo constituía una posible salida del funcionalismo, pero no la única posible. Las diferencias entre conductismo y funcionalismo eran tan grandes como las semejanzas. Para apreciarlo mejor vamos a detenernos un momento en un autor que estaba a medio camino entre uno y otro. Se trata de Edward L. Thorndike, el funcionalista que abrió las puertas del conductismo.
La psicología animal de Edward L. Thorndike (1874-1949)
Como hemos apuntado, muchos funcionalistas pensaban que no tenía sentido reducir los procesos psicológicos complejos a leyes simples que expliquen toda la actividad en términos mecánicos. Creían en la existencia de principios psicológicos genéricos subyacentes a nuestra actividad, pero no en la existencia de leyes generales a las cuales pudiera reducirse toda la complejidad del comportamiento humano, ni probablemente el animal. Pues bien, Thorndike representa la tendencia contraria dentro del funcionalismo, más mecanicista; una tendencia en la que también se incluiría John Watson, el padre del conductismo. Thorndike sugería que una misma ley general explica toda clase de actividades psicológicas, y además se trataba de una ley entendida en un sentido mecánico, es decir, que funciona al margen de la actividad de los sujetos. En realidad, se supone que explica tal actividad.
Siendo estudiante, Edward Lee Thorndike se sintió deslumbrado por los Principios de psicología de James (Joncich, 1968; Lafuente, 2004), pero luego se orientó en una dirección experimentalista. Sus investigaciones más conocidas tienen que ver con el aprendizaje de los gatos en unos dispositivos que denominaba cajas problema o rompecabezas («puzzle boxes»), unas jaulas de madera de las que sólo se podía salir accionando un mecanismo que abría la puerta. Los gatos eran introducidos en la caja y, con un recipiente de comida a la vista colocado fuera de ella, debían aprender a accionar el mecanismo de apertura para obtener el alimento. A Thorndike le interesaba averiguar si los animales aprendían de una forma inteligente o bien, como él creía, por un puro proceso de ensayo y error, entendido en términos mecanicistas y asociacionistas. Comprobó que los gatos cada vez tardaban menos en salir de la caja. Según él, los animales realizaban movimientos (respuestas) al azar y alguno de estos movimientos, aleatoriamente, accionaba el mecanismo de salida. Thorndike pensaba que el éxito accidental de los movimientos era el que hacía más probable que se repitieran en la siguiente ocasión, y por eso los gatos tardaban cada vez menos en liberarse. Para dar cobertura científica a este fenómeno formuló dos leyes que se basaban en una concepción asociacionista de la actividad psicológica (él decía «conexionista», porque en vez de asociaciones hablaba de conexiones). Esas dos leyes son la ley del efecto y la ley del ejercicio, que consideraba aplicables a cualquier actividad humana o animal.
La ley del efecto establece que, en igualdad de condiciones, los movimientos que vayan seguidos de satisfacción tenderán a quedar más estrechamente conectados con la situación en que se produjeron, de modo que, si esta situación se repite en el futuro, será más probable que dichos movimientos se repitan. Es el efecto del comportamiento (el éxito accidental) el que hace que tal comportamiento quede fijado en el repertorio del sujeto. La ley del ejercicio es complementaria a la del efecto. Se limita a recoger el hecho de que la fijación del comportamiento exitoso depende también del número de veces que el sujeto se someta a la situación de aprendizaje. Las asociaciones entre estímulos (la situación) y respuestas (los movimientos) se fortalecen con la práctica (Thorndike, 1898/1993).
Para los psicólogos más cercanos a la sensibilidad teórica de James, Baldwin, Dewey o Mead, lo que hacía Thorndike era, en el fondo, desvirtuar el funcionalismo, porque explicaba todo el comportamiento, incluyendo el humano, mediante un único principio general, formulado en clave asociacionista y mecanicista: la ley del efecto. Ponía en primer plano los mecanismos de asociación automática entre estímulos y respuestas en detrimento de las funciones, lo cual iba en contra del espíritu del funcionalismo. De las tres dimensiones de la actividad que solían contemplar los funcionalistas —instinto, hábito e inteligencia—, Thorndike se quedaba sólo con el instinto y el hábito.
Asimismo, para los psicólogos comparados que adoptaban una perspectiva más funcional, Thorndike era un psicólogo comparado un tanto sui generis, porque reducía la complejidad de las actividades de los animales a un sólo proceso —el ensayo y error— que se repetía incesantemente en toda la escala filogenética y en cualquier situación. Aunque reconocía el mérito del trabajo de Thorndike con animales y le consideraba un buen psicólogo comparado, Morgan (1900) llegó a decir que los gatos que metía en sus cajas, más que sujetos experimentales, eran víctimas. Si bien valoraba su intento de analizar las condiciones en que se podían atribuir capacidades psicológicas superiores a las diferentes especies animales, Morgan creía que los diseños experimentales de Thorndike carecían de validez ecológica, porque colocaban a los animales en situaciones artificiales, constreñían sus posibilidades de acción y, por tanto, les impedían comportarse con normalidad. Basándose en experimentos propios con chimpancés, Wolfgang Köhler (1925) también criticó los experimentos de Thorndike alegando que, en vez de demostrarla, daban por buena de antemano la distinción entre comportamientos mecánicos e inteligentes. Aunque valoraba el intento de desmentir algunas creencias populares sobre las habilidades maravillosas de ciertos animales, Köhler afirmaba que Thorndike se había limitado a mostrar qué es lo que no podían hacer los animales, sin aportar nada en positivo al estudio de su comportamiento y, sobre todo, enfrentándolos a unas situaciones tan difíciles que les resultaba imposible mostrarse inteligentes, pues el propio diseño de las cajas problema y la situación experimental imposibilitaba que los animales percibieran los mecanismos que debían accionar para salir de ellas. Por lo demás, Ignace Meyerson —de quien hablaremos en un capítulo posterior— y Paul Guillaume realizaron en 1928 unos experimentos con chimpancés basados en los de Köhler pero interpretados de un modo más constructivista (en el último capítulo hablaremos de las orientaciones constructivistas en psicología, incluyendo a Meyerson).
La rebelión conductista
Como indicamos hace un momento, es un lugar común presentar el conductismo como la salida natural del funcionalismo (así lo hace Leahey, 2005). Se trata de una interpretación según la cual el conductismo supuso un progreso científico respecto al funcionalismo, al que depuró eliminando la conciencia, la mente, los propósitos, etc. Sin embargo, las cosas no fueron tan simples. Pese al efecto propagandístico del «manifiesto conductista» que John B. Watson publicó en 1913, el conductismo nació plural (Wozniak, 1997). No hubo una sola versión del mismo, sino varias y no todas compatibles entre sí.
Por otro lado, el conductismo tomó sus propias opciones teóricas que, más que un avance respecto al funcionalismo, suponían un cambio de intereses acorde con el escenario socioinstitucional de la Norteamérica posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando el progresismo de principios de siglo estaba en declive y triunfaba una versión más tecnocrática del mismo, según la cual la psicología era sencillamente una ciencia aplicada (González, 1994). No parecía quedar ya lugar para las discusiones teóricas sobre la conciencia, la adaptación, la evolución mental o la formación del yo. En cierto modo, los conductistas eran unos jóvenes profesionales llenos de ambición rebelándose contra una psicología que, a su juicio, estaba lastrada por la excesiva teorización y por el contacto con la filosofía y las ciencias sociales.