Alternativas a la psicología wundtiana: II.Desarrollos experimentales

EL ESTUDIO EXPERIMENTAL DE LA MEMORIA: HERMANN EBBINGHAUS

Con su pionera investigación sobre la memoria (Ebbinghaus, 1885/ 1913/1998), la figura de Hermann Ebbinghaus marca el comienzo del estudio experimental de los procesos mentales superiores, que hasta entonces se habían considerado demasiado complejos, subjetivos y fugaces como para ser objeto de examen en el marco del laboratorio.

Hermann Ebbinghaus (1850-1909) nació en Barmen, ciudad alemana próxima a Bonn. De familia acomodada, cursó estudios humanísticos en las universidades de Halle, Berlín y Bonn. En esta última obtuvo el título de doctor en filosofía con una tesis sobre La filosofía del inconsciente en Hartmann (1873). Durante algunos años (1875-1878) se dedicó a viajar y a completar su formación mientras daba clases para ganarse la vida. La lectura de los Elementos de psicofísica de Fechner le causó una profunda impresión e influyó luego decisivamente en su propia obra. En 1878 regresó finalmente a Alemania y emprendió de manera sistemática una investigación sobre la memoria en la que venía trabajando informalmente desde tiempo atrás; una investigación que, además de procurarle un puesto de profesor de filosofía en la universidad de Berlín, iba a asegurarle un lugar eminente en la historia de la psicología (Bringmann y Early, 2000; Caparrós, 1986).

Emprender un estudio de naturaleza experimental sobre la memoria en 1879 no era, desde luego, tarea fácil. No sólo suponía contravenir la opinión establecida acerca de la imposibilidad de someter los procesos mentales superiores a la disciplina del laboratorio (una opinión sancionada por la autoridad de Wundt, quien, como hemos visto, proponía para ellos una aproximación etnopsicológica bien distinta), sino que obligaba a concebir nuevos materiales y procedimientos frente a los utilizados en los estudios sobre percepción sensorial y tiempos de reacción propios de la psicología experimental al uso.

Los nuevos materiales estimulares que ideó Ebbinghaus para su investigación fueron las conocidas como «sílabas sin sentido», esto es, unas sílabas carentes de todo significado que obtenía por el procedimiento de intercalar un sonido vocálico entre dos consonánticos. De este modo construyó unas 2300 sílabas (como gam, nol, dük o buf) que luego mezclaba al azar para formar las series de longitud variable que iban a servirle de material para cada prueba. Aunque también realizó algunas con material significativo, trabajar con material carente de significado como el descrito tenía para Ebbinghaus ventajas considerables. Por lo pronto, permitía neutralizar la influencia de otro modo incontrolable de numerosos factores, como el interés, la belleza o las múltiples asociaciones que puede despertar en el sujeto el material significativo interfiriendo en el proceso rememorativo en cuanto tal. Se trataba además de un material sumamente sencillo que hacía posibles innumerables combinaciones de carácter homogéneo (frente a la poesía y la prosa, que, en opinión de Ebbinghaus, tenían siempre algo de incomparable). Por último, el material sin sentido podía ser sometido a variaciones cuantitativas precisas sin sufrir los efectos perturbadores que aparecían irremediablemente cuando se alteraba el sentido del material significativo al acortarlo artificialmente, bien empezándolo a medias o interrumpiéndolo antes de finalizar.

En definitiva, lo que Ebbinghaus pretendía era a llevar a cabo con la memoria algo parecido a lo que había hecho Fechner con la sensación; esto es, someterla a una medición exacta en aplicación del llamado «método de la ciencia natural», del que fue defensor acérrimo. Buscando dar a sus resultados la mayor objetividad y precisión posibles, impuso además a sus experimentos condiciones extremadamente rigurosas que se esforzó por cumplir escrupulosamente. Así, por ejemplo, las series de sílabas sin sentido debían leerse a una velocidad constante (medida por un metrónomo o un reloj) y hacerlo siempre en su totalidad, nunca por partes; entre el aprendizaje de una serie y el de la siguiente debía dejarse una pausa de 15 segundos; las condiciones objetivas de la vida cotidiana debían mantenerse constantes y las pruebas realizarse en distintos momentos del día; etc., etc. De este modo aspiraba a neutralizar la influencia no deseada de factores ajenos a los problemas estudiados (Garrett, 1962; Wozniak, 1999a).

Uno de estos problemas era el de la relación entre la cantidad de material a memorizar y la rapidez de la memorización. Para su resolución ideó el llamado «método del aprendizaje», consistente en registrar el tiempo y número de lecturas requeridos para memorizar listas de sílabas sin sentido de distinta longitud hasta lograr reproducirlas una vez sin titubeos ni errores. Como era de esperar, cuanto mayor era la longitud de las listas, mayor tiempo y esfuerzo exigía su memorización. Pero Ebbinghaus intentó precisar además en qué medida esto era así. Halló de este modo que el tiempo de memorización no aumentaba a la par que la longitud de las listas memorizadas, sino que lo hacía con mayor rapidez. Comparó también los tiempos de memorización de materiales con y sin sentido, determinando asimismo con exactitud la ventaja de los primeros sobre los segundos: mientras que para la reproducción sin errores de 6 estrofas de un poema de lord Byron, de unas 80 sílabas de extensión, solo necesitó 8 lecturas, para memorizar una cantidad equiva­ lente de sílabas sin sentido habría necesitado entre 70 y 80 repeticiones. Sin duda el lenguaje significativo empleado en el poema, así como su ritmo y su rima, eran factores que facilitaban la memorización.

Otro de los problemas planteados fue el de la relación existente entre el número de lecturas del material y su retención posterior; o, dicho en otros términos, el problema del «sobreaprendizaje». Para abordarlo, concibió el «método del ahorro»: se trataba de memorizar listas de 16 sílabas sin sentido y leerlas un número variable de veces (entre 8 y 64), para comprobar luego, 24 horas más tarde, cuántas lecturas menos se necesitaban para lograr recordar esas mismas listas; esto es, cuántas repeticiones «se ahorraban» respecto de las exigidas al memorizarlas inicialmente (considerando siempre como memorización la posibilidad de reproducir las listas una vez sin cometer error alguno). Los resultados mostraban la influencia positiva del sobreaprendizaje (es decir, las repeticiones que sobrepasaban el número mínimo necesario para lograr una reproducción sin errores), que permitía ahorrar a la memorización del día siguiente aproximadamente un 1 por ciento por repetición (si bien dentro de ciertos límites marcados por factores como la fatiga y otros condicionantes fisiológicos).

Entre los resultados más duraderos de sus experimentos se cuentan los obtenidos en su estudio de la influencia que sobre el recuerdo tiene el transcurso del tiempo. Aquí el procedimiento adoptado era el siguiente: se estudiaban varias listas de un número determinado de sílabas sin sentido y se volvían a estudiar luego, dejando pasar diversos intervalos de tiempo (de 20 minutos a 31 días) y registrando en cada caso el porcentaje de ahorro (y de su contrario, el olvido) que se producía al reaprenderlas. Los resultados mostraban que el alto porcentaje de olvido observado en las primeras sesiones iba disminuyendo en las siguientes hasta que las diferencias entre unas sesiones y otras desaparecían prácticamente en las últimas. Estos resultados suelen representarse gráficamente en una curva de fuerte descenso inicial y gradual nivelación subsiguiente que ha venido conociéndose como «curva del olvido» o «curva de Ebbinghaus» (Figura 1).

Fig. 1 Curva del olvido, de Ebbinghaus

Ebbinghaus atendió también a otros problemas, como los del efecto que sobre la retención tienen el repaso y el orden de los elementos a retener. A todos ellos se aproximó de manera extremadamente concienzuda y minuciosa, utilizándose siempre a sí mismo como sujeto en los experimentos que llevó a cabo a lo largo del curso 1879-1880, y que repitió luego, entre 1883 y 1884, para asegurarse de la fiabilidad de los resultados. Su monografía Sobre la memoria, publicada al año siguiente (Ebbinghaus, 1885/1913/1998) fue acogida con general admiración, y su aparición contribuyó a dar un fuerte impulso a la investigación en este terreno, que la tomó como modelo.

No iba a corresponder ya a Ebbinghaus liderar esa investigación, sin embargo, ya que a partir de entonces dejó definitivamente de trabajar sobre la memoria para centrar su atención en otras tareas (principalmente editoriales y docentes, aunque también investigadoras, si bien en otros campos). Personalidad independiente y alejada de todo espíritu dogmático y de escuela, careció también de discípulos que continuaran su labor. La antorcha en ese terreno quedó en manos de Georg Elias Müller (18501934), catedrático de la Universidad de Gotinga profundamente influido por Ebbinghaus e investigador a su vez sumamente influyente, que tenía a su cargo uno de los laboratorios de psicología experimental mejor equipados de Alemania al que logró atraer a multitud de discípulos.

También Ebbinghaus estableció laboratorios de psicología en aquellas universidades en las se desempeñó como docente (Berlín, Breslau, Halle), pero su uso se orientaba más a ilustrar sus clases que a fines propiamente investigadores. Relación mucho más directa con la investigación tuvo en cambio su creación, junto al físico y fisiólogo Arthur König (1856-1901), de la Revista de Psicología y Fisiología de los Órganos Sensoriales (1890), que contó con con la colaboración de científicos de primera línea como H. Helmholtz, G. E. Müller, W. Preyer y C. Stumpf y que, al abrir sus páginas a temas y autores alejados de la ortodoxia wundtiana, supuso una alternativa a los Estudios Psicológicos de Wundt que contribuyó a promover y difundir la psicología como ciencia natural.

En sus últimos años, Ebbinghaus dedicó gran cantidad de tiempo y esfuerzo a la redacción de unos manuales generales, sus Fundamentos de psicología en dos volúmenes (1897-1902) y el más breve Compendio de psicología (1908), que tuvieron una excelente acogida tanto en Alemania como fuera de ella. En cuanto a su labor investigadora propiamente dicha, merece recordarse también su elaboración de un test de inteligencia diseñado para evaluar el efecto de la fatiga en el rendimiento escolar, consistente en una prueba en la que los niños tenían que completar las frases de un texto insertando en él las palabras que faltaban. Adaptado luego por Binet y por Terman en sus famosas escalas de inteligencia, el conocido como «test de terminación de Ebbinghaus» (1897) hace asimismo de su autor un pionero de la psicología aplicada en un momento en que la tentación utilitaria equivalía para muchos a la renuncia a los limpios principios de la ciencia pura (Lander, 1997).

Así pues, la significación psicológica de Ebbinghaus dista mucho de poder limitarse a su contribución al estudio experimental de la memoria por la que hoy suele recordársele. Y tampoco debe pasarse por alto que ese recuerdo no siempre ha sido particularmente elogioso. En época reciente, por ejemplo, en el marco de la moderna psicología cognitiva, se le ha reprochado la artificialidad de las situaciones experimentales que diseñó y su falta de atención a los factores contextuales y semánticos que tan decisivo papel desempeñan en el funcionamiento de la memoria humana (Neisser, 1982).

Con todo, ha sido sin duda su trabajo sobre la memoria el que ha terminado dejando una huella más profunda y duradera. Con su riguroso control de las variables en juego y su amplio uso de las matemáticas tanto para el tratamiento de los datos como para la discusión de los resultados, constituyó un poderoso argumento a favor de la posibilidad de acercarse a los procesos mentales más complejos de una manera experimental y objetiva, convirtiéndose así en fuente de inspiración para todos aquellos que, en su época, estaban convencidos de que ese era el camino para hacer de la psicología una empresa genuinamente científica.

EL ESTUDIO EXPERIMENTAL DEL PENSAMIENTO: OSWALD KÜLPE Y LA ESCUELA DE WURZBURGO

También la escuela de Wurzburgo desafió la negativa de Wundt a estudiar experimentalmente los procesos superiores, planteándose el análisis experimental del propio pensamiento. Aunque Wundt optaba para su estudio por un enfoque histórico-etnográfico, entre sus discípulos y colaboradores más cercanos y apreciados algunos se propusieron precisamente romper esa división, apostando por un estudio del pensamiento mediante introspección experimental. Así lo hizo Oswald Külpe (18621915), uno de los colaboradores más prestigiosos de su laboratorio, que dejará Leipzig en 1894 para desplazarse a Wurzburgo, donde desarrollará durante quince años todo un programa de investigación en torno al análisis experimental del pensamiento.

Külpe estudió fisiología, filosofía, psicología e historia en Leipzig, Gotinga y Berlín, doctorándose con Wundt en 1887. Tras colaborar con él en el laboratorio durante más de diez años, Külpe empezó a separarse de su maestro en varios puntos. Así, en 1893 publicó su propio manual de Principios de psicología (Külpe, 1893/1999), donde rechazaba explícitamente la idea de la «causalidad psíquica» de Wundt, acercándose tanto a un positivismo sensualista como a un cierto reduccionismo fisiológico (Danziger, 1979). Poco después Külpe se alejaría de estas tendencias positivas y reduccionistas, pero no para volver a acercarse a Wundt. Antes bien, se opondrá a la idea wundtiana de que todos los contenidos mentales son conscientes y representacionales, así como a la idea de que podemos acceder a ellos de forma inmediata. Külpe tampoco compartía con Wundt la estricta separación entre fenómenos psíquicos inferiores y superiores, especialmente en lo que se refiere a la ineficacia de la experimentación para estos últimos (Kusch, 2006).

Tanto él como sus colaboradores se propusieron precisamente someter el pensamiento a introspección experimental, recurriendo a amplios auto-informes que los sujetos ofrecían de forma retrospectiva una vez finalizada la prueba (recordemos que Wundt exigía que los resultados se recogieran en el mismo momento y sin tiempo para que el sujeto pudiera reflexionar sobre ellos). Este es el programa de investigación que Külpe desarrolló en Wurzburgo, a cuya universidad fue llamado en 1894 y donde fundó, junto a Karl Marbe (1869-1953), otro antiguo alumno de Wundt, otro laboratorio de psicología. En él Külpe llevó a cabo una investigación sobre la abstracción a partir de la presentación de sílabas sin sentido escritas con diferentes tipografías, números, colores y disposición espacial. Los sujetos, que recibían la instrucción de fijarse en uno u otro atributo, relataban en sus informes cómo el resto de atributos les había pasado completamente inadvertido, es decir, habían hecho abstracción de ellos. Se encontraban así con la experiencia de un proceso de abstracción, sin que ésta fuera algo palpable o reductible a sensaciones y sentimientos. Külpe se propuso entones seguir la pista de estos procesos.

El primer trabajo de la escuela fue realizado por A. Mayer y J. Orth (dos estudiantes de Marbe) y se publicó en 1901. Consistió en una investigación para establecer una clasificación psicológica (distinta de las clasificaciones lógicas al uso) de asociaciones. Mayer y Orth diseñaron una tarea de asociación libre y pidieron a los sujetos que relataran los estados mentales que tenían lugar entre la presentación de los estímulos (verbales) y su reacción. En el momento de analizar los informes de los sujetos, los investigadores entrevieron, más allá de imágenes y voliciones, un grupo de estados o fenómenos de conciencia difíciles de describir que no formaban parte de las categorías convencionales. A estos estados los llamaron Bewusstseinslagen, que podemos traducir como «disposiciones de la conciencia». Ese mismo año, Marbe encontraría datos parecidos durante una investigación sobre otra operación mental, el «juicio». Marbe pidió a los participantes que levantaran dos cuerpos cilíndricos que tenían la misma apariencia, compararan su peso (de 25 y 110 gramos respectivamente) y dijeran (juzgaran) cuál era el más pesado. Inmediatamente después, Marbe les pedía que informaran sobre lo que habían vivido durante la resolución de la tarea. El objetivo era acceder a lo que había pasado en la conciencia antes de que emitieran su respuesta. En sus conclusiones, además de descartar la naturaleza psicológica del juicio (en la línea de las críticas lanzadas por Husserl a Wundt)1, Marbe afirmó haber encontrado que el juicio se acompañaba en ocasiones de sensaciones o imágenes, pero también, a menudo, de hechos difíciles de describir, las llamadas «disposiciones de la conciencia».

Siguiendo un método diferente, en 1905 Henry Watt (1879-1925) dio cuenta de otros fenómenos semejantes. En lugar de recurrir a la asociación libre, la tarea planteada (Aufgabe) estaba dirigida por instrucciones precisas, como encontrar un concepto supraordenado (por ejemplo, para «paloma» sería «ave»), un concepto subordinado (para «mueble» podría ser «silla»), un todo o una parte en relación con un estímulo verbal (palabra) determinado. Con este método (Aufgabe) Watt también encontró estados inefables, de una naturaleza difícil de precisar, como la «conciencia de una dirección», de una significación previa a la palabra o la imagen, así como tendencias, que serían algo así como la mecánica del pensamiento. Narziss Ach (1871-1946) continuó esa línea de trabajo, proponiendo el concepto de «tendencias determinantes» para referirse a las disposiciones motivacionales inconscientes generadas por las instrucciones. También introdujo el de «acto de conciencia» para referirse a un saber o darse cuenta semejante al «¡ya lo tengo!», cuando damos con algo que estábamos buscando mentalmente.

Con una técnica parecida, pero con la intención de acercarse más al pensamiento libre, normal y espontáneo, en 1906 August Messer (18671937) llevaría también a cabo una serie de experimentos. Su objetivo era explorar los fenómenos que tienen lugar en la conciencia durante una variedad de procesos más o menos simples de pensamiento. En todos los casos, detectó una especie de saber puro, libre de toda mezcla sensible, de elementos «no representados» muy diversos. Messer identificó todas estas «disposiciones de la conciencia» con el campo de experiencias que otros autores habían llamado «pensamiento no formulado» o «intuitivo». Además, encontró que los procesos de pensamiento conllevan también una dirección, un vector o guía que les da unidad y continuidad. Finalmente hablaría de una especie de montaje inconsciente que nos hace recoger las impresiones exteriores y responder a ellas de ciertas maneras.

Si Messer contribuyó definitivamente a la formación de la teoría de la Escuela de Wurzburgo acerca de la existencia de un «pensamiento sin imágenes», las investigaciones de Karl Bühler (1879-1963) vendrían a culminarla, radicalizando el enfoque. En su tesis de habilitación, «Datos y problemas relativos a una psicología de los procesos de pensamiento», publicada entre 1907 y 1908, Bühler parecía incluso ironizar sobre el trabajo de sus predecesores: él quería saber lo que pasa cuando la gente piensa, y esto no podía estudiarlo con técnicas de asociación libre o tareas simples como la comparación de pesos (Humphrey, 1951). Bühler utilizará directamente aforismos filosóficos, poéticos o problemas filosóficos complejos, y sólo recurrirá a sujetos tan entrenados como el propio Külpe. La ventaja de los buenos aforismos, como por ejemplo «Pensar es tan extraordinariamente difícil que muchos prefieren opinar», consistía en que había que pensar para comprenderlos. Los problemas filosóficos podían ser del tipo: «¿Ha conocido la Edad Media el teorema de Pitágoras?»; o «¿La teoría física de los átomos puede ser falsada por nuevos descubrimientos?». Las preguntas, como vemos, eran complejas, pero formuladas de modo que el sujeto pudiera responder con una respuesta sencilla, de forma que su atención pudiera concentrarse sobre la observación interna. Además, Bühler elegía los enunciados en función de los gustos y preferencias de los participantes por ciertos filósofos y poetas, pues consideraba que la motivación y el placer por la tarea eran condición indispensable para provocar el pensamiento. Aunque Bühler recogía como dato el tiempo entre la lectura del enunciado y la respuesta del sujeto, no tenía realmente en cuenta estas medidas en el análisis de sus resultados. La investigación apuntaba más bien a ver, a través de la introspección, qué había percibido el sujeto durante el proceso de pensamiento.

A partir de esos análisis, Bühler concluyó que nuestra experiencia del pensamiento está constituida no solo por representaciones sensoriales de modalidades diferentes y sentimientos, sino por «movimientos particulares de la conciencia», a los que optó también por llamar provisionalmente Bewusstseinslagen. Los definió como momentos decisivos del proceso del pensamiento que no tienen ni cualidad ni intensidad sensorial. En la medida en que las imágenes (representaciones) son elementos fragmentarios, esporádicos, azarosos, no podemos considerarlos como el vehículo del pensamiento, que es continuo. Junto a las sensaciones y los sentimientos, evanescentes, el pensamiento debía ser considerado, pues, como una nueva categoría mental, parte verdaderamente constitutiva de nuestra experiencia, articulada y unitaria. Bühler distinguía entre tres tipos o momentos del pensamiento, a saber: 1) la conciencia de reglas generales, una especie de conocimiento anticipado del método a seguir para resolver un problema, lógico o matemático, donde podemos pensar, como en el caso de una incógnita en una ecuación, en aquello que determina un objeto, en las condiciones que tiene que cumplir, sin tener la representación de un objeto dado en concreto; 2) la conciencia de relaciones, la noción de relaciones internas que se establecen en el seno de un pensamiento que se dibuja o que vinculan este pensamiento a otros; podemos saber por ejemplo que hay una relación de oposición o de coordinación entre elementos, sin que tengamos exactamente conciencia de cuáles son los elementos que se coordinan u oponen; 3) la intención, la pura dirección hacia un objeto, desvinculada de toda determinación relativa éste (a diferencia de la conciencia de regla y de relación), algo así como un «sé lo que significa pero no puedo especificar su contenido». Lo importante aquí, una vez más, no eran los objetos (significados) sino la significación o acto de significar.

La intención aparece definida en los mismos términos que en Husserl. De hecho, Bühler recurre a una parte de la terminología empleada por Husserl en sus Investigaciones lógicas (1901), cuya metodología elogiaba ya desde el inicio de su trabajo2 (Kusch, 2006). Según reconocerá Bühler más adelante en un texto sobre Külpe, sería él mismo quien se habría encargado de introducir la obra de «Brentano y su escuela» en la psicología del pensamiento de Wurzburgo, en parte frente a las dudas y la resistencia inicial de su maestro (Bühler, 1922, citado por Kusch, 2006). En esa búsqueda de un pensamiento puro, la Escuela de Wurzburgo terminaría prácticamente rechazando el valor de las imágenes, reivindicando la existencia de un «pensamiento sin imágenes». Se privaba así a las imágenes de todo contenido intelectual (reducidas a elementos puramente sensibles), alejándose de las formas concretas del pensamiento a favor de una concepción abstracta y lógica de la mente.

Este desplazamiento de la escuela de Wurzburgo hacia la fenomenología sería sin duda contestado, como ya vimos, por Wundt, que siempre se mostró contrario a Brentano y sus discípulos. Para Wundt, que había utilizado su autoridad, por ejemplo, para rechazar la publicación de artículos de Alexander Meinong en la revista Archiv für Psychologie, se trataba de una psicología reflexiva y escolástica que desviaba a la disciplina de su carácter científico (Kusch, 2006). La reacción pública de Wundt, en todo caso, se produjo sólo a partir de la publicación de la primera parte del trabajo de Bühler, con un texto en el que atacaba el conjunto de las investigaciones de la escuela desde sus inicios. Wundt se oponía en él a la utilización del método introspectivo para analizar el pensamiento: si estamos pensando en la respuesta a una pregunta, no podemos a la vez estar atentos a lo que pasa mientras lo hacemos. Bühler, por su parte, añadiría un anexo a la publicación de las dos últimas partes de su trabajo, en respuesta a Wundt, rechazando que su método contradijera sus indicaciones con respecto a una metodología experimental3. En realidad, a lo que Wundt se oponía frontalmente es a la idea de un pensamiento puro. Para Wundt, la fenomenología hacía de todos los contenidos de conciencia actos lógicos de pensamiento o formas lingüísticas; era una psicología sin psicología. Si Husserl combatía la pretensión de fundamentar la filosofía sobre la psicología (el psicologismo), lo que Wundt se planteaba era combatir el logicismo (Kusch, 2006).

La Escuela de Wurzburgo se encontró así con el claro obstáculo de Wundt, que entendía que ésa no era la vía que debía seguir una psicología científica, aunque no por ello dejó de desarrollarse, como muestran los experimentos que siguió realizando Otto Selz (1881-1944) sobre el pensamiento dirigido. En todo caso, la Escuela se fue diluyendo con el desplazamiento de sus principales investigadores a otras universidades. Así, Bühler dejaría Wurzburgo en 1909 para seguir a Bonn a Külpe, quien dedicó precisamente los últimos años de su vida a tratar de reconciliar su investigación con la psicología de los contenidos. Juntos se volverán a desplazar a Munich en 1913, donde organizaron el Instituto de Psicología y donde Külpe fallecería poco después, en 1915, antes de que pudiera tener una entrevista que tenía pendiente con otro de los principales discípulos de Wundt, Titchener, para aclarar malentendidos (Gondra, 1997).

Bühler, por su parte, se trasladó a Viena en 1922, donde fundó su propio Instituto. Allí alcanzó un notable reconocimiento internacional, con trabajos como su Teoría del lenguaje (1934), donde lanzaba una mirada retrospectiva y crítica sobre los experimentos de Wurzburgo. Bühler los justificó como una tentativa de refutación del «incurable sensualismo de cortas miras de la época», pero se oponía ya a la idea de una gramática pura del pensamiento, a priori (Bühler, 1934/2009, p. 390). Su forzada huida a los EEUU, con la entrada de los alemanes en Viena en 1938, mermaría para siempre su influencia.

Entre tanto, en el panorama de las discusiones en torno a una psicología científica, desde los primeros años veinte, la psicología de la Gestalt (ampliamente influida, por otro lado, por la propia Escuela de Wurzburgo)4 se iría imponiendo al «pensamiento sin imágenes». Las investigaciones de la Escuela de Wurzburgo sobre los procesos de pensamiento, en todo caso, volverían a despertar interés a partir de la década de 1950, cuando tras la larga hegemonía conductista, la psicología buscaba la forma de volver a ocuparse de los procesos cognitivos (como muestra el propio trabajo de Humphrey, 1951). Esta «recuperación», no obstante, se dará de forma casi anecdótica en un marco conceptual atravesado por la metáfora del ordenador y el procesamiento de la información, que pretenden excluir toda forma de introspección.

EL ESTRUCTURALISMO: EDWARD BRADFORD TITCHENER

Más que una alternativa a la psicología de Wundt, la de Titchener quiso ser un desarrollo o prolongación de la wundtiana; o, por mejor decir, de su vertiente fisiológica o experimental. La psicología de los pueblos, en efecto, se halla por completo ausente del sistema de Titchener. Conviene hacer esta precisión porque durante algún tiempo Titchener pasó por ser el genuino representante de la perspectiva wundtiana en los Estados Unidos, una creencia que el propio Titchener y sus discípulos contribuyeron a fomentar, pero cuya inexactitud y límites ha puesto de manifiesto la crítica historiográfica (Blumenthal, 1975; Bringmann y Tweney, 1980; Leahey, 1981). Porque, aunque dedicara buena parte de su obra a la exposición y sistematización del punto de vista wundtiano, Titchener distó mucho de atenerse estrictamente a él. No sólo llevó a cabo una lectura de Wundt desde esquemas interpretativos propios de la tradición intelectual empirista y asociacionista británica (en la que el propio Titchener se había formado) que eran ajenos al psicólogo alemán, sino que rechazó algunos de los conceptos clave del wundtismo (como la apercepción) y se esforzó en cambio en incorporar otros procedentes de otras fuentes (Brentano, por ejemplo) en un tardío esfuerzo por construir un sistema psicológico propio que, sin embargo, no consiguió completar.

Edward Bradford Titchener (1867-1927) nació en Chichester, una pequeña ciudad del sur de Inglaterra, y se formó como estudiante de filosofía y filología clásica en la Universidad de Oxford. Durante el último año de sus estudios universitarios se interesó también por la fisiología y la psicología, en particular por la obra de Wundt, de cuyos Fundamentos de psicología fisiológica realizó una traducción al inglés que no publicó nunca. En 1890 se trasladó a Leipzig para ampliar su formación psicológica bajo la dirección del gran maestro alemán, con quien se doctoró dos años más tarde. Tras intentar sin éxito hacerse con un puesto en Oxford donde enseñar la psicología fisiológica aprendida en Alemania (no había aún cátedras de esta disciplina en la universidad inglesa), aceptó el que le ofrecía la Universidad de Cornell (Ithaca, Estados Unidos), donde permanecería ya hasta su muerte. Bajo la dirección de Titchener, el laboratorio de psicología de Cornell se convertiría en un centro sumamente activo de investigación experimental «a la alemana» en el que se formaron algunos de los psicólogos norteamericanos más distinguidos e influyentes de su época, como Margaret F. Washburn (1871-1939), que se haría famosa por sus trabajos sobre «la mente animal»; o Edwin G. Boring (1886-1968), el destacado historiador de la psicología.

Como otros psicólogos de su generación (Ebbinghaus, Külpe), Titchener reclamaba para la psicología un punto de vista científico que permitiera insertarla en el marco de las ciencias naturales. En este sentido, el nuevo positivismo científico del físico y filósofo austriaco Ernst Mach (1838-1916) le iba a proporcionar una herramienta legitimadora inestimable. Porque Mach defendía una concepción de la realidad radicalmente empirista, según la cual lo que verdaderamente hay no es ninguna entidad substancial que subyazga a la experiencia y le sirva de soporte (llámese «materia», «espíritu», «cosa en sí» o de cualquier otro modo que los filósofos quisieran llamarla) sino tan sólo la experiencia misma; más aún, la experiencia sensorial (Mach, 1897/1998). De manera que —argumentaría Titchener— la distinción entre el mundo físico «de las cosas» y el mundo psíquico «de los pensamientos» o «estados mentales» no radicaría en el tipo de realidad de que están hechos cada uno (que sería una y la misma: la experiencia sensorial), sino en el punto de vista que se adopte para aproximarse a ella. La física (y, en general, las llamadas «ciencias de la naturaleza») estudiaría las sensaciones en sí mismas y en sus relaciones sin tener en cuenta al sujeto que las experimenta; la psicología haría otro tanto, pero tomando al sujeto en consideración. En ambos casos, sin embargo, será la experiencia el objeto de estudio, y no habrá por tanto razón alguna para considerar la psicología y las ciencias naturales como disciplinas de distinto rango.

Al definir la psicología como la «ciencia de la mente» entendida como «la suma total de la experiencia humana en cuanto dependiente de la persona experienciante» (Titchener, 1910, p. 9), que es como la definió en cierta ocasión, Titchener se alineaba claramente con Mach y se distanciaba de Wundt. Rechazaba, en efecto, la distinción que este último hacía entre «experiencia mediata» y «experiencia inmediata» porque entendía que la noción de experiencia implicaba ya la inmediatez, lo que hacía de la «experiencia mediata» una noción contradictoria. No sería, sin embargo, su único rechazo, ya que se opuso también a cuantas ideas wundtianas (la causalidad psíquica, el voluntarismo filosófico, la resis­tencia a extender los métodos experimentales más allá del estudio de los procesos psicológicos más simples…) consideraba incompatibles con la condición científico-natural que defendía para la psicología.

Este planteamiento cientificista condicionaba asimismo el método con que la psicología debía aproximarse a su objeto. Según Titchener no podía ser otro que el característico de las demás ciencias naturales, el método observacional que en psicología recibe el nombre de «introspectivo». Porque, en efecto, la introspección psicológica no es otra cosa que observación. Eso sí, observación científica, y, por tanto, rigurosa, atenta y limpia de los prejuicios propios de la observación cotidiana o «de andar por casa»; y observación interna, de procesos mentales sólo accesibles al propio individuo y siempre en riesgo de ser alterados por el ejercicio de la propia introspección. Estas (y otras) dificultades del método introspectivo, que Titchener reconocía abiertamente, le llevaban a exigir una serie de precauciones metodológicas que creía imprescindibles si se quería mantener para la psicología la pretensión de cientificidad a la que él aspiraba. Era preciso, por lo pronto, que los observadores estuviesen bien entrenados, de modo que el adiestramiento previo les permitiese sobreponerse a la ligereza y los sesgos de la observación habitual, no científica, cotidiana (por ejemplo, el tan frecuente «error del estímulo», típico del observador no entrenado, consistente en confundir el objeto percibido, siempre cargado de todo lo que el observador cree saber previamente sobre él, con la experiencia real y efectiva que se tiene de ese objeto en un momento dado). Era preciso, por otra parte, que la observación misma se llevase a cabo siempre sobre procesos mentales ya pasados, si bien inmediatamente acontecidos, para evitar que la introspección pudiese llegar a alterarlos (lo cual, claro está, convertía la introspección en «retrospección», y no fueron precisamente escasas las críticas que el método llegó a recibir por este motivo). Era preciso, por último, que los resultados de la introspección se obtuviesen en condiciones estandarizadas, iguales para todos los observadores; condiciones que pudieran garantizar la neutralización de la estimulación no deseada o irrelevante y la posibilidad de repetir la experiencia en distintos momentos y por distintos sujetos e investigadores (es decir, era preciso que la introspección fuese experimental).

Así, pues, Titchener concebía la psicología como una ciencia (esto es, un conocimiento ordenado, metódico, exhaustivo, sistemático); cuyo objeto era la mente (entendida, ya lo hemos visto, como la totalidad de la experiencia en cuanto dependiente de un sujeto que la tiene o experimenta; a la que experimenta o tiene en un momento concreto dado —o, como la describió alguna vez, «la mente ahora»— la llamó Titchener «conciencia») (Titchener, 1898, pp. 19-20); y cuyo método era la intros­ pección experimental (que es la realizada en el laboratorio bajo estrictas condiciones de control).

Pues bien, ante la psicología así concebida se ofrecía una doble tarea, descriptiva y explicativa, a la que Titchener se refirió como «el problema de la psicología».

La tarea descriptiva debía desplegarse a su vez en dos momentos distintos: uno analítico y otro sintético. Como cualquier otra ciencia, en efecto, la psicología tenía que comenzar por el análisis de su material, es decir, por su desmenuzamiento en los elementos que lo componen. La cuidadosa observación del científico pone de manifiesto que lo que a primera vista parece simple en realidad no lo es, y debe por tanto ser analizado, troceado en partes cada vez más simples que faciliten su comprensión. La finalidad del análisis es llegar a descubrir los componentes últimos del fenómeno estudiado, los que ya no pueden dividirse más o reducirse a otros. En psicología el material del que se parte es la conciencia (las experiencias mentales concretas), y el análisis deberá hacer posible la identificación de los componentes elementales de esas experiencias a fin de determinar su número y naturaleza. Sólo entonces se podrá dar paso a la síntesis, al esfuerzo por recomponer en su integridad primera lo previamente analizado, que en el caso de la psicología deberá consistir y concretarse en la formulación de las leyes que rigen la conexión de los elementos mentales descubiertos para formar las experiencias mentales de las que se obtuvieron. Si en su momento analítico la psicología debe proporcionarnos los elementos constitutivos de la conciencia, en su momento sintético deberá ofrecernos los distintos modos que esos elementos tienen de combinarse para constituirla.

La segunda gran tarea, la tarea explicativa, igualmente tomada del modo de proceder de las demás ciencias, consistirá en establecer las condiciones fisiológicas o corporales en las que se dan o aparecen los procesos mentales investigados y descritos. No se quería decir con ello que estos fueran causados por aquellas, sin embargo. Titchener rechazaba tajantemente la idea de una relación causa-efecto entre los procesos corporales y los mentales. Asumió en cambio el llamado principio del paralelismo psicofísico (que ya Wundt había sostenido), que se limitaba a afirmar la correspondencia entre ambos tipos de procesos. A todo proceso mental, pues, habría de corresponderle algún otro corporal; y en identificar los procesos corporales correspondientes a los procesos mentales en estudio, aquellos que se dan cuando estos están ocurriendo, consistirá para Titchener la explicación psicológica.

El «problema de la psicología» era, pues, de una magnitud conside­ rable y ofrecía múltiples dimensiones. De todas ellas, Titchener iba a concentrar su atención principalmente en la más básica, en aquella de la que según su propio planteamiento científico-sistemático dependían necesariamente todas las demás: el análisis de la conciencia en sus componentes elementales (y, de manera particular, el estudio de las sensaciones).

Influido por la tradición empirista y asociacionista del pensamiento británico, en los análisis introspectivos realizados por él mismo y por sus discípulos distinguía Titchener dos tipos fundamentales de elementos mentales: las sensaciones, o elementos de las percepciones, y los afectos, o elementos de las emociones (a los que añadió después un tercer tipo: las imágenes o elementos de las ideas, recuerdos y pensamientos). Estos elementos, a su vez, estaban dotados de ciertos atributos o propiedades (cualidad, claridad, intensidad, duración y, en algunos casos, extensión) que permitían identificarlos y distinguirlos entre sí. Titchener realizó una minuciosa clasificación de las sensaciones atendiendo al órgano corporal del que proceden (visuales, olfativas, gustativas, etc.), al origen externo o interno de la estimulación (sensaciones de los sentidos especiales, sensaciones orgánicas y sensaciones comunes) y a la naturaleza física del estímulo, que permite diferenciar tipos distintos de sensaciones entre los procedentes de un mismo órgano sensorial (como las de brillo y color, dentro de las visuales; o las de ruido y sonido, dentro de las auditivas). Titchener calculó que se habían podido identificar en total más de 40.000 sensaciones distintas, de las que unas 31.000 estarían relaciona­ das con el sentido de la vista y unas 11.500 con el del oído, sin duda los más investigados en los laboratorios psicológicos de la época (Titchener, 1896/1898, p. 67).

El tratamiento que hace Titchener de los afectos difiere notablemente del de las sensaciones. No encontramos aquí nada parecido a la detalla­ da clasificación que ofrecía de ellas. Porque si en este último caso la clasificación se justificaba por la gran variedad de órganos sensoriales existente, cada uno con su propio grupo o grupos de sensaciones, en el caso de los afectos es el cuerpo en su totalidad el único órgano implicado. Además, así como existe un número muy elevado de cualidades sensoriales (la gran variedad de colores, sonidos, etc.), la introspección únicamente permite identificar dos cualidades afectivas (correspondien­ tes a los procesos orgánicos de anabolismo o síntesis y catabolismo o degradación): el agrado y el desagrado. A ellas redujo Titchener las otras dos dimensiones (excitación-inhibición y tensión-relajación) que había reconocido anteriormente Wundt en el proceso afectivo.

Pues bien, a partir de este conjunto de elementos sensoriales y afectivos pretendió Titchener dar cuenta de la estructura de la mente en su totalidad. Así, fenómenos más complejos como las percepciones o las ideas no serían sino el resultado de la «conexión y mezcla» de sensaciones (Titchener, 1896/1898, p. 92); los sentimientos resultarían de la unión de una percepción o una idea con un afecto en la que el componente afectivo desempeñaría un papel preponderante; y las emociones estarían constituidas por un sentimiento intenso asociado a un conjunto de ideas (sobre el mundo externo) y sensaciones (orgánicas). En cuanto a los fenómenos mentales de mayor complejidad 5, el reconocimiento, la memoria y la imaginación, la conciencia de sí y la intelección (juicio, formación de conceptos y razonamiento) y los sentimientos complejos (intelectuales o lógicos, éticos o sociales, estéticos y religiosos), Titchener se esforzó por mostrar cómo cada uno de ellos se edificaba sobre la base de otros más simples y anteriores. De este modo, por ejemplo, el razonamiento consistiría en una asociación sucesiva de juicios (la forma más simple de intelección), que serían, a su vez, asociaciones sucesivas de ideas consistentes, por su parte, en conjuntos de sensaciones.

Titchener proponía así una visión de la mente que denominó «estructural» y que, en un célebre artículo de 1898, llegaba a identificar con la psicología experimental misma, en contraposición crítica con la orientación «funcional» que veía tomar a la psicología norteamericana:

«El objetivo primordial del psicólogo experimental es hacer un análisis de la estructura de la mente; desenredar los procesos elementales de la madeja de la conciencia, o (cambiando la metáfora) aislar las partes constitutivas de una determinada formación consciente. La tarea del psicólogo experimental es la vivisección que produzca resultados estructurales, no funcionales. Le interesa descubrir, en primer lugar, qué es lo que hay y en qué cantidad; no para qué sirve» (Titchener, 1898/1982, p. 210).

El acento debía ponerse, pues, en el «qué» de la conciencia y no en su «para qué», como parecía defender el «funcionalismo» (del que nos ocuparemos más adelante); un punto de vista que Titchener consideraba legítimo, pero también prematuro y peligrosamente próximo a las posiciones filosóficas de las que, en su opinión, la psicología debía alejarse.

A este distanciamiento de la filosofía quiso contribuir Titchener definiendo en sus escritos una estricta ortodoxia científico-experimental que iba a calar hondo en la psicología norteamericana de su tiempo. Hito fundamental en este proceso fue la publicación de su monumental Psicología experimental: Manual de práctica de laboratorio en 4 volúmenes (1901-1905), con el que su autor aspiraba a despejar cualquier duda que pudiese haber sobre la respetabilidad científica de la psicología. Junto a esta obra, que se mantuvo durante décadas como el manual estándar de laboratorio (Boring, 1950), otros manuales suyos en los que defiende su enfoque estructuralista con idéntico afán de rigor y voluntad de sistema se cuentan asimismo entre los más influyentes de su época (Heidbreder, 1971).

Pero la aproximación titcheneriana también suscitó acusadas reacciones en contra que facilitaron la definición misma y la toma de conciencia de otros movimientos alternativos (funcionalismo, conductismo) que lograron afianzarse precisamente frente al estructuralismo y terminaron por prevalecer sobre él en la psicología norteamericana. Porque la psicología de Titchener, con su insistencia en acercarse a los procesos mentales a través de sus elementos, las combinaciones de esos elementos y las combinaciones de esas combinaciones, a muchos le resultaba «casi opresivamente sistemática», como lo ha expresado Wozniak (1999b, p. 131). Además, la restricción de su enfoque a la mente «normal, adulta, humana, individual» (Titchener, 1896/1898, p. 17), la única accesible al método introspectivo experimental por él propugnado, limitaba excesiva e injustificadamente el ámbito de la mirada psicológica para cuantos venían esforzándose por extenderla también a los dominios de lo patológico, lo evolutivo, lo animal y lo social. Por último, su empeño en adoptar un punto de vista científico-natural que se venía a identificar con el experimental imponía a la psicología un confinamiento en el marco del laboratorio que la alejaba sin remedio de las preocupaciones crecientemente prácticas de los psicólogos norteamericanos, cada vez más comprometidos con la tarea de desarrollar las posibilidades de una psicología aplicada al servicio de la sociedad.

De este modo, Titchener fue poco a poco quedándose al margen de los desarrollos más característicos y dinámicos de la psicología norteamericana del momento. Es muy significativo, por ejemplo, que renunciara a participar en las tareas de la Asociación Psicológica Americana (APA), la institución fundada en 1892 bajo el impulso Granville Stanley Hall (1844-1924), de la Universidad de Clark, que ha venido articulando en buena medida la vida profesional y científica de la psicología en América desde entonces. En lugar de ello, prefirió rodearse de un pequeño número de psicólogos experimentales «ortodoxos» a fin de mantener vivo su ideal de psicología como ciencia pura y desinteresada, frente a lo que consideraba una prematura y escasamente científica deriva de la APA hacia la aplicación de conocimientos psicológicos insuficientemente fundados. «Los Experimentalistas», como se conoció a este selecto grupo, empezaron a reunirse en 1904, y continuaron haciéndolo en encuentros anuales de carácter informal a los que se asistía previa invitación personal del propio Titchener. A la muerte de éste, el grupo siguió reuniéndose, si bien con una organización ya más formal que adoptó el nombre de Sociedad de Psicólogos Experimentales (Boring, 1967, Gondra, 1998).

En los últimos años de su vida Titchener inició una revisión a fondo de su sistema que apuntaba a una cierta flexibilización de su enfoque. La magnitud de la tarea, sin embargo, se reveló superior a sus fuerzas, que atraídas por otros intereses (como el coleccionismo numismático, en el que llegó a convertirse en un auténtico experto) se fueron alejando de la psicología. De su ambicioso proyecto de revisión no han quedado sino unos «Prolegómenos», que se publicaron póstumamente, como testimonio de la gran obra sistemática que no llegó a escribir (Titchener, 1929).

La aventura estructuralista de Titchener no tuvo continuidad. Tras varias décadas de presencia ininterrumpida y protagonista en la escena psicológica norteamericana, a lo largo de las cuales contribuyó decisivamente a consolidar en ella una cultura científica centrada en el laboratorio, resultaba claro que el proyecto titcheneriano no sobreviviría a su creador. La extremada rigidez de su sistema, las críticas recibidas a la fiabilidad del método introspectivo y el avance incontenible de otros enfoques psicológicos más amplios y flexibles que el suyo (el funcionalismo, el conductismo, la psicología aplicada…) hacían inviable su continuación.


La psicología poswundtiana nacía así bajo el signo de la pluralidad. Tanto su objeto como sus métodos y enfoques resultaban ser cuestiones controvertidas. Las propuestas proliferaban, revelando tensiones de fondo (actos/contenidos, ciencia natural/ciencia humana o social, observación natural/control experimental, aproximación cualitativa/cuantitativa, holismo/elementalismo, enfoque sensista/fenomenológico…) que, de formas diversas, siguen latiendo en la psicología de nuestros días. Las respuestas sistemáticas que iban a ofrecer las grandes escuelas clásicas (funcionalismo, psicoanálisis, Gestalt), de las que nos ocupamos a continuación, pretendieron dotar de unidad al campo psicológico. Pero al hacerlo desde puntos de vista parciales que tendían a absolutizar sus propias perspectivas, más bien contribuyeron a consolidar la diversidad que a superarla, como parecían pretender. La unidad de la psicología iba ser aún una aspiración muy lejos de poder realizarse.

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