Alternativas a la psicología wundtiana: I.Orientaciones fenomenológicas

Alternativas a la psicología wundtiana: I.Orientaciones fenomenológicas

Paralelamente al esfuerzo de Wundt por sentar las bases sistemáticas e institucionales de la psicología, ésta se iba desarrollando rápidamente en una pluralidad de direcciones que se expresaron en la aparición de nuevos enfoques e investigaciones, cursos, laboratorios y revistas, y que divergían de modos diversos de la orientación promovida por el psicólogo alemán. En este capítulo y el siguiente nos ocuparemos de algunas de estas reacciones y alternativas a los planteamientos wundtianos. Surgidas en los años finales del siglo XIX, constituían un temprano anuncio del «sino babélico» que, como se ha dicho alguna vez (Pinillos, 1962, p. 98), iba a caracterizar ya en lo sucesivo a la psicología moderna.

LA PSICOLOGÍA DEL ACTO: FRANZ BRENTANO

Una de las primeras fue la del filósofo y psicólogo alemán Franz Brentano (1838-1917), sacerdote católico separado de la Iglesia a raíz del Concilio Vaticano I (1869-1870) y profesor de las universidades de Wurzburgo y Viena, de accidentada trayectoria académica y personal, cuya obra psicológica capital, La psicología desde el punto de vista empírico, vio la luz en 1874, el mismo año en que aparecía el segundo volumen de los Fundamentos de psicología fisiológica, la gran obra sistemática de Wundt.

El interés de Brentano por la psicología respondía, en última instancia, a la pretensión de devolver a la filosofía un esplendor que, en su opinión, había perdido desde Kant. A los excesos especulativos cometidos por el pensamiento idealista alemán había que oponer una filosofía científica, anclada en la experiencia entendida al modo de las ciencias naturales, que supuestamente por este procedimiento (y al calor del positivismo filosófico reinante) habían alcanzado por entonces un grado de desarrollo extraordinario. Y era precisamente la psicología la que podía proporcionar a la filosofía el fundamento científico que ésta venía reclamando.

Brentano reconocía, sin embargo, que la psicología de su tiempo no estaba a la altura de semejante misión. Escindida en numerosas tendencias enfrentadas, cualquier afirmación sobre lo psíquico resultaba inmediatamente cuestionada desde uno u otro sector. Era preciso por tanto hacer frente a esa situación delimitando con nitidez su ámbito propio, definiendo su objeto y sentando así las bases de una psicología verdaderamente científica capaz de sustituir a todas las demás. Sólo así podría aspirar a convertirse en el sólido fundamento de la filosofía.

Así, pues, Brentano situaba su indagación en el ámbito de la experiencia, el marco fenomenista en que se hallaba instalado el pensamiento científico-positivo más reciente. La psicología tendría que ser, pues, una ciencia de fenómenos, la ciencia de los fenómenos psíquicos. Atrás quedaba, por tanto, la idea de una psicología del alma entendida como sustancia o sustrato unitario de sus facultades, una concepción filosófica propia de la tradición metafísica anterior que resultaba claramente insatisfactoria desde el punto de vista científico que la nueva situación parecía exigir.

Ahora bien, los fenómenos psíquicos ¿en qué consisten? ¿En qué se diferencian de los que no lo son, es decir, de los fenómenos físicos? Tras examinar minuciosamente distintas posibilidades que terminaba rechazando por insuficientes, Brentano llegaba finalmente a la siguiente caracterización general:

«Todo fenómeno psíquico está caracterizado por lo que los escolásticos de la Edad Media han llamado la inexistencia intencional (o mental) de un objeto, y que nosotros llamaríamos […] la referencia a un contenido, la dirección hacia un objeto […], o la objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo como su objeto, si bien no todos del mismo modo. En la representación hay algo representado; en el juicio hay algo admitido o rechazado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el apetito, apetecido, etc.

Esta inexistencia intencional es exclusivamente propia de los fenómenos psíquicos. Ningún fenómeno físico ofrece nada semejante. Con lo cual podemos definir los fenómenos psíquicos diciendo que son aquellos fenómenos que contienen en sí, intencionalmente, un objeto» (Brentano, 1874/1935, pp. 28-29).

La intencionalidad es pues la clave. En la acepción de Brentano, la intencionalidad nada tiene que ver con la «intención» o el «propósito», sino —como se expresa en el fragmento citado— con la «referencia a un contenido» o la «dirección hacia un objeto» (o, si se quiere en otros términos, la conciencia que se tiene de él). Brentano distingue, pues, entre los objetos o contenidos (objetivos) a que remite todo fenómeno psíquico y la acción (subjetiva) de dirigirse o referirse a ellos. Y es esto último lo decisivo: lo psíquico es propiamente el acto del sujeto, no su objeto o contenido, por más que éste aparezca siempre necesariamente incluido en aquél. Lo característicamente psíquico es el ver, no lo visto; el desear, no lo deseado; etc. Se trata por tanto de un acto relacional que vincula a sujeto y objeto en una estructura que los refiere mutuamente. No hay propiamente objeto si no es en un acto subjetivo, intencional, que lo contiene; y no hay acto subjetivo que no contenga intencional y necesariamente algún objeto. En el fenómeno psíquico, el sujeto y el objeto se coimplican.

Pero no todos los fenómenos psíquicos —había escrito Brentano— contienen sus objetos del mismo modo. La referencia intencional a los objetos puede hacerse de varias formas, y Brentano distinguió tres grandes tipos de fenómenos psíquicos en función de esos distintos modos de referencia: las representaciones, los juicios, y lo que llamó «actos de amor y odio»; una nítida distinción conceptual a la que no había que pensar que correspondiese una distinción real igualmente nítida, sin embargo. Porque, en la realidad, estas tres clases de fenómenos se hallan íntimamente entrelazadas, de modo que no hay acto psíquico en que no estén las tres en alguna medida implicadas.

La representación es para Brentano el fenómeno psíquico básico, ya que estaría supuesto en todos los demás. En la medida en que todo fenómeno psíquico consiste en la referencia a un objeto, éste tiene que hacerse presente al sujeto de algún modo como condición previa. La representación, pues (habría que hablar tal vez mejor de «presentación»), no es otra cosa que la presencia mental de un objeto, independientemente de que éste sea real o no: un color, un sonido, una imagen… o un fenómeno psíquico. Porque, aunque los fenómenos psíquicos se dirigen primariamente hacia lo externo, también pueden hacerlo secundariamente hacia lo interno y volverse hacia los fenómenos psíquicos mismos, convirtiéndolos de este modo en objetos intencionales suyos. Así, todos los fenómenos psíquicos o son representaciones o se basan en ellas.

Esos objetos presentes o representados pueden además aceptarse o afirmarse como verdaderos o rechazarse y negarse como falsos. Es esta una segunda manera de referencia que Brentano denominó «juicio», un tipo de fenómenos que tradicionalmente se confundía con los representacionales al quedar ambos englobados bajo la categoría común de «pensar». Los objetos pueden también admitirse como buenos y valiosos, o rechazarse como malos y carentes de valor, que es lo que define a los «actos de amor y odio», en los que Brentano subsumía todos los fenómenos emocionales y volitivos, tradicionalmente separados, cuyas diferencias sin embargo consideraba más bien de grado que propiamente esenciales.

Brentano sostenía, además, que cada una de estas distintas formas de referencia intencional tenía un tipo de perfección que le era propio y característico: el de la actividad representativa estaría en la contemplación de la belleza; el de la judicativa, en el conocimiento de la verdad; y el de la actividad amatoria, en el ejercicio del bien o el amor al bien por el bien mismo. La estética, la ciencia (lógica y teoría del conocimiento) y la ética vendrían a encontrar así su raíz y justificación respectivas en una psicología que se convertía de ese modo en la ciencia fundante de todas las disciplinas no físicas.

Como Wundt, por tanto, Brentano quiso convertir la psicología en una auténtica ciencia; una ciencia empírica interesada en ciertos fenómenos de la experiencia y desentendida en cambio de supuestas «sustancias» (como el alma) que habrían obligado a fundarla en hipótesis metafísicas sobre la existencia de algún sustrato permanente situado más allá de toda experiencia posible. Como Wundt, asimismo, pretendió hacer de la psicología la ciencia fundamental, cimentando en ella la filosofía. La pretensión de Brentano, sin embargo, se orientaba por derroteros distintos de los wundtianos, ejemplificando así la diversidad de cauces por los que habría de discurrir la psicología posterior.

En uno de los cursos que profesó en la Universidad de Viena, publicado mucho después de su muerte, Brentano distinguía entre dos grandes partes o tareas de la psicología: una «descriptiva» y otra «genética» (Brentano, 1982/1995). La primera, a la que también denominó «psicognosia», era lógicamente prioritaria, pues su objetivo era esclarecer conceptualmente aquello que la segunda aspiraba a explicar causalmente. Mal podrían investigarse las causas de los fenómenos de la memoria, escribió por ejemplo, sin tener claras previamente las características principales de estos fenómenos. La psicología de Brentano fue fundamentalmente una psicología descriptiva preocupada por establecer con precisión la definición y clasificación de los fenómenos psíquicos (Gilson, 1955). La de Wundt, por el contrario, se ajustaba más bien a la concepción brentaniana de una «psicología genética», esto es, una psicología atenta a descubrir la «génesis» o condiciones causales originantes a que están sujetos concretamente los fenómenos.

Tampoco la concepción de lo psíquico era igual en ambos autores. Wundt había definido su psicología fisiológica como una «ciencia de la experiencia inmediata» que debía ocuparse del «contenido total de la experiencia» (Wundt, 1896/s.a., pp. 11-12), esto es, tanto de los factores subjetivos como de los objetivos que la integran (las ciencias naturales, en cambio, sólo atenderían a los objetos de la experiencia, con abstracción de las dimensiones subjetivas de la misma). Esto, para Brentano, hacía de la psicología fisiológica de Wundt una psicología de «contenidos», ya que es este «contenido total» lo que vendría a caracterizar y distinguir los fenómenos por los que la psicología se interesa. En Brentano, como hemos visto, no eran los contenidos los que definían lo psíquico, sino los actos intencionales de referirse a ellos. Por eso su psicología llegará a conocerse como una psicología de del acto, donde no es lo representado, lo juzgado o lo deseado lo que interesa, sino la acción misma de representarlo, juzgarlo o desearlo.

Tales diferencias en el modo de entender lo psíquico llevaban aparejada asimismo una profunda discrepancia en la concepción de los métodos. Porque Brentano había rechazado tajantemente la introspección en tanto que observación directa de los actos psíquicos en curso y le había negado cualquier valor científico. Los fenómenos psíquicos no pueden ser atendidos u observados al modo en que pueden serlo los físicos, porque la observación los altera sin remedio. Inténtese observar atentamente cualquier fenómeno emocional propio, por ejemplo, y se advertirá de inmediato cómo la emoción se esfuma para quedar suplantada por la observación misma. Los fenómenos psíquicos son refractarios a la observación, que exige del objeto una estabilidad y una duración que sólo pueden encontrarse en los físicos.

Como ya hemos visto, Wundt había intentado sortear las dificultades planteadas por la introspección mediante el establecimiento de rigurosas condiciones de control experimental. Propugnó así la llamada auto-observación o introspección experimental, que buscaba proporcionar las máximas garantías de objetividad a la realización de las observaciones e informes introspectivos de los sujetos. Pero para ello hubo de limitar su indagación a procesos elementales de tipo sensorial o afectivo (los únicos que, según él, se podían controlar experimentalmente), sacando del laboratorio la investigación de los procesos mentales superiores, más complejos, que se dejaba finalmente en manos de la psicología de los pueblos.

A diferencia del enfoque experimental wundtiano, el de Brentano era un «punto de vista empírico» que aspiraba a obtener sus datos no sólo de la experimentación (aunque también) sino de toda posible experiencia. Y que los fenómenos psíquicos no fueran susceptibles de ser atendidos u observados directamente no quería decir que no fueran accesibles a ella. Lo eran, desde luego, a lo que Brentano llamó la percepción interna, esto es, una noticia inmediata e infalible, si bien marginal, que tiene el sujeto del acto psíquico cuando éste se produce. Dicho en otros términos, los fenómenos psíquicos van siempre acompañados de un cierto saber o conocimiento de ellos que tiene lugar en los márgenes de la conciencia, en su periferia. Se trata de una noticia instantánea, limitada estrictamente al momento mismo de su aparición, por lo que —pensaba Brentano— era preciso completarla con la memoria, recurrir a la huella que deja en la memoria inmediata, para poder hacer de esa percepción interna un uso científico (por más que este recurso introdujera un elemento de falibilidad en el conocimiento resultante que éste no tenía en su origen).

En definitiva, como puede apreciarse, ni en la manera de entender la tarea de la ciencia psicológica, ni en el modo de concebir su objeto y su método, coincidían estas dos figuras clave de la psicología moderna. Fue la de Wundt, desde luego, con su ingente obra publicada y su poderoso respaldo institucional, la que se impuso y alcanzó mayor difusión en los años finales del siglo XIX. Brentano, en cambio, publicó muy poco. Su psicología carece del desarrollo sistemático que quiso dar Wundt a la suya y, aunque centrada en cuestiones fundamentales, apenas constituye un ejercicio de propedéutica. A pesar de ello, excelente maestro y dotado de gran atractivo personal, ejerció una profunda influencia en numerosos discípulos que siguieron sus enseñazas y desarrollaron su pensamiento en líneas diversas y originales.

Entre los que han ocupado un lugar importante en la historia de la psicología, debe destacarse a Edmund Husserl (1859-1938), «padre» de la fenomenología, en cuya base se encuentran ideas tan brentanianas como las de la conciencia como referencia intencional de un sujeto a un objeto, la diversidad de las formas que puede adoptar esa referencia, y el examen descriptivo y sistemático de esas formas como la tarea propia de la psicología. Discípulos de Brentano fueron también dos figuras señeras de la llamada «escuela austriaca de la psicología del acto», Alexius Meinong (1853-1920) y Christian von Ehrenfels (1859-1932), teórico este último de las llamadas «cualidades gestálticas», precursoras de las «formas» o «Gestalten» tematizadas más adelante por los psicólogos de la Gestalt, como veremos. Mencionaremos por último la influyente figura de Carl Stumpf (1848-1936), fundador y director del Instituto Psicológico de Berlín, que, en la línea de su maestro, abogó asimismo por una psicología de los actos o funciones psíquicas, que debía ir precedida por una fenomenología o estudio de sus contenidos o fenómenos (Albertazzi, Libardi y Poli, 1996; Spiegelberg, 1965). De la aportación de Stumpf nos ocupamos a continuación.

PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL Y FENOMENOLOGÍA: CARL STUMPF

Stumpf nació en 1848 en la ciudad de Wiesentheid, una pequeña localidad del sur de Alemania. Inició sus estudios universitarios en la universidad de Wurzburgo, donde recibió la enseñanza de Franz Brentano, en quien reconoció siempre un maestro de profunda y duradera influencia. Por recomendación de Brentano se trasladó a Gotinga para continuar allí su formación bajo la dirección del fisiólogo y psicólogo Hermann Lotze (1817-1881), con quien se doctoró en 1868. En Gotinga entró también en contacto con Weber y Fechner, los «padres de la psicofísica», cuya obra habría de influirle también poderosamente y a quienes tuvo la ocasión de servir como observador en algunos de sus experimentos. Tras habilitarse como docente, sucedió a Brentano en la cátedra de Wurzburgo (1873), el primero de una serie de puestos académicos (Praga, 1879; Halle, 1884; Múnich, 1889) que culminarían con su nombramiento como Catedrático de Filosofía de la universidad de Berlín (1893), la más prestigiosa de su tiempo. En Berlín iba a permanecer ya hasta su jubilación (1921), y allí moriría algunos años después (1936) (Stumpf, 1930; Sprung y Sprung, 2000).

Al igual que Wundt, su principal rival académico, Stumpf fue una figura clave en el establecimiento de la psicología como disciplina independiente, que tuvo en el Instituto Psicológico de Berlín por él dirigido uno de sus más reconocidos centros de referencia (Reisenzein y Sprung, 2000). Pero la independencia lograda no pretendía ser sino puramente externa o institucional, ya que, desde el punto de vista interno o teórico, Stumpf —como Wundt— abogó siempre por mantener la psicología estrechamente vinculada a la filosofía, algo de lo que su propia obra dio permanente testimonio. Se oponía así a la creciente tendencia de algunos psicólogos más jóvenes, como Külpe o Titchener, a deslindar totalmente ambas esferas de conocimiento. A esta aspiración, a su juicio equivocada, se refería en cierta ocasión con estas palabras:

«[La psicología] (…) es la rama más joven [de la filosofía], que a algunos inquietos jardineros les gustaría recortar. No han conseguido podarnos todavía, y aún nos es posible compartir nuestras juveniles fuerzas con la filosofía. Si alguna vez llegara a darse una separación externa [entre nuestros campos], la actitud interna (…) tendría que permanecer. De otro modo la filosofía quedaría totalmente separada del mundo y de la vida, y la psicología se transformaría en una disciplina meramente aplicada» (citado por Sprung, 1997, p. 249).

De modo que, para Stumpf, si la psicología necesitaba de la filosofía para dotarse del fundamento teórico y científico que le era imprescindi­ble para no quedar reducida a un saber meramente práctico, no menos necesitaba la filosofía de la psicología para no perder su conexión con la realidad «del mundo y de la vida»; o, dicho de otro modo, para dotarse de anclaje o fundamento empírico.

Y es que, siguiendo las huellas de Brentano, Stumpf fue un empirista convencido que, como él, rechazaba las grandes construcciones especulativas de la filosofía idealista que habían proliferado en la Alemania de la primera mitad del siglo. Su empirismo, sin embargo, incorporaba además una exigencia experimental que iba más allá de las enseñanzas de su maestro. Porque, en su opinión, el material empírico reclamaba la experimentación tanto para poder analizarse de manera adecuada y fiable como para hacer posible su reproducción y comprobación posterior por parte de otros sujetos, esto es, para hacer metodológicamente válida su utilización científica. Sus investigaciones se convirtieron en modelos de exploración sistemática de los fenómenos estudiados a través de la variación controlada de los estímulos relevantes y le proporcionaron un gran prestigio como psicólogo experimental (Spiegelberg, 1972).

Particular mención a este respecto merecen sus libros Sobre el origen psicológico de la representación del espacio (1873) y, sobre todo, Psicología de los sonidos (publicado en dos volúmenes en 1883 y 1890), que constituyó su principal contribución a la psicología empírica. Se trata de un conjunto de estudios que Stumpf inició muy tempranamente, en 1875, y de cuyos temas y problemas continuó ocupándose ya el resto de su vida. Entre las cuestiones abordadas en esta obra monumental se cuenta, por lo pronto, la de la determinación de las propiedades de los sonidos puros, una investigación para la que empleó unos tubos diseñados expresamente para destruir los armónicos de los sonidos investigados a fin de dotarlos de la pureza deseada. Se interesó asimismo por el fenómeno de la consonancia, fundamental en música, que interpretó en términos de la propensión de dos o más sonidos a fundirse y sonar como uno solo (sonoridades consonantes serían aquellas cuyos componentes tendieran a percibirse como un sonido único). Otro de los temas a los que dedicó también considerable atención fue el del oído musical, que analizó en sí mismo y en otros sujetos, y que comparó en individuos especialmente dotados y negados para la música (Stumpf, 1930).

Para estos y otros estudios en los que de lo que se trataba en definitiva era de alcanzar una descripción precisa de distintos fenómenos acústicos y musicales y establecer a partir de ellos las leyes de su combinación, Stumpf creía necesario contar con observadores fiables, que estuvieran por tanto específicamente entrenados en este tipo de discriminaciones perceptivas que, en su opinión, no estaban al alcance de cualquiera. Esta posición le llevó a enfrentarse con Wundt en una agria polémica que tuvo un eco considerable y en la que venía a cuestionarse en última instancia la validez misma de la psicología experimental (Blumenthal, 1985; Boring, 1950). Porque mientras que Wundt defendía a rajatabla los resultados obtenidos en el laboratorio con los aparatos y métodos psicofísicos y en las condiciones de control experimental al uso (en el caso que propició la polémica se trataba de los resultados del estudio de uno de sus discípulos sobre la capacidad humana de hallar el sonido de altura intermedia entre otros dos), Stumpf, que poseía una excelente formación musical (tocaba varios instrumentos y ya había compuesto un oratorio a los diez años), no estaba dispuesto a admitir la validez de unos resultados que contradecían abiertamente su experiencia de músico experto. Así, pues, a la confianza que Wundt depositaba en las condiciones objetivas del laboratorio, Stumpf oponía su propio convencimiento en el valor de la experiencia subjetiva del individuo con la formación adecuada, que terminaba erigiéndose así en el árbitro de los resultados experimentales mismos. Dos visiones contrapuestas, como puede advertirse, del alcance y la significación últimos de la experimentación en psicología.

La obra de Stumpf no se limitó exclusivamente al terreno de la psicología empírica y experimental, sin embargo, sino que atendió asimismo a una amplia variedad de cuestiones de índole teórica, filosóficas y psicológicas (como sus reflexiones sobre la teoría de los todos y las partes, la clasificación de las ciencias o el problema de la relación mente-cuerpo), entre las que se incluyen consideraciones sobre la naturaleza y clasificación de los fenómenos mentales que atañen al núcleo mismo de su concepción de la psicología (Reisenzein y Sprung, 2000; Stumpf, 1930).

Stumpf se instaló decididamente en la perspectiva de la psicología del acto de Brentano. Aceptó sin cuestión la distinción brentaniana entre el acto psíquico y su objeto; y, como su maestro, consideró que era de los actos, no de sus objetos o contenidos, de lo que la psicología debía en rigor ocuparse. Ahora bien, según Stumpf, el estudio de esos actos (o funciones psíquicas, como los iba a llamar ahora: percibir, asociar, desear, querer…) debía ir necesariamente precedido del estudio de sus contenidos (sus correlatos objetivos), de los que, como vimos, los actos psíquicos resultan inseparables. A estos contenidos los llamará fenóme- nos, y a su estudio fenomenología. La fenomenología, ciencia descriptiva de los fenómenos, se erigía por tanto en el pensamiento de Stumpf en una disciplina anterior y fundante de la psicología.

Los fenómenos de los que la fenomenología se ocupaba, por otra parte, podían ser según Stumpf de dos tipos. Unos hacían referencia a aquellos contenidos de la experiencia inmediata que se dan a nuestros sentidos (como los sonidos o los colores, por ejemplo); son los que llamó «fenómenos primarios». Otros, en cambio, los «fenómenos secundarios», son las imágenes que de los primarios nos ofrece la memoria. Sin embargo, no todos los contenidos mentales son propiamente fenómenos, esto es, no todos se dan o presentan, sin más, a la mente. Algunos son por el contrario producto o resultado de su actividad; Stumpf los denominó «constructos», y distinguió cuatro fundamentales: «agregados», «conceptos», «contenidos de juicios o estados de cosas» y «valores». De ellos no se ocupará ya la fenomenología, sino otra ciencia, previa como ella, a la que dará el nombre de «eidología». Un tercer tipo de pre-ciencia o estudio previo, junto a la fenomenología y la eidología, será la «doctrina de las relaciones», que tendrá por objeto el examen de las relaciones entre los fenómenos y los constructos. De las tres, desde luego, era la fenomenología la más básica, ya que las otras la presuponen necesariamente; Stumpf la consideraba como el primer paso obligado para poder acceder al estudio de cualquier ciencia (Spiegelberg, 1965).

Sorprendentemente, de acuerdo con esta caracterización, las obras por las que llegó a ser más conocido e influyente, aquellas que consolidaron su reputación como psicólogo experimental (y de manera particular su Psicología de los sonidos), no eran para Stumpf en rigor obras de psicología, sino de fenomenología; mera propedéutica fenomenológica, por tanto, de una ciencia psicológica que, como vimos, entendía en sentido estricto como un estudio de funciones o actos, no de fenómenos.

Entre las funciones psíquicas, Stumpf distinguía dos tipos, las intelectuales y las emocionales, reconociendo en ambas, a su vez, una jerarquía de funciones en la que cada miembro quedaba subsumido en el siguiente. Así, la esfera intelectual incluía los actos de «percibir», «asociar», «concebir» y «juzgar», cada uno de los cuales venía a suponer e incorporar al anterior. En la esfera emocional, por su parte, distinguió a su vez entre «funciones emocionales pasivas» (sentir) y «funciones emocionales activas» o propiamente volitivas (querer). Las primeras incluían a su vez los «sentimientos elementales» (ligados a percepciones o imágenes sensoriales, como el dolor —los «sentimientos perceptivos»— o vinculados a acciones o realización de tareas, como el agrado y el desagrado —«sentimientos funcionales»—) y las «emociones» propiamente dichas, como la alegría o la tristeza, que consistían en la valoración de hechos o situaciones y suponían necesariamente el conocimiento previo de esas situaciones. En cuanto a las «funciones emocionales activas», Stumpf reconoció tres grupos principales: «impulsos» (tendencias elementales), «deseos» (tendencias hacia objetos juzgados como valiosos) y «voluntad» (que definió como un estado interno cualitativamente determinado que presuponía sensaciones, ideas, juicios y funciones emocionales pasivas) (Pastor, Sprung y Sprung, 1997; Pastor, Sprung, Sprung y Tortosa, 1999; Stumpf, 1930).

Stumpf no dejó de ocuparse de las cuestiones propias de la psicología en este sentido restringido que vino a dar al término. Recientemente se ha reivindicado sobre todo la importancia de su teoría de las emociones, tanto por su alcance crítico respecto de las principales teorías de su tiempo (las de James y Wundt), como por su anticipación de aspectos significativos de algunas teorías cognitivas del nuestro (Reisenzein, y Schönpflug, 1992). Pero es por su obra «fenomenológica», como él mismo quiso llamarla, por la que es hoy principalmente recordado. Al margen de la etiqueta que decidiera poner retrospectivamente a sus investigaciones, sin embargo, sus estudios sobre las características fenomenológicas de los sonidos, la fusión tonal, la consonancia y disonancia sonoras, etc., fueron reconocidos y admirados en su tiempo como investigaciones psicológicas sin más, y como tales han pasado a la historia de nuestra disciplina. Lo cual no ha impedido que lo hayan hecho también a la historia de la fenomenología, ese amplio e influyente movimiento intelectual y filosófico que tuvo en la figura de Edmund Husserl su cabeza más visible.

En la historia del movimiento fenomenológico, en efecto, Stumpf ocupa un lugar singular (Spiegelberg, 1965 y 1972). Por lo pronto como maestro de Husserl, claro está, que le debió una parte no pequeña de su formación intelectual. Pero también y sobre todo por el papel que desempeñó como introductor de los métodos fenomenológicos en la psicología. Stumpf promovió una descripción desprejuiciada de la experiencia inmediata que, como hemos visto, se esforzó por apuntalar mediante procedimientos experimentales que hiciesen más fácil la observación y variación de los fenómenos, así como su comunicación intersubjetiva. La suya fue, por tanto, una «fenomenología experimental» que, entre otras cosas, contribuyó a enriquecer de manera sustancial el conocimiento descriptivo del sonido. Su influencia, por otra parte, fue muy amplia, y decisiva en los líderes de la escuela de la Gestalt (Max Wertheimer, Wolfgang Köhler, Kurt Koffka y Kurt Lewin), discípulos y colegas suyos, cuya obra, como veremos, se halla impregnada de ese espíritu fenomenológico-experimental que Stumpf supo trasmitirles.

Por lo demás, no debe olvidarse la gran presencia institucional que Stumpf llegó a tener a lo largo de su carrera, lo que le proporcionó una posición crucial y de extraordinario poder en la psicología alemana de la época. Catedrático de Filosofía de la Universidad de Berlín desde 1893, fundó en ella junto a Hermann Ebbinghaus (1850-1909) el Instituto de Psicología Experimental, que dirigió y amplió hasta convertirlo en la magnífica instalación de 25 habitaciones ubicada en el antiguo palacio imperial a la que afluían estudiantes e investigadores de todo el mundo.

De su creciente prestigio es elocuente testimonio el hecho de que fuera designado para presidir el III Congreso Internacional de Psicología, celebrado en Múnich en 1896. En 1900 puso en marcha un Archivo Fonográfico destinado a reunir datos etnomusicológicos cuyo fondo, nutrido de las grabaciones suministradas por misioneros, viajeros y diplomáticos, se enriqueció notablemente con las obtenidas de las canciones, la música y el habla de los prisioneros internados en los campos alemanes durante la I Guerra Mundial. Fue también cofundador de la Sociedad Berlinesa de Psicología del Niño, a cuyos trabajos contribuyó con estudios sobre el habla de sus propios hijos, el origen de los miedos infantiles y el desarrollo de varios niños prodigio, entre otras aportaciones. A todo ello debe añadirse su papel determinante, como miembro de la Academia Prusiana de Ciencias, en la creación del Centro de Investigación de Monos Antropoides de Tenerife, así como en la designación de su discípulo Wolfgang Köhler (1887-1967) para dirigirlo (de las investigaciones de Köhler en Tenerife hablaremos más adelante). En 1907 fue nombrado Rector de la Universidad de Berlín.

Recordaremos para terminar la intervención de Stumpf en un episodio de gran repercusión que contribuyó a reforzar su prestigio y el de la psicología experimental en los primeros años del siglo XX (Bringmann y Abresch, 1997; Sprung, 1997). Se trata del caso de «Hans el Listo», nombre con que se conocía popularmente a un caballo supuestamente capaz de llevar a cabo tareas tan asombrosas como contar, realizar operaciones matemáticas sencillas, identificar colores y sonidos e incluso leer y escribir. En las actuaciones que organizaba su dueño —maestro jubilado—, Wilhelm von Osten (1838-1909), Hans respondía a las preguntas y los problemas que se le planteaban dando golpes con las patas y moviendo la cabeza. Estas exhibiciones atrajeron una gran atención pública, incluida la del propio emperador Wilhelm II, y propiciaron la creación de una comisión oficial para investigarlo de la que Stumpf fue nombrado presidente.

Junto a su ayudante Oskar Pfugnst (1874-1932), que fue realmente quien se encargó de ponerlo en práctica, Stumpf diseñó un ambicioso protocolo de investigación destinado a esclarecer la verdadera naturaleza de la inteligencia y logros del animal. Los experimentos y observaciones realizados de acuerdo con este plan de trabajo fueron poniendo de manifiesto que Hans dejaba de hallar las respuestas adecuadas cuando ninguno de los presentes las conocía previamente; y que tampoco respondía con acierto cuando se le impedía o dificultaba ver a quienes sí las conocían. Los informes finales de Pfungst y de la comisión concluían que lo que el caballo había aprendido en realidad era a registrar pequeños movimientos involuntarios de su adiestrador, que eran los que le proporcionaban las claves de su comportamiento. El caso de Hans el Listo se vio como un éxito de la psicología experimental, que a propósito de él quiso hacer valer su penetración crítica y su capacidad para desmontar falsas creencias por arraigadas y extendidas que estuviesen —como esta en la fabulosa inteligencia matemática del caballo—.

LA PSICOLOGÍA COMO FUNDAMENTO DE LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU: WILHELM DILTHEY

Wilhelm Dilthey (1833-1911), filósofo, psicólogo, historiador y especialista en estética, hizo de la psicología la clave de bóveda en el ámbito de las ciencias humanas y sociales en general, el fundamento y punto de cruce de todas ellas. Aunque ejerció una influencia considerable en su tiempo desde su cátedra en la Universidad de Berlín, la corriente psicológica que promovió fue quedando en los márgenes en favor de otras orientaciones más experimentales.

Hijo de un pastor protestante, Dilthey completó sus estudios de teología en la Universidad de Berlín, donde siguió las clases de filología de August Boeckh (1785-1867), asistió al seminario de historia de Leopold von Ranke (1795-1886) y estudió filosofía durante un largo periodo con Adolf Trendelenburg (1802-1872), antiguo alumno a su vez de Boeckh, en torno al cual se había concentrado una cierta oposición a Hegel. En Berlín Dilthey conoció también a Moritz Lazarus (1824-1903), que estaba a punto de fundar la Revista de psicología de los pueblos y ciencia del lenguaje junto a Heymann Steinthal (1823-1899) (Lessing, 2004). Sus intereses se movieron pronto desde la teología hacia la filosofía, disciplina en que se doctoraría en 1864 (también en Berlín), y que compaginó con estudios de historia de la religión, temas de filosofía de la historia y psicología. A finales de los años 50 Dilthey empezó a estudiar la hermenéutica de Friedrich Schleiermacher (1768-1834), sobre el que se planteó más tarde realizar una biografía. Los desafíos historiográficos y psicológicos que encontró en esa labor terminaron guiando todo su programa de investigación: la fundamentación de las ciencias del espíritu.

Las ciencias del espíritu y su fundamentación psicológica

En su Introducción a las ciencias del espíritu (1883) Dilthey intentó una fundamentación filosófica de las ciencias del espíritu (psicología, antropología, filología, historia, lingüística, economía, derecho, ética, arte, ciencia política, etc.) que garantizara la validez objetiva de sus conocimientos. Dilthey trasladó así a las ciencias sociales la pregunta que había formulado Kant sobre las condiciones de un conocimiento objetivo en las ciencias de la naturaleza.

Para Dilthey, a diferencia de las ciencias de la naturaleza, que se habían independizado ya hacía tiempo de la metafísica, las ciencias que tratan de la sociedad y la historia permanecían aún subordinadas a ella. Sólo la llamada escuela histórica (alemana) había hecho algo por alejarse de ésta, planteándose una aproximación empírica a los hechos y particularidades del proceso histórico. Pero a dicha escuela le faltaba poner en relación su estudio de los fenómenos históricos «con el análisis de los hechos de conciencia» (Dilthey, 1883/1944, p. 4), lo que a su juicio le ofrecería un fundamento seguro.

Respecto de una fundamentación de las ciencias del espíritu que partiera del análisis de los hechos de conciencia (de la experiencia interna), Dilthey señaló sus muchos acuerdos con la teoría del conocimiento de Locke, Hume y Kant, para señalar inmediatamente sus limitaciones, a saber: su atención exclusiva a los elementos representacionales a la hora de explicar la experiencia y el conocimiento, obviando el papel de los sentimientos y actos de voluntad. «Por las venas del sujeto cognoscente construido por Locke, Hume y Kant no circula sangre verdadera sino la delgada savia de la razón como mera actividad intelectual» (ibid., p. 6). En este punto, Dilthey apelaba a las alternativas de Herder y Humboldt que, sin embargo, no habían llegado a un desarrollo científico. Dilthey se proponía retomar esa tarea, ocupándose del «hombre entero». Para ello, Dilthey otorgó a la psicología un lugar de primer orden. De ella hizo «la primera y más elemental de todas las ciencias particulares del espíritu» (Dilthey, 1883/1944, p. 45), disciplinas que él mismo organizaba en tres grandes clases, a saber: las que tienen por objeto al individuo, las que se ocupan de los sistemas culturales (lengua, religión, arte, economía, derecho, etc.) y las relativas a la organización exterior de la sociedad (Estado, asociaciones, comunidad, etc.). Para Dilthey, la complejidad de la realidad social e histórica sólo podría analizarse si la desarticulábamos primero en los diversos sistemas culturales que la componen, para luego analizar el entramado de estos sistemas, que «no es otra cosa que la conexión psíquica propia de los hombres que cooperan en esos nexos culturales» (1894/1945, p. 242).

Ahora bien, a Dilthey no le valía cualquier psicología. Las psicologías que se pretendían exactas imitando el modelo de las ciencias naturales, derivadas en buena medida de las tradiciones empiristas y positivistas, presentaban un problema fundamental, y es que parecían «mutilar la realidad histórica para acomodarla a los conceptos y métodos de las ciencias de la naturaleza» (Dilthey, 1883/1944, p. 5). Además, se apoyaban en hipótesis difícilmente demostrables. Frente a ellas, Dilthey reclamaba una psicología que asumiera el carácter específico de las ciencias del espíritu, que se hiciera cargo de «toda la poderosa realidad de la vida psíquica» y que la sometiera «a la descripción y, en la medida de lo posible, al análisis» (Dilthey, 1894/1945, p. 242). Aunque por la vía de la descripción se acercaba en cierto modo a la psicología de Brentano, para Dilthey éste, en su intento de fundamentar científicamente la filosofía a través de una psicología empírica, no escapaba a los problemas de las psicologías exactas. Además, su propia psicología, a la que se refería como una «psicología concreta» (Realpsychologie) o «antropología», se ocupaba de lo que llamaba las «unidades de vida» (individuos), los elementos a partir de los cuales se construye la realidad social en la que vivimos y con la que estamos en permanente interacción.

La «unidad psicofísica de vida» es precisamente lo que define para él la biografía, tarea historiográfica que Dilthey considera de primera importancia, pues solo partiendo de estas unidades se puede «captar la realidad de un todo histórico» (Dilthey, 1883/1944, p. 46). El método biográfico, de hecho, no consiste en otra cosa que en la «aplicación de la ciencia de la antropología y de la psicología al problema de hacer viva y comprensible una unidad de vida, su desarrollo y su destino» (ibid., p. 46). Si conocer una unidad psíquica en su individualidad ya es complejo, estudiar a los individuos en interacción, atendiendo a la acumulación de acciones recíprocas a lo largo de las generaciones y a otras condiciones, no hace sino multiplicar la dificultad de la tarea de las ciencias del espíritu. Ahora bien, esta dificultad queda compensada por la especificidad del objeto de éstas: «Los hechos de la sociedad nos son comprensibles desde dentro, podemos revivirlos, hasta cierto grado, a base de la percepción de nuestros propios estados» (Dilthey, 1883/1944, p. 49). Así, mientras la naturaleza nos resulta «muda» y «extranjera» (ibid.), los otros elementos del cuerpo social al que pertenecemos nos resultan comprensibles porque podemos establecer una analogía con nuestros propios estados. Mientras que el mundo de la naturaleza se explica apelando a causas (inanimadas), el mundo del espíritu se comprende mediante el recurso a representaciones, sentimientos y motivos. El desarrollo de una psicología capaz de servir de fundamento a las ciencias del espíritu lo llevaría a cabo en una obra posterior, Ideas para una psicología descriptiva y analítica, de 1894.

Psicología descriptiva frente a psicología explicativa

Dilthey recurre desde sus primeros escritos a la distinción entre psicología explicativa y psicología descriptiva que ya veíamos en Brentano. Los orígenes de dicha división los sitúa sin embargo en la distinción establecida por Christian Wolff (1679-1754) entre una psicología racional (a priori, de carácter deductivo) y otra empírica, basada en la observación, que habría sido más adelante depurada por Theodore Waitz (1821-1864), filósofo anti-hegeliano de la escuela de Herbart. Waitz, conocido por su obra póstuma sobre la Antropología de los pueblos naturales (1859-1872), habría articulado una doble propuesta para la psicología, con una psicología explicativa como ciencia natural, y una psicología descriptiva basada en la descripción, el análisis, la clasificación, la comparación y la teoría evolutiva.

La psicología explicativa, según Dilthey, se había desarrollado básicamente como análisis de la percepción y la memoria. Sus elementos eran las sensaciones, las representaciones y los sentimientos de placer y dolor, que se vinculaban mediante procesos fundamentalmente asociativos, pero que abarcaban también otros procesos, como la fusión o la apercepción (de Herbart a Wundt). Esta psicología, cuyas raíces situaba en el empirismo británico (de Hume a John Stuart Mill), dejaba fuera buena parte del conjunto de la vida psíquica, de sus conexiones, formas y contenidos. Frente a una psicología explicativa que intentaba derivar todas las manifestaciones de la vida psíquica a partir de un número limitado de elementos, Dilthey abogaba por una psicología descriptiva que partiese de nuestras vivencias psíquicas, de una captación intacta y sin prejuicios de nuestra experiencia. Como hiciera ya en sus obras anteriores, Dilthey subrayó la necesidad de partir de la realidad íntegra de nuestra vida anímica y exponerla mediante una descripción y un análisis que eludiese todo lo posible el recurso a hipótesis. Dilthey insistió mucho en este punto, denunciando hipótesis propias de la psicología explicativa como el atomismo psicológico (según el cual la vida psíquica se forma a partir de sensaciones aisladas), el paralelismo psicofísico (que supone que los fenómenos psicológicos acompañan a los procesos corporales, pero no influyen sobre ellos) o la reducción de los fenómenos psíquicos a sensaciones y sentimientos, que prescinde de la voluntad.

Avanzando en la distinción entre comprensión, propia de las ciencias del espíritu, y explicación, propia de las ciencias de la naturaleza, Dilthey señaló que mientras en estas últimas los hechos se nos presentan desde fuera, de forma dispersa e inconexa, en las ciencias del espíritu se nos presentan desde dentro. La psicología disfruta de la ventaja de que la conexión psíquica se da «de un modo inmediato, vivo, como realidad vivida» (Dilthey, 1894/1945, p. 235) en nuestra experiencia. El método consiste así en la percepción interna, inmediata, de nuestros estados psíquicos, que no es otra cosa que la vivencia de esta conexión de la vida psíquica, en cuya captación cooperan procesos de todo el ánimo (no solo intelectuales). La posibilidad de una psicología descriptiva pasaba así por la posibilidad de percibir los estados internos, algo innegable para Dilthey, quien identificaba la percepción interna con la conciencia de nuestros estados. Refiriéndose indistintamente a la percepción interna como observación interna, Dilthey asumía que ésta podía presentar algunas limitaciones, como la dificultad para captar estados de dispersión, la inconstancia de lo psíquico, la limitación a un solo individuo o la imposibilidad de medir los fenómenos. Sin embargo, estas se veían a su juicio compensadas por el carácter inmediato con que aprehendemos la realidad de los estados internos (sin mediación de los sentidos externos). Asimismo, se complementaría con la captación de los estados de otras personas, a las que comprenderíamos por analogía con los propios. La comprensión de otras vidas constituía de hecho para Dilthey una prueba de la gran afinidad interna de todas las vidas psíquicas humanas (frente a la vida animal, más difícilmente comprensible).

De la percepción interna al análisis de los productos históricos

De este modo Dilthey, como Brentano, hacía de la percepción interna el eje metodológico de su propuesta, aunque, a diferencia de la concepción brentaniana, no establecía distinción entre la percepción y la observación internas. Proponía también, además, el uso de otros métodos, como el método comparado, los experimentos (útiles para la descripción y análisis de la percepción sensible, pero no para establecer leyes) y el estudio de los fenómenos anormales. Esta metodología plural permitiría compensar las limitaciones propias de cada uno de ellos. Por otro lado, como haría Wundt, Dilthey introdujo en su psicología descriptiva otro complemento a todos estos métodos, a saber, el uso de los productos objetivos de la vida psíquica (el lenguaje, el mito, la literatura, el arte). El análisis de estas objetivaciones del espíritu tenía la ventaja de permitirnos el acceso a formas permanentes de la actividad espiritual, frente a la mutabilidad constante de los procesos psíquicos que captamos en nosotros o en otros, y estaba directamente vinculado con una de las partes que distinguía en su psicología, la conexión adquirida (a la que nos vamos a referir enseguida).

El núcleo de su psicología se basa en la descripción rigurosa de la conexión psíquica vivida, una descripción que consideraba «universalmente válida» (Dilthey,1894/1945, p. 236) gracias a su carácter inmediato. A partir de ahí, había que pasar al análisis de esa realidad total que se nos presenta, entendido como un proceso de «desarticulación» de la experiencia donde las partes nunca deben perder su referencia a la conexión íntegra de la que forman parte. Pero, además, el análisis debía mostrar la dependencia de los procesos con respecto al conjunto histórico y social más amplio al que pertenecen, a lo que llamó la conexión adquirida.

Dilthey distinguió tres grandes partes en su psicología, a saber: la conexión estructural de la vida psíquica, centrada en el análisis de la conciencia y sus estados, donde se vinculan los procesos intelectivos, volitivos y afectivos e impulsivos, siendo estos últimos el motor y centro de nuestra vida psíquica; la ley de desarrollo, según la cual los procesos de la vida psíquica siguen un determinado curso en la historia evolutiva de un individuo, desde la infancia a la vejez, en un «proceso de adaptación creciente» (ibid., p. 309), donde los impulsos más elementales van dejando paso a otros superiores; y la conexión adquirida de la vida psíquica, que permite situar todo acto singular de la conciencia en el conjunto histórico y social del que forma parte, mostrándonos las reglas, a menudo inconscientes, que rigen nuestra conducta.

La conexión adquirida de la vida anímica constituía para Dilthey el objeto principal de su psicología, tanto en lo que se refiere a la inteligencia, como a la vida impulsiva y afectiva y a las acciones volitivas. Ahora bien, esta conexión no se manifiesta a la experiencia interna de la misma manera que la conexión estructural, «porque sus miembros y la acción entre los mismos se hallan, en una muy grande e importante parte fuera de la conciencia clara y, por lo tanto, fuera de la percepción interna» (ibid., p. 265). La conexión adquirida, a diferencia de la estructural, se nos da solo de forma mediata: a través de los productos de nuestra actividad espiritual (lenguaje, mito, prácticas religiosas, costumbres, derecho, economía, organización exterior…). Dilthey retomaba aquí la idea hegeliana del «espíritu objetivo», bajo la que subsumía, como había hecho Lazarus, lo que Hegel llamaba espíritu absoluto, a saber, el arte, la religión y la filosofía.

Más adelante, Dilthey (1910/1944) ofrecería un último esfuerzo de sistematización de su propuesta a través de tres conceptos fundamentales: los de «experiencia vivida», como el acto de espontaneidad de la vida; «expresión», como efecto sensible de ese acto de creatividad continua, intrínseco a la vida; y «comprensión», como el acto de auto-aprehensión de la vida que, a partir de su objetivación exterior, regresa a sí misma (Jesus, 2002).

Entre la fenomenología y la psicología de los pueblos

Por lo que respecta a la descripción y análisis de la experiencia interna, Dilthey parecía acercarse a la propuesta fenomenológica de Franz Brentano, que desarrollaría después Husserl —en un importante diálogo con Dilthey, por cierto— (Cristin, 2000). Ahora bien, el mismo Brentano no se libró de sus críticas con respecto al uso de hipótesis y carencia de concreción de la psicología explicativa (Jesus, 2002). Tampoco compartiría Dilthey el desarrollo husserliano de la fenomenología como ciencia de una subjetividad transcendental. A este respecto Dilthey se mostró mucho más cercano a la fenomenología de Stumpf, cuya promoción académica se encargó de favorecer en Berlín frente a la de Hermann Ebbinghaus, partidario de un enfoque más naturalista (a ello nos referiremos más adelante) (Feest, 2007). Pero sobre todo sintonizó en este aspecto con la idea de la corriente de conciencia William James, a quien se refirió explícitamente a la hora de definir el yo como una sucesión constante de estados en que todos los procesos (intelectivos, afectivos e impulsivos y volitivos) se encuentran trabados.

El proyecto de Dilthey, que solo entiende al individuo como ser social e histórico, está a la vez en la línea de la psicología de los pueblos, a pesar de las reservas que él mismo expresó en sus primeros escritos con respecto al concepto de «espíritu de pueblo» empleado por Lazarus y Steinthal, que a su juicio desatendía la experiencia vivida del individuo. Sin embargo, cuando Dilthey incorporó a su psicología descriptiva el análisis de los productos del «espíritu objetivo» no estaba haciendo sino retomar la reelaboración del concepto hegeliano que había llevado a cabo Lazarus desde la década de 1860 contra Hegel (Lessing, 2004), y que encontramos también en Wundt.

Por otro lado, la batalla de Dilthey contra la psicología explicativa encontró una respuesta inmediata en Ebbinghaus, que se había erigido en uno de los máximos exponentes de la psicología experimental, como veremos enseguida. A su juicio, Dilthey no hacía justicia a las diferentes corrientes de la psicología de su época ni al asociacionismo, que ni estaba limitado a un numero tan reducido de elementos como éste pretendía, ni llegaba a ellos por otro método que no fuera el de la descripción sistemática de la experiencia fenoménica (Feest, 2007).

Sea como fuere, la psicología de Dilthey, que se presenta como un proyecto articulador para el conjunto de las ciencias del espíritu y forma parte de una epistemología de más amplio alcance, no consiguió proporcionar un contrapeso suficiente a la psicología de corte más experimental. En todo caso, Dilthey fue leído y discutido, entre otros, por Husserl y Heidegger —y, entre nosotros, por Ortega y Gasset—, propiciando así, en buena medida, el desarrollo de una filosofía de la existencia. En los últimos años, el llamado giro lingüístico de las ciencias sociales y el renovado interés por la hermenéutica y la comprensión han contribuido a su recuperación.