Antecedentes científico-naturales de la psicología moderna

En el momento en que la psicología surge como disciplina, las ciencias naturales desempeñaban una función esencial dentro de un amplio proceso de naturalización de un concepto de sujeto que hasta entonces había sido definido en términos principalmente filosóficos (como en el caso de Kant). En general, a finales del siglo XIX el discurso científico va colonizando ámbitos hasta entonces reservados a la filosofía, la teología o la reflexión moral. Los criterios para decidir qué es lo verdadero o lo bueno comienzan a basarse en la ciencia entendida en términos de un método universal que garantizaría la obtención de conocimiento objetivo. Sería una especie de conjunto de reglas racionales que, si se aplican cuidadosamente, nos permiten acceder a la verdad acerca de la naturaleza, incluyendo la naturaleza humana. Ahora bien, esta concepción de la ciencia es ella misma filosófica: procede sobre todo de la filosofía positivista, promovida desde principios del siglo XIX por autores como el francés Auguste Comte (1798-1857). Según el positivismo, la ciencia constituye un conocimiento objetivo y universal basado en un método aplicable a cualquier ámbito de la realidad para formular leyes obtenidas a partir de hechos empíricos y que además deberían servir de fundamento para el gobierno de la sociedad y de nuestra conducta.

No es que la psicología se emancipara de la filosofía y viniera a estudiar científicamente lo que hasta entonces había sido objeto de la mera especulación filosófica (la mente o la conducta humana). Aparte de que los «padres» de la psicología también hacían filosofía, no hay manera separar la ciencia de la filosofía —el propio concepto de ciencia es filosófico—, y de hecho todas las «escuelas» psicológicas lo son porque se basan en principios filosóficos específicos. En realidad, la idea de la superación de la filosofía por parte de la ciencia es ella misma una idea filosófica procedente del positivismo. Lo que ocurrió no fue que la psicología científica reemplazara a la psicología filosófica, sino que la concepción según la cual la ciencia permitiría acumular indefinidamente conocimiento objetivo y resolvería los problemas sociales —una concepción que también hundía sus raíces en la Ilustración— se extendió también al ámbito de las teorizaciones sobre el sujeto y las prácticas de subjetivación.

Veamos cuáles fueron las principales corrientes de las ciencias naturales que formaron parte del caldo de cultivo en que nació la psicología moderna.

LA FISIOLOGÍA A FINALES DEL SIGLO XIX

Mecanicismo, vitalismo y filosofía natural

Desde al menos el siglo XVII existían, en lo que a veces se llamaban las «ciencias de la vida», tendencias organicistas o vitalistas y tendencias mecanicistas. Las primeras suponían que los seres vivos poseían principios de organización específicos, irreductibles a leyes químicas o físicas. Los organismos biológicos no podrían, entonces, explicarse como si fueran artilugios mecánicos cuyo funcionamiento consistiera en un mero juego de presiones, contactos y empujes de piezas. Por su parte, el mecanicismo desconfiaba de lo que consideraba una atribución de fuerzas ocultas a lo viviente y pretendía explicar el mundo biológico en términos puramente mecánicos similares a los que Isaac Newton había aplicado al mundo cuando formuló la teoría de la gravitación universal. El problema es que, en física, el mecanicismo efectivamente había sido útil, pero en biología podía obstaculizar la comprensión de algunos fenómenos que el vitalismo, en cambio, definía de una manera más adecuada, como el fenómeno de la irritabilidad de los tejidos, esto es, su reacción activa a los cambios físico-químicos del entorno (Canguilhem, 1975; Duchesneau, 1982; Westfall, 1980).

Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX la filosofía natural era una rama de la filosofía casi indistinguible de la biología y en el seno de la cual se formularon las concepciones acerca de los seres vivos que heredaron autores tan importantes como Darwin (Fernández, 2005; Richards, 2002). Fue especialmente en el mundo germano donde la filosofía natural se desarrolló, así como la fisiología. En aquel ambiente, ligado también al movimiento romántico, predominaban los enfoques organicistas, que entendían no ya los seres vivos sino la naturaleza orgánica en su totalidad —y en algunos casos la naturaleza a secas— como una realidad regida por principios irreductibles a fuerzas puramente mecánicas. Darwin recogería ese organicismo a la hora de estudiar los seres vivos con una mirada de naturalista que buscaba hallar principios de organización interna del mundo orgánico.

Fisiología sensorial y psicofísica

La fisiología del sistema nervioso, especialmente desarrollada en Alemania, tuvo una importancia crucial para el surgimiento de la psicología experimental (no por casualidad constituyó el antecedente inmediato del trabajo de laboratorio de Wundt, como veremos más adelante). Uno de sus máximos representantes fue el médico y físico Hermann von Helmholtz (1821-1894). Helmholtz pretendía estudiar empíricamente los procesos de síntesis u obtención del conocimiento a partir de datos sensoriales tal y como los había definido Kant. Ese intento de fundamentar científicamente la teoría del conocimiento kantiana fue lo que inspiró su trabajo de laboratorio en fisiología sensorial. Sin embargo, rechazaba la idea de Kant según la cual la captación de datos sensoriales es un proceso pasivo consistente en asimilar dichos datos a categorías abstractas innatas circunscritas a un marco espacio temporal universal y suministradas por la razón. En particular, Hemlholtz quiso demostrar que la percepción del espacio no es innata. Recurrió a la teoría de las energías específicas formulada por Johannes Peter Müller en 1820, según la cual el tipo de nervio estimulado (ocular, táctil, olfativo, etc.) es lo que determina el tipo de sensación que se percibirá, independientemente del objeto que produzca la estimulación. Esto demostraría que las condiciones trascendentales del conocimiento son en realidad orgánicas: no captamos objetos, sino las sensaciones con la que éstos afectan a nuestro cuerpo. Hemlholtz también recurrió a la teoría de los signos locales formulada por Rudolf Hermann Lotze en la segunda mitad de la década de los 50 del XIX. Según esta teoría acerca de la percepción visual, la imagen retiniana supone que a partir del objeto se proyectan una serie de puntos (signos locales) cuya relación mutua nos suministra las claves espaciales que, a través de la coordinación de los movimientos oculares y los del cuerpo en general, nos permite aprender a percibir los objetos como tales objetos. Ello contribuiría a mostrar que la percepción del espacio y de los objetos en general no es innata sino aprendida, algo que Helmholtz generaliza más allá de la percepción visual.

Helmholtz formuló además la teoría de la inferencia inconsciente, según la cual el proceso perceptivo no es pasivo, sino análogo al proceso de pensamiento, en el sentido de que consiste en extraer una conclusión (el objeto percibido) a partir de una serie de premisas (las estimulaciones sensoriales, los signos locales) y a través de los movimientos corporales, que permiten aprender hábitos cuya estabilización es la que en última instancia hace que nuestro mundo objetivo a su vez se estabilice. Según esto, percibir consiste en inferir inconscientemente que tal impresión sensorial corresponde a tal objeto. Así pues, las categorías a priori del conocimiento tal y como las había definido Kant no son en realidad innatas, sino que consisten en hábitos aprendidos y automatizados a partir de los cuales es posible «inferir» (o concluir cuál es) el objeto de la experiencia (Aivar, 1999; Aivar y Fernández, 2000; Moulines, 1993; Sánchez, Fernández y Loy, 1995).

Otro autor importante en este ámbito es Gustav Theodor Fechner (1801-1887), cuyos trabajos de psicofísica publicados en 1860 influirán en Wundt desde un punto de vista metodológico. La psicofísica, para Fechner, consistía en el estudio de la conexión entre el mundo físico y el mental a través de las sensaciones. Lo que hizo fue cuantificar las sensaciones pidiendo a los sujetos experimentales que comparasen ca­ racterísticas sensoriales de objetos, que variaban gradualmente (por ejemplo, el peso o la intensidad del sonido). Observando cuál era la diferencia mínima perceptible por los sujetos, Fechner relacionó matemáticamente la magnitud de los estímulos con la intensidad de la sensación que producían. Reelaboró así lo que se conocería como la ley de Weber-Fechner (ya que había sido anticipada por Ernst Heinrich Weber en 1840), según la cual la fuerza de una sensación es una función logarítmica de la del estímulo; expresado matemáticamente en una versión simplificada, S = k log E, donde k es una constante que depende de la modalidad sensorial de que se trate. Así pues, podemos sugerir que la psicofísica representó también un paso en la naturalización de la subjetividad, mediante el cual se detectaban regularidades en los procesos perceptivos (Fernández, 2003).

El estudio del sistema nervioso y la frenología

En los últimos siglos, cuando se ha supuesto que el alma (o sucesores suyos más recientes como la mente o la conducta) debe ser localizada anatómicamente, se la ha situado en el cerebro, un órgano que, no obstante, tal y como lo entendemos hoy no fue descrito hasta la época renacentista. Suele considerarse al alemán Franz Joseph Gall (1758-1828) como el padre de los intentos contemporáneos por localizar las funciones psicológicas en el cerebro, que desembocan en la neuropsicología y la neurociencia de nuestros días. Gall creía que el cerebro era el órgano de la mente y se propuso demostrarlo descubriendo relaciones entre partes del cerebro y facultades psicológicas, suponiendo asimismo que las facultades que una persona ejercita más provocan que las partes del cerebro correspondientes a ellas se desarrollen más (igual que el ejercicio de un músculo lo hipertrofia). Cada facultad psicológica, que además considera innata, la ubica Gall en una parte del cerebro, dando lugar así a un auténtico mapa de localizaciones y a una ciencia, la frenología, que fue bastante popular durante el siglo XIX.

La frenología se basaba en la medición de las partes del cerebro más desarrolladas —correspondientes, por tanto, a capacidades psicológicas más ejercitadas— tal y como se reflejaban en las protuberancias del cráneo de cada individuo. Gall elaboró una lista muy completa de facultades psicológicas, como la agresividad, la amistad o el lenguaje, que sus seguidores alargaron con otras como la religiosidad. Desde un punto de vista conceptual es una estrategia similar a la que se emplea actualmente en investigaciones neurocientíficas que intentan mostrar, por ejemplo, las bases neurobiológicas de cosas tales como la identidad sexual, la conducta maternal o el uso adictivo de drogas.

EVOLUCIONISMO Y DARWINISMO

El evolucionismo predarwiniano

Frente a lo que se denominaba fijismo, según el cual las especies habían sido siempre iguales y habían sido creadas por Dios independientemente unas de otras, en el siglo XVIII —cuando se formuló el concepto moderno de especie biológica— se empezó a discutir acerca de la posibilidad de que las especies se transformaran. El principal naturalista de la época, el sueco Carl Linneo (1707-1778), mantenía una posición fijista muy difundida. Otros, como el francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (17071788), sugirieron que las especies podían haber sufrido cambios. Buffon elaboró toda una teoría de «las épocas de la naturaleza» según la cual la Tierra habría pasado por siete periodos desde su formación hasta el presente, y diferentes especies habrían sido creadas en diferentes periodos.

Sin embargo, fue el también francés Jean-Baptiste Lamarck (17441829) el más conocido defensor del transformismo, principal punto de vista evolucionista previo a Darwin. Lamarck, a principios del XIX, defendió no sólo que las especies habían experimentado transformaciones hasta llegar a su estado actual, sino además que unas habían surgido a partir de otras, incluyendo al ser humano. La transformación de las especies, según ese punto de vista, obedece a leyes. En concreto, Lamarck atribuye las modificaciones a tres causas: las condiciones físicas en que viven los animales, el cruzamiento reproductivo y el principio del uso y el desuso. Es este último principio el que se hizo más famoso. Consiste en afirmar que, cuando el medio cambia, las actividades de los animales cambian a su vez para adaptarse a él y, con ello, cambia también su cuerpo. El uso recurrente de un órgano hace que éste se hipertrofie; en cambio, su falta de uso hace que se atrofie. Pero además Lamarck creía en un principio de transmisión hereditaria que mucho más tarde —a principios del siglo XX— se demostraría imposible, pero que fue ampliamente aceptado incluso por Darwin: la herencia de los caracteres adquiridos, en virtud de la cual los efectos del uso y el desuso sobre los órganos se transmiten a los descendientes.

La obra de Darwin

Una de las principales vías a través de las cuales el discurso científico del siglo XIX naturalizó la subjetividad, si no la principal, fue el evolucionismo (Fernández, 2005; Fernández y Sánchez, 1990a; Sánchez y Fernández, 1990). A partir de la obra de Darwin, incluso quienes se oponían al evolucionismo y mantenían posiciones creacionistas tuvieron que elaborar sus argumentos teniendo en cuenta el darwinismo. En el mundo científico e intelectual éste supuso una revolución y, sobre la base de un acuerdo generalizado en biología en cuanto al hecho de la evolución, no ha dejado de suscitar discusiones hasta nuestros días (Alvargonzález, 1996; Ayala, 2001; Bowler, 2003; Mayr, 1992; Richards, 1998; Ruse, 1983).

En cuanto a las teorías psicológicas, desde finales del siglo XIX ya no han podido elaborarse a espaldas del evolucionismo. Y no sólo por la imposibilidad general de producir discursos científicos al margen de la teoría de la evolución, sino también porque en la obra del propio Darwin los componentes psicológicos desempeñaron un papel apreciable.

Charles Darwin (1809-1882) fue un naturalista inglés cuyos libros más importantes fueron El origen de las especies (1859/1985), donde expuso su concepción de la evolución basada en la selección natural, y El origen del hombre (1871/1989), acerca de la evolución de la especie humana. La idea central del primero de estos dos libros es que la evolución consiste en una descendencia con modificaciones regida por la selección natural: los descendientes, aunque conservan rasgos de sus ancestros, poseen también nuevos rasgos que pueden ser más o menos adaptativos y, por tanto, favorecer la lucha por la existencia y la supervivencia. La idea central de El origen del hombre es que el ser humano desciende de algún antepasado más primitivo. En este libro también se realizan comparaciones entre las capacidades psicológicas humanas y las de otras especies. Asimismo, se dedica una parte a la cuestión de la selección sexual, esto es, la elección de pareja reproductiva.

La teoría evolucionista de Darwin fue la que acabó triunfando. La aceptación generalizada de la teoría de la selección natural llegó a finales de los años 30, cuando surgió el denominado neodarwinismo o teoría sintética de la evolución. El neodarwinismo, aún vigente hoy en algunos de sus aspectos, combinaba la teoría darwiniana de la selección natural con 1) el redescubrimiento de las leyes de Mendel (leyes de la transmisión de rasgos hereditarios descritas por Gregor Mendel en 1865 y redescubiertas a principios del siglo pasado); 2) la teoría de la mutación genética como proceso aleatorio (contra el lamarquismo, para el cual el ambiente podía causar mutaciones); y 3) la genética de poblaciones (apoyando la idea de que la evolución, y en concreto el surgimiento de nuevas especies, puede entenderse como un cambio en las frecuencias de unos genes u otros dentro de las poblaciones de animales).

Así pues, el concepto básico de la teoría darwiniana es el de selección natural. Darwin lo formuló haciendo converger contenidos procedentes de varios ámbitos: la zoología y la botánica, la geología y la paleontología, la embriología, las prácticas de selección artificial (de los ganaderos, agricultores, criadores de caballos, gallos y perros de caza, jardineros, colombófilos, etc., que realizaban cruces para seleccionar variedades de plantas o razas de animales que presentaran las características deseables) y la demografía malthusiana. En cuanto a la zoología y la botánica, fue sobre todo el viaje que realizó entre 1831 y 1836 en el bergantín Beagle (Darwin, 1839/1984 y 1887/1993) lo que le llevó a recabar datos sobre plantas y animales de diversos lugares del mundo. Mediante la comparación entre las características morfológicas de plantas y animales, y en función de sus semejanzas y diferencias según los distintos ambientes, conjeturó filiaciones evolutivas (filogenéticas) entre unas y otras especies. Surgía así la idea de que entre las especies semejantes existe parentesco filogenético. Por su parte, la geología y la paleontología sugerían asimismo a Darwin relaciones entre estratos geológicos y épocas de las que podrían proceder los fósiles, algo que reforzaba su interés por la relación entre las especies y su medio.

Por lo que respecta a la embriología, cuando Darwin comenzó a elaborar su teoría estaba en boga la ley biogenética. Aunque ha habido varias versiones de esta ley, básicamente consistía en relacionar la morfología adulta de animales inferiores con la de animales superiores en su estado embrionario. De ahí la denominada teoría de la recapitulación sistematizada por el alemán Ernst Haeckel en 1866 —expresión usada normalmente como sinónimo de ley biogenética—, según la cual la ontogenia recapitula la filogenia, es decir, las fases que atraviesa un organismo durante su vida individual (ontogenia) corresponden, de forma abreviada, a las que atravesaron sus antepasados durante la evolución (filogenia). Pues bien, Darwin incorporó la teoría de la recapitulación (Richards, 1998) al interpretar que las similitudes entre fases embrionarias y estadios filogenéticos primitivos demostraban su concepción de la evolución como descendencia con modificaciones regida por la selección natural: si el embrión recuerda a estados filogenéticos primitivos es porque no ha sido afectado por la selección natural y, por tanto, su morfología no ha tenido que ajustarse a las demandas del ambiente.

En cuanto a las prácticas de selección artificial (los injertos de plantas o los cruces de animales que presentaban ciertos rasgos deseables de resistencia, olfato, docilidad, fertilidad, etc.), Darwin las proyectó en la naturaleza e imaginó que las condiciones físicas y sociales del medio habían contribuido a la supervivencia de los más aptos. Es decir, los individuos mejor adaptados al entorno o los que mejor se habían sabido adaptar a él habían sobrevivido y habían legado a sus descendientes sus rasgos adaptativos. En esto consiste la selección natural. Es la propia naturaleza, metafóricamente hablando (puesto que no lo hace de forma intencionada), la que selecciona unas u otras variedades de plantas y unos u otros linajes de animales, que con el paso del tiempo acaban aislándose (es decir, ya no se cruzan entre sí) y dando lugar así a especies distintas. El árbol filogenético, tal y como se lo imaginaba Darwin, consistía en una enorme ramificación de especies a partir de un antepasado troncal común. Aquí también entra en juego la preocupación por la clasificación taxonómica, característica de la ciencia de la época y procedente del siglo anterior, de autores como Linneo. Darwin no tardó en sospechar relaciones de parentesco evolutivo sugeridas por las similitudes morfológicas y fisiológicas entre distintas clases de organismos. Desde un punto de vista darwinista, la taxonomía podía adaptarse a un formato evolutivo, dinámico, donde las categorías clasificatorias derivaban unas de otras debido a la descendencia con modificaciones. Las categorías más generales (por ejemplo, mamíferos) englobaban a otras más específicas (perros, gatos, humanos, delfines…) porque aquéllas habían constituido troncos o ramas principales de donde estas últimas habían derivado como ramas secundarias.

Por último, la demografía del británico Thomas Malthus (1766-1934), y en concreto la idea de este autor según la cual los recursos naturales crecen en progresión aritmética mientras que la población humana crece en progresión geométrica, proporciona a Darwin la base para imaginar la lucha por la vida como competencia por unos recursos que siempre son limitados. Malthus suponía que la supervivencia de individuos y naciones dependía de su ingenio. Ahora bien, Darwin no necesariamente pensaba la lucha por la existencia en términos de pura competencia o pelea despiadada. También cabía la colaboración. La lucha por la vida y la supervivencia del más apto simplemente se referían al hecho de que los organismos, presionados por las circunstancias ambientales y por sus propias necesidades fisiológicas, deben sobrevivir, y ello constituye el motor del cambio evolutivo.

Selección natural y psicología

La obra de Darwin no incluye una teoría psicológica propiamente dicha. Sólo hay en ella elementos de psicología asociacionista procedente de la filosofía empirista (según la cual los contenidos de la mente serían resultado de la asociación de sensaciones o de sensaciones y movimientos) y una distinción general entre inteligencia (creación de hábitos), hábitos (entendidos como inteligencia automatizada) e instintos (hábitos hereditarios) que era bastante típica en la época. No obstante, la presencia de lo psicológico en la obra de Darwin puede detectarse en su teoría sobre la expresión de las emociones, sus reflexiones sobre el instinto y en la propia idea de selección natural. La noción de instinto, como ahora veremos, es transversal a ambas.

En cuanto a la expresión de las emociones, Darwin (1872/1984) es­ tudió las expresiones faciales y corporales de las diferentes emociones en varias especies y en varias culturas humanas, concluyendo que existe una continuidad entre los animales y el ser humano y que las emociones humanas básicas son universales. La teoría darwiniana sobre las emociones era básicamente lamarquista: suponía que acciones que en momentos pasados de la evolución habían sido voluntarias, inteligentes, se habían acabado automatizando en forma de hábitos y finalmente se habían convertido en instintos, o sea, en acciones innatas y heredadas.

En cuanto a la selección natural, un problema importante era el del papel del comportamiento (o lo psicológico) en la evolución. Aquí se cruzaban cuestiones de psicología comparada y problemas relativos a la teorización de los instintos en su relación con los hábitos y la inteligencia. La extensión a la naturaleza de la idea malthusiana de la lucha por la existencia en circunstancias de escasez de recursos suponía que aquello que los animales consiguen hacer para adaptarse a esas circunstancias y explotar mejor los recursos disponibles es decisivo para su supervivencia. Es muy fácil entender esta idea en el sentido de que los animales más inteligentes o más capaces de aprender soluciones innovadoras son los que sobrevivirán. Esto sitúa lo psicológico en el centro de la selección natural y, por ende, de la evolución. Esta cuestión sería central para la psicología funcionalista norteamericana y la psicología comparada. Pero Darwin no ofreció una teoría clara al respecto. Se limitó a considerar algunas de las que se barajaban en la época, acercándose a veces a posiciones lamarquistas (según las cuales la función crea el órgano) o incluso mecanicistas (en el sentido de excluir la inteligencia de los animales) (Sánchez, 2009). A pesar de que él mismo lo utilizaba, Darwin advertía que el lamarquismo, al poner por delante el aprendizaje de nuevos hábitos y subordinar a éste el surgimiento de los órganos, constituía una suerte de creacionismo camuflado, pues parecía suponer que el animal decide qué órgano necesita. Pero Darwin también desconfiaba de la solución mecanicista, según la cual el órgano simplemente produce la función. Desconfiaba de esta perspectiva porque anulaba el sentido de la lucha por la existencia: si los organismos son como marionetas carentes de inteligencia, entonces no se puede hablar de novedades adaptativas; el éxito o el fracaso en la competencia por los recursos se encuentra predeterminado de forma innata, no depende de la inteligencia o el aprendizaje. De hecho, Darwin (1877/1983) criticaba la noción de lo que en aquel momento se llamaban instintos perfectos, esto es, conductas supuestamente innatas que se desplegaban en las circunstancias necesarias sin necesidad de aprendizaje alguno. Si fuera así —razonaba—, lo normal sería que las especies se extinguieran debido a la rigidez de su repertorio de comportamientos, incapaz de adaptarse al más mínimo cambio del ambiente.

DARWINISMO SOCIAL Y HEREDITARISMO

Aunque no procedía directamente de Darwin, sino que fue ligeramente anterior (además él lo criticó), el denominado darwinismo social supuso una extensión del darwinismo a la interpretación de la organización y evolución de la sociedad humana. Su máximo representante fue el filósofo inglés Herbert Spencer (1820-1903), que comenzó basándose en Lamarck y luego intentó incorporar a su concepción del evolucionismo algunas ideas darwinianas. Spencer ponía en un primer plano la competencia entre individuos como motor del progreso social y rechazaba la injerencia estatal en la sociedad (Spencer, 1884). Para este autor, la sociedad que respete esa competencia disfrutará de una prosperidad generalizada y representará la cima de la evolución biológica, cultural y moral.

Cercana al darwinismo social, con el que compartía el innatismo, estaba una tendencia más difusa que podemos denominar hereditarismo. Es la idea de que todas las capacidades psicológicas humanas, o al menos las básicas, son innatas e inmodificables, o en el mejor de los casos difíciles de modificar. Como puede suponerse, esta idea tuvo y sigue teniendo multitud de versiones, unas más radicales que otras, aunque normalmente ha ido y va ligada —al igual que el darwinismo social— a la justificación de ciertos proyectos políticos basados en la (supuesta) desigualdad natural de los seres humanos.

Uno de los principales hereditaristas de finales del siglo XIX fue Francis Galton (1822-1911), primo de Darwin y uno de los pioneros de la psicometría. Galton fue un darwinista social y uno de los principales promotores de la eugenesia, de la cual ofreció la primera sistematización. La eugenesia consiste en la práctica de la selección artificial para conseguir la mejora biológica de la especie humana. Es eugenésico, pues, todo control de la reproducción humana con fines profilácticos, terapéuticos o selectivos.

Galton suele tratarse en historia de la psicología como creador de los test de inteligencia, aunque a veces se valora más positivamente la creación de los mismos que realizó un poco después en Francia Alfred Binet (1857-1911), orientados a la detección de niños «subnormales» para proporcionarles una educación especial. En todo caso, James McKeen Cattell, quien acuñó la expresión »test mental» en 1890, importaría a los Estados Unidos las pruebas de Galton. Lo que buscaba Galton era un procedimiento de medición mental orientada a detectar un factor general de inteligencia, precursor del célebre factor g definido por su seguidor Charles Spearman en 1904. De acuerdo con sus convicciones eugenésicas, Galton proponía utilizar las pruebas de inteligencia para averiguar quiénes debían emparejarse y, por tanto, reproducirse.

No es casual que uno de los ámbitos en que se ha desarrollado el hederitarismo en psicología haya sido la psicometría, y en especial la medición de la inteligencia (López Cerezo y Luján, 1989). Aquí el antecedente del hereditarismo contemporáneo fue el inglés Cyril L. Burt (1883-1971), interesado también por la eugenesia. A principios del siglo pasado conoció el trabajo de Galton y entró en contacto con Charles Spearman y Karl Pearson, otro de los padres de la psicometría. Burt realizó trabajos sobre la herencia del cociente intelectual que después de su muerte fueron objeto de una sonada polémica, al ser acusado de inventar datos. En la década de los 70 la teoría hereditarista de la inteligencia se reactivó de la mano de los trabajos de autores como los norteamericanos Arthur R. Jensen (1923-2012) y Richard J. Herrnstein (1930-1994) o el alemán afincado en Inglaterra Hans J. Eysenck (19161997), este último alumno de Burt y quizá el más popular en los países de habla hispana debido a la traducción de varios libros suyos (Eysenck, 1966/1988, 1972/1986, 1973/1981). En los años 70 y 80 fue bastante conocida la polémica de Eysenck con el norteamericano Leon J. Kamin (1927-), quien acusó a los defensores del hereditarismo de malinterpretar e incluso manipular datos, realizar generalizaciones indebidas y dejarse llevar por una ideología derechista, incluyendo prejuicios racistas (Eysenck y Kamin, 1981/1990; Kamin, 1974/1983). A mediados de los 90 generó una nueva controversia un libro escrito por Herrnstein junto con Charles A. Murray, titulado The bell curve [La curva acampanada], donde se defiende que la inteligencia general (el factor g) es en gran medida hereditaria, se sugiere una relación entre raza e inteligencia, se plantea que existe una alta correlación entre inteligencia y nivel socioeconómico, y se plantea que los individuos más inteligentes tienden a ascender en la escala social independientemente de su procedencia social (Herrnstein y Murray, 1994; véanse también los textos de Block, 1997; Gould, 1984/1986 y Kamin, 1995).

El hereditarismo ha recibido numerosas críticas (Gould, 1984/1986; Kamin, 1974/1983; Lewontin, Rose y Kamin, 1984/1996; McKinnon, 2012; The Ann Arbor Science for the People, 1977/1982). Se ha argumentado que las teorías hereditaristas de la inteligencia (y de los rasgos psicológicos en general) parten de una concepción errónea de la heredabilidad, asumen como incontrovertibles versiones cuestionables de la relación entre biología y comportamiento, emplean correlaciones estadísticas como relaciones causales, dan por buena acríticamente la idea de que se puede medir la inteligencia (y los rasgos psicológicos en general), están preñadas de ideología, omiten los mediadores socioculturales del comportamiento, etc.

Las teorías hereditaristas de la inteligencia constituyen un buen ejemplo de cómo los discursos psicológicos llevan implícitas concepciones del ser humano y, con ellas, agendas políticas. El hereditarismo se apoya en una determinada idea de la naturaleza humana (Stevenson y Haberman, 2010) y a partir de ella sugiere cómo debería organizarse la sociedad. Así, se han justificado científicamente el sexismo (Browne, 1998/2000), el racismo (Lynn, 2010) o el clasismo (Herrnstein y Murray, 1994).

EL NEODARWINISMO Y SU CRISIS

A partir de los años 40 del siglo pasado la biología evolucionista se unificó en torno a un punto de vista neodarwinista que recibió el nombre de teoría sintética de la evolución, síntesis evolutiva moderna u otros similares (Huxley, 1942), perfilada en obras de autores como Theodosius Dobzhansky (1937), Ernst Mayr (1942), George Gaylord Simpson (1944) o George Ledyard Stebbins (1950). Esta teoría sintetizó el concepto de selección natural y los hallazgos de la genética que desde principios del siglo iban ligados al redescubrimiento de las Leyes de Mendel y, más específicamente, a la formulación del concepto moderno de gen como unidad de transmisión de la herencia biológica. La imagen de la evolución resultante fue la de un proceso de variación de las poblaciones de organismos debida a mutaciones genéticas aleatorias y canalizada por las presiones selectivas del medio ambiente, de modo que las nuevas especies habrían surgido de manera gradual y normalmente por aislamiento geográfico de las poblaciones: los dos grupos aislados de una misma población se acaban convirtiendo en especies distintas debido a que dejan de cruzarse entre sí y la deriva genética —el cambio aleatorio en los genes— los transforma.

La teoría sintética de la evolución adoptó la concepción de la selección natural como criba medioambiental de rasgos fenotípicos: la evolución consiste sencillamente en que el medio selecciona a los individuos más aptos en función de sus características adaptativas y éstos, al sobrevivir, transmiten a sus descendientes los genes que portan, con las mutaciones correspondientes (en este caso beneficiosas). Aunque no la eliminó del todo (Huxley, 1942; Simpson, 1953), la teoría sintética de la evolución arrinconó la problemática ligada al papel del comportamiento en el proceso selectivo. En términos generales, lo psicológico quedaba fuera de la síntesis, algo que hizo sinergia con el hecho de que, aproximadamente en la misma época, la psicología dominante se centrara en la conducta aprendida y la ontogenia (el desarrollo individual) dejando las cuestiones filogenéticas (las relativas a la evolución, a la especie) y la cuestión del instinto (el comportamiento heredado) en manos de los biólogos o, a lo sumo, los etólogos —que originariamente eran zoólogos ocupados de estudiar el comportamiento—.

En cualquier caso, la evolución quedaba definida como «el ordenamiento por selección natural de la variación genética», según resume Ernst Mayr (1991/1992, p. 151). Ahora bien, neodarwinistas como el propio Mayr rechazaron, por simplista, la definición de la evolución como un mero »cambio de frecuencias génicas en las poblaciones» (Dobzhansky, Ayala, Stebbins, y Valentine, 1977, p. 10). Se trata de una concepción geneticista de la evolución (pues en última instancia lo reduce todo a los cambios genotípicos) que la sociobiología, presentada explícitamente como una «nueva síntesis», trasladó al comportamiento en la década de los 70 (Wilson, 1975/1980). Los sociobiólogos reducían toda la actividad del organismo a expresión de algo preformado genéticamente, y con ello proporcionaban nuevos argumentos a la tradición hereditarista.

En parte debido al malestar con la propensión geneticista del neodarwinismo y en parte por otras anomalías (por ejemplo, el cuestionamiento de que la evolución fuese gradual o la crítica al adaptacionismo, esto es, a la tendencia a explicar cualquier rasgo de un organismo como rasgo seleccionado por haber sido adaptativo en el pasado filogenético), la teoría sintética de la evolución entró en crisis en torno a los años 70 (Eldredge, 1985; Gould, 1982; Ho y Saunders, 1984; Mayr, 1991/1992). Uno de los aspectos de esta crisis tenía que ver con la posibilidad de que la definición de los rasgos adaptativos fuese circular: los rasgos adaptativos son los que selecciona el medio, pero no hay otra manera de definir un rasgo adaptativo si no es por el hecho de que ha sido seleccionado. Dicho de otro modo: un rasgo es adaptativo porque es adaptativo; el medio lo selecciona porque lo selecciona. Nada de lo que hace el animal —o sea, su comportamiento— es pertinente para entender el proceso selectivo. Sin embargo, sin la lucha por la vida (en sentido darwinista) es incomprensible la selección natural, y la lucha por la vida difícilmente puede estar prevista en los genes (Lewontin, 1998/2000; Mayr, 1991/1992; Maynard-Smith, 1986/1987).

Ya en los años 60 habían empezado a proliferar las discusiones respecto a la relación entre evolución y comportamiento (Lewontin, 1982; Lorenz, 1966; Mayr, 1963; Waddington, 1960; Plotkin y Olding-Smee, 1979). Una de las ideas en liza era que el comportamiento debe desempeñar funciones evolutivas porque de hecho las desempeña en la adaptación, salvo que caigamos en la antedicha definición circular del proceso de selección natural. De acuerdo con algunos autores, la actividad de los animales define o contribuye a definir sus nichos ecológicos, es decir, sus ambientes, de modo que, según la expresión de Ernst Mayr (1982), el comportamiento funciona como el «marcapasos» de la evolución.

Ciertas perspectivas contemporáneas pretenden superar el neodarwinismo sin renunciar a sus hallazgos más sólidos. Así, pretenden ofrecer marcos teóricos que incorporen la actividad de los organismos como un factor a tener en cuenta, aunque la concepción de la misma es tan diversa o más que la existente en el seno de la propia psicología (Sánchez y Loredo, 2007). En algunas de esas perspectivas se aprecia una sensibilidad sistémica cuyo origen histórico es la teoría de sistemas desarrollada por el filósofo y biólogo austríaco Ludwig von Bertalanffy (1968/1976), quien pretendía elaborar una biología no reduccionista ni mecanicista que concibiera al organismo como un sistema abierto al intercambio con el medio a través de interacciones complejas a varios niveles.

El enfoque «evo-devo», de evolutionary developmental biology (biología evolucionista del desarrollo), representa una sensibilidad multidisciplinar que emergió en la década de los 80 y ha eclosionado hace alrededor de diez años (García, 2005; West-Eberhard, 2003). Se nutre especialmente de la epigenética, esto es, el estudio de los procesos que modulan la actividad de los genes durante la ontogenia del organismo. Converge con algunos enfoques de la psicología evolutiva, en concreto con la teoría de los sistemas de desarrollo (Oyama, 2000, 2008). Esta teoría cuestiona la dicotomía herencia-ambiente y, a la hora de estudiar la ontogénesis, pone el énfasis en la interacción entre los niveles molecular, celular, orgánico, ecológico, social y ambiental.

Este tipo de enfoques da pie a la incorporación de la actividad de los organismos en la biología evolucionista considerándola como un nivel de análisis más que interviene en la ontogenia, si bien el comportamiento no se teoriza, en general, de forma específicamente psicológica, sino en términos de lo que los organismos hacen en su medio de acuerdo con el desarrollo de su propio sistema nervioso en interacción con dicho medio. Ahora bien, puesto que el desarrollo del organismo ya no se entiende como algo que deriva de un material genético fijo que se relaciona con un medio físico dado, pierde sentido la idea de una base genética a partir de la cual puedan emerger características psicológicas a través de la maduración del sistema nervioso. Dado que se piensa más bien en términos de procesos ambientales dinámicos y niveles diferentes de procesos fisiológicos —incluyendo algunos que atañen a la plasticidad del sistema nervioso—, la ontogénesis del organismo se considera como un fenómeno multinivel en el cual interactúan el entorno (entendido como escenario de aprendizajes específicos) y disposiciones o recursos del organismo (abierto al aprendizaje). Los genes se limitan a mediar en dicha formación como un elemento más (Gibbs, 2004a, 2004b; Jablonka y Lamb, 1995; Moore, 2009; Nijhout, 2002; ver asimismo Maynard-Smith, 1998/2000).

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