Antecedentes científico-sociales de la psicología moderna

Lo que conocemos como ciencia moderna se desarrolló a lo largo del siglo XVII a partir de una confianza en nuestra capacidad de conocer a través de nuestros sentidos y razonamiento. Con los avances de la astronomía, la química y la física se fue afianzando esa dignificación de nuestras capacidades, terminando por imponerse, frente al dualismo entre fe y razón propio de la filosofía medieval, la idea de que sólo había una forma de conocer el universo: la que seguía la vía de la observación sistemática y el razonamiento. Dicho conocimiento era además de carácter matemático, ya se refiriese a la materia, que gozaba de la armonía de los números y las leyes de la geometría, o al mundo espiritual.

Por otro lado, a la concepción ilustrada del mundo, matemática y mecanicista, venía a oponerse en los últimos años del siglo XVIII de la mano del romanticismo una concepción más vitalista u organicista de la realidad, rasgo fundamental de toda una filosofía de la naturaleza que influirá entre otras cosas en la imagen evolutiva de la misma. La influencia de esta concepción, muy importante en el mundo de la naturaleza donde sería el germen del evolucionismo darwiniano, fue sin embargo todavía mayor en el estudio del mundo espiritual. Las obras de la cultura humana, de fenómenos como el lenguaje, la poesía, el mito y la historia, pasaban a ser vistas, frente al objeto físico de las ciencias naturales y exactas, como objetos privilegiados de conocimiento (Cassirer, 1965). A este respecto, ya en 1725 Giambattista Vico (1668-1744) había proclamado los principios de una nueva ciencia, la Scienza Nuova, según la cual lo único que podemos conocer plenamente es aquello que la Humanidad misma ha creado. Por eso consideraba que el conocimiento de la naturaleza era un conocimiento inferior al que podemos tener de la sociedad y de la historia, entendida ésta como el proceso por el que el ser humano se crea a sí mismo. Este conocimiento aparecía como la vía fundamental para llegar al auto-conocimiento, considerado como el objetivo último de todo saber. Vico anticipaba así la distinción entre las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) y las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) sobre la que incidirían después Herder y toda la historiografía alemana del XIX.

A finales del siglo XVIII se produce así un desplazamiento en la reflexión filosófica, que se empieza a transformar en la dirección de una antropología o ciencia general del ser humano, en la que el sujeto de conocimiento acaba por tomarse a sí mismo como objeto de estudio. Como señala Karsenti (1997), esta ciencia humana supone en último término la culminación de una filosofía entendida como ciencia total de la realidad. El término mismo de «antropología» cuyo origen podemos situar en Kant, que se desarrollaría en una línea más próxima al romanticismo con Wilhelm von Humboldt (1769-1859), dando lugar a todo un modelo para el desarrollo de las ciencias humanas (articuladas en torno a la filología, como historia del espíritu humano), sería a su vez retomado por la filosofía francesa, con un claro compromiso práctico, al servicio de una refundación del orden social.

Tras la transformación sin precedentes que había supuesto la Revo­ lución Francesa, los proyectos de reforma y reorganización social herederos del racionalismo ilustrado pondrán especialmente el acento en la dimensión social del individuo. Frente a la idea de sociedad como asociación y construcción artificial de individuos primitivamente separados que pactan voluntariamente unas normas para organizar la vida en común, se impone una concepción más orgánica, que considera al ser humano como ser social. Esta inquietud por la dimensión social del individuo adopta, en el caso francés, la forma de una «fisiología social», coronamiento de una ciencia de la naturaleza humana al servicio de los problemas de la sociedad, entendida como una totalidad orgánicamente estructurada. Esbozada por Henri Saint Simon (1760-1825), uno de los máximos representantes del primer socialismo, esta ciencia se desarrollará con Auguste Comte (1798-1857) de la mano de un planteamiento positivista que buscaba, siguiendo el ejemplo de las ciencias físicas y biológicas, desterrar el recurso a conceptos de carácter metafísico y atenerse a fenómenos directamente observables.

En tensión con la filosofía idealista alemana, se desarrollará también, en la segunda mitad del siglo XIX, otra de las propuestas que marcarán el estudio científico de la sociedad. Se trata del análisis crítico de las condiciones materiales (económicas, tecnológicas, etc.) que plantea Karl Marx (1818-1883), invirtiendo la relación entre realidad y espíritu propia del sistema hegeliano. Marx hará del espíritu un producto de la realidad, es decir, de nuestras condiciones materiales y sociales, poniendo así el acento en la dimensión social de la conciencia. La teoría marxista, que apunta a la transformación de dichas condiciones, se concibe así como una herramienta revolucionaria y emancipadora.

De este modo a lo largo del siglo XIX empiezan a cobrar entidad nuevas disciplinas en torno al estudio del ser humano en su dimensión social, desde diferentes miradas. Al desarrollo de estas disciplinas contribuirá la progresiva institucionalización de estos saberes en la universidad, que hasta el siglo XVIII se había mantenido, por lo general, anclada a la enseñanza medieval (las antiguas Facultades de Derecho, Medicina y Teología, a la que la filosofía había estado tradicionalmente sometida). Será sobre todo la reforma universitaria que lleve a cabo el Estado prusiano, en los primeros años del siglo XIX, la que marcará el paso de una nueva organización disciplinar, con un modelo orientado tanto a la difusión como a la creación de conocimientos. El modelo, diseñado en buena medida por Wilhelm von Humboldt al servicio de un proyecto de Estado, apostaba por la formación de personas cultivadas que pudieran contribuir a la vez a la formación de las nuevas generaciones, desde la enseñanza primaria hasta la universitaria. En este escenario las nuevas disciplinas, relativas tanto a las llamadas ciencias del espíritu (ciencias históricas, filología, lingüística, etnología…) como a las ciencias naturales (fisiología, química, biología, física…) —sin que exista aún una línea divisoria neta entre ellas—, irán reclamando progresivamente su autonomía.

CIENCIAS HUMANAS Y DE LA CULTURA

De la antropología comparada a las ciencias humanas

Con una pregunta semejante a la que había realizado Kant acerca del ser humano en su antropología pragmática, Wilhelm von Humboldt se adentraría en 1795 en el Plan de una antropología comparada entendida como una teoría del conocimiento del ser humano a través de una investigación empírica de las formas individuales en que se despliega la Humanidad en la historia. Hermano del naturalista Alexander von Humboldt (17691859), Wilhelm se relacionó con las figuras más importantes del mundo político, científico, filosófico, literario de su tiempo, entre las que destacan Friedrich Schiller (1759-1805) y Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832). Su primer contacto con la filosofía fue a través del movimiento ilustrado en Berlín, en torno al racionalismo de Leibniz y a la filosofía crítica de Kant, que le marcará definitivamente (Quillien, 2015). Esta formación la completaría con estudios de filología clásica, profundizando en el estudio del mundo antiguo, momento en el que se acerca al romanticismo al tiempo que se mantiene ajeno al idealismo objetivo de Hegel. A partir de entonces su trabajo filosófico se orienta en la dirección de una antropología (comparada) que se presenta como un esfuerzo para comprender a los individuos, los pueblos, las culturas, las civilizaciones y el destino mismo de la Humanidad (Di Cesare, 1999). De las diferentes formas de actividad en las que puede manifestarse el espíritu humano, el lenguaje sería para Humboldt la manifestación clave para adentrarse en nuestra naturaleza. Su investigación sobre el lenguaje, por la que se le conoce fundamentalmente, se da así en el seno de esta ciencia general del ser humano.

Humboldt presupone una capacidad humana para penetrar en el psiquismo de los otros a partir de signos exteriores como la literatura o las obras de arte. Esta capacidad nos permitiría salir en cierto modo de nosotros mismos para acercarnos a los demás y comprenderlos. La comprensión se dibujaría así como el objetivo y el método mismo de las ciencias humanas, frente a la explicación, propia de las ciencias naturales. Sobre esta distinción, que señala la dificultad para subsumir los fenómenos humanos bajo leyes universales y subraya la importancia de los aspectos individuales, incidirían más adelante otros autores, como Wilhelm Dilthey (1833-1911).

En línea con este proyecto antropológico, que aspira a realizar el ideal humanista de comprensión de la alteridad (Rupp-Eisenreich, 1990), Humboldt apostará en su reforma universitaria por la promoción de la filología, que a través de su trabajo con la literatura y otros textos se acercaba al conocimiento de otros mundos. La filología que se desarrolla entonces trabajará sobre este modelo humanista humboldtiano, que iba mucho más allá de la estricta erudición y crítica textual.

Filología, historia, etnología y lingüística

El campo de la llamada filología clásica, centrado en las formas de vida de la Antigüedad, se había revitalizado extraordinariamente al calor de la nueva filosofía de la historia, en la que se habían implicado desde los románticos de primera generación hasta los filósofos idealistas y el propio Humboldt. Tradicionalmente limitada al estudio formal de textos, la filología ampliaba su objeto y método para abarcar otro tipo de fenómenos culturales o institucionales (económicos, jurídicos, religiosos, artísticos, etc.) con el fin de comprender el conjunto de una cultura (como el mundo griego, por ejemplo). Recogiendo la tradición de la crítica e interpretación de textos, donde destaca la figura de Friedrich Schleiermacher (1768-1834), así como la investigación sobre las objetivaciones del espíritu humano, la filología se presentaba como una ciencia integradora cuyo fin último era la comprensión de épocas o civilizaciones diferentes (Rupp-Eisenreich, 1990). Esta especie de ciencia matriz articuló en sus inicios una buena parte de lo que después, con la especialización, se convertiría en una multiplicidad de ciencias humanas, culturales y sociales (Turner, 2014).

La nueva filología histórica y cultural encontró su máxima expresión en la figura de Ernst Boeckh (1785-1867), cuyo modelo puede entenderse como la realización del pensamiento humboldtiano (Rupp-Eisenreich, 1990). Figura de autoridad del momento junto a Hegel (1770-1831) en la Universidad de Berlín, Boeckh mantendrá con él un importante intercambio intelectual. La filosofía hegeliana del espíritu, con la que Humboldt se había mostrado más reticente, tendría en efecto una influencia importante en el desarrollo de esta filología de nuevo cuño.

Ahora bien, como Humboldt, lo que Boeckh reivindicaba era una síntesis del trabajo filosófico-conceptual y la investigación empírica. Para que la filosofía pudiera trabajar a partir de los conceptos, necesitaba conocer los fenómenos, y era justamente la filología la que los estudiaba. Boeckh aspiraba así a fundar la filología como ciencia complementaria de la filosofía especulativa. Uno de sus esfuerzos más importantes fue la publicación de una magna Enciclopedia de las Ciencias de la Antigüedad (1807) donde trató de organizar y sistematizar las diferentes disciplinas filológicas. Ahí definió la «filología clásica» como la ciencia que estudia el espíritu tal y como se manifestó en la Antigüedad, es decir, en los pueblos orientales, en el mundo griego y en el romano (Bravo, 1968).

Esta nueva filología jugará un rol decisivo en la investigación histórica, sobre la Antigüedad y en general. Al relato político y militar predominante hasta entonces venían a incorporarse aquellos fenómenos de estudio de los que la filología, como historia del espíritu, había empezado a ocuparse (Bravo, 1968). Johann Gustav Droysen (1808-1884), discípulo de Boeckh y alumno de Hegel, con sus trabajos sobre el helenismo, sería uno de los máximos representantes de esa historia. Con la introducción de estos nuevos objetos culturales, la historia no sólo se acercaba a un tratamiento más metódico (análisis de la validez de las fuentes, contenidos y explicación de los hechos) sino que se multiplicaba en una variedad de disciplinas históricas. Se desarrollaban entonces, junto a los tradicionales relatos de reyes y batallas, una historia del arte, del derecho, de la literatura, de la religión, etc. Todo ello ocurría, por cierto, en el marco de las conquistas napoleónicas y el consiguiente auge de los nacionalismos, al servicio de los cuales se fomentó una historia de las naciones. El recurso al pasado servía así para legitimar la propia idea de nación como una comunidad que comparte una historia y una cultura. El fomento de una conciencia nacional alemana era de hecho uno de los objetivos de esta historiografía, representada entre otros por Leopold von Ranke (1795-1886), con obras como su Historia de los pueblos románicos y germánicos de 1824. Ranke es conocido además por su cruzada metodológica, que insiste en el tratamiento científico del pasado y de los hechos históricos como datos objetivos, independientes de la mirada del investigador (Fontana, 1999).

El esfuerzo de síntesis que guiaba inicialmente la investigación histórica, en todo caso, no tardaría en difuminarse. Como ocurrió con la filología misma, se imponía cada vez más un trabajo fundamentalmente empírico, de detalle, tan inabarcable como disperso. Si la filología se volvía hacia la crítica textual, abandonando el análisis de otros fenómenos culturales, la historia se iba a orientar también, bajo la influencia del positivismo, hacia la crítica de documentos, dejando hasta cierto punto de lado el trabajo más sintético, conceptual y teórico. La supuesta imparcialidad del investigador con respecto al pasado constituido como objeto de investigación científica, donde los hechos hablarían por sí mismos, aparecerá como uno de los rasgos fundamentales de la historiografía positivista alemana, que se convertirá una vez más en el modelo a seguir en otros países.

Junto a la filología y las ciencias históricas, en el siglo XIX se desarrolló otra incipiente disciplina, la etnología, que apuntaba a incluir la experiencia no europea en la historia universal. Su objeto se definía así por el estudio de los entonces llamados pueblos exóticos, naturales, salvajes o primitivos. Aunque como señala Britta Rupp-Eisenreich (1990) el modelo humboldtiano podría haber sido un referente, por su acento en las condiciones para hacer inteligibles conjuntos culturales no familiares, la etnología del momento se preocupó fundamentalmente por la recolección y clasificación de datos, de materiales propios de esos «pueblos naturales». Representada por figuras como Adolf Bastian (1826-1905) o Rudolf Virchow (1821-1902), esta disciplina aspiraba a hacerse con todo un material etnológico cuya pureza amenazaba con extinguirse por el contacto con el mundo occidental. Para Bastian, el tiempo de la teoría no había llegado. Antes bien, había que preservar todos esos datos para que nos permitieran constituir un registro integral de las ideas, del saber humano. La etnología apostaba así por un método empírico puramente inductivo, con un celo empirista propio igualmente de todas las demás disciplinas en que se apoyaba, como la anatomía, la fisiología y la propia lingüística, cuyo programa se plantea también como alternativa al modelo filológico humboldtiano.

La incipiente ciencia del lenguaje o lingüística, que se ocupaba del estudio de las lenguas, clásicas y orientales, seguía sobre todo el modelo de una gramática comparada. Representado por Franz Bopp (17911867), este modelo buscaba demostrar las afinidades estructurales entre las lenguas indo-europeas. El análisis del lenguaje, de sus etimologías y cambios gramaticales se asimilaba al trabajo de disección de un anatomista. Para Max Müller (1823-1900), formado con Bopp, el estudio del lenguaje constituía una ciencia de la estructura y del cambio semejante a una ciencia física. Dentro de la lingüística, en todo caso, una corriente minoritaria más fiel al modelo de Humboldt hacía del lenguaje una vía privilegiada para el estudio de la naturaleza humana en su totalidad e historicidad inseparable de la consideración de otras manifestaciones (Rupp-Eisenreich, 1990).

Esa corriente, que recogemos aquí por su relevancia en la historia de la psicología, sería liderada por Heymann Steinthal (1823-1899), que recogiendo la metodología hermenéutica de Schleiermacher y Boeckh construirá todo un sistema explicativo del espíritu humano y de sus objetivaciones. El proyecto, a su vez, sería reinterpretado a la luz de la psicología de Johann Friedrich Herbart (1776-1841), en la que sería introducido por su amigo y colaborador Moritz Lazarus (1824-1903) (Rupp-Eisenreich, 1990). El resultado adoptará la forma de una «psicología de los pueblos», piedra angular de ese sistema, que Lazarus y Steinthal pondrán en marcha a través de una ambiciosa apuesta editorial, la Revista de psicología de los pueblos y ciencia del lenguaje. En ella se encuentran los fundamentos intelectuales de uno de los primeros proyectos sistemáticos de la psicología en el siglo XIX, la psicología de los pueblos, prolongación de la psicología individual que extendía las categorías de la psicología herbartiana al estudio del hombre social e histórico en una «ciencia de los elementos y de las leyes de la vida espiritual de los pueblos» (Lessing, 2004). En su propia organización de las ciencias separaban las naturales, marcadas por la necesidad y la repetición, de las del espíritu, ligadas a la libertad y el progreso. La revista se dirigía a todos aquellos estudiosos de la vida histórica de los pueblos bajo cualquiera de sus aspectos, una historia que, según sus fundadores, podía entenderse a partir de leyes psicológicas generales. Tal disciplina constaría de una parte abstracta y general (la historia psicológica de los pueblos), que explicaría el espíritu a partir de los productos, y una parte concreta (la etnología psíquica), que estudiaría las formas específicas del espíritu. Sobre este proyecto volverían tanto Wilhelm Wundt, que lo consideraba complementario a la psicología experimental, como Wilhelm Dilthey, quien, con su psicología descriptiva y analítica, iría dando cada vez más peso al análisis de las objetivaciones del espíritu.

SOCIOLOGÍA Y CIENCIAS DE LO SOCIAL

Paralelamente a este desarrollo inicial de las ciencias humanas y de la cultura marcado inicialmente por el modelo humboldtiano y su ideal de comprensión de la alteridad, la antropología o ciencia general del ser humano se desarrollaba en Francia en términos de una ciencia de la sociedad que aspiraba a resolver los problemas de la misma. Lo hacía en la dirección de una filosofía positivista, anti-especulativa, que terminaría extendiéndose por el conjunto de las ciencias, humanas, sociales y naturales. Esta ciencia de lo social se desarrollaba en la estela de la filosofía ilustrada sensualista y materialista de los «ideólogos» (de «ideología», como ciencia del origen y naturaleza de las ideas) y su tentativa de establecer las bases de una antropología o ciencia integral del hombre, donde se sintetizaran los aspectos físicos, intelectuales y morales del ser humano. Con el objeto de aprehender el fenómeno humano en su complejidad, los ideólogos fundaron en 1799 la Sociedad de Observadores del Hombre, donde se darían cita la anatomía, el estudio comparado de las lenguas y el conocimiento de los «pueblos salvajes», entre otros.

Auguste Comte: la filosofía positiva y la ciencia de lo social

El término «sociología» para describir una ciencia de la sociedad fue introducido por Auguste Comte, heredero del espíritu de Condillac y de los ideólogos. Lejos de marcar una separación con las ciencias naturales, su trabajo consistió en articularlas, entendiendo la sociedad como una totalidad orgánicamente estructurada. Comte recogía las ideas desarrolladas por Henri Saint Simon (1760-1825), del que fue secretario personal entre 1817 y 1824. Saint Simon, que fue uno de los máximos representantes del llamado socialismo utópico (o primer socialismo), había planteado la necesidad de una ciencia de la organización social en términos de una «fisiología social». Fascinado por el progreso en las matemáticas y las ciencias naturales, especialmente en las llamadas ciencias de la vida, Saint Simon aspiraba a alcanzar una ciencia humana unificada, desde la fisiología y la medicina hasta la ciencia social, que permitiera, en un estilo heredero directo de la Ilustración, una intervención racional a favor de la salud colectiva. Se trata así de un reconocimiento de la dimensión social del ser humano con un claro compromiso práctico.

La filosofía positiva

Como la fisiología social de Saint Simon, la sociología de Comte aparece al servicio de proyectos de reforma y reorganización social. En línea con su racionalismo ilustrado, Comte define esta ciencia como complementaria de la filosofía natural, relacionada con el estudio positivo del conjunto de leyes fundamentales propias de los fenómenos sociales. La sociología de Comte es inseparable de su «filosofía positiva» o «positivismo», que hace referencia a una concepción del conocimiento científico que se opone a la búsqueda de causas que puedan estar más allá de los fenómenos mismos, rechazando toda referencia a abstracciones como las que venían predominando en la filosofía convencional. La sociología de Comte se propone así fundar una ciencia positiva de la sociedad, en un nexo indisoluble con la filosofía misma, en cuya estela se desarrollaría más adelante el proyecto de Emile Durkheim (1858-1917), considerado uno de los fundadores de la sociología contemporánea.

Su visión de la historia, como la de la mayoría de los intelectuales del siglo XIX, estaba basada en la marcha progresiva del espíritu humano como algo que basta para explicar el cambio histórico. Comte planteaba que la historia de cada ciencia, y la de la humanidad en su conjunto, pasaba por tres etapas, a saber: una etapa teológica, donde la gente atribuye los acontecimientos a alguna forma de deidad; una etapa metafísica, donde atribuimos causas a fuerzas o formas abstractas (conceptos metafísicos); y una etapa final, positiva, donde la ciencia busca regularidades entre fenómenos observables. Esta etapa positiva, según Comte, había sido alcanzada primero por las ciencias físicas (en el siglo XVII) y luego por las ciencias biológicas (a principios del XIX). La tarea que él mismo se proponía era llevar la ciencia social a ese estado, es decir, fundar una ciencia positiva de la sociedad: la sociología.

En su esquema, la sociología formaría parte de las ciencias biológicas, junto a la fisiología. Apoyándose en esta última, la ciencia positiva de la sociología estudiaría las relaciones orgánicas más complejas existentes, las del mundo social. En último término, para Comte, el conocimiento de estas leyes nos permitiría fundamentar nuestra acción política, poniéndose así al servicio de la humanidad. En su esquema, entre la fisiología y la sociología Comte no contempla ningún espacio para la psicología. Para él, la psicología, representada en Francia en aquel momento por la filosofía espiritualista de Victor Cousin (1792-1867), se definía por la introspección, y como tal observación interior no podía entenderla como fuente de conocimiento positivo. De forma parecida a las reservas que apuntaba Kant respecto a la introspección, Comte planteaba que una persona no puede dividirse en dos y actuar a la vez como sujeto observador y como objeto observado. Como mucho, podía aceptar la frenología de Franz Joseph Gall (1758-1828) en tanto que teoría fisiológica de las funciones mentales tal y como se pueden observar en el cráneo; pero nunca la introspección.

Comte, en todo caso, más que elaborar los detalles de la ciencia positiva de la sociología por la que abogaba, se dedicó a poner en práctica una religión de la humanidad que nos guiara. En ese sentido, en los primeros años cincuenta publicó un Sistema de política positiva y un Catecismo positivo, llegándose a fundar iglesias comteanas en diferentes puntos del planeta. Estas derivas religiosas, sin embargo, serían consideradas excentricidades por los seguidores más liberales del positivismo.

Karl Marx

A mediados del siglo XIX, en Alemania, tomará fuerza una nueva propuesta para el estudio científico y material de la sociedad, ligado también a un proyecto político socialista. Se trata del proyecto liderado por Karl Marx (1818-1883), quien sin embargo rechazaría utilizar el término de «sociología» puesto en circulación por Comte. Aunque en su temprana juventud recibió la influencia de Saint Simon, que contaba con numerosos seguidores en Alemania, Marx se opuso a la doctrina de Comte, así como al intento de sus seguidores de hacer del positivismo la filosofía del movimiento obrero (Bottomore y Rubel, 1961). En la Universidad de Berlín, Marx estudiaría a fondo el idealismo absoluto de Hegel, cuyo trabajo le parecía muy superior al de Comte, antes de introducirse en las teorías de la economía política de su época. Del sistema hegeliano, al que se opondría desde muy joven, Marx mantendrá aspectos cruciales como su concepción dialéctica, procesual, del conjunto de la realidad, según la cual esta avanza a través de la resolución de contradicciones, pero invirtiendo la relación entre realidad e idea o Espíritu (Geist). En lugar de hacer de la realidad un producto del Espíritu, que se despliega hasta hacerse consciente de sí mismo, Marx hará del Espíritu (identificado ahora no con una idea abstracta sino con la humanidad) un producto de la realidad, es decir, de las condiciones materiales, sociales, económicas, etc. de las que nos hemos dotado. En ese sentido, su propuesta reivindicará la naturaleza esencialmente social e histórica del ser humano (frente a la idea del individuo como una unidad en sí mismo).

Así, mientras que para Hegel el fundamento de la dialéctica es ideal (el despliegue de un Espíritu absoluto hasta su autoconocimiento), para Marx es material: el espíritu, el pensamiento, la conciencia, es resultado de unas determinadas condiciones materiales. Además, mientras para Hegel ese proceso habría llegado a su fase final, con el Estado (prusiano) como culminación del espíritu absoluto (donde todas las contradicciones se habrían resuelto), para Marx ese proceso no había acabado. Lejos de admirar el Estado burgués existente (como expresión autoconsciente del espíritu absoluto), Marx planteará que existen en él nuevas contradicciones como consecuencia de la existencia misma de una nueva clase social, el proletariado (resultado de la industrialización), que habrían de ser resueltas. A este respecto, cabe señalar que Marx, a pesar de su materialismo, lejos de negar la libertad, hizo de ella la verdadera esencia del ser humano. La libertad sería un rasgo inherente al ser humano que, bajo determinadas condiciones materiales, se le había ocultado. El trabajo de Marx consistirá precisamente en estudiar las condiciones materiales en que esta libertad se le ha velado y cómo restaurarla (Smith, 1997). Se trata así de una teoría crítica y revolucionaria que pretende contribuir en la práctica a transformar esas condiciones materiales (sociales, económicas, tecnológicas, etc.).

El análisis histórico de esas condiciones que la humanidad ha creado para sí misma, desde el Imperio Romano y la Edad Media hasta la época moderna, es lo que Engels, amigo y protector de Marx, llamó «materialismo histórico». En ese análisis cobrará una importancia crucial el estudio objetivo del grado de desarrollo de las fuerzas productivas, es decir, de los mecanismos económicos y tecnológicos (desde el esclavismo y el feudalismo hasta la revolución industrial). Sobre esa base material (que recibirá el nombre de infraestructura) se erigen todos los demás productos de la actividad humana como la religión, la moral, el sistema jurídico, el arte o la ciencia (que recibirán el nombre de superestructura). Todas estas instituciones y sistemas culturales, que vendrían a ser una expresión de las relaciones de producción y, a su vez, una legitimación de ese orden existente, conformarían algo así como nuestra mentalidad o conciencia social. Nuestro pensamiento o conciencia, por tanto, lejos de ser algo abstracto (inmutable, universal…), tendría un fundamento material. «No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia» (Marx, 1859/1989, p. 7). Estudiar a lo largo de la historia cómo la gente ha organizado colectivamente la producción y, en el proceso, ha dado lugar a instituciones y adquirido creencias que legitiman ese orden, negando la realidad de sus circunstancias, se convierte en la base de la sociología concebida precisamente como una herramienta revolucionaria y emancipadora. En la estela de la tradición ilustrada, en definitiva, lo que plantea es que la razón nos hará libres.

Marx y los diferentes autores de la tradición marxista que le seguirán influirán sobre todo en el análisis sociológico, subrayando la preeminencia de las relaciones económicas. Pero también influirán fuertemente en una parte de la psicología, que hará del estudio de nuestra condición histórico-social el núcleo de su programa (como veremos especialmente en el capítulo dedicado a Vigotsky).

EL ESTUDIO DE LA CONCIENCIA COLECTIVA: ENTRE LA SOCIOLOGÍA, LA PSICOLOGÍA Y LA HISTORIA

La sociología, como la psicología, no se institucionalizará como disciplina hasta finales del siglo XIX. Si el dato fundacional del inicio de la psicología se sitúa con Wilhelm Wundt en Alemania, el dato fundacional de la sociología como disciplina autónoma y científica se sitúa convencionalmente en Francia con la figura de Emile Durkheim (1858-1917). Como sus antecesores, Durkheim pretende poner esta ciencia social al servicio de la sociedad y, en particular, de la joven y frágil República Francesa. En la estela de Saint Simon y del posterior socialismo alemán, Durkheim critica el individualismo y la noción de individuo racional y autosuficiente que dominaba en la economía política liberal, poniendo el acento en la dimensión social del ser humano y en la idea de sociedad como un objeto con sus propias leyes de funcionamiento (Mucchielli, 1999).

Ahora bien, su sociología se solapará en buena medida con el programa de investigación de la psicología, o al menos una parte de ella, al interesarse especialmente por el análisis de la conciencia colectiva (las representaciones colectivas). Él mismo, que había podido seguir los cursos de Wundt en Leipzig en su viaje de estudios a Alemania (1885-1886) (Espagne, 1998), había encontrado la forma de legitimar la reorientación empírica de la filosofía en la psicología de los pueblos, a la que definía como una psicología social que se ocupaba de «las ideas y sentimientos comunes que aseguran a la vez la unidad y continuidad de la vida colectiva» (Durkheim, 1888, p. 42). Su programa sociológico, de partida, se proponía en cierto modo ofrecer los resultados que a su juicio Lazarus y Steinthal no habían logrado alcanzar (Durkheim, 1888).

La sociología durkheimiana mantendrá de hecho una relación tan intensa como compleja con la psicología en vías de institucionalización, con la que se disputa el monopolio del análisis de la dimensión social de la conciencia y su consiguiente espacio académico. Así, Durkheim (1893/1982) se esforzó por delimitar el campo de la sociología en torno a una definición del hecho social como un objeto externo y coercitivo (aunque pueda ser inmaterial) que impone al individuo normas de pensamiento y reglas de conducta, sin excluir cierto margen de autonomía individual. Asimismo, estableció unas reglas del método sociológico para su tratamiento sistemático, según las cuales el hecho social debe ser analizado sin prejuicios (no le corresponde, por ejemplo, posicionarse con respecto a si los ritos religiosos carecen o no de fundamento) a partir de la observación y de los datos y evidencias empíricas, aplicando métodos científicos (como la estadística) y atendiendo a su función y a sus causas inmediatas (Durkheim, 1895/1988). Así lo aplicó él mismo en su conocido estudio sobre el suicidio (Durkheim, 1897/1976), donde concluyó que el comportamiento individual está guiado por una realidad moral colectiva. Sobre la relación de esta sociología con la psicología, en un texto de 1898 sobre representaciones individuales y colectivas, Durkheim trató de delimitar sus respectivos terrenos: mientras que la psicología se ocupaba de los fenómenos de la conciencia individual, la sociología lo hacía de la conciencia colectiva, ofreciendo una especie de historia natural del hombre en sociedad. No obstante, definir el hecho social como un fenómeno de naturaleza esencialmente psicológica ponía a Durkheim, como señala Karsenti, en una posición muy incómoda, pues su objeto de estudio se situaba a la vez «contra y en la psicología» (Karsenti, 1996, p. 36).

Una parte de la psicología, en efecto, en línea con la tradición inaugurada por Lazarus y Steinthal, no renunciaba al estudio de la dimensión colectiva de la conciencia. Así, por ejemplo, Ribot, en sus trabajos tardíos sobre La psicología de los sentimientos (1896), afirmaba que la vida afectiva no puede entenderse sin su dimensión histórica ni al margen de las instituciones sociales, morales, religiosas, estéticas e intelectuales en las que se expresa. En esa dirección trabajaría asimismo George Dumas, discípulo suyo, y otros autores menos conocidos como Henri Delacroix (1873-1937), que desarrolló, a partir de un análisis genealógico de la experiencia mística, una psicología de la religión, así como una psicología del arte y una psicología del lenguaje (Pizarroso, 2013).

De la mano del principal discípulo de Durkheim, su sobrino Marcel Mauss (1872-1950), que matizará de forma importante el determinismo social de su maestro, tendrá lugar un enriquecedor diálogo con la psicología, al menos con aquella que sigue asumiendo como objeto de investigación los fenómenos de la conciencia colectiva. No por casualidad se le ofrece la presidencia de la Sociedad de Psicología francesa en 1924 y se publican sus trabajos en su revista (Journal de Psychologie Normale et Pathologique) (Pizarroso, 2017). En ese contexto verán la luz una serie de psicologías colectivas procedentes tanto del lado de la psicología como de la sociología. Del primero destaca la de Charles Blondel (1876-1939), Introducción a la psicología colectiva (1928), donde defiende, influido por las tesis de Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939), que la colectividad, a través del lenguaje y del gesto, atraviesa tanto nuestra afectividad como nuestra inteligencia y actividad, y que cualquier estudio del psiquismo humano ha de tener en cuenta los sistemas de pensamiento propios de cada colectividad humana. Del lado de la sociología destaca especialmente la obra de Maurice Halbwachs (1877-1945), cuyos trabajos sobre la memoria (Marcos sociales de la memoria, 1925) han recibido especial atención en los últimos años (Hirsch, 2015). En una línea semejante, atento a la dimensión social de la mente pero sobre todo a su dimensión histórica y de cambio, siguiendo la trayectoria de Henri Delacroix, se desarrollaría también el proyecto de psicología histórica de Ignace Meyerson (sobre quien volveremos más adelante), que retoma la idea de una historia de las funciones psicológicas actualizada a la luz de los desarrollos de las distintas ciencias humanas.

Estas líneas de trabajo convivirán con una nueva forma de hacer historia, concebida en el marco sociológico durkheimiano, conocida como Escuela de los Annales. Esta historia, a la que sus representantes llaman «la nueva historia», se opone a la narración de acontecimientos políticos y acciones de grandes hombres y propone en su lugar una historia de carácter más social y cultural que tiene en cuenta otras dimensiones de la actividad humana. Centrada en problemas, se elabora de forma transdisciplinar en diálogo con la sociología, la economía, la antropología y la psicología (Burke, 1996). Sus fundadores, Marc Bloch (1886-1944) y Lucien Febvre (1878-1956), trabajaron de cerca con las psicologías colectivas e histórica antes mencionadas (Febvre y su discípulo Robert Mandrou adoptaron de hecho la etiqueta «psicología histórica» en su trabajo). Promovieron así una historia de las mentalidades que se cultivó especialmente a partir de la década de 1960 y que dio lugar a trabajos de historia sobre la infancia, concepto inexistente antes del siglo XVII (Ariès, 1992), sobre las actitudes ante la muerte, sobre la familia, la sexualidad, el amor o la vida privada (ver Burke, 1996).

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