Antecedentes filosóficos de la psicología moderna

Antecedentes filosóficos de la psicología moderna

El discurso que venía dominando las teorías sobre el alma desde la escolástica medieval hasta la psicología racional, preocupado por definir a priori su naturaleza y estructura, se ve directamente afectado por la actitud empírica de la ciencia moderna. Asumida la sustitución cartesiana del concepto de alma por el de mente, pero cuestionando su definición como sustancia inextensa e incuantificable, la psicología empírica del siglo XVIII se planteará precisamente introducir la observación y cuantificación de los fenómenos psicológicos (atención, ingenio, juicio, voluntad, virtud, intelecto…). Su objetivo será el de formular leyes matemáticas en el ámbito de lo que empieza a denominarse dynametria o psychometria, un término introducido por el propio Christian Wolff (1679-1754) en su Psicología Empírica (1732). Esta psicología, que se ocupa de lo que pasa en nuestra alma en la vía abierta por John Locke (1632-1704), acaparará la atención de filósofos, naturalistas y médicos, dando lugar a una serie de debates, con sus desarrollos terminológicos y bibliográficos, que apuntan a una psicologización de las formas de comprender al ser humano como ser individual, social e histórico (Vidal, 2006).

Así, el Tratado de la naturaleza humana de 1739 del filósofo inglés David Hume (1711-1776), notable expresión del esfuerzo por desvelar las leyes que rigen la naturaleza humana, hará de la psicología la parte fundamental de una ciencia humana que, basada en la experiencia y la observación, vendría a fundamentar todas las ciencias, incluidas la lógica, la moral y la política. La psicología se ocuparía de los principios y mecanismos del conocimiento. Siguiendo a Locke, para Hume nuestros contenidos mentales más complejos y abstractos no serían sino el resultado de procesos asociativos que operan sobre las sensaciones más simples, de acuerdo con una serie de leyes equivalentes a las de la física newtoniana. En esta línea, se desarrollará toda una psicología empirista y asociacionista, característica de la tradición británica, a la que nos referiremos brevemente en la primera parte de este capítulo.

La reducción de la metafísica a una teoría empírica del origen del cono­ cimiento y el abandono de los conceptos universales encontrará sin embargo fuertes reticencias en Alemania, donde se desarrollará una psicología más ligada al racionalismo. No obstante, el despegue de la psicología como ámbito disciplinar se dará aquí, precisamente a partir de la reorganización de la filosofía que lleva a cabo Wolff. Aunque su sistema no renuncia a una psicología racional basada en la deducción a partir de definiciones y axiomas, el espacio propio del que dota a la psicología empírica servirá de punto de partida para un amplio debate, en buena medida metodológico, que conformará cierta estructura social e intelectual previa a su institucionalización como disciplina. Más allá de la academia, la literatura popular también se hará cargo de esta psicologización, con innovadoras novelas que narran la autoconstrucción del protagonista, como Anton Reiser (1790) de Karl Philipp Moritz (1756-1793), o la puesta en marcha de publicaciones periódicas como la Revista de Psicología Empírica, dirigida por el mismo autor (Vidal, 2006).

En los debates más metodológicos sobre la posibilidad de una psicología empírica intervendrá Immanuel Kant (1724-1804), último filósofo de la Ilustración, al que dedicaremos el grueso de este capítulo. A partir de él, veremos abrirse fundamentalmente dos caminos: el de una antropología que, más allá de la introspección, se dedica a la observación del comportamiento humano en su sentido más amplio, y el de una psicología matemática que asume el reto de la cuantificación de los fenómenos mentales. El primero, en estrecho contacto con el romanticismo y la filosofía del espíritu, tomará la forma de una psicología de los pueblos, entendida como una historia del espíritu. El segundo, más vinculado a los desarrollos de la fisiología y la matemática, tomará la forma de una psicofísica y una psicología experimental.

EMPIRISMO Y ASOCIACIÓN DE IDEAS: BERKELEY, HUME, HARTLEY Y MILL

En el ámbito anglosajón, el empirismo de Locke encontró su continuidad más inmediata en George Berkeley (1685-1753), uno de sus mayores admiradores. Como ya hicieran Spinoza (1632-1677) y Leibniz (16461716), Berkeley pretendía combatir el problema de la relación entre la mente y el mundo inaugurado por Descartes. Si lo único que podemos conocer son los contenidos internos a nuestra mente (las ideas), es difícil estar seguros de que tales contenidos se correspondan con objetos externos. Berkeley enfrentó el problema con su famoso lema esse est percipi («ser es ser percibido»). Mientras que para Locke las ideas de la mente tenían su origen en la experiencia externa, en objetos reales del mundo exterior, para Berkeley estas ideas serían todo lo que existe, siendo únicamente la coexistencia habitual de ciertos conjuntos de sensaciones (provenientes de diferentes sentidos) lo que nos llevaría a creer en la existencia de esas relaciones en la realidad externa y en la permanencia de los objetos más allá de nuestra percepción subjetiva de los mismos. Para Berkeley, la única garantía de su realidad sería la existencia de Dios, único ser capaz de estar percibiendo simultáneamente todas las realidades del universo. La presencia de las cosas en la mente de Dios es lo único que asegura la existencia de las mismas; de no ser así sólo cabría escepticismo absoluto.

En su teoría perceptiva sobre la permanencia de los objetos como resultado de la coexistencia de sensaciones, Berkeley manejaba una concepción en cierto modo asociacionista de la mente. Pero será Hume quien sistematizará la doctrina asociacionista, profundizando además en el escepticismo que Berkeley trataba precisamente de evitar. Si todo nuestro conocimiento proviene de la experiencia, como defienden los empiristas, según Hume, dado que nuestra experiencia es limitada, nunca podemos tener la certeza absoluta de nada. Por ejemplo, la afirmación (inductiva) «todos los cisnes son blancos» dejaría de ser cierta en el momento en que apareciera uno negro. Por lo mismo, no tenemos garantía alguna de que mañana vaya a salir el sol; sólo sabemos que hasta hoy ha salido todos los días. Las creencias son meros hábitos.

Hume vendría a culminar la sustitución de la metafísica por la psicología como base de las demás ciencias, clasificando los contenidos de la mente y estableciendo las leyes mediante las que estos se asocian. Las impresiones —que distingue de las ideas por su mayor fuerza y vivacidad— provenientes de la sensibilidad se moverían en nuestra mente como átomos en un sistema mecánico, determinados por una especie de gravitación natural. El equivalente psicológico de las leyes newtonianas de la física serían la ley de la semejanza y la ley de la contigüidad, según las cuales aquellas sensaciones que se parecen entre sí y/o que aparecen juntas (en el espacio o en el tiempo) se unen entre sí y dan lugar a ideas más complejas. Nuestras ideas de causación (el establecimiento de una relación de causa-efecto entre dos fenómenos) se deberían también a la ley de contigüidad, es decir, serían el resultado de hábitos mentales basados en nuestra experiencia pasada, que nos ha enseñado que una determinada sensación va siempre seguida de otra, sin que ello pruebe relación causal alguna entre ambas.

Hume, que rechazaba cualquier discurso metafísico sobre el carácter divino del alma, extiende a la filosofía moral esta crítica al racionalismo, que para él caía en la metafísica y se basaba en definiciones puramente especulativas, sin fundamento en la experiencia, de las cosas. Hume defendía que aquello que guía nuestra acción no es el entendimiento sino las pasiones, cuya raíz situaba en el sentimiento de placer y de dolor. Como Locke, Hume pensaba que lo que mueve las pasiones siempre se puede analizar en términos de placer y dolor, y que es en esas sensaciones donde residen nuestras nociones de lo que es bueno y malo. Así, la virtud produciría impresiones agradables y el vicio, impresiones incómodas. En todo caso, el principio de placer y dolor se complementaría con un principio de empatía, según el cual tenemos una inclinación a tener sentimientos positivos hacia nuestros semejantes, la cual se desarrolla gracias a nuestra comunidad de ideas, orígenes, etc. Esto alejaba a Hume de otros planteamientos empiristas basados en el egoísmo, que hacían residir en la búsqueda del placer personal toda explicación de la acción.

Con ciertas semejanzas, pero con un sentido religioso ajeno a Hume, un contemporáneo suyo, David Hartley (1705-1757), médico de profesión a la vez que teólogo, se proponía demostrar que la mente humana está diseñada por Dios para avanzar hacia la virtud y la felicidad. Los medios dispuestos para ello serían precisamente el principio del placer y el dolor como determinantes de la conducta (buscamos el primero y evitamos el segundo) y la asociación de ideas. Inspirado como Hume por Newton, Hartley adoptó su teoría de las vibraciones nerviosas para proporcionar un sustrato fisiológico a las leyes de la asociación. Según esta teoría, los nervios contendrían unas partículas imperceptibles que vibrarían con el contacto sensorial. A cada asociación de ideas correspondería un conjunto de vibraciones. La explicación de la mente y de la conducta en estos términos, por la que ganaría muy posteriormente el reconocimiento en la historia de la psicología científica, tendría sobre todo una gran repercusión en el ámbito de la filosofía moral. Aunque por un lado se le acusó de un excesivo determinismo y materialismo que comprometía la libertad de elección humana, por otro lado, especialmente desde posiciones reformistas, sus ideas se utilizaron para defender la necesidad de cambiar la sociedad y las condiciones materiales que nos determinan (Smith, 1997).

Fue justamente en el marco del pensamiento reformista, y muy especialmente en el del pensamiento social utilitarista guiado por el principio de maximización del placer y minimización del dolor, donde el análisis asociacionista de la mente alcanzaría principalmente su culminación. Lo hizo con la figura de James Mill (1773-1836), cuyo Análisis de los fenómenos de la mente humana (1829), fundamentado en la doctrina utilitaria de Bentham, proponía diseccionar la mente humana hasta encontrar sus componentes más básicos. A diferencia de sus predecesores, Mill sólo aceptaría un principio asociativo: el de la contigüidad (simultánea y sucesiva), que sería suficiente para dar cuenta de la complejidad de toda la vida mental. Según su concepción de la mente, las sensaciones simples se combinarían como las piezas de un mecano, siguiendo el mismo orden en que fueron recibidas y sin alteración alguna. Llevando al extremo la metáfora de la tabula rasa y convencido de la plena maleabilidad de la mente, Mill puso en práctica sus ideas educativas con su propio hijo, John Stuart Mill (1806-1873), que heredó también su filosofía utilitaria y asociacionista.

Frente a esta tradición empirista y asociacionista, que dibuja una imagen de la vida mental fundamentalmente pasiva y mecánica, la tradición racionalista alemana, que ya había contestado a Locke en la figura de Leibniz, mantendrá una concepción de la vida mental más activa. No obstante, el diálogo y las interferencias entre ambas tradiciones, así como con el materialismo francés, serán constantes. La lectura de Hume constituye precisamente una de las claves del despertar de Kant de lo que él mismo denominó su «sueño dogmático».

IMMANUEL KANT: DEL SUJETO TRANSCENDENTAL DE LA FILOSOFÍA CRÍTICA A LA PSICOLOGÍA EMPÍRICA COMO ANTROPOLOGÍA

Kant supone un punto de inflexión en la historia de la filosofía y el inicio de la filosofía contemporánea. Su obra se considera habitualmente una síntesis entre el racionalismo, en el que se forma con Martin Knutzen (1713-1751), filósofo wolffiano y admirador de la física de Newton, y el empirismo de Hume, cuyo escepticismo vino a alejarle de la pretensión de alcanzar, mediante el mero uso de la razón y la deducción, el conocimiento objetivo de realidades que están más allá de la experiencia posible (como Dios, el alma o el mundo en su totalidad).

La filosofía crítica: los límites del conocimiento

La Crítica de la Razón Pura (1781) constituye una indagación acerca de las condiciones en que podemos conocer. Kant trataba de superar el racionalismo de Descartes, Leibniz y Wolff, según el cual la razón nos permite conocer (mediante la deducción) realidades transcendentes, que están más allá de nuestra experiencia; pero no quería caer en el escepticismo de Hume, para quien todo conocimiento proviene de la experiencia (mediante inducción) y nunca podemos tener una certeza absoluta del mismo.

El punto de partida de Kant es examinar cómo funcionan las ciencias por excelencia, a saber, la física y la matemática, analizando el tipo de proposiciones (juicios sintéticos a priori) que encontramos en estas ciencias, para ver si la metafísica, que se ocupa de los fundamentos últimos del mundo físico y psíquico, puede aportar un conocimiento semejante: universal, necesario y nuevo. Según su argumento, todo conocimiento requiere la concurrencia de dos facultades mentales: la sensibilidad, por la que conocemos los objetos sensorialmente, y el entendimiento, por el que los pensamos, es decir, los colocamos bajo un concepto. Los conceptos son en su mayoría a posteriori, vienen de la experiencia (como los de «perro» o «mesa», que elaboramos a partir de la percepción de múltiples perros o mesas, mediante la abstracción de aquellos rasgos que comparten). Pero para poder comenzar a pensar, necesitamos de partida de algunos conceptos a priori, previos a la experiencia. Estos conceptos a priori o puros (que recuerdan a las ideas innatas del racionalismo) son lo que Kant llama «categorías». Estas categorías, lógicas y necesarias, que el entendimiento impone a la experiencia, son las que nos permiten hacer el tipo de juicios que encontramos en las ciencias y afirmar o no ciertas verdades en relación con los fenómenos. Al igual que el entendimiento, la sensibilidad también tiene sus formas a priori: el espacio y el tiempo, que no tienen un origen empírico, sino que son precisamente la condición de posibilidad del conocimiento sensible o empírico.

Así pues, para Kant, que intenta superar la dicotomía entre el conocimiento puramente racional (deductivo) y el puramente empírico (inductivo), el conocimiento sería una síntesis de sensibilidad y el entendimiento. Las categorías del entendimiento sólo se pueden aplicar a los objetos que, a través de los sentidos, se dan en nuestra experiencia, lo que Kant denomina fenómenos. En ningún caso podemos aplicarlos a lo que queda más allá de nuestra experiencia sensible, a lo que llama noúmenos o «cosas en sí», que serían las cosas independientemente de su relación con nuestros sentidos. Pues bien, según Kant todos los objetos trascendentes de los que se ocupa la Metafísica (el alma, el fundamento último del mundo físico y Dios) pertenecerían a la realidad «nouménica» y por tanto nunca podríamos tener de ellos una intuición o percepción sensible. El uso de la razón para pensarlos resulta, por ende, inadecuado y da lugar a contradicciones y errores de razonamiento (paralogismos). Por ejemplo, la categoría de unidad es válida si la usamos para pensar una mesa, pero no para pensar en Dios como una realidad. Igualmente, la categoría de causalidad es válida si se aplica a la relación entre fenómenos (como calentar agua a 100 grados y que ésta hierva), pero no para atribuir a Dios que sea la causa del mundo.

Del mismo modo, los argumentos utilizados por los racionalistas para afirmar que el alma es una sustancia, que es simple o inmortal constituyen para Kant falacias lógicas. No hay modo de fundamentar un conocimiento teórico, racional y certero de las cualidades del alma humana a priori; jamás podremos demostrar teóricamente su verdad. El alma inmortal, como Dios, no constituirá nunca objeto de un conocimiento científico, sino de fe. Kant le niega así a la psicología racional la posibilidad de ser una ciencia, en el sentido en que lo son la matemática y la física. Ahora bien, ¿qué ocurre con la psicología empírica, que se basa en la observación y experiencia de lo que pasa en nuestra mente, de nuestras propias operaciones mentales?

El lugar de la psicología empírica

Ya desde sus Lecciones de metafísica de los años setenta, Kant rechazaba la inclusión de la psicología empírica en la metafísica, donde se la situaba, a su juicio, erróneamente. En la medida en que la psicología empírica no había dejado de crecer, estando cerca de alcanzar la dimensión de la física empírica, Kant consideraba que debía seguir el ejemplo de esta. Estableciendo un cierto paralelismo con la física empírica, Kant pensaba que la psicología empírica debía separarse de la metafísica y enseñarse de forma autónoma en la universidad. Sólo así podría alcanzar su plena extensión (Vidal, 2008).

Ahora bien, el paralelismo entre la física empírica, como ciencia de los «fenómenos del sentido externo», y la psicología empírica, como ciencia de los «fenómenos del sentido interno», no iba más allá de justificar su autonomía como disciplina. En los Primeros principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza (1786), Kant dividía las ciencias que se ocupan de la naturaleza en las ciencias históricas, que describen y sistematizan los fenómenos, y en las propiamente científicas, que buscan su explicación causal. Si los fenómenos del sentido interno y sus leyes de funcionamiento se prestaran a la matematización y al establecimiento de conexiones causales, la psicología empírica sería una doctrina de este segundo tipo. Pero esto era para Kant algo imposible por las limitaciones de la introspección.

Kant sí admitiría, según Sturm (2006), la posibilidad de una psicología empírica matemática, científica, si se fuera más allá de la mera introspección y se respetaran ciertas condiciones, como la definición cuantitativa de los estados mentales en relación con las propiedades cuantitativas de los estados físicos y la existencia de un dispositivo experimental con el que manipular los grados de intensidad de los estados mentales. Esta sería precisamente la línea que seguirían más adelante los trabajos de Johann Friedrich Herbart (1776-1841), la psicofísica de Gustav Theodor Fechner (1801-1887) y la psicología experimental del propio Wilhelm Wundt (1832-1920)8. Ahora bien, el mismo Kant no exploraría esa vía, sino otra: la de una descripción y clasificación de los fenómenos mentales como núcleo de una antropología o ciencia general del ser humano. Con ella iría también más allá de la introspección; pero no para introducir la medida ni la experimentación, sino para observar las acciones públicas de los seres humanos. En ningún caso Kant pretendía ofrecer una explicación causal determinista de la acción, algo que habría entrado en contradicción con su defensa de la libertad.

La psicología empírica como fundamento de la antropología

Las primeras lecciones de antropología que Kant ofrece, a principios de los años 1770, se apoyan precisamente en un capítulo de psicología empírica del libro Metafísica de Alexander Baumgarten (1714-1762), un autor de orientación wolffiana. Aunque sus crecientes recelos ante la introspección le llevarían a desarrollar su propio material, que iba a publicar tras su retiro de la universidad, la estructura de su curso se basó siempre en una división de las tres facultades mentales básicas (que utilizaba también en la filosofía crítica): la facultad de conocer, el sentimiento de placer y dolor y la facultad de desear. Esta psicología empírica, convertida en núcleo de su Antropología desde un punto de vista pragmático (1798), pretende ser, como el título indica, un conocimiento del ser humano como ciudadano del mundo, útil para la vida, que ponga el acento en lo que éste, «en tanto que ser libre, hace o puede y debe hacer de sí mismo», y no en la exploración de lo que «la naturaleza hace del hombre» (que correspondería a un punto de vista fisiológico) (Kant, 1798/2004, p. 11).

Para avanzar en dicho conocimiento, Kant subraya la importancia de la apertura a lo diferente: de los viajes, o al menos la lectura de libros de viaje (él nunca se movió de Königsberg, la ciudad donde nació), además del conocimiento de nuestros propios conciudadanos y compatriotas, con el objetivo de alcanzar un conocimiento que sea general y no sólo local. En el plano metodológico, señala las dificultades para hacer de esta disciplina una ciencia formal, así como sus reservas ante la introspección e incluso la observación de la acción. Kant advierte de que cuando nos sentimos observados y examinados dejamos de mostrarnos tal y como somos. Además, examinarnos a nosotros mismos es muy difícil, sobre todo en el caso de las emociones, porque el mero hecho de observarnos altera ya nuestro propio estado de ánimo. Muchos de nuestros hábitos, por otra parte, están ligados a unas circunstancias concretas y aunque parezcan una especie de «segunda naturaleza» pueden cambiar si cambia la situación. En realidad, admite Kant, más que «fuentes para la antropología» (y la psicología, habría que añadir), lo que tenemos son «medios de apoyo: la historia, las biografías, incluso el teatro y las novelas» (Kant, 1798/1994, p. 13). A este respecto, nos aclara, la ficción no supone ningún problema pues la construcción de los personajes se apoya al fin y al cabo en la observación del ser humano.

La primera parte de la antropología kantiana describe y clasifica los fenómenos mentales, a la vez que prescribe: nos enseña a situarnos en nuestra propia cultura y entrar en sus reglas. Mientras que en su filosofía crítica se dedicaba, por así decir, a explorar el lado «positivo» de las facultades, la antropología se ocupa sobre todo de sus límites y riesgos (Foucault, 2010). Su exposición de la facultad de conocer nos lleva así del conocimiento de uno mismo (incluyendo la desviación hacia el egoísmo) al conocimiento a lo demás través de los sentidos, la imaginación, la memoria, la adivinación o el sueño, dedicando un largo análisis a las deficiencias y enfermedades del espíritu. La segunda parte se ocupa de las manifestaciones «externas» a través de las cuales podemos conocer el interior de la persona: su carácter, temperamento y fisonomía. Distingue aquí diversas clases de conducta humana, ocupándose también del género, de los diferentes pueblos y de la especie humana en su conjunto. Kant defiende que el ser humano se caracteriza por crearse a sí mismo, pues tiene la capacidad de perfeccionarse según los objetivos que él mismo elige.

El desarrollo histórico de la humanidad implica para Kant en último término agentes que modelan su propio destino, y lo hacen inventando nuevas reglas de compromiso, nuevas instituciones sociales. En definitiva, el conocimiento del ser humano, de sus facultades y capacidades, está para Kant al servicio de un proyecto de emancipación, de un ideal de convivencia y sociedad (con leyes justas, gobiernos no despóticos, etc.) propio de la Ilustración. Su antropología se sitúa así en la línea de la filosofía ilustrada de la historia, que busca bajo el cúmulo de acontecimientos que se suceden y precipitan en la revolución francesa y subsiguientes revoluciones liberales, el sentido que guía el devenir de la Humanidad.

CONTRA-ILUSTRACIÓN Y ROMANTICISMO

La Ilustración no había tardado en encontrarse con un movimiento crítico con la idea de progreso, la hegemonía de la razón universal y el despotismo ilustrado (resumido en la expresión «todo para el pueblo, pero sin el pueblo»). En su desarrollo tuvo una gran influencia la figura de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) que, aunque pertenecía a la filosofía ilustrada francesa junto a Voltaire y Montesquieu, se alejaba de estos por el tono más sentimental y popular de sus escritos. Rousseau reivindicaba frente a los artificios e hipocresías de su tiempo la vuelta a cierta autenticidad, y criticaba los logros de la civilización por conllevar la degradación moral del ser humano. Defendía además una educación no sujeta a normas y dirigida a fomentar la creatividad.

Junto a Rousseau, en el impulso del romanticismo en Alemania resultó clave la figura de Johan Georg Hamann (1730-1788), un contemporáneo de Kant profundamente anti-racionalista y místico que apelaba a los sentidos y las pasiones, a la imaginación y a la creación literaria. Hamann influyó en particular en el joven Johann Gottfried Herder (174-1803), quien participó en el movimiento literario conocido como Sturm und Drang (tormenta e ímpetu). El manifiesto de este movimiento, que anuncia el romanticismo, se opone a los cánones del clasicismo y academicismo artísticos y literarios. Contra la filosofía ilustrada francesa Herder escribirá, en pleno apogeo de su carrera, Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad (1774), donde presenta una interpretación de la historia humana como un despliegue del espíritu en su pluralidad. Frente al ateísmo ilustrado, privilegia la religiosidad y la espiritualidad; y frente a lo que considera un cosmopolitismo «afrancesado» (como el que defendía Kant), pone en valor las diferencias y los nacionalismos. La historia aparece como un juego de identidades culturales (pueblos), cada una de las cuales constituiría la expresión de algún aspecto particular de la humanidad. Cada pueblo, además, habría disfrutado en su interior de su particular momento de esplendor, si bien se trataría siempre de perfecciones incompletas. Las diferentes culturas aparecen para Herder como «individuos colectivos» que, siendo particulares, tendrían a la vez en sí mismos un cierto valor universal, en tanto que representarían una edad de la humanidad en su conjunto (Mayos, 2004).

Junto a Herder, otros representantes del movimiento Sturm und Drang serán Johann Wolfgang Goethe (1749-1842), cuya novela pondrá en valor la expresión de la subjetividad individual y las emociones extremas, con personajes dominados por grandes pasiones, y Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), un historiador del arte que reivindicará los valores de la Antigüedad Clásica y su ideal de belleza. Winckelmann contrapondrá dicho ideal, basado en la nobleza, la simplicidad y la proximidad a la naturaleza, a la pedantería y vanidad de su época, vinculando la perfección del arte (alcanzada a su juicio en la Grecia del siglo v a. C.) con el despegue de la libertad. La influencia de Winckelmann, asociada a la de Rousseau, suscitará de hecho todo un movimiento de investigación sobre lo que se llamará el «mundo griego», estrechamente ligado a las corrientes que transformarán la cultura alemana a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX.

Figuras como Friedrich Hölderlin (1770-1843), Novalis (1772-1801), Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) o Friedrich Schiller (1759-1805), alumnos todos ellos de Kant, como Herder, culminarán el desarrollo del romanticismo y del idealismo, exaltando, frente a la hegemonía de la razón defendida por la Ilustración, todo lo que hay en el ser humano de instintivo, sentimental y espiritual. Para Schiller, por ejemplo, la concepción ilustrada del hombre, al reprimir los sentimientos y pasiones, obstaculiza su desarrollo y lo deforma convirtiéndolo en un «monstruo». Una idea de humanidad así concebida, distorsionada y antinatural, le impide precisamente crear la obra de arte más bella y a la que en última instancia está destinada: la construcción de una sociedad justa, de una verdadera libertad política.

Los autores románticos aportan así su propia visión del ser humano y de la historia. Parten ciertamente de la concepción de la naturaleza y del mundo humano propias de la Ilustración como un inmenso proceso que la ciencia puede conocer, pero ven ese mundo y esa naturaleza como la manifestación necesaria de Dios o del espíritu (Geist) —concepto que desarrollará el idealismo absoluto hegeliano— . Dentro de este movimiento se desarrollará una nueva filosofía de la naturaleza, que defenderá una concepción más organicista del mundo natural (recogida por Darwin), frente al mecanicismo procedente de Descartes. Pero los desarrollos del romanticismo y del idealismo serán especialmente importantes en el campo de los fenómenos socioculturales, donde se empiezan a investigar y valorar culturas profundamente diferentes a las de la Europa del siglo XVIII, como la cultura griega, la Edad Media occidental o la India antigua, estudiando todos aquellos aspectos relacionados con su religión, poesía, arte o filosofía. Dichas culturas o pueblos se conciben como manifestaciones de los diferentes modos en que el espíritu se despliega a lo largo de la historia (Volkgeist).

Esta idea de espíritu, que se remonta a los conceptos de pneuma y anima de la filosofía antigua y del pensamiento cristiano, tomará un nuevo giro en este momento. Será desarrollada fundamentalmente por Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) en su idealismo absoluto, el principal sistema filosófico de principios del XIX. Se trata de una idea de espíritu ligada a la idea de Dios, pero más próxima a las vertientes místicas del protestantismo; de un Dios que está más allá del mundo a la vez que es inmanente a él (Jaeschke, 1998), que se expresa en las diferentes culturas y en la historia humana en su conjunto.

La tradición romántica constituirá así una influencia fundamental en el desarrollo de la filosofía posterior a Kant, en especial para el Idealismo absoluto (Fichte, Schelling, Hegel), que en parte reaccionará contra su filosofía crítica. Si, como planteaba Kant, sólo podemos conocer las cosas tal y como se nos presentan a la experiencia (fenómenos o «cosas para mí»), y no la realidad subyacente (el noúmeno o «cosa en sí»), la nueva filosofía idealista concluirá entonces que lo único real es nuestro pensamiento. Desde esa perspectiva, se planteará que toda ciencia debe ser construida a priori.

GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL Y LA FILOSOFÍA DEL ESPÍRITU

Hegel se plantea llevar a cabo una filosofía sistemática en el sentido de una ciencia total, de una construcción racional que abarque toda la realidad, o más bien todo el proceso de la realidad, pues ésta se entiende como algo en movimiento. Ese movimiento de la realidad es la Dialéctica. Para Hegel, toda realidad cumple un patrón racional formado por tres momentos: la afirmación de algo (tesis), su negación (antítesis), y la síntesis de ambos, que incorpora los momentos anteriores resolviendo la contradicción y superándolos. Hegel se propone reconstruir toda la realidad del universo y la historia, entendida como el despliegue o desarrollo de ese esquema general (tesis, antítesis, síntesis), asumiendo que el proceso de la realidad responde a un orden racional (que todo lo real es racional y todo lo racional es real, como resume su famosa frase).

En su sistema filosófico lo primero sería la tesis o afirmación de la Idea, la inteligibilidad pura, el pensamiento que se piensa a sí mismo en abstracto («idea en sí», que aún no se manifiesta). Este sería el momento de la Lógica, que existe antes de que exista la Naturaleza misma. Es el Absoluto, pero entendido como puro germen en potencia, puro conjunto indefinido de posibilidades. El segundo momento, de la antítesis o negación de la Idea, sería el de la Naturaleza, el de la materia, en el que el pensamiento se negaría a sí mismo (proceso denominado alienación). La Idea aquí se despliega, se aliena de sí misma en determinaciones externas. Es la «idea fuera de sí», objetivada en la naturaleza, sin ser consciente de sí todavía. Por eso la naturaleza no es propiamente espiritual, porque no tiene conciencia, aunque sí responde a un patrón racional (el despliegue del movimiento dialéctico). En el proceso de la naturaleza, en un tercer y último momento, aparecería la vida orgánica y los seres vivos, con la conciencia. Es el momento del Espíritu, síntesis de la tesis (Lógica) y de la antítesis (Materia). La Idea, enriquecida por la exterioridad, vuelve ahora sobre sí misma. Retorna a sí, empieza a reconocerse a sí misma y se convierte en Espíritu (subjetivo, objetivo y absoluto, sucesivamente).

En el sistema de Hegel, la Lógica se ocupa de estudiar ese primer momento (con una doctrina del ser, de la esencia y del concepto), la Filosofía de la Naturaleza del segundo (las diferentes ciencias particulares se ocuparían de estudiar los patrones racionales de la naturaleza) y la Filosofía del Espíritu del último momento, el de la emergencia y desarrollo de la conciencia hasta su propia auto-conciencia. La influencia histórica de la filosofía del espíritu de Hegel, a diferencia de su filosofía de la naturaleza, que no encontró mucho eco, sería extraordinaria (Jaeschke, 1998).

La Filosofía del Espíritu abarcaría tres fases, de acuerdo con el esquema de tesis, antítesis y síntesis. La primera sería la del Espíritu Subjetivo, que se refiere al individuo libre de la naturaleza, que la ha vencido y superado. Comprende fundamentalmente el estudio del alma y su relación con el cuerpo (ligado a condiciones geográficas, históricas, biológicas, etc.), como objeto de la antropología; el desarrollo del alma desde la sensación y la percepción hasta la conciencia de sí y la razón, como objeto de la fenomenología; y el ser propiamente «espíritu», ser humano consciente y libre de condiciones materiales y manifestaciones fenoménicas, objeto de la psicología —entendiendo básicamente por ésta la antigua «psicología racional» wolffiana (Jaeschke, 1998)— . La segunda fase sería la del Espíritu Objetivo, aquella realidad que forma, frente al espíritu subjetivo, una estructura propia y que permite la realización de la libertad individual: la esfera del derecho, la moralidad y las instituciones (familia, sociedad y Estado). Y más allá del espíritu objetivo estaría el Espíritu Absoluto, momento final del sistema, en el que el pensamiento empieza a conocerse y a tomar conciencia de sí mismo a través de sus obras, de sus manifestaciones, a saber: el arte, la religión y la filosofía.

La historia de la filosofía habría seguido el mismo patrón de los tres momentos de desarrollo: la filosofía griega se habría ocupado del «objeto» (de la naturaleza), la filosofía moderna, desde Descartes a Kant, se ocuparía del «sujeto», y la filosofía idealista de la fusión del sujeto y objeto. En esa fusión, Fichte representaría un primer momento, centrado en el Yo; Schelling un segundo momento, centrado en la Naturaleza; y el mismo Hegel, su síntesis y culminación, con su identificación del Yo con la Naturaleza. La propia Fenomenología del Espíritu de Hegel, que publica en 1807 como introducción a su sistema, sería para él la culminación del Espíritu Absoluto.

Implicaciones para la psicología

El sistema hegeliano como tal está lejos de alentar el tipo de inves­ tigación empírica que veíamos impulsarse en el siglo XVIII, ni en la dirección de una medición de los fenómenos mentales ni de una descripción y clasificación de tales fenómenos. Sin embargo, el idealismo, como el romanticismo en general, encumbran la idea de subjetividad y de conciencia, abriendo aún más el camino a su exploración. En este sentido, su desarrollo de la noción de espíritu (en términos genéticos, históricos) y de autoconciencia, término relativamente nuevo tanto en la filosofía como en el lenguaje popular, tendrá consecuencias inevitables. De particular relevancia será la idea de «historicidad» del espíritu y de su objetivación tanto en el derecho, la moral y las instituciones (Espíritu Objetivo), como en el arte, la religión y la filosofía (Espíritu Absoluto).

La concepción de la realidad humana de Hegel como devenir en la historia, que comprende el mundo como algo ligado intrínsecamente a su propia actividad y no como algo inerte y ajeno, constituirán un legado fundamental. Además de inspirar, entre otros, un pensamiento revolucionario como el marxismo, que hará de la realización de nuestra propia libertad la tarea propia del género humano, tendrá una gran influencia sobre las ciencias históricas, entonces en plena formación, así como sobre una nueva filología que se presenta precisamente como una historia del espíritu, de cuya mano se desarrollará uno de los primeros proyectos para la psicología del siglo XIX, la psicología de los Pueblos y Filología de Moritz Lazarus (1824-1903) y Heymann Steinthal (1823-1899).

Mucho antes de que esto ocurra, en todo caso, cabe señalar que el primer manual de historia de la psicología propiamente dicho, de 1808, beberá ya de estas fuentes románticas e idealistas. Su autor, Friedrich August Carus (1770-1807), describe el progreso que va desde las ideas mitológicas sobre el alma hasta la psicología empírica de la época con el objetivo de ofrecer «la historia del esclarecimiento progresivo de la conciencia de sí de la naturaleza espiritual» (Carus, 1808, citado por Vidal, 2000, p. 48). Para Carus, el progreso de una ciencia psicológica constituye en sí mismo un desarrollo de la conciencia que el espíritu humano tiene de sí mismo, y su propia obra sería un ejemplo de ello.

Por otro lado, más allá del idealismo hegeliano y del propio romanticismo, que a través de la literatura reclamará una psicología más profunda, compleja y espiritual, otras vías seguirán explorando la posibilidad de una psicología empírica que observe y cuantifique los fenómenos mentales. El sucesor de Kant en su cátedra de Königsberg (y antiguo alumno de Fichte), Johann Friedrich Herbart, así lo hará, apostando por una psicología como ciencia de las representaciones que tendrá una enorme influencia tanto en el desarrollo posterior de una psicología experimental como en el de la misma psicología de los pueblos.

JOHANN FRIEDRICH HERBART Y LA CIENCIA DE LAS REPRESENTACIONES

Herbart se inscribe en la corriente de la filosofía post-kantiana. Su trabajo se plantea como una relectura de la Crítica de la Razón Pura incompatible con el idealismo absoluto de Fichte y Schelling. Como ellos, Herbart rechaza la dicotomía kantiana entre el fenómeno y la cosa en sí, pero su lectura, desde una perspectiva realista y empirista, no apunta a reducir toda la realidad a nuestro pensamiento, sino a poner el foco en la experiencia (Maigné, 2002). Su apuesta por la experiencia implica liberarla de una determinación por parte de las formas a priori de la razón pura, negando así la existencia del sujeto transcendental kantiano. La noción de sujeto de Herbart, despojada de ese carácter abstracto y formal, abrirá precisamente la puerta al desarrollo de una psicología empírica, concreta, como ciencia de las representaciones, que además apuesta por su estatuto científico a través de la medición y la matematización. Ahora bien, Herbart se opone tanto al empirismo ingenuo que hace derivar todo el conocimiento de la sensación, como al idealismo que deduce el ser y la existencia a partir de nuestras representaciones. Lo que él reclama es un realismo crítico.

Herbart concibe la psicología como una ciencia de los mecanismos que rigen las representaciones, entendidas en un sentido empirista, como resultado de las impresiones sensoriales. El sujeto, que deja de tener una condición transcendental determinante, aparece como un punto de encuentro de representaciones. Sin embargo, a diferencia de la tradición empirista asociacionista, y siguiendo a Leibniz, Herbart consideró que estas representaciones (como las mónadas) tenían una fuerza o energía propia, por lo que no era necesario recurrir a leyes de la asociación para unirlas. Las representaciones, que pueden variar en intensidad o fuerza, tienen la capacidad de atraer o repeler otras representaciones, de modo que su organización es en sí misma el resultado de un proceso dinámico. En este campo dinámico de representaciones en tensión jugará un papel fundamental el concepto de «umbral de conciencia», esbozado ya por Leibniz, según el cual no todas nuestras representaciones están presentes simultáneamente en la conciencia, esto es, las ideas pueden tener una expresión inconsciente. También de Leibniz tomó el concepto de «apercepción» para referirse a la unión de ideas compatibles en una totalidad significativa unitaria o «masa aperceptiva».

Al hablar de un campo dinámico de representaciones, Herbart cree posible introducir la cuantificación de los fenómenos mentales. La matematización de las relaciones entre representaciones debía permitir estudiar de forma precisa fenómenos como la apercepción, la fusión, la represión (fuerza utilizada para retener en el inconsciente las ideas incompatibles con la masa aperceptiva) o el umbral de conciencia, para describir el límite entre mente consciente e inconsciente, que tendría una influencia importante para la psicología posterior. Ahora bien, Herbart también reconoce que el campo de lo psicológico es demasiado diverso y sutil como para reducirlo al cálculo matemático (Maigné, 2002). Además, otorga una importancia fundamental al lenguaje y su papel en la constitución de los conceptos. En el lenguaje hará recaer la propia emergencia del sentimiento de interioridad y la posibilidad de juicio y de conocimiento. Para Herbart, además, no podemos dejar de lado nuestro carácter social: el hombre no es nada fuera de la sociedad. Así, su análisis psicológico no se limitaba al individuo, sino que abarcaba a la sociedad en su conjunto. Por ahí, como señala TrautmannWaller (2006, p. 67), al estimar «que el hombre es un “producto de eso que llamamos historia del mundo” y que “no debemos arrancarlo de la historia”, Herbart abrió en cierto modo el camino a la conjunción de su psicología con elementos hegelianos». Esa sería la vía que explorarían más adelante Lazarus y Steinthal en su proyecto para una psicología de los pueblos, al que trasferirán además conceptos propios de la psicología individual herbartiana, como la noción de aculturación, de umbral de conciencia o de yo construido, a las representaciones colectivas. Se interesarán así por cuestiones como la forma en que, en la interacción entre diferentes culturas (en el dominio lingüístico, mitológico o artístico), las masas de representaciones se integran en series ya existentes; por cómo las leyendas, en nuestra memoria colectiva, traspasan el umbral de conciencia; o por cómo el yo, en tanto que personalidad subjetiva, se ha construido históricamente desde los griegos (Trautmann-Waller, 2006).

Pero esa no será la única vía de desarrollo del trabajo de Herbart, ni la más conocida. Antes bien, la inquietud cientificista de la psicología ha llevado tradicionalmente a la historiografía psicológica a privilegiar su apuesta por la cuantificación de los fenómenos mentales, que encontrará un desarrollo crucial en la psicofísica de Fechner.

HACIA LA PSICOFÍSICA Y LA PSICOLOGÍA FISIOLÓGICA

En su doble condición de físico y filósofo, Gustav Theodor Fechner (1801-1887) se enfrentó desde temprano con el problema de la relación mente y cuerpo, atrapado en el conflicto entre una fisiología mecanicista, que veía el cuerpo como un mecanismo inerte regido por leyes, y una filosofía idealista de la naturaleza, que concebía el conjunto del universo como un ser vivo expresión del espíritu. La solución para Fechner residía en el estudio de la sensación, un proceso que, al depender de los estímulos externos, era a la vez mental y físico. Influido por Herbart, sabía que para desarrollar una ciencia exacta de la mente debía ser capaz de medir los fenómenos mentales. La clave para la medida de las sensaciones estaba en los incrementos de energía estimular, por lo que se dedicó a medirlas de forma indirecta, comparando las que eran producidas por estímulos de diferente magnitud. En sus experimentos, Fechner constató que mientras que el estímulo crece en progresión geométrica, la sensación lo hace en progresión aritmética. Por ejemplo, en una habitación con una sola bombilla añadir otra casi duplicaría la sensación de luz, mientras que para duplicar la sensación de luz en una con cien habría que añadir miles de bombillas. Así lo plasmó en su libro de 1851 Zend-Avesta: o sobre las cosas del cielo y del más allá, donde se refería a un «nuevo principio de psicología matemática». Dicho principio contenía lo fundamental de su ley psicofísica, formulada poco después apoyándose en los trabajos previos de Ernst Heinrich Weber (1795-1878) sobre los incrementos mínimos de magnitud que tenía que haber entre dos estímulos para que la diferencia fuera detectada (Gondra, 1997).

Tras verificar los resultados de Weber, Fechner publicó en 1860 los Elementos de Psicofísica, donde propuso la ecuación fundamental de la nueva ciencia, conocida como la ley de Weber-Fechner, que expresaba matemáticamente la relación entre la progresión geométrica del estímulo y la progresión aritmética de la sensación. La psicofísica se definía así como la «teoría exacta de las relaciones funcionales o de dependencia entre el cuerpo y el alma o, más en general, entre los mundos corpóreo y espiritual, físico y psíquico» (Fechner, 1860, citado por Gondra, 1997, p. 102). Se dividía en psicofísica externa, que se ocupaba de las relaciones cuantitativas entre sensación y estímulos físicos, y psicofísica interna, que se ocupaba de la relación entre la sensación y el sistema nervioso. Esta última debía de ser, según Fechner, la base de la primera, pero la neurofisiología de la época, a pesar de su espectacular desarrollo, era insuficiente para semejante tarea, por lo que se centró en la externa.

La fisiología del sistema nervioso encontró ciertamente un gran desarrollo en Alemania con figuras como Johannes Müller (1801-1858), quien proponía que la función del cerebro era asociar la información sensorial entrante con las respuestas motoras apropiadas, o Hermann von Helmholtz (1821-1894), que estudió la velocidad de la transmisión del impulso nervioso midiendo tiempos de reacción. A este respecto, el sucesor de Herbart en la cátedra de filosofía de Gotinga, Rudolf Herman Lotze (1817-1881), que se había formado en medicina antes de hacerlo en filosofía y contaba entre sus maestros a los fundadores de la psicofísica, abriría la puerta para la unión de las investigaciones fisiológicas y psicológicas.

En Inglaterra, en una línea semejante, Alexander Bain (1818-1903) llevaría a cabo una síntesis de las contribuciones fisiológicas de Hartley y asociacionistas de los Mill (James y John Stuart), actualizadas con la fisiología de su época. Fundador de la revista Mind en 1874, que a día de hoy sigue siendo una publicación de referencia, el trabajo de Bain consistiría fundamentalmente en unir la fisiología sensomotriz de Müller con la filosofía del asociacionismo.


Aparcada con Kant la posibilidad de una psicología racional como ciencia del alma a priori, hemos visto cómo la investigación psicológica se orienta fundamentalmente a la parte empírica, inaugurada con el análisis de la mente de Locke. Esta psicología empírica, que en Inglaterra se desarrolla fundamentalmente en la línea de una psicología asociacionista con Hume, Hartley y los Mill, en Alemania presenta, desde Kant, dos grandes posibilidades, no necesariamente excluyentes: la que haría de ella una ciencia pretendidamente exacta mediante la medición y matematización de la mente, en la línea de la psicofísica; y la que la sitúa en la senda de una antropología. A muy grandes rasgos, la primera será la vía que, de la mano de la fisiología, conducirá a la psicología experimental; la segunda, la que enlazando con la filología y las ciencias históricas y al calor del romanticismo y el idealismo, desembocará en la psicología de los pueblos, entendida como una historia del espíritu. Si el proyecto de Herbart se mueve entre ambas, alimentando tanto el trabajo de Fechner y su ley psicofísica como el de Lazarus y su análisis de las representaciones colectivas, el proyecto wundtiano, que arrancará con la fundación de un laboratorio de psicología experimental, tampoco hará de menos a una psicología de los pueblos a la que Wundt dedicará buena parte de sus esfuerzos durante sus últimos veinte años. Pero antes de adentrarnos en esta figura clave, con la que la psicología despegará definitivamente como disciplina universitaria, veremos en los capítulos siguientes brevemente el estado de las ciencias naturales y humanas y sociales, entre las que se irá dibujando una investigación psicológica anfibia y multiforme, que más allá de su lugar en la academia había conquistado ya toda una forma de entender al ser humano.