Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología

EL ALMA EN LA FILOSOFÍA GRIEGA Y ROMANA: ENTRE EL IDEALISMO PLATÓNICO Y EL NATURALISMO ARISTOTÉLICO

La aparición del término «psicología» en el siglo XVI está ligada a una nueva ola de comentarios, en el contexto de la reforma protestante, al tratado De anima (Sobre el alma) de Aristóteles (384-322 a. C.), en el que se aborda el problema de la definición del alma. Esta obra es en efecto considerada por muchos como el primer tratado de psicología. Ahora bien, el concepto de «alma» que se maneja ahí está muy lejos del que se desarrollará a lo largo de la modernidad. Para empezar, el tratado forma parte de sus estudios de biología. Podría parecer por ello que se anticipa a la creciente biologización de lo psíquico, pero no es así. Aristóteles no pretende reducir el alma al cuerpo, y menos aún al cerebro. Antes bien, entiende el alma como aquello que da vida al cuerpo (anima), y sería ella precisamente la que vendría a explicar la diferencia entre los seres vivos (animados) y los no vivos (inanimados). Estamos pues ante un dualismo muy diferente del que se impondrá más adelante entre mente y cuerpo. Aristóteles define el alma como la «forma» del cuerpo, en concreto la forma de un cuerpo natural que potencialmente tiene vida. Como tal «forma», el alma es mortal y muere con el cuerpo. Se opone así a la tradición platónica, para la que el alma era inmortal y eterna, sometida a un ciclo de reencarnaciones, siendo el cuerpo la cárcel o tumba en la que el alma viviría encerrada.

La inmortalidad del alma, en efecto, es un rasgo fundamental del pensamiento de Platón (427 a. C.–347 a. C.), que recogía a este respecto la doctrina de la transmigración de las almas. Para Platón existe un mundo aparte, divino, más real y verdadero que el mundo sensible y cambiante en el que vivimos. Este mundo material no sería más que una copia, mero reflejo de ese mundo eterno e inmutable en el que residirían las Ideas o Formas. Las Ideas serían algo así como los conceptos universales que existirían más allá de las cosas o acciones particulares (por ejemplo, la Idea de «triángulo» como figura geométrica de tres lados, de ningún tamaño en concreto, pero también las Ideas de Verdad, Justicia y Belleza). De este mundo ideal procederían originalmente todas las almas y a él volverían cíclicamente, tras varias reencarnaciones, una vez liberadas del cuerpo mortal. El alma actuaría así como punto de conexión entre el mundo de las cosas y el mundo de las Ideas, entre los que estaría dividida. Una de las imágenes que Platón utiliza para exponer esta cuestión es la de un carro alado conducido por dos caballos, uno blanco, que tiraría del alma hacia el mundo divino del que procede, donde ha contemplado las Ideas y al que anhela regresar, y otro negro, que representaría la parte del alma dominada por las pasiones mundanas. Las almas en las que predomine esta parte mundana se reencarnarán en seres inferiores, mientras que las más virtuosas (entre las que Platón situaba las de los filósofos) podrán incluso llegar a escapar del ciclo de reencarnaciones. En línea con este planteamiento, el conocimiento verdadero para Platón consistirá en el recuerdo de esa visión original de las Ideas, que guiará nuestro razonamiento, y no en la percepción de un mundo de apariencias.

Frente a esta idea de alma atrapada en un cuerpo mortal, para Aristóteles el alma sería precisamente aquello que da vida y completa al cuerpo, no sólo al humano sino al de todos los seres vivos. Distingue así una serie de facultades (capacidades) del alma, distribuidas jerárquicamente en la escala de la naturaleza. En función de su presencia en diferentes seres, plantea la existencia de tres tipos de alma, a saber:

  1. el alma vegetativa, presente en las plantas, a la que se asocian las facultades de la nutrición, la reproducción y el crecimiento;
  2. el alma sensitiva, presente en los animales, asociada al deseo, al movimiento y a la percepción, dentro de la cual distingue entre los sentidos externos (tacto, vista, oído, gusto, olfato) y los «sentidos internos», que serían: el sentido común, encargado de integrar las formas recibidas por los distintos sentidos externos; la imaginación, capaz de representar la forma de un objeto en su ausencia; implicada también a la hora de juzgar de qué objeto se trata (inferir qué objeto está afectando a nuestros sentidos), así como si es bueno o malo para el organismo; la memoria, algo así como el registro de las percepciones, disponible para ser recuperado a través de la imaginación; y
  3. el alma racional o intelectiva, exclusiva de los humanos, capaz de conocer los conceptos abstractos universales (a diferencia del conocimiento de los objetos individuales que permiten los sentidos). Sería lo más parecido a lo que hoy en día entendemos por pensamiento o actividad cognitiva.

En lo que se refiere al alma racional o intelectiva (nous en griego), Aristóteles distingue entre un intelecto «paciente» (en potencia, es decir, que puede llegar a ser) y otro «activo» (en acto, es decir, que de hecho es), que completaría y llevaría a la perfección al anterior. Ese intelecto «activo», también llamado «agente», se encargaría de actualizar las imágenes recibidas por los sentidos para convertirlas en conceptos y juicios universales, garantizando el conocimiento racional, más allá del conocimiento de las cosas particulares que adquirimos a través de la percepción. El carácter de este «intelecto agente», que al ser común a todos los hombres sería inalterable y, como tal, eterno e inmortal, ha sido muy discutido e interpretado de formas muy diferentes a lo largo de la historia, algo sobre lo que volveremos más adelante.

MUNDO HELENÍSTICO Y ROMANO: LA FILOSOFÍA COMO TERAPIA PARA EL ALMA

En el mundo helenístico y romano (siglo iii a. C. – siglo v d. C.), momento de crisis de los antiguos valores de la democracia griega a partir de la fragmentación del Imperio universal soñado por Alejandro Magno y la aparición de nuevas unidades políticas, las filosofías platónica y aristotélica cederán terreno a otras que van a poner el acento en la necesidad de enseñar a vivir. Estas filosofías (cinismo, escepticismo, epicureísmo, estoicismo) se presentan como sistemas de creencias y prácticas para la salvación individual. Tratan de recuperar para el individuo cuestiones como la libertad de acción y decisión o la autosuficiencia sobre la que poder garantizarse una existencia virtuosa en un contexto de decadencia. En este sentido, encontramos en las filosofías helenísticas un amplio y detallado tratamiento del alma al servicio de una serie de prácticas para la transformación interior. Las prácticas, que se presentan como terapias para la vida, consisten básicamente en actividades dirigidas al dominio de las pasiones, consideradas como la principal causa de sufrimiento. Estos ejercicios, muy conocidos y parte de la vida cotidiana de las diferentes escuelas, implicaban cuestiones relacionadas con la atención, la memorización (de la regla de vida, de los principios de vida) y la meditación, con el objeto de vigilar el espíritu, concentrarse sobre el presente y dominar el pensamiento y la voluntad. Así, además de ejercicios «intelectuales» como la lectura, la audición o la investigación, había ejercicios prácticos dirigidos a la creación de hábitos como el dominio de sí mismo o el cumplimiento con los deberes de la vida comunitaria.

En este contexto, el tratamiento del alma no puede entenderse como un ámbito de conocimiento en sí mismo; hay que verlo como parte de una concepción de la física (o metafísica), la lógica y la ética que, en líneas muy generales, se mantendrá más próxima al materialismo y naturalismo aristotélico que al idealismo platónico. El estoicismo, por ejemplo, manejará una noción de alma muy cercana a la que veíamos en Aristóteles, como «forma» del cuerpo, pero extendiéndose más allá de los seres vivos al conjunto del Universo, que en una línea más platónica aparecerá dotado de inteligencia (logos o razón universal). El alma humana sería, de hecho, una partícula del alma (pneuma) que anima ese universo inteligente. Su centro y elemento superior sería lo que los estoicos llamaban un «guía interior» (hegemonikon), situado en el corazón y regido por la razón (humana), en armonía con la razón universal o logos. Gracias a esa armonía, el sabio estoico confía en el poder de su razón para vivir de acuerdo con nuestra naturaleza y alcanzar una vida serena y virtuosa. Esta noción de alma humana, y especialmente esta idea de «guía interior», profundiza tentativamente en la idea de conciencia de sí, aunque la noción de interioridad psíquica todavía esté lejos del desarrollo que alcanzará siglos después, en la Modernidad, donde los planteamientos estoicos volverán a cobrar gran importancia, con la reaparición de cuestiones como la autonomía moral o la superioridad de la razón sobre las pasiones (Hadot, 2002).

El estoicismo, que fue la más influyente de las filosofías helenísticas y romanas, entre otras cosas por su mayor relación con el orden sociopolítico dominante (funcionó también hasta cierto punto como una religión pagana) sería desplazado por el cristianismo a partir del fin del Imperio Romano, si bien entre ambos existieron muchas continuidades. En un tiempo de constantes guerras y penurias, el cristianismo ofrecía la promesa de un mundo mejor, una justicia tras la muerte y la inmortalidad de las almas en el más allá, apelando además a aspectos pasionales del alma humana. Al mismo tiempo, surgía el neoplatonismo, la última de las filosofías helenísticas, una actualización y profunda reinterpretación de la filosofía de Platón que influiría en la concepción cristiana de la divinidad y que también incluía técnicas de cuidado de sí mismo (Hadot, 2004). En plena crisis del Imperio Romano, Plotino (204-270 d. C.), su máximo representante, lleva al extremo el idealismo de la filosofía platónica. Frente al materialismo estoico y su idea de una Razón divina (logos) inmanente y omnipresente en el mundo, el neoplatonismo plantea un mundo trascendente y divino, del que el mundo material, sensible, sería solo una copia degradada. Plotino revitaliza así el pensamiento de Platón, poniendo el foco en el problema de la relación del alma con la verdad e incorporando desarrollos aristotélicos y estoicos, entre otros. Así, al tratar de la relación entre el alma humana particular y el alma del mundo (pneuma), Plotino recurrirá al tratado De anima de Aristóteles, señalando que el alma humana pertenece a la vez al mundo sensible (alma inferior sensitiva y vegetativa) y al «intelecto agente», esa alma superior-intelectiva que está fuera del mundo. Igual que para Platón, para quien el recuerdo de la visión de las Ideas permitía al alma reencontrarse con el mundo de las Ideas y liberarse de la cárcel del cuerpo, para Plotino, el alma caída en el cuerpo, aunque muy unida a él por sus deseos inferiores, podía volver a levantarse e iniciar el proceso inverso de conversión o vuelta a lo que llamaba el Uno, el escalón último de su estructura de la realidad transcendente. ¿Cómo? A través de ejercicios espirituales, de la práctica de virtudes cívicas y purificadoras en la línea de la moral estoica. Plotino abre así la puerta a la «unión mística» según la cual el alma, purificada, se reconoce como parte del alma universal, divina.

El neoplatonismo tuvo una gran influencia sobre aquellos cristianos preocupados por dotar de un sistema filosófico a su fe. Frente al materialismo pagano, el neoplatonismo ofrecía la ventaja de un alma humana inmortal y de un mundo espiritual transcendente más real que el mundo de la materia. La primera filosofía cristiana recogió también, adaptándolos, elementos clave del estoicismo como la providencia divina y su ordenación del mundo y los ideales ascéticos (de transformación de sí mismo), ya incorporados por el propio neoplatonismo. Pero el cristianismo ofrecía algo de lo que carecían tanto el logos cósmico y natural del estoicismo como el logos transcendente del neoplatonismo: un logos encarnado y revelado en la figura de Jesucristo.

Los primeros filósofos cristianos continuarían la tradición de los ejercicios espirituales en la vida monástica, profundizando en la meditación y en el examen de conciencia; pero el fin último de su filosofía y de estos ejercicios no será otro que conocer a Dios. San Agustín (354-430 d. C.) dará de hecho un gran impulso al estudio introspectivo del alma como forma de acceso al conocimiento de Dios, en obras como sus Confesiones (400 d. C.).

LA CIENCIA DEL ALMA EN LA EDAD MEDIA: DE LA FILOSOFÍA PLATÓNICO-AGUSTINIANA A LA ESCOLÁSTICA

Mientras que los representantes del neoplatonismo ejercerían su influencia sobre todo en Oriente Próximo, donde las obras de la filosofía clásica serían traducidas al árabe, al hebreo y al latín, la filosofía platónico-agustiniana dominaría el pensamiento medieval en Occidente durante toda la Alta Edad Media (siglos V-XI). El reencuentro con la filosofía clásica no se produciría hasta el final de este periodo, con la expansión de la cultura árabe y el acceso a dichas traducciones. El naturalismo de Aristóteles, que empezó a difundirse durante la Baja Edad Media (siglos xi-xv), resultaba en principio incompatible con el dogma eclesiástico, la concepción cristiana de la inmortalidad del alma humana y la meditación introspectiva como fuente del conocimiento. Sus textos se vieron así sometidos a importantes transformaciones e interpretaciones. La filosofía desarrollada en ese contexto, que intentaba precisamente comprender la revelación religiosa del cristianismo desde las nuevas perspectivas que esas obras aportaban, recibió el nombre de Escolástica (que remite a las «escuelas» monásticas y catedralicias, predecesoras de las primeras universidades). Filosofía y teología iban así de la mano, buscando la compatibilidad entre fe y razón.

El apogeo de la Escolástica tuvo lugar en torno al siglo XIII, un momento especialmente importante en el plano de la reflexión teológica, con nombres como San Buenaventura (1221-1274) o Santo Tomás de Aquino (1224-1274). Mientras que el primero, con una dimensión mística, subordinaba el trabajo filosófico a la búsqueda de lo divino, el segundo apostará por una relativa autonomía de la filosofía.

En el mundo islámico, tras una primera huella de neoplatonismo, el alma se había seguido estudiando fundamentalmente desde una perspectiva naturalista, combinando la filosofía aristotélica con la medicina romana tardía, como la de Galeno (129-216 d. C.). Siguiendo de cerca el planteamiento de Aristóteles y sus comentaristas islámicos, y en contra de la idea platónico-agustiniana del cuerpo como tumba o prisión del alma, Santo Tomás definirá el alma humana como la forma del cuerpo. Sigue también la clasificación aristotélica de las facultades del alma, manteniendo la distinción entre alma vegetativa, sensitiva y racional, si bien se cuidó más de introducir aspectos que separaban al ser humano del animal, incorporando algunos matices importantes que otorgaban al primero un mayor control racional. Asimismo, se aleja de la noción de «intelecto agente» planteada por los comentaristas islámicos de Aristóteles, que lo habían identificado, influidos por el neoplatonismo, con la divinidad. En su lugar, Santo Tomás devuelve el «intelecto agente» al alma humana, haciendo del conocimiento un producto activo del pensamiento humano y no un don de la iluminación divina. Con este desplazamiento, Santo Tomás restringe la razón humana al conocimiento del mundo de la naturaleza. Según él, a Dios sólo podemos conocerlo o bien por la revelación sobrenatural que nos transmite la Iglesia, o bien infiriéndolo a partir de sus efectos, de su obra en el mundo. Aunque Santo Tomás trató de conciliar razón y revelación, introduciendo la perspectiva naturalista en el seno del cristianismo platónico tradicional, al separar el conocimiento del mundo (la filosofía) del conocimiento de Dios (la teología) también sentó las bases para el futuro conflicto entre razón y fe, con el que dará comienzo la filosofía moderna.

EL RENACIMIENTO Y LA REFORMA PROTESTANTE: LA CIENCIA DEL ALMA AL SERVICIO DE LA SALVACIÓN

Con el progresivo redescubrimiento de las fuentes clásicas, se difundieron las ideas del antiguo humanismo griego, promoviendo una nueva concepción del ser humano y del mundo que intentaba dejar atrás el teocentrismo medieval. En este momento, además, la Reforma Protestante iniciada por Martin Lutero (1483-1546) en Alemania, que denunciaba la degeneración de la institución eclesiástica. Se producía con él la división confesional del Sacro Imperio Romano Germánico, que abría la puerta a un pluralismo religioso hasta entonces insólito.

En la línea de la filosofía greco-latina como terapia para la salvación individual, el conocimiento del alma humana se convierte a partir del Renacimiento en un tema central, si bien en estos momentos, en el marco de una sociedad cristiana, su objetivo fundamental es alejarnos de nuestra naturaleza pecaminosa. Todo teólogo debía dominar las discusiones más eruditas sobre el alma, sobre los cinco sentidos externos, sobre el saber y la voluntad (Gantet, 2008). En ese sentido, Philipp Melanchthon (1497-1560), discípulo de Lutero, otorgó en su reconstrucción de las universidades protestantes centroeuropeas un lugar primordial a las artes prácticas para el manejo del alma, como por ejemplo la «retórica».

Es precisamente en este contexto, en la última década del siglo XVI, cuando empieza a aparecer en algunos textos de la escolástica protestante el término «psicología», como una traducción helenizante de lo que se venía llamando «ciencia del alma» (psiqué + logos). Ahora bien, lejos de apuntar al nacimiento de una nueva disciplina, el estudio del alma se sigue dando en diferentes ámbitos: la física, donde se estudiaba la parte del alma ligada al cuerpo, es decir, a los sentidos (más o menos lo que hoy llamaríamos fisiología); la llamada pneumatología, dedicada al estudio de los espíritus (el alma inmortal); y la filosofía moral (ética y política), centrada en el escrutinio del alma racional, compuesta de entendimiento y voluntad así como de una conciencia moral, juez interno ante el que responden aquellos actos de la voluntad que no pasan por el entendimiento (los afectos) (Gantet, 2008).

Por otro lado, con la disolución de la antigua comunidad cristiana jerárquica (articulada a través de unidades políticas como el Sacro Imperio Romano Germánico) en numerosos Estados, cada uno de los cuales se entiende como una asociación (societas) de individuos, empezarán a aparecer diferentes teorías del contrato social, jurídicas, éticas y políticas, que tratarán de explicar la unión entre esos individuos que ahora se consideran como originalmente aislados (teorías como las de Hobbes o Locke a lo largo del siglo XVII y Rousseau en el XVIII) (Dumont, 1985). La noción de individuo independiente y autónomo, base de la sociedad moderna, se encuentra en pleno despegue, aunque tampoco aquí se pueda hablar aún de esa conciencia psicológica propia de la modernidad ligada al concepto de mente como espacio de la subjetividad. Según Roger Smith (1997), lo que marcará el paso a la modernidad, más que la dignificación del ser humano en sí misma, propia del Renacimiento, será la concepción del alma humana como instrumento de conocimiento, resultado de una confianza en las capacidades humanas. En ese proceso, obras como las de Francis Bacon (1561-1626), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (15641642) resultarán fundamentales a la hora de hacer valer dichas capacidades a través de la experiencia, el razonamiento y la experimentación en la construcción del conocimiento. El desarrollo científico de los siglos XVI y XVII comportará así una preocupación creciente por un método que garantice la fiabilidad del conocimiento.

LA CIENCIA MODERNA Y LA MENTE COMO ESPACIO DE LA EXPERIENCIA SUBJETIVA

Una parte importante de la responsabilidad del nacimiento de la psicología moderna recae, siguiendo a Georges Canguilhem (2002), en el desarrollo de la física mecanicista en el siglo XVII. Esta nueva concepción de la física se enfrentaba al naturalismo renacentista, de raíz aristotélica, por su atribución de capacidades o poderes a la materia (como, por ejemplo, en su tratamiento de los imanes, que se consideraban dotados del poder de la «atracción magnética»). Alineada con la sensibilidad más puritana y austera de la Reforma, la nueva filosofía natural reservaba el poder activo sólo para Dios. En este contexto, los reformadores cristianos más comprometidos con el desarrollo de la ciencia dieron un giro hacia el mecanicismo, haciendo de la materia algo completamente inerte, sin capacidades. La materia se volvía así algo mecánico, movido únicamente por la mano de Dios. Este fue el marco científico y religioso en el que desarrolló su trabajo René Descartes (1596-1650), que llevaría ese mecanicismo hasta el cuerpo humano.

Formado en la tradición escolástica, Descartes, cuyo contacto con la física le había convencido de la necesidad de desconfiar de los sentidos, se proponía desarrollar un método que nos permitiera ordenar nuestro pensamiento y no confundir lo verdadero con lo falso. A partir de una serie de premisas, la primera de las cuales consistía en no aceptar como verdadero nada que no fuera conocido de forma clara y distinta, se propuso dudar sistemáticamente de todas sus creencias, incluyendo su propia existencia. En el proceso de esa «duda metódica», Descartes concluyó que lo único indudable era que, mientras estuviese pensando, él era algo: existía. Así lo recogió su famosa fórmula cogito ergo sum, «pienso, luego existo».

El «yo pensante» es descrito por Descartes como una sustancia que se distingue por la capacidad de pensar y por ser lo contrario de la materia, es decir: inextensa, indivisible e incuantificable (no ocupa espacio alguno ni depende de nada material para existir). Ese yo, alma inmaterial e inmortal, se presenta en términos radicalmente opuestos al cuerpo. Descartes se desmarca así de la noción aristotélica y tomista de alma como forma del cuerpo. En su lugar, establece una nueva división ontológica, el famoso «dualismo cartesiano», entre el cuerpo, entendido como una sustancia con todos los atributos de la materia (res extensa), como una máquina cuyas operaciones pueden ser perfectamente explicadas como procesos físicos sin necesidad de recurrir a fuerzas vitales, y el alma en general, la res cogitans, «algo que duda, concibe, afirma, niega, desea, rechaza, que también imagina y siente» (Descartes, 1647/2009, p. 99). De esta división entre cuerpo y yo pensante se desprende una idea de especial importancia, a saber, la realidad del alma inmortal, que le permitía satisfacer tanto su propia fe religiosa como la de los teólogos católicos. Por otro lado, de la división entre alma y cuerpo se desprendía otra idea fundamental: que la presencia combinada de alma y cuerpo sólo se da en el ser humano. Desde el punto de vista cartesiano, los animales carecen de alma; son meras máquinas.

Ahora bien, Descartes quería que los lectores advirtieran que cuando hablaba de yo o res cogitans no estaba hablando del alma en el sentido aristotélico de la palabra, y por eso recurrió al empleo del término «mens», que se refiere únicamente al principio en virtud del cual pensamos, por oposición al de «anima», que se refiere al principio vital por el que nos nutrimos, crecemos y estamos sometidos a las demás funciones que compartimos con los animales (Mengal, 2000 y 2005). A partir de este momento, pues, lo opuesto a «alma» (anima, principio de vida) ya no será la ausencia de vida (lo inanimado), sino el cuerpo, que pasa a entenderse como un autómata. Se desarrolla entonces un nuevo discurso sobre la naturaleza humana y la mente, caracterizada en términos similares a lo que era el alma intelectiva (el pensamiento consciente), del que se ocupará la moderna psicología. A ese discurso contribuirá de forma decisiva el inglés John Locke (1632-1704) con su Ensayo sobre el entendimiento humano (Smith, 1997).

Como Descartes, Locke defenderá, contra el pensamiento aristotélico-tomista, que la mente sólo conoce sus propias ideas —no conoce formas o esencias, ni siquiera objetos en sí mismos—. Sin embargo, a diferencia de Descartes, que defendía el carácter innato de una serie de ideas, como la de perfección y la existencia de Dios (pero también de los axiomas matemáticos y de todas aquellas que representan esencias verdaderas, inmediatas y eternas del estilo de las Ideas platónicas), Locke planteará que todas las ideas provienen de la experiencia (de ahí que se le considere un representante del empirismo, mientras que Descartes lo es del racionalismo). Nuestros contenidos mentales más complejos, pues, no serían sino el resultado de la combinación de las sensaciones particulares que recibimos de la realidad material. Las ideas que suponíamos innatas no se encuentran en los niños ni en los retrasados mentales. Igualmente, apoyándose en la literatura de viajes, defendía por ejemplo que había pueblos que carecían de algunas ideas como la de Dios. Para ilustrar este planteamiento empirista, Locke se sirve de la metáfora de la mente como una tabula rasa, una pizarra en blanco donde las sensaciones imprimen registros de lo que ocurre en el mundo. Aunque negaba el carácter innato de las ideas, Locke sí admitía capacidades innatas como la reflexión, que nos permite percibir y reflexionar sobre las sensaciones que recibimos del medio físico y nuestras propias operaciones internas. La percepción, la reflexión sobre lo que percibimos y la facultad de conservar las ideas simples durante un tiempo (memoria) serían los primeros pasos del conocimiento, a los que seguirían operaciones mentales como la combinación de ideas simples en ideas complejas (por ejemplo, la idea de belleza procedería de combinar las de color y forma), la comparación de ideas particulares entre sí (ideas de relación, causa y efecto, identidad, etc.) y la abstracción, que aísla y separa a una idea de todas las que le acompañan en la vida real (Gondra, 1997).

La aproximación de Locke a la experiencia está sin duda relacionada con la mirada científica de la modernidad, pero también, como en el caso de Descartes, con asuntos de fe y salvación (Smith, 1997). En una Europa devastada por las guerras entre católicos y protestantes, conocer los límites y fundamento del entendimiento humano en la experiencia podía favorecer la aceptación de la tolerancia en materia religiosa. Aunque los planteamientos de Locke podían abrir (y abrieron) la puerta al relativismo, su análisis del entendimiento humano tenía más que ver con la búsqueda de un fundamento del orden moral que no residiese en una razón transcendente, divina, sino en las leyes de la naturaleza. Así por ejemplo explicaba las pasiones (amor, deseo, esperanza, miedo…) como ideas derivadas de las sensaciones de placer y dolor, en las que se apoyaba también para explicar el fundamento último de la acción: actuamos cuando el dolor supera al placer, para escapar de la incomodidad. Por otro lado, el papel otorgado a la experiencia le hizo conceder una gran importancia a la educación, algo que tendría gran influencia en filósofos posteriores como Jean Jacques Rousseau (1712-1778).

A lo largo del siglo XVII, indagar en el funcionamiento de la mente en la línea inaugurada por Locke constituirá una preocupación fundamental para la mayoría de los pensadores. Su influencia tanto en Inglaterra como en Francia será fundamental a este respecto. De hecho, en Francia entusiasmaba todo lo inglés, especialmente el empirismo de Locke y la física de Newton. Allí su Ensayo sobre el entendimiento humano se convertirá en un pilar fundamental para el desarrollo de las ciencias humanas. Voltaire (1694-1778) por ejemplo mostraba su admiración por el logro que suponía explicar la razón humana del mismo modo en que un anatomista explica las partes del cuerpo. Y llevando al extremo su empirismo se desarrollarán doctrinas como el sensualismo, de la mano de Etienne Bonnot de Condillac (1714-1780), que reducirá todo lo mental a sensaciones, negando la existencia de facultades del alma, incluida la reflexión. No ocurrirá lo mismo en el ámbito germano, donde se plantearía una concepción alternativa, abriéndose una nueva tensión: entre una concepción mecanicista de la mente, entendida como un escenario de asociaciones entre sensaciones e ideas, propia de la tradición empirista británica y francesa, y su concepción en términos de una conciencia en la que se reflejarían las leyes lógico-matemáticas conforme a las cuales se estructura el mundo, propia de la tradición racionalista alemana.

Así, el filósofo racionalista alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (16461716) contestará la obra de Locke con unos Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (publicación póstuma, en 1765, redactado entre 1703-1704). Como Descartes, Leibniz admitía la existencia de ideas innatas y desconfiaba de la experiencia sensible como base del conocimiento. Para él, el empirismo, al carecer de garantías acerca de la validez del conocimiento que tenemos del mundo a través de la experiencia, abría la puerta al escepticismo. A la vez, sin embargo, como hiciera unos años antes el también filósofo racionalista Baruch Spinoza (1632-1677), Leibniz se enfrentaba al dualismo cartesiano entre mente (res cogitans) y mundo material (res extensa). Mientras que el racionalismo de Spinoza sostenía que solo podía existir una sustancia, la divina, en una doctrina panteísta que identificaba a Dios con la naturaleza, Leibniz afirmaba la existencia de infinitas sustancias, «mónadas», que serían las unidades básicas constituyentes del conjunto del universo, de la realidad (una especie de «átomos», pero no inertes). Según su Monadología (1714), cada una de estas mónadas estaría en cierto modo «viva» (animada) y poseería un cierto grado de conciencia. Aquellas mónadas provistas de percepciones conscientes y razón formarían el «reino de los espíritus». Como forma de combatir el escepticismo, Leibniz planteó que entre dicho reino (la razón) y el «reino de la naturaleza» (el mundo físico), habría una «armonía preestablecida» por Dios que garantizaría la verdad del conocimiento.

Si la filosofía de Locke y de su principal seguidor, David Hume (1711-1776), contribuirán al desarrollo de una psicología empirista y asociacionista, el sistema de Leibniz sentará las bases de lo que será la psicología de habla germana, que caracterizaría la mente como actividad (frente a la pasividad defendida por las tradiciones más empiristas) y unidad (frente a la idea de mente como agregado de sensaciones) (Smith, 1997).

El énfasis que todos estos nuevos sistemas metafísicos, tanto continentales como británicos, pondrán en el poder de la razón sentará las bases para el desarrollo de la Ilustración a lo largo del siglo XVIII. Pero serán sobre todo los escritos de Locke y su recepción en Francia, en una filosofía natural que vendría a socavar las bases teóricas del Antiguo Régimen, los que tendrían un mayor impacto en ese sentido. Además, su defensa de la libertad de conciencia como derecho fundamental sería el pivote en torno al cual girarían los demás derechos y libertades que la Revolución Francesa exigía. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, adoptada en 1789 por la Asamblea Constituyente, marcaría la consagración del individualismo moderno (Dumont, 1985).

LA ILUSTRACIÓN: DEL ANÁLISIS DE LA MENTE A LA PSICOLOGIZACIÓN DEL SER HUMANO

Uno de los conceptos clave de la Ilustración era el de «naturaleza humana». Los relatos que llegaban de la colonización, con extensas descripciones de los nativos de lejanas tierras, favorecían debates sobre la clasificación de los seres humanos, que mostraban una gran diversidad física y cultural. La contraposición entre una Europa civilizada (superior pero artificial) y un supuesto estado natural (salvaje), estaba ampliamente extendida. Los discursos sobre el ser humano, influidos por la amplia difusión del Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, se van «psicologizando» a lo largo del siglo XVIII (Vidal, 2000). Se presentan como descripciones naturales o empíricas, ajenas a disquisiciones sobre la inmaterialidad o la inmortalidad del alma. Es en esos momentos cuando el uso del término «psicología» se va a sistematizar, trayendo consigo, ahora sí, una verdadera transformación conceptual. Este desarrollo tendrá lugar fundamentalmente en Alemania, donde la psicología se introduce por primera vez como una parte de la filosofía académica, dotada de un lugar análogo al de otras ramas en los manuales y en la docencia. Aparecerán entonces numerosos tratados antropológicos y psicológicos identificados como tales, así como obras de una literatura más «popular» en forma de novelas y ensayos dedicados a la indagación del alma (Vidal, 2000).

Fuera del contexto alemán la psicología está menos claramente dibujada como especialidad. En Gran Bretaña el análisis de la mente ocupará después de Locke un lugar un tanto inestable entre una versión más empírica del análisis del entendimiento, que se identifica más bien con la lógica, y la pneumatología (ciencia de los espíritus). De fondo, lo que hay es una tensión entre, por un lado, el máximo heredero de Locke, Hume, que llevará a sus últimas consecuencias el empirismo con su escepticismo moral y epistemológico, y por otro lado, la denominada Escuela del Sentido Común del escocés Thomas Reid (1710-1796), que defendía la existencia de un sentido común que nos permite aprehender lo real y fundar las verdades morales. Frente a la idea de la mente como un conjunto de imágenes de la realidad (sin garantía de correspondencia con ella), esta Escuela escocesa defiende la perspectiva realista aristotélica, según la cual podemos conocer el mundo tal y como es. En Francia, como decíamos, las ideas de Locke fueron recibidas con entusiasmo por la filosofía sensualista y materialista, pero los propios franceses esquivarían el nombre de psicología, por sus connotaciones metafísicas, adoptando preferiblemente el de ideología, en el sentido de ciencia de las ideas. Por otro lado, el posterior rechazo por parte de Napoleón de esta filosofía sensualista y materialista contribuirá al desarrollo de una tendencia más espiritualista que se inspirará, entre otros, en la ya mencionada Escuela escocesa del Sentido Común de Thomas Reid.

Ciertamente, sin el intercambio con estos desarrollos británicos y franceses no podría entenderse el desarrollo inicial de la psicología como un ámbito pretendidamente autónomo de saber. Ahora bien, su despunte definitivo se da en Alemania, a partir de la obra Christian Wolff (1679-1754), cuando incluye en su sistema filosófico la psicología como parte de la metafísica (junto a la cosmología y la teología). Como las demás ramas de su sistema, la psicología consta de una parte racional, dedicada al conocimiento a priori de la esencia y naturaleza del alma (deduciendo las cualidades del alma, en concreto las de ser una sustancia inmaterial e inmortal), y otra empírica, dedicada al conocimiento a posteriori, mediante la observación de los acontecimientos de nuestra alma de los que somos conscientes. Será esta psicología empírica, cuyo conocimiento se basa en la experiencia, la que cobre una gran importancia en esos momentos, presentándose como el núcleo de una ciencia general del hombre.

El despegue de la psicología como ciencia universitaria tiene así lugar en el siglo XVIII, en Alemania, marcado por una psicologización del discurso filosófico que procede del análisis del entendimiento de Locke y que se hibrida con la filosofía racionalista. A partir del lugar que Wolff reserva a la psicología empírica en su sistema se abrirá todo un debate metodológico sobre sus límites y posibilidades. En ese debate intervendrá activamente Immanuel Kant (1724-1804), apostando por hacer de la psicología empírica, como descripción natural del alma, una disciplina independiente de la metafísica. El proyecto kantiano, la reacción romántica a la Ilustración y la posterior filosofía del espíritu terminarán de dar forma a ese espacio de la subjetividad moderna inaugurado por Descartes y Locke. De él se ocupará una incipiente y titubeante psicología cuyas elaboraciones, a su vez, no dejarán de contribuir a la construcción de ese mismo espacio.

Siguiente